Retazos, retazos no inconexos pero sueltos como lo son los traumas del pasado que vuelven a la mente sin que uno pueda decidir, cuarenta, treinta y nueve, treinta y ocho, treinta y siete, treinta y seis, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y dos, treinta y uno, treinta, veintinueve, la cuenta atrás la usa el maltratado para llevar su mente lejos de su cuerpo, lo suficiente para que éste sufra sin apenas sentir, una abstracción que es, a su vez, una conexión entre Joe y Nina, esa empatía entre personas que sufren igual aunque no sufran por lo mismo – como yo que soy melancólico y me atrae la melancolía de esa chica francesa de mirada triste porque a veces le duele la vida- de Joaquin Phoenix (Joe) y Ekaterina Samsonov (Nina) que se necesitan tanto que les deseamos lo mejor cuando baja el telón, que hipnotizan como toda belleza extraña, como ya logró la directora Lynne Ramsay en esa bruta Tenemos que hablar de Kevin (con ese niño terrible) aquí en En realidad, nunca estuviste aquí -lindo título por inusual- son niños que sufren cosas terribles, tráfico de abusos, deberíamos pensar en que hacer con esa gente, quien abusa, ese hombre en el cine que al acabar la película se levantaba mientras se arreglaba el pantalón y abrochaba la bragueta, porque había estado tocándose, excitándose, teníamos un pederasta en la sala, pero no teníamos pruebas, porque en realidad no lo habíamos visto masturbarse, junto al impacto que causa la película, me deja la mente como un cristal que se ha caído al suelo y se ha roto, yo me agacho e intento juntar los trozos para darle un sentido, un orden, pero no lo consigo, el hombre que se excita con niños ¿no estamos acaso rodeados de gente con todo tipo de filias y fobias y muertos en el armario, y ni lo sabemos, que es el vecino un poco raro o el del supermercado con esa actitud nerviosa y extrañamente amable, o quien escribe, quién está libre de perturbaciones?
Con un cuerpo musculado venido a menos, de quien estuvo durante años a entrenamiento, con una barba descuidada y mirada loca, rota, como los cristales en el suelo que no pueden volver a juntarse- porque siempre hay algún trozo que se queda bajo el mueble del televisor- con esa presencia que tiene Joaquin Phoenix, de persona más diferente de lo normal, excéntrico sin que tenga que hacer nada por demostrarlo, solo estar (en Alemania lo llaman Ausstrahlung, derivado de austrahlen que significa radiar) esa ira contenida y esos ojos desolados, pero siempre llenos de bondad como en Her o Señales o El Bosque, incluso ese tirano emperador Cómodo de Gladiator –¿no tenían bondad esos ojos, incluso cuando mataba a su padre Marco Aurelio o apuñalaba aMáximo?– subyacía, digo, ese mirar casi de niño sorprendido y enfadado por todo y “Al final, en cada película, cada vez que leo un guion, llego a la misma conclusión para encarar el reto: el personaje es solo un hombre, y debo averiguar qué siente en ese momento” decía Joaquin un febrero en Berlín, reconocido ex alcohólico e “inseguro, para regodeo de mis amigos, y aún me sorprende que mi trabajo conecte con la gente” que podría ser una falsa modestia o una verdad, que una estrella de Hollywood, si es que Phoenix es acaso una estrella, seguro una no habitual de los cánones, pueda ser modesta, pues no deja de ser solo un hombre, traumatizado y descompasado en sus películas y sonriente y feliz en las entrevistas, pero no esa sonrisa radiante que acostumbramos a ver en las estrellas, es la sonrisa retraída de quien anteayer estaba en la mierda en el fondo de una botella y ahora disfruta la calma del éxito junto a su familia.
