por Marina Hervás Muñoz | Sep 9, 2018 | Críticas, Música |
Fotografía bajo copyright de Kai Bienert
La presente edición del Berlin Musikfest, una de las citas fundamentales de la ciudad, comenzó el pasado 31 de agosto. Se trata de una programación que intenta visitar algunos autores y obras de música contemporánea devenidos clásicos en diálogo con obras del repetorio habitual. El pasado 7 de septiembre fue el turno de Valery Gergiev al frente de la Orquesta filarmónica de Múnich, que se enfrentó a la escasamente interpretada Ich wandte mich und sah an alles Unrecht, das geschah unter der Sonne, de Bernd Alois Zimmermann y la Novena Sinfonía de Bruckner.
Dos cosas me intrigaban: por un lado, el resultado de tal diálogo, pues no parece que encajen muy bien ambas propuestas y, por otro, el rol de Gergiev, pues ya son varios críticos que observan que su capacidad de dirección es, por decirlo de alguna manera, voluble, y no siempre consigue los resultados esperados de alguien de su nombre por una cierta dejadez. Esperaba que la primera parte fuese un trámite para llegar a la segunda, donde podría lucir una obra del repertorio que conoce bien. Me equivoqué.
Ich wandte mich und sah an alles Unrecht, das geschah unter der Sonne es una obra escrita el mismo año de suicidio de Zimmermann, cinco después de su conocida Die Soldaten. Es aterradora, algo que promete desde las primeras palabras, tomadas de las prédicas de Salomón del libro del Eclesiastés del Antiguo Testamento: «Me volví y vi todas las violencias que se hacen debajo del sol; y he aquí las lágrimas de los oprimidos, sin tener quien los consuele; y la fuerza estaba en la mano de sus opresores, y para ellos no había consolador». El texto bíblico queda enmarcado, además, por fragmentos de Los hermanos Karamazov, de Dostoievsky, un clásico sobre la difícil relación entre el ser humano y un Dios que ha dejado de tener un lugar central en la explicación del mundo. Josef Bierbichler y Michael Rotschopf asumieron el rol de narradores (¿se puede llamar narración a un texto que ya no narra nada?), con una excelente interpretación. Su comienzo intimista, en diálogo con el exigido tímido comienzo del solo del cantante, Georg Nigl, no auguraba el desarrollo dinámico y de intensidad que después alcanzaría la interpretación. El grito de los narradores del terrible texto de la obra, en momentos como «Du musst wissen, dass auch ich in der Wüste gewesen bin, dass auch ich mich von Heuschrecken und Wurzeln ernährt habe, dass auch ich die Freiheit gesegnet habe, mit der Du die Menschheit gesegnet hast. Auch ich hatte vor, einer von Deinen Auserwählten zu werden … einer von Deinen Auserwählten»o «Seine Mundwinkel zucken; er geht zur Tür, öffnet sie und sagt zu Ihm: „Geh und komm nicht wieder … Komme nie, nie mehr wieder … niemals, niemals!“ fue inmesicordioso, completamente imbuido en la fuerza del texto. Nigl comenzó, tras el «niemals, niemals!» (nunca, nunca), el fragmento más complicado de la obra, un lamento que interpretó de forma impecable. La orquesta mantuvo todo el tiempo el sonido eléctrico que exigen los trombones repartidos por la sala, que hacen una suerte de guiño a las fanfarrias iniciales de muchas obras religiosas. El mayor logro de la dirección: no romantizar la pieza, sino explorar su fragilidad y su desnudez, tomando como punto central el canto de «Weh, weh, weh» (dolor, dolor, dolor) que llega casi al final de la obra. Es una pieza que no tiene miedo a nombrar tal dolor por su nombre y conjurarlo, algo que no deja indiferente a ningún espectador. El logro de esta interpretación fue el tratamiento de la voz como material sonoro -y no solo como portadora de contenido semántico- y un fino trabajo entre canto y narradores. La orquesta no adquirió un mero segundo plano, pero supo entender su rol de acompañar a la oscuridad radical de la palabra.
Es un misterio para mí por qué esta obra, tan potente, no es interpretada más usualmente. Los aplausos dieron cuenta de que el argumento de que esta música no le gusta a nadie no es real. Hasta cuatro veces tuvieron que salir a saludor. Normalmente estos detalles protocolarios me dan igual, pero esta vez el aplauso entusiasmado da cuenta de una injusta exclusión.
La segunda parte, dedicada a la versión de 1894 de la Novena Sinfonía de Bruckner -la interpretación de la versión que no incluye reconstrucción del último movimiento, sino solo los tres únicos que dejó completos Bruckner- dio la clave de la conexión entre obras: Gergiev mantuvo el sonido metálico y, de algun forma, no humano, que se había quedado en el oído tras el Zimmermann: fue un acierto. De este modo, la fanfarria inicial del Primer movimiento fueron un encuentro centenario entre los dos compositores ante la preocupación de la muerte y la dificultad de expresarla -ni siquiera con medios sonoros-. Fue comedido con los tempos -especialmente en el tendente a machacón tema a tutti del Segundo movimiento– y generoso con las pausas generales. El trabajo sonoro no fue por planos o por color, sino que buscó un sonido