por Irene Cueto | Feb 24, 2019 | Críticas, Música |
La división entre entre lo conocido como música popular y música culta, música antigua y música moderna siguen estando vigentes en la mentalidad del público y de programas. Sin embargo, en ocasiones difícil establecer esas divisiones tan marcadas cuando el trabajo que se expone aúna épocas, géneros y estilos en una propuesta que pretende desdibujar esas líneas. Este es el caso del disco Amores pasados: de Dowland a Sting (ECM Records, 2015) de Alternative History.
El pasado 17 de febrero dieron a conocer su disco en el Teatro Real Coliseo Carlos III (San Lorenzo de El Escorial, Madrid) en el que, con los laúdes de Ariel Abramovich y Jacob Heringman, interpretaron música de los siglos XVI y XVII (con las composiciones de Picforth como In nomine y Thomas Campion) y música del siglo XX que abarca varias décadas, tanto de música clásica como de música popular con las obras de John Paul Jones (bajista de Led Zeppelin), Peter Warlock, E.J. Moeran, Peter Erskine, Arvo Pärt y Tony Banks (teclista de Genesis).
Con un programa tan atrevido, John Potter y Anna Maria Friman, quien además de cantar también tocó el violín en algunos temas, dieron una magnífica lección de canto. Este grupo musical sabe cómo dotar a composiciones de diferentes estilos y épocas de un estilo propio que nos lleva a la época del Renacimiento y del Barroco con un sonido sublime. Además, gracias a las introducciones que ofrecían al público sobre lo que iban a interpretar y una breve historia de ese tema, hicieron que nos metiéramos aún más en esa música y su contexto.
No obstante, con cada uno de las canciones presentadas, no se tiene sensación de estar escuchando música denominada culta o popular, o música antigua o moderna. Más bien parece que todo pertenece al mismo estilo y a la misma época en donde hay una coherencia y cohesión estilística. En ella, el tema del amor sigue siendo uno de los temas más importantes y predominantes. Para ello, además de los compositores anteriormente mencionados, hay que destacar que algunas de las letras de esas canciones están basadas en textos de William Shakespeare y William Blake, como las de los temas de Moeran, Jones y Banks. Esto supone una amalgama de períodos con sus correspondientes estilos, tanto históricos como personales de cada artista.
Con un empaste y un sonido perfecto, consiguieron crear un ambiente sonoro perfecto con unas músicas bellísimas en las que destacaban las adaptaciones que habían hecho de todos esos compositores para dotarlas de su singular y magistral sonido.
por Pol Frau | Feb 21, 2019 | Críticas, Libros, Literatura |
Tenia ganas de hablar de un libro de Errata Naturae, una de mis editoriales favoritas por la concreción de su catalogo y por la importancia de que exista un sello que se dedique a este tipo de literatura. Me refiero a lo que a menudo se conoce como nature writing, es decir la producción textual que tiene como centro el estudio o la reflexión entorno a la naturaleza y la experiencia que tiene el individuo de esta. Una temática que más allá de tendencias mayores o menores al ruralismo marca la vida y la historia de la humanidad ya sea por proximidad o por oposición al medio y es des de este punto de vista que tiene para mi un lugar primordial para el pensamiento. El libro en cuestión es Invierno (Errata Naturae) donde Rick Bass relata un diario que se construye como una suerte de biografía de su propia vida y en concreto de su primer invierno viviendo en el valle del Yaak, Montana, en un pequeño poblado al norte de Estados Unidos rodeado de naturaleza salvaje donde viven cerca de una treintena de personas habitualmente sin ni siquiera electricidad o teléfono. Se trata de un libro de todavía 2018, la ultima lectura navideña que tenia pendiente.
En la época de internet y las redes sociales, uno va a la montaña y tiene la sensación de estarse perdiendo algo. Vivimos a menudo en esa sobre excitación permanente en la que no nos damos un momento de descanso, como si tuviéramos que verlo todo y estar en todos lados, como si se nos fuera la vida y necesitáramos retenerla. De eso habla Rick Bass cuando piensa en la mujer de ochenta años que lleva toda la vida en ese pequeño poblado de Yaak, cuantas cosas se habrá perdido. Aún así, Bass y su mujer, naturales de Texas, él escritor y ella artista plástica, deciden con tan solo veintinueve años irse a vivir a Yaak. Cuantas cosas habrá visto esa mujer que nadie más habrá visto, piensa mas tarde el escritor, no se puede estar en todos lados.