El encargado de la música Jonny Greenwood te envuelve y conduce a un lugar donde te sientes seguro, donde no importan los males de la película, las imágenes son ahora poesía, te sumerge en ellas, en un bienestar extraño, incómodo, un nudo en la garganta como de culpa, quizá por gozar de una música que acompaña una temática tan dura, el abuso a menores, ya así lo hacía Ramsay en su anterior película, niños de por medio y música que liberaba la tensión…
…acordes desordenados y punteos, oh, lo ves venir, tu pie estará enseguida punteando el suelo, punta y cabeza al ritmo de Joe observando la ciudad por la noche en un taxi- se vuelven de repente tan incómodas las melodías, violines que chirrían y fascinan, fastidiosamente, creando un malestar contradictorio, de ritmos psicodélicos, vanguardistas y electrónicos, el siguiente paso será elegir qué película vamos a ver en base a si Jony Greenwood compone la banda sonora, aun a riesgo de mareo, una decisión acertada no deja de serlo porque esté basada en una extravagancia, como la estética de la película, una fusión de imágenes que hemos visto en algún sitio- en Lanthimos –Langosta– en Kubrick –Resplandor– en Scorsese–Taxi Driver– en Park Chan Wook– Oldboy– o en Eastwood –Medianoche en el jardín del bien y del mal– bellas reminiscencias de una directora que disfruta mezclando e innovando, que es lo que vemos aquí, innovación, flashes de hiperviolencia hechos con tanto gusto que la sangre parece algo limpio, vuelve ahora el beat, el ritmo arrítmico que no se deja seguir, la mente perturbada de Joe, los acordes descompasados atacando de nuevo, Ramsey y Phoenix y Greenwood y la inspiración consiguen que la pantalla tenga luz aunque parezca que en la película siempre es de noche, que hay esperanza pese al dolor, no importa cuánto, siempre podremos contar hacia atrás desde cuarenta y si no funciona probaremos con setenta, hasta que el monstruo se haya ido y vengan a rescatarnos, volver a notar el aire en la espalda sin temor a que sea el suspiro de un malvado, sonriamos de bienestar y enamorémonos de cualquier pequeño detalle, un amigo lejano que te regala su voz, la chica que te sonríe por la calle sin conocerte, un bebe en el metro que juega con su manita sobre tu brazo, y esa sensación de repente es otra vez inconexa y el bienestar empieza a diluirse, a parecer lejano y queda ese poso, tan parecido a los otros, no paramos de movernos para terminar en el mismo sitio, a miles de kilómetros de distancia, pues uno siempre está consigo mismo.
Paralela a la entrada de la sala del cine, en la fila de en medio, la deambulante que sirve como pasillo, mientras él estaba al descubierto pero nadie vio nada, con el pene en la mano y la depravación por las nubes, mientras esto sucedía, Joe martilleaba en la película, jugueteaba al suicidio y miraba a ningún sitio en el andén, esperando que llegara el tren, sangre artística y bolsa en la cabeza con violines desafinados, una mente turbada, perturbada y curvada, como la realidad que se pliega cuando, tras encenderse las luces, el hombre de la fila de en medio se levanta, mientras también se levanta el pantalón y se lo abrocha como el acto más natural del mundo, niñas, perversiones y una persona enferma luchando, vengándose de hombres enfermizos en una película de clase, la propia y sus influencias, como el Oh Dae-su de Oldboy o el Travis de Taxi Driver, el Joe de En realidad nunca estuviste aquí hubiera desparramado el cráneo del hombre que se masturbó en el cine, pero quizá ese hombre tampoco estuvo allí, quizás Ana y yo lo imaginamos, paradoja de una realidad y una sociedad que destroza a los desviados, que no traga saliva y se pregunta por qué se desvió ese hombre, sino que le escupe en la cara, que el estómago se nos revuelva no debería revolvernos la mente, despedirse de cualquier perspectiva, Joe despedido vagando en la venganza, cajas de música con bailarinas y perros de peluche, Phoenix a rugido de todoterreno año tras año- el mejor actor de su edad- con esa mirada de quien ha tocado suficiente fondo como para alcanzar la genialidad, curiosa esta vida, un osito de labio sensible y corazón leporino, en una atmósfera que rodea de matices, como abejas que te van picando y dejan en la percepción de la memoria un veneno con desmayo de belleza, oscurantismo, detallismo e hipnotismo, como el griego Lanthimos, esta película es una langosta musculada e hinchada, carnosa pero con una cabeza que no recomendamos chupar, albergando horrores como la noche que es oscura, una herida que inflama la encía y va dilatando el rostro.
Tras ahogos, golpes, líquidos y fluidos, versos y caricias, el dolor de la risa, el placer del desgarro, el mañana que no avisa, cuarenta segundos, dos minutos, el ruido se termina y la voz en tu cabeza, quedan restos y algún chillido, pero grita muy bajo para tomarlo en serio, empieza otra etapa, es un día hermoso, it is a beautiful day.
¡¡Cómo han pasado los años!!, parece que fue ayer cuando en 1997 un grupo de jóvenes talentosísimo, iniciaban su andadura como orquesta estable teniendo al frente de tal proyecto al maestro Claudio Abbado. La Mahler Chamber Orchesta nació joven y se conserva esplendida, en perfecto estado de revista. Sus integrantes han madurado, y muchos ya pintan alguna discreta cana, pero en estos 21 años la agrupación ha desarrollado un proyecto que nos habla de lo que está por llegar en este mundo de la “música clásica”.
En siglo XIX y parte del siglo XX las orquestas necesitaban de una figura musical potente que guiara al resto de integrantes. Muchas de esta orquesta estaban integradas por aficionados que tras de muchos ensayos lograban montar un programa y modestamente lo presentaban ante el publico. Sorprende, por ejemplo, los meses que tuvo que trabajar en largos ensayos François-Antoine Habeneck al frente de la Orquesta del Conservatorio de París para poder montar el programa inaugural de esta orquesta en 1828. Los músicos por regla general, no tenía demasiada pericia técnica, muchos apenas estudian sus partes, esto sin contar con los innumerables problemas de organización y hasta de comportamiento que había que solventar en aquellos lejanos días. Semejante estado de cosas, generaron una figura poderosa y autoritaria: el director de orquesta. Su aparición en la historia de la música responde a muchas sinergias no solo musicales, mismas que lo han conservado en su pedestal durante más de un siglo y que ahora al cambiar o más bien desaparecer muchas de ellas han modificado profundamente la razón de ser de este personaje.
La mejor muestra de lo que digo es la existencia de la Mahler Chamber Orchesta. Nació bajo la guía de Claudio Abbado y el decidido trabajo de Daniel Harding, pero actualmente no tienen un director titular tal como lo entendemos. Tienen en su lugar lo que ellos llaman un “consejero artístico” que en este caso es Daniele Gatti. Las decisiones y en general todo el proyecto de la agrupación es generado por los propios músicos que han hecho de esta orquesta una de la mejores del mundo. Su repertorio es amplísimo y colaboran con personalidades como: Marc Minkowski, Andrés Orozco-Estrada, Murray Perahia o Martha Argerich, presentándose en los más importantes festivales y auditorios.
Barcelona fue una de las ciudades que visitaros dentro de una gira por Europa, que los ha llevado por Portugal, Francia, Alemania, Luxemburgo y España. En concreto en nuestra ciudad se presentaron los pasados 18 y 19 de septiembre en el Palau de la Música Catalana, que como es de suponer, en ambas fechas estaba totalmente lleno. El director con el que en esta ocasión colaboraron fue Gustavo Dudamel, que se enfrentó a dos programas integrados por dos sinfonías de Franz Schubert: la “Quinta” y “Tercera” respectivamente en cada fecha, a ellas, completando los programas en la segunda parte encontramos la “Cuarta Sinfonía” de Johannes Brahms y la “Cuarta Sinfonía” de Gustav Mahler.
El día 18 septiembre, el primer programa nos demostró la calidad sonora de la que es capaz una gran orquesta como esta, lamentablemente, Dudamel no supo construir ninguna de las dos obras de este primer programa. En Schubert simplemente dejo hacer a la orquesta que repito, demostró una sonoridad y trabajo técnico impresionante, pero la obra fluyó sin la magia del compositor austriaco. La cosa no mejoró en la segunda parte, el monumento sinfónico que es la última sinfonía de J. Brahms fue avasalladora, con momentos llenos de intensidad tímbrica maravillosos, pero estos no estaban tejidos en un todo congruente, que es justamente el trabajo que se espera de un director. Brahms exige una clara visión de ha dónde se quiere llevar su obra, y para esto hay que tener muy claro el lugar que ocupan a nivel arquitectónico cada una de las partes que la integran.