Rick Bass no duda en reconocer que su migración a Yaak es una huida de una sociedad en la que ya no se siente a gusto. Una sociedad en decadencia dominada por el engaño, el absurdo y la falta de conversaciones realmente interesantes y cita a Thoreau cuando dice que el ermitaño se aleja de unas cosas para acercarse a otras. La referencia a Thoreau no es por supuesto casual. Thoreau es el referente indiscutible de diferentes generaciones de americanos interesados por la naturaleza. Una sociedad, la americana, plagada de contrastes entre los grandes núcleos urbanos que están entre los más contaminantes y activos del planeta, donde la actividad industrial y empresarial nunca se para y los inmensos bosques salvajes, y por lo tanto aún no domesticados, donde pueden pasar meses sin tener presencia humana alguna y puede volverse incluso imposible transitarlo en cualquier tipo de vehículo. El contacto con la naturaleza puede ser mucho mas potente que en Europa, por poner un ejemplo, donde todo territorio está más regulado y es propiedad de alguien y uno no puede siquiera acampar una noche en un bosque sin pedir permiso para hacerlo.
Es en este contexto en el que siguiendo el ejemplo del pensador Thoreau o del protagonista del conocido libro (y después película) Hacia Rutas Salvajes (Into the wild, recogedor de un caso real), un cierto numero de estadounidenses dejan su vida acomodada de ciudad para empezar una nueva vida en algún bosque del extenso territorio americano, cuanto más remoto y salvaje, mejor. Los motivos pueden ser mas o menos dispares pero en el caso estadounidense suelen tener mucho que ver con la búsqueda de la propia individualidad a través de un modo de vida más pausado y conectado con las necesidades básicas y primitivas del ser humano que permita un trabajo de autoconciencia de uno mismo, de sus necesidades, sus pensamientos y singularidades y también como acto de libertad de si. De un ejercicio de liberación de las coacciones sociales que limitan el desarrollo y la libertad del individuo, valores todos ellos muy americanos.
Rick Bass bebe de esta tradición y escribe de forma muy tranquila y aparentemente vacía pero que muestra entre las descripciones de sus rutinas diarias como su vida se va transformando en Yaak y las razones que lo van convenciendo de haber escogido correctamente su lugar de residencia. Argumentos que cogen fuerza si somos conscientes de que Rick Bass es hoy un hombre de sesenta años que sigue viviendo en Yaak, cuarenta años después. En su dietario habla frecuentemente de la leña, la caza y la agricultura, en un lugar extremo, con temperaturas de hasta cincuenta grados bajo cero. La propia subsistencia ocupa gran parte del tiempo de sus habitantes y les da una lección de humildad. Viven mas pendientes del clima ya que el frío, la noche, la nieve marcan de una forma mucho mas evidente cuando empieza y acaba el día que se puede hacer y que no.
Los animales también forman parte del paisaje que dibuja Bass, animales salvajes como los coyotes, los osos o los ciervos con los que conviven de una forma silenciosa, se ven de lejos, se siguen unos a otros. Los animales subsisten de una forma más salvaje, los humanos necesitan en cambio de las herramientas de la cultura para sobrevivir en esas condiciones.
En definitiva Bass nos muestra como se impone un ritmo de vida diferente en la alta montaña. Uno tiene que hacer un mayor trabajo de aceptación de las duras condiciones climáticas y darle la vuelta transformándolo en un sentimiento de agradecimiento de estar en el mundo, de recibir nieve o lluvia, de contemplar la naturaleza mas salvaje y pura. En definitiva el placer estético que supone para el humano conectarse con sus raíces mas primitivas y autenticas. Aquellas que posibilitan mas directamente su vida.
En lugares así uno acaba encontrando gentes semejantes a uno mismo ya que todos en Yaak huyen de la sociedad por unos motivos o otros y se impone un ritmo de vida y de comunicación mas pausado y libre (incluso entre Bass y su pareja se ve reflejada esta independencia.) Al no disponer de teléfono o televisión la gente espera (también la gente de la ciudad) y se impone un cierto aislamiento y un tempo mas lento favorecido por el silencio. Uno piensa mas las cosas que hace y porque las hace y a través de la atención plena, del constante aprendizaje, vivir cada día como algo nuevo, parece incluso que el tiempo pase mucho mas despacio. Para no alargarme mas de la cuenta quiero contestar a todos aquellos lectores que quizás se están preguntando a cerca de la dificultad de cambiar su modo de vida en una sociedad tan exigente como la contemporánea citando al propio Rick Bass en una de sus frases que más me resuenan: “claro que tenemos nostalgia. Si salieran baratas nuestra felicidad y nuestra libertad no merecerían la pena”. Lectura diferente, muy bien escrita y que da mucho para reflexionar.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 21, 2019 | Cine, Críticas, Sin categoría |
[Foto de Lapü – sacada de: https://variety.com/2019/film/festivals/berlin-forum-lapu-indigenous-doc-1203139664/ ]
Monos, la película con la que participó el director colombiano Alejandro Landes en el Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale), es sobre todo una película que asume riesgos. Valiente es la puesta en escena de niños o adolescentes que, formando una guerrilla bizarra que tiene muchas veces más aspecto de circo que de ejército, pretenden reflejar la violencia colombiana con todas sus facetas (secuestro, bombardeos, asesinatos, etc.). La película recuerda inmediatamente (y sobre todo por la referencia directa en la escena de una cabeza de cerdo llena de moscas) a la novela de William Golding The Lord of the Flies. Al acercarse a la parábola, la película construye (este siendo su mayor logro) un universo cerrado con sus propias reglas y a cuya extrañeza el público se va acostumbrando paulatinamente: por primera vez desde hace mucho tiempo el cine colombiano se aparta de las representaciones realistas del conflicto para darle una perspectiva fantástica que le sirve como folio ensayístico al director. Se trata entonces, como en la novela de Golding, de una aproximación a la violencia en Colombia sin remitir a sujetos explícitos y recurriendo a la parábola. El posicionamiento o el planteamiento de fondo de dicho aproximamiento fantástico queda poco claro y un tanto ambiguo – pareciera que la película se consumiera completamente en su espectáculo.
La película no cuenta una historia sino muchas al mismo tiempo. El desarrollo narratológico es caótico, el desarrollo de los personajes no sigue cronologías o lógicas sensatas, pero se desarrolla en dos contextos importantes que le dan unidad a las dos partes de la narración: el páramo y la selva. El cambio de contextos, que geográficamente significa horas de camino, se da en pocos segundos y por una cueva; y lo que parecía haber sido el pecado original, el suceso que le daría vida a la trama, se va diluyendo entre más se adentran los personajes en la selva. La impactante fotografía ayuda mucho al espectáculo de la película, al igual que sus actores y actoras y la impresionante exactitud de la cámara, lo que se narra en la trama no encuentra sin embargo asidero, o bien, el comentario sobre el salvajismo en Golding parece no encontrar uno análogo en la película de Landes. El tratar el tema del conflicto con niños, el apartarse de una perspectiva realista y el claro interés de darle ambigüedad queer a todas las relaciones de los personajes, hacen de todas maneras de la película una valiente e innovativa y que vale la pena ver.
El otro largometraje colombiano presentado en la Berlinale de este año, es una verdadera joya. Me refiero a Lapü, la película con la que debutaron César Alejandro Jaimes y Juan Pablo Polanco en el mundo del cine. Se trata de una película difícil de ordenar en cuanto a su género: por más de que los diálogos no podían ser estipulados de antemano, ya que estos se dan solamente en la lengua de los Wayú que los directores desconocen, no se puede hablar con toda seguridad de un documental. Si partimos sin embargo de que se trata de uno, este trata de hacerlo desde la perspectiva de una cámara ausente: los personajes, que hacen parte de una celebración a los muertos en una comunidad Wayú, hablan entre ellos o entre ellas sin mirar a la cámara, siguiendo con el transcurso de su cotidianidad y del ritual haciendo caso omiso de estar siendo filmados. Y al mismo tiempo (y este es tal vez su mayor logro) la cámara logra rescatar lo poético que se esconde detrás del ritual y de aquella cotidianidad; la cámara en Lapü pone sobre relieve la religiosidad y lo poético de la cultura Wayú.