El segundo programa comenzó en la misma tónica, un Schubert que fluyó y no dijo apenas nada y que quizás en su último movimiento prometiera algo, que, finalmente no llegó. Ahora bien, la segunda parte de este programa fue muy otra cosa, Mahler se le da bien y de manera muy natural a Dudamel, se le ve cómodo y sabiendo hacia dónde, ahora si, guiar ese monstro sonoro que es la Mahler Chamber Orchesta, cuando la soprano Golda Schultz apareció, después de un hermoso tercer movimiento, concluyó con su estupenda participación con una buena interpretación de la sinfonía.
Cuando al inicio de esta humilde crónica apuntaba que el futuro de la “música clásica” estaba siendo mostrado por orquestas como la Mahler Chamber Orchesta, me refería a que actualmente este tipo de grupos, que cuentan con músicos primorosamente formados no necesitan de un líder, ni musical ni administrativo. La relación en nuestros días es de colaboración, de igual a igual. Si el director tiene algo valioso que aportar tendremos conciertos memorables, de eso que no se olvidan nunca, si no, tendremos un buen concierto, la perfección técnica está asegurada sobradamente y además tendremos muchas bonitas fotografías para subir a internet. Seguimos.
Inori, Interpretada por la orquesta de la Academia del Festival de Lucerna, y bajo la batuta de Peter Eötvös, clausuró el pasado 18 de septiembre en la berlinesa Philharmonie el MusikFest 2018, enmarcado en el doble aniversario de Debussy y de Zimmermann: cien años de muerte y de nacimiento respectivamente. Pero también el homenaje a Stockhausen ha sido, al menos, velado (los 90 años de su nacimiento no han sido explicitados), pues ha tenido una presencia sobresaliente en buena parte de la programación, contando con varios monográficos.
Es una obra de 1973-74, es decir, en unos años en los que Stockhausen estaba pasando -como tantos otros, como los Beatles- por una fase mística. Estira la fascinación de compositores como John Cage o incluso el recientemente (¡por fin!) homenajeado en Madrid Juan Hidalgo por la cultura oriental. Inori es una exploración -a gran escala- de la reducción del gesto a sus elementos más esqueléticos. Inori se refiere a un rezo (tal es el significado en la traducción del japonés), pero en Stockhausen la religión no es institucionalista, sino un experiencia interior de gran intensidad. Por si quieren saber más (¡en inglés!):
La interpretación de Eötvös estuvo centrada, al comienzo, en el trabajo con la resonancia, estirando las pausas entre los primeros acordes que abren la obra, que parece que emerge desde el equilibrio entre sonido y respiración. Desde esta construcción orgánica, hizo emerger, como de la nada, los sonidos disruptivos del metal. Aunque la obra está dividida analíticamente en cinco partes, el marco analítico que guió a la interpretación exploró meticulosamente los recovecos de la obra. Tras la apertura, en la que de alguna forma se dividió el material sonoro, como una suerte de solos, poco a poco se fue desplegando con la entrada del solo del piano. Los elementos sonoros se iban incorporando poco a poco. Así apareció el protagonismo del ritmo, que se unió a la construcción colorista desarrollada hasta entonces. Al igual que en la coreografía, basada en gestos repetitivos asociados asonidos específicos, la interpretación era preciosista, basada en tocar como con la punta de los dedos todo lo que se esconde en la partitura. Incluso en los momentos de crescendo, quedaba en el recuerdo del oído todas las fases delicadísimas por las que se transitó para llegar ahí: no hay crecimiento si no se ha sido muy pequeño. La elegancia de la propuesta de Eötvös consistió, por tanto, en un trabajo de contención emocional, buscando el los lugares en que el continuum sonoro, tan arduo de construir, se deshace y transforma en ecos, en cambio de rol -como el de los bajos, que pasan de ser soporte armónico a tomar el protagonismo sonoro, como con la aparición rotundísima de la tuba- o se desintegra, como en el cascabel que abre y cierra la obra: la tensión se acumula en ese sonido tan mínimo, asociado a tantos lugares cotidianos de los que olvidamos rápidamente cómo suenan. Mucho más que en el grito -el único que profieren los solistas- «HU», que remite al incio, al final, al sonido que esconde todos los sonidos y muchas otras cosas. Este es el texto que toma Stockhausen de referencia:
«HU es el más sagrado de todos los sonidos.
El sonido HU es el principio y el final de todos los sonidos, ya sean de hombre, pájaro, bestia o cosa.
La palabra HU es el espíritu oculto en todos los sonidos y palabras, igual que el espíritu en el cuerpo.
HU no pertenece a ningún idioma, pero todos los idiomas le pertenecen.
HU es el nombre del Altísimo, el único nombre verdadero de Dios; un nombre que ningún pueblo ni ninguna religión puede reclamar como propio.
HU significa espíritu – MAN o MANA significa mente.
Un HUMANO es un hombre consciente de Dios, realizado en Dios.
Humano (alemán) – Humano (inglés) – Humain (francés).
HU, Dios, está en todas las cosas y seres, pero es el Hombre por quien se le conoce».
Quizá en el tratamiento de este HU es lo que los más ortodoxos le podrían reclamar a Eötvös (aunque a mí fue lo que más me convenció, quizá porque de mística tengo bastante poco): que no guió el despliegue sonoro a ese grito contenido, sino justamente al carácter circular de la pieza, dando cuenta de que la pieza consiste, a nivel sonroo, de la expansión de una fórmula pequeña y no tanto de una construcción dirigida a un climax. Sea como fuere, fue una interpretación excelente por parte de la orquesta, especialmente la sección de vientos -y más concretamente, flautas y metales-. El respeto de la gente joven por la partitura a la que se enfrentan es algo que muchos veteranos olvidan, como aquel Become Ocean de Luther Adams en el que los bostezos aparecían por doquier.
A la coreografía se enfrentaron Winnie Huang y Diego Vásquez que comenzaron impeclables pero, poco a pcoo, fueron perdiendo la rigidez de la exactitud inicial. Quizá es que no hay forma de hacer esta coreografía, que es una suerte de escala cromática traducida a gesto -más los momentos de silencio-, sin que se descuadre en algún momento. Pero, ¿es la perfección el objetivo de esta danza? ¿O es su límite? Esta exigencia de perfección y perfecta simetría que la danza clásica ha sedimentado sobre cualquier danza -y que puede ser injusta con sus posibilidades- no restaron el potencial visual del gesto, especialmente con la intervención de Vásquez al descender de la plataforma y golpear con fuerza la enorme claqueta que convierte el ejercicio de interioridad que representa Inori en su contrario: en la violencia contenida, Lástima que el encuentro final entre los solistas y el director fue algo mecánico, pese a toda su carga simbólica, pues da cuenta del carácter coreográfico que cualquier dirección -y también la de orquesta- implica.
INORI; Orchester der Lucerne Festival Academy; Peter Eötvös; Diego Vasquez; Winnie Huang
Uno de los conciertos más esperados del MusikFest era el de la Filarmónica de Berlín bajo la batuta de François-Xabier Roth y la violinista Carolin Widmann, cuyas citas fueron el pasado 13, 14 y 15 de septiembre. La primera de ellas es de la que se ocupa esta crítica.
El concierto se abrió con una versión un tanto edulcorada de la Sinfonía para instrumentos de viento de Stravinsky. Era una obra claramente de relleno en el programa (por más que se especificara el homenaje explícito a Debussy por parte del autor ruso, que vendría a explicar su relación con el resto de la propuesta) y así fue tratada. El viento madera y el metal estaban completamente en dos planos y el elemento colorista (donde aparece la influencia de Debussy) fue eclipsada por un exceso en el tratamiento de su música desde una perspectiva popular poco ironizada, algo polémico desde el punto de vista del sentido de la pieza. Quizá el problema de entrada fue el pulso un tanto pesante que desfiguró la construcción de la obra.
A continuación, llegó uno de los platos fuertes de la noche: el Concierto de violín de Bernd Alois Zimmermann. Es un concierto muy exigente sobre todo en el equilibrio de volumen, algo que fue problemático todo el concierto. Un desborde de energía dio comienzo al primer movimiento, pero en muchas ocasiones ese caudal dejaba a la solista difuminada, que practicamente no encontró su sonido hasta el pseudovals de la mitad del primer movimiento. Lo interesante de la interpretación en este movimiento fue el trabajo destacado de la célula que lo unifica, dando cuenta de su carácter obsesivo. El segundo movimiento propició uno de los momentos más mágicos de la noche, con una preparación excelente de la entrada de la celesta a dúo con el violín. Éste se constituyó en este movimiento como un ente molesto con respecto al sonido rotundísimo de la orquesta, que parece irrumpe en el sonido del violín, que intenta escapar de la gran maraña sonora. El tercer movimiento adoleció del mismo problema de volumen que el primero, aunque fue interpretado con carácter y rabia de gran potencia. Una pieza de este calibre, puede ser fácilmente convertida en una explosión de sonido sin fin: si embargo, el buen hacer orquestal propició que no se perdiera la tensión en todo su duración.
La segunda parte fue mi debilidad desde que vi el programa, ya que yo misma estudio la relación subterránea -fundamental para entender corrientes alternativas a Darmstadt- entre Ligeti y Debussy. Images n.1Gigues precedió a Lontano, y ésta a Images n. 3. Rondes de Primptemps. Les seguían Atmosphères e Images n. 2 Iberia (en el programa ponía, por error, nr. 3) sin detención. Se agradece la complicidad del público de no aplaudir: o quizá es que funciona muy bien el encuentro entre estas obras de ambos compositores. O eso pensaba al principio. Pero lo cierto es que el primer número de Images solo fue convincente en el misterioso comienzo y final. La parte intermedia fue tratada con carácter casi pastoral y popular. Ambos elementos, desde Mahler, quedaron heridos de muerte, y no pueden sonar como si nada hubiera pasado. Casi todo el peso lo cargaron el corno inglés, que estuvo excelente y la sección de flautas. La transición a Lontano fue, sin duda, lo más conseguido del concierto. Lontano comenzó desde una nada sonora pero, al mismo tiempo, como si viniera de muy lejos, in media res. El color, en esta obra, se entiende como suma, y fue claramente concebido así en esta interpretación, que paladeaba cada nueva incorporación. El comienzo desde un sonido muy pequeño llevó a un volumen muy redondo y pausado, grave en toda la densidad de la palabra. Del finísimo trabajo de Lontano comenzó las Rondes de Primptemps: era volver al mundo del comienzo de este viaje de medio siglo, aunque todo había cambiado. De nuevo, un elemento algo superficial cubrió, como una pátina, la interpretación de Roth. Esta pieza, que es también colorista, de pronto era una «monada»: los matices se difuminaban en detalles que, en este diálogo con Ligeti, desplazaban al oyente fuera del discurso sonoro que se iba poco a poco construyendo. En mis notas apunté «divertido de más». Ese «divertido de más» trata de dar cuenta de un pasar, como de puntillas, por los momentos constitutivos de la pieza, como si simplemente estuvieran ahí para ser agradables o como un deleite para el oído. Eso choca, diamentralmente, con lo que esconde Debussy que le habla a Ligeti. Fue evidente esta tensión en el sandwich (perdonden la expresión) entre las Rondes, Atmosphères e Iberia. Con ese Debussy tan amable, Atmosphères adoleció de un comienzo mucho menos orgánico que en la transición anterior y sonó algo romantizado debido a la construcción de frases marcadas por la tendencia a los sforzandi. Lo más intersante fue justamente lo que no funcionó en el Stravinsky: la división de la orquesta por timbres. Se oponían los colores en la tesitura aguda frente a los de la grave. No había miedo al contraste, ni a la sensación de la disolución del tiempo y de la notación. En ese sentido, la confrontación con la obra fue precisa y llena de honestidad. Iberia, para rematar, sobró por completo. Ese mundo español de principios del XX idealizado era, de pronto, como un empacho de azúcar. Eso sí: de forma aislada, fue el mejor Debussy de la noche, pues Roth siguió con esa «diversión de más» para dar cuenta de los elementos más modernos del compositor francés, destacando sus ritmos casi jazzeros y la ironía con respecto a los sonidos supuestamente nacionalistas. Así que fue una noche de grandes aciertos -sobre todo en la propuesta de programación- pero que podría haber sacado mucho más partido a este diálogo, casi imposible en los tiempos que corren, en los que nos hemos de habituar a programas sin sentido o con conexión que, por obvias, dejan poco margen al oyente para encontrar vínculos insospechados entre lenguajes musicales.
El concierto de ayer, 12 de septiembre, era como dos conciertos en uno. Por un lado, Isabelle Faust «y amigos», según rezaba la descripción del cartel, interpretó la Noche tansfigurada, de Schönberg. La segunda parte estuvo protagonizada por la Mahler Chamber Orchestra, monopolizada por la obra Into the Little Hill, de George Benjamin, dirigida por él mismo.
El comienzo de Noche Transfigurada fue desde un pianísimo prácticamente inaudible pero sin perder calidad de sonido. una «nada sonora» que crecía muy lentamente, paladeando cada sonido, dándole su justa importancia. Ese trabajo del pianissimo tan preciosista ya creó un marco de tensión que se mantuvo durante toda la pieza. Lo interesante de esta propuesta fue conseguir volver a ese sonido tan pequeño, pero tan cargado, al final de la obra, dándole una forma circular, como el propio poema en el que se basa sugiere en su cadencia. El trabajo de análisis de la obra era evidente, pues era muy claro la tendencia a destacar y dar prioridad a los temas y las voces protagonistas. Fue una lástima que el segundo violín (Anne Katharina Schreiber) y la segunda viola (Danusha Waskiewicz) no salieran, salvo en contadísimas ocasiones, de un segundo plano que hacía que sus voces -tan importantes como las demás para la construcción de la obra- pasaran desapercibidas. Jean-Guihen Queyras y Christian Poltéra, a los violonchelos, mantuvieron un sonido redondo y muy empático con el complejo diálogo entre el primer violín (Isabelle Faust) y la primera viola (Antoine Tamestit), que enfrentaron sus respectivas voces con elegancia y sin caer en romanticismos, que aún pueden encontrarse en una partitura que debe tanto a Brahms y a Mahler.
La segunda parte, como ya anuncié, consistió en Into the Little Hill, de George Benjamin, de 2006. Es una obra que comienza de forma un tanto hostil, con una brutalidad poco justificada a nivel sonoro, pero que poco a poco se va encajando mejor. El trabajo compositivo se basa, fundamentalmente a nivel estético, en la creación de atmósferas emocionales (radicales) con respecto al libreto, escrito por Martin Crimp. La claridad de las voces, que van alternando a los personajes, así como la construcción por bloques de tales atmósferas emocionales, son sus dos características principales. La utilización del cémbalo, la mandolina y el banjo crean, en combinación con el resto de instrumentos, un sonido con reminiscencias al concierto de violín «Hommage à Louis Soutter» de Heinz Holliger, metálico, árido, similar a la exigencia que le hace a las voces.Su contenido, claramente dirigido a la crítica política, permite justamente esa hostilidad inicial, que poco a poco va aproximando el oyente a sus personajes, que parecen sacados de una versión surrealista (aún más) de algún capítulo de Black Mirror. Las dos protagonistas absolutas de la obra son las dos cantantes, roles asumidos por Susanna Andersson y por Kriztina Szabó. La calidad interpretativa de Szabó eclipsó en buena parte todo el resto de la música, pues fue ruda, tierna, clara y extremadamente precisa en lo técnico: su apertura del fragmento «Mother and Child», junto a un delicadísimo trabajo de la orquesta, uno de los mejores momentos de la noche. Andersson estuvo también impecable y crearon un tandem potentísimo, especialmente en lo interpretativo.
Aunque en apariencia era un programa sin vinculación aparente -ni siquiera, como suele ser habitual, por los músicos que participaban-, había algo de la oscuridad de Noche transfigurada que se coló en la obra de Benjamin, quizá por el peso de la tradición que no se puede obviar. La soledad de los dos cuerpos que se hablan de decisiones fundamentales de la vida en una noche extraña tiene que ver con esos dos cuerpos que cantan, rugen en la obra de Benjamin. En el poema de la primera pieza, un bebé (la nueva vida) y la confesión (la revelación) son las claves que transfigura la noche (musical) que nos propone Schönberg. En el segundo, un niño es el que ve y aun no entiende, pero el que desaparece por la mentira (la no-revelación) de su padre, el ministro, el poderoso que se encuentra con una fuerza mayor que él.
El Ensemble intercontemporain se enfrentó el pasado 10 de septiembre de 2018, en el marco del Musikfest, a un programa que resume, de alguna forma, los derroteros de la música contemporánea francoalemana, al menos si tomamos el camino de la Segunda Escuela de Viena a Darmstadt. El reto de afrontar un programa así no lo supone solo para los músicos, sino también para el público. Son tres obras que, juntas, exigen una concentración superlativa. Quizá no es un acierto de la programación: un exceso de ambición o una muestra de la capacidad titánica de enfrentarse a cualquier programa. Al final, no llegaron a dialogar como, en apariencia, proponía en abstracto el programa. Pese a todo, es una alegría ver este tipo de obras programadas juntas: el diálogo entre ellas, su lugar de procedencia y su espacio en la historia de la música es apasionante para cualquier oyente curioso.
La primera, las delicadísimas Cuatro piezas para clarinete y piano de Alban Berg, fueron uno de los grandes momentos de la noche. El fino trabajo de cámara entre el jovencísimo clarinetista Martin Adámek y el pianista Dimitri Vassilakis fue el elemento clave de su interpretación. Partieron de un sonido de la nada, intimista, pero con un sonido redondo y muy comedido. Destaca, especialmente, el paladeo de todos los sonidos hasta el final, aprovechando la sonoridad de los armónicos. La intensidad y el volumen fueron aumentando hasta llegar a su punto álgido en la última pieza, lo que nos lleva a pensar que entendieron las piezas no como cuatro piezas sueltas, sino como parte de un todo.
Lo curioso es que todas las obras fueron interpretadas siguiendo un patrón similar: de menos a más. Pero esto no funciona en todos los contextos. Especialmente se notó en el Vórtex Temporum de Gérard Grisey. Aunque todos sus movimientos están construidos en torno a una misma célula sonora, no son fácilmente parte de un todo, pues cada movimiento dialoga, pero como una mónada, con los demás. El primer movimiento, à Gèrard Zinsstag, se desinfló pronto del impulso de su comienzo. Mantuvieron una interpretación algo mecánica, que no retomó el sonido inicial sino al revivir con toda la potencia en el final, donde el piano (de nuevo Dimitri Vassilakis) dio cuenta de su buen hacer, dejándonos sin aliento antes de encarar el segundo movimiento à Sciarrino. Por agravio comparativo, este movimiento quedó pesante en exceso, y al ensemble le costó encontrar su color. El tercer movimiento, à Lachenmann, fue sin duda el más redondo de los tres, y el elemento circular que mantiene con el primer movimiento hizo que la fuerza con el que éste se cerró fuese su punto de partida. El trabajo con el color fue más detallista, buscando menos el efecto y más la construcción. En general, los planos medios quedaron descuidados, pero los volúmenes extremos estuvieron muy conseguidos, generando al final una atmósfera eléctrica.
La segunda parte estuvo protagonizada exclusivamente por Le Marteau sans maître, de Boulez, una de las piezas básicas del canon del siglo XX europeo. Estuvo muy bien trabajada la preparación de los momentos clave, potenciando aquellos sonidos o instrumentos que adquirían momentos protagonistas. Es decir, se trataba de hacer explícita la estructuración interna de la pieza. La solista, Salomé Haller, comenzó con unos fortisimo bastante descuidados que fue poco a poco mejorando hasta conseguir grandes momentos, como el fundamental -y complicadísimo- dúo con flauta L’artisan furieux y, especialmente, el segundo número, el Bourreaux de sollitude. Cabe hacer especial énfasis en el buen hacer de Gilles Durot, Samuel Favre y Othman Louati en la percusión, que no en pocos momentos sacaron a flote el mejor sonido del resto del ensemble, algo estático en su interpretación.