La fotografía de la película tampoco es la temblorosa de un reportero, es más bien la de una cámara poética como hace mucho no se veía en el cine colombiano: se trata de un retrato de la simbiosis entre vida y muerte, o bien de la vida en la muerte en la cultura Wayú. Es un tributo a la muerte en el medio que tal vez remite de manera más directa a ella: el cine y los fantasmas, las ilusiones del presente, las reminiscencias del pasado. El filme es en suma uno poético y contemplativo, incluyendo los momentos de shock que presenta, y mantiene la unidad en el ritual Wayuú que retrata, como un testimonio silencioso y por ende respetuoso. Se trata también de un tributo a la cultura Wayú que viene como si surgiera de la urgencia de un rescate de una cultura que pertenece al mayor capital cultural colombiano, como cultural ancestral que resiste aun hoy en día en el Caribe colombiano.
Con estas dos películas el cine colombiano le apostó a una cuestión política en la Berlinale de este año, justo en tiempos de Bolsonaro en Latinoamérica. El mensaje quedó claro: tres socio-ecosistemas, con sus respectivos capitales culturales y naturales, deben recibir más visibilidad, deben ser rescatados y vistos como nuestro capital más importante y aquel que debemos defender con urgencia. El páramo, la selva y el desierto fueron los protagonistas.
por Ramón del Buey Cañas | Feb 18, 2019 | Cine, Críticas |
La última edición del Festival Internacional de Cine de Rotterdam ha demostrado que el elevado volumen de filmes programados garantiza la presencia de un número suficiente de apuestas que legitiman no únicamente la vigencia de la institución, sino también su lugar prominente entre los grandes circuitos internacionales de exhibición cinematográfica. Sin embargo, la estrategia alienta inevitablemente un cuestionamiento a propósito de la mayor o menor idoneidad en la diversidad y amplitud de públicos, estilos, y, en definitiva, propuestas que congrega anualmente el certamen. Y todo ello sin entrar a considerar la relevancia del IFFR en cuanto a su igualmente meritoria —si no más tangible— contribución como foro de producción y distribución, en el que se negocian tanto los fondos que impulsarán nuevos proyectos como su propia elaboración y sus posibilidades de difusión. En este sentido, la pregunta por el objetivo y la impronta fundamental de un festival de cine —en esta ocasión el de Rotterdam, pero cabe extrapolar el aserto a cualquier otro— ha de acompañarse de un examen dedicado a la recepción de sus contenidos que no solo vindique una inclinación personal traducida en el catálogo de recomendaciones y críticas de turno, sino que asimismo justifique —o, cuando menos, explicite— las coordenadas desde las que se experimenta, se reflexiona y se da cuenta de dicho fenómeno.
A este respecto, las prácticas de visionado que imperan en esta clase de citas acaso desaconsejen un line-up excesivamente bien nutrido —atendiendo a una serie de parámetros disputables, pero frecuentemente reconocibles por un sector concreto de los asistentes habituales o potenciales, que invitan a concentrar en varios nichos los cribados finales de las distintas competiciones y focos temáticos—. En el consumo de cine al por mayor la sensibilidad puede caer en una espiral viciosa y hasta desquiciada, donde los títulos excelsos terminan evidenciando con más énfasis su carácter excepcional si el resto de la parrilla se encuentra ostensiblemente por debajo del grado de calidad que detente la película en cuestión. Naturalmente, este tipo de juicios y de prejuicios dependen directamente de los gustos de la audiencia —en cualquier caso, mayoritariamente aficionada a la bacanal—, pero no siempre la parcelación cuidadosa logra poner coto a los presumibles éxitos y fracasos de cada sección, desdibujando, así, los paradigmas e ideales que en principio rigen las sesiones de las que aquellas se componen.
Entonces, ¿qué motivos —al margen de los puramente profesionales— tendría alguien para pasar el día entero encerrado en una sala de cine, como sistemáticamente ocurre en estos eventos? Probablemente la solución se cifre en un elemento que el IFFR ha incorporado desde sus inicios como sello distintivo y que atraviesa la totalidad de su oferta, permitiendo a los espectadores menos acomodaticios la opción de cruzar resultados, de completar la agenda diaria con decisiones no algorítmicas que, a pesar de su índole aparentemente antojadiza o indeterminada, serán recompensadas con un alto índice de acierto —si esto significa descubrir películas deslumbrantes, audaces y pertinentes—: el riesgo. A continuación brindamos una configuración hipotética pero plausible, articulada mediante siete muestras del cine más destacado —según este criterio— que pudimos ver en Rotterdam, sucediéndose en dirección ascendente y dando lugar a una jornada particular, heteróclita y modélica, ante la que no parecen existir alternativas que prometan un mejor empleo del tiempo. La respuesta al interrogante que encabeza este párrafo, por tanto, radicará en la capacidad de los festivales para iterar combinaciones de jaez similar al que sigue, sin que ello implique un aumento exagerado de sus proporciones, una disminución de los interesados o una tendencia hacia el convencionalismo cobarde y mediocre.
12.00 h — SEA OF LOST TIME (Gurvinder Singh, 2019): Enmarcada en el Laboratory of Unseen Beauty —programado por Olaf Möller y conformado por realizaciones que, a causa de diversas razones, nunca llegaron a «completarse»—, la última película de Gurvinder Singh condensa no pocos alicientes para incluirla en la primera franja de nuestro itinerario. El director indio, asistido por un equipo de estudiantes del Instituto de Cine y Televisión de India en Pune, llevaba a cabo una versión libre del relato homónimo de Gabriel García Márquez cuando la arbitrariedad de las autoridades locales paralizó la producción del filme. Lo que ahora se proyecta es el montaje de los pecios de este largometraje arruinado, cuya circunstancia no es óbice para alcanzar el acabado de una obra maestra, perfecta en su sobriedad y estremecedora en la narración lírica del dolor y la palingenesia de sus víctimas.
16.00 h — BRING ME THE HEAD OF CARMEN M. (Felipe Bragança & Catarina Wallenstein, 2019): La paráfrasis de la célebre pieza de Sam Peckinpah no arroja demasiadas claves interpretativas a propósito de esta gema fílmica, cuyo imaginario onírico y vital desliza una radiografía tan aguda como oportuna de las aspiraciones que prefiguran la construcción de un futuro balsámico. Su planteamiento discurre a través de lo que podría denominarse realismo mágico formal —el intento de una descripción más precisa traicionaría la fuerza gravitacional de las imágenes—, en el que el protagonismo del color y la hipnótica puesta en escena catalizan el ritmo trepidante que las actuaciones de Helena Ignez, Catarina Wallenstein e Higor Campagnaro imprimen a la trama. Su inteligencia compite con su factura técnica, cristalizando en una fascinante prospección audiovisual hacia el inconsciente político del Brasil contemporáneo.
18.00 h — INSTRUCTIONS ON HOW TO MAKE A FILM (Nazli Dinçel, 2018); MAL-FEKATA (Hasabie Kidanu, 2019), CENIZA VERDE (Pablo Mazzolo, 2019) y E-TICKET (Simon Liu, 2019): La representación del cine experimental en el IFFR tuvo la fortuna de contar con los últimos trabajos de Dinçel, Kidanu, Mazzolo y Liu, cuyo denominador común puede sintetizarse en una concepción artesanal de la manipulación del celuloide —bien al servicio del retrato urbano o de la sátira, bien consagrada a la reflexión elegíaca sobre la historia de la Argentina indígena—. En las películas de Mazzolo, Liu y Kidanu el tiempo se contrae para explorar la huella de una realidad ausente, convocada mediante la meditativa observación de los interiores de Adís Abeba, el trágico capítulo del suicidio de los hênîa y los kâmîare en la Sierra de Córdoba o la superposición fugaz y caleidoscópica de recuerdos que transitan desde la India hasta una protesta en el Hong Kong de 2005. Por su parte, el humor y la saturación del blanco y negro son concitados en el filme de Dinçel, canalizando un discurso sobre el rodaje en analógico tan corrosivo como disimulado por la pulcritud de sus fotogramas en 16mm.
20.00 h — THE MOVIE ORGY – ULTIMATE VERSION (Joe Dante, 1968): Si la noche está reservada para la subversión de los códigos morales oficiales y la irreverencia desenfrenada, este collage de películas de serie B, cortos publicitarios y filmes educacionales ofrece un pretexto sublime para que el jolgorio se extienda durante casi cinco horas. La orgía que nos ocupa es un homenaje a las veladas de gamberrismo cinéfilo que Joe Dante y Jon Davison auspiciaron a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. El mecanismo era sencillo: encadenar unos materiales con otros mientras el público se drogaba y se deleitaba con cada aparición en pantalla —o profería toda suerte de injurias en su contra—. Estos aquelarres no son un simple entretenimiento, sino que también permiten comprender los resortes de la represión en la Norteamérica de aquellos años. Ahora bien, independientemente de con qué ojos uno se enfrente a estos documentos pueriles e impúdicos, parece recomendable tener a mano la suficiente cantidad de cerveza fría y compañía cómplice. Cuanto más de ambas, mejor.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 12, 2019 | Cine, Críticas |
[Foto sacada de: https://www.hollywoodreporter.com/review/skin-review-1142180]
El dicho de “árbol torcido jamás se endereza” o bien, repitiendo la famosa canción de salsa, “palo que nace dobla’o, jamás su tronco endereza”, parece ser aquello que con un gesto optimista Guy Nattiv trata de refutar con su última película “Skin” (2019), estrenada ayer en la sección Panorama del Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale). La piel le sirve al director de metáfora para pensar los cambios aparentemente permanentes que dejan ciertos actos en el carácter, o bien, en la esencia de una persona, si es que algo como tal exista. La película parece plantear sin embargo, que la piel no deja de ser superficie y se enfoca en la idea de que por más cicatrices que se lleve un cuerpo, el trabajo en sí mismo y el cambio de vida son posibles. He allí tal vez el patetismo de la película – el desarrollo de sus personajes tienden a eso inevitablemente: al optimismo que deviene fatalidad.
Bryan ‘Babs’ Widner (Jamie Bell) es un neonazi estadounidense que fue adoptado desde pequeño por Fred ‘Hammer’ Krager (Bill Camp) y su esposa Shareen (Vera Farmiga) en su casa que más que casa es una fabrica de machos racistas militantes por la ‘supremacía blanca’. Sin embargo, las similitudes a un hogar común y corriente terminan siendo el cimiento de su comunidad: la lealtad a su supremo jefe, el compañerismo y el apoyo mutuo se entienden como principios esenciales de la convivencia en ese orfanato neonazi, y los cuales se ven amenazados por las propias premisas de odio del hogar. Aquí parece jugar un gran papel el proverbio de “cría cuervos que te sacarán los ojos”. Los machos son creados como asideros exclusivos de odio, un odio que se vierte en contra de todos, sin embargo la mayor traición viene a ser la del amor mismo con su radicalidad subversiva: la decisión del mismo Bryan de optar por abandonar el camino de la militancia nazi, motivado por el encuentro con el amor de su vida Julie Price (Danielle Macdonald) y sus tres hijas, desencadena la tragedia de la película. La radicalidad del amor, que parece ejercer una violencia más extrema que la de la ‘supremacía nazi’, lleva a Bryan a la huida pesadillesca de su pasado.
La piel de la cara de Bryan está totalmente tapizada de tatuajes, lo que complica la huida como si el racismo se invirtiera en el cuerpo del personaje de un momento a otro: la piel es ahora la que le impide llevar una vida tranquila. Bryan trata de dejar de ser el “bad guy” que ven las hijas de Julie en él, haciéndose a un trabajo sobre su cuerpo mismo – borrar las marcas de lo que se quiere dejar de ser. En comparación con el retrato desalentador de Bustamante en la Berlinale con su película Temblores (comentada por mí para este medio), Skin parece gritar (un poco a la Hollywood) que el amor sí puede liberar a un sujeto de las garras de un sistema moral opresivo.
Las maravillosas actuaciones de Danielle Macdonald y de Jamie Bell, como también de Bill Camp y Vera Farmiga, hacen de esta película con paupérrimo desarrollo de la trama, un filme para no perderse. El suspenso, que es intensificado con una habilidad sorprendente, hará de esta película seguramente una memorable. El romanticismo como clave para desenvolver el odio nihilista que se vive en los EEUU de Trump, o bien, el amor como antídoto, pero el amor en su radicalidad política, parece ser la propuesta de Navitt para cambiar el rumbo de las cosas.
(Véase Srećko Horvat «The Radicality of Love«)
por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 12, 2019 | Cine, Críticas |
[Foto sacada de: https://variety.com/2018/film/festivals/berlinale-2018-jayro-bustamante-readies-tremors-1202701988/]
Tiembla dos veces, o más bien, tiembla constantemente en la nueva película Temblores (2019) del director Jayro Bustamante estrenada en la sección Panorama del Festival Internacional de Cine de Berlín (Berlinale). Después de su maravillosa película Ixcanul (2015) estrenada en el mismo festival alemán, Bustamante ofrece de nuevo una imagen poderosa a las salas, esta vez ya no el volcán sino otra alegoría geográfica, los temblores. Se trata de una alegoría de lo inevitable, aquello que como el deseo irrumpe sin avisar en la vida del individuo, ese temblor en medio del cual tratamos de buscar refugio, un asidero hecho de normas, lo predecible, el hogar, los compromisos maritales, la familia tradicional. La película de Bustamante trata de explorar el desajuste de un hombre casado, pasado de los cuarenta y con dos hijos, al ver que su deseo homosexual amenaza la estabilidad de su familia. La presión de una tradición de generaciones y unos sueños heredados, que pesan más que una cruz de acero, lo llevan a destruirse a sí mismo y a renunciar a su vida, encandelillado por una maquinaria sucia de manipulación moral – ese artefacto familiar a toda máquina, el de la homofobia.
El terremoto se siente más fuerte entre más rígidas estén construidas las paredes de la casa. Ese es el caso de la de Pablo (Juan Pablo Olyslager), hijo de una familia burguesa activa en una iglesia evangélica (o bien “iglesia cristiana”) en Guatemala. La noticia de su romance con Francisco (Mauricio Armas) solamente podía significar lo que el título anuncia: un temblor, un sacudón tremendo de las rígidas vigas de su hogar. La película trata entonces de mostrar hasta dónde llegará la familia para defender los cimientos de su casa, de su moral y aunque esto signifique pasar por encima de la felicidad de sus miembros. El amor erótico viene a ser despreciado como «placer» en medio de una ideología de la “felicidad” trascendental que ofrece la moral cristiana: la unión entre marido y mujer, el matrimonio, los hijos, la seguridad de la ley.
El filme de Bustamante es un viaje terrorífico al centro más cálido del volcán de la homofobia, siempre amenazante – se trata también de una familia que grita constantemente la palabra amor como un mantra, pero que paradójicamente demuestra la falta absoluta de lo que predica. Se trata entonces de la denuncia directa de un cristianismo mal entendido, una denuncia en forma de ese trágico retrato de un hombre homosexual que es obligado a dejarse tratar con los métodos más desesperados de la heteronormatividad: castración química, terapias de “masculinización”, auto-maltrato emocional y muchas otras torturas por las que tienen que pasar lastimosamente muchos hombres en estas comunidades cristianas en Latinoamérica.
La película, que hasta ahora solamente se ha mostrado en el contexto liberal berlinés, quiere ser justamente lo que el título anuncia: un terremoto en Guatemala y, por consiguiente, en toda América Latina. La denuncia es clara: la homofobia y el trauma que causa son culpa no solamente de la iglesia y su moral inquisitiva, sino de una familia mal entendida y fundada en el desconocimiento de lo otro y del otro, y en la negación de la naturaleza del deseo humano.
Al final de su estreno mundial el domingo pasado en Alexanderplatz, en el centro de Berlín, parte del equipo se prestó para una ronda de preguntas y respuestas. El director y dos de sus actores hicieron hincapié en la necesidad de la película, en su cualidad denunciatoria. Sin embargo, cuando la actriz Diane Bathen que asumió el papel más negativo en la película –el de la mujer de Pablo, Isa, que trata de imponer de forma egoísta y ciega su ideal de familia y de ‘amor’– dejó escapar una apología innecesaria de su personaje. Todo el público, sumergido en una conmoción absoluta después de haber visto la película, solamente pudo recibir este comentario como un balde de agua fría: la falta de empatía de una persona que con pretextos de entender las razones de la maternidad y de sentirse sola como mujer de familia, se atrevió a defender una posición ultrajante e ignorante. Su comentario inoportuno fue recibido con desagrado por parte de un público que se podía sentir identificado plenamente con el sufrimiento bajo la homofobia. Este hecho dejó ver qué tan importante, o bien, qué tan urgente es esta película en un contexto latinoamericano donde hasta los mismos participantes de la denuncia desconocen la profundidad de las raíces de la homofobia institucionalizada.
La homofobia y la moral familiar calan fuerte en la psiquis de todos nosotros, sin embargo, el deseo parece poner en jaque constantemente esta dolorosa idea de familia. ¡Qué vengan más temblores, sacudones, terremotos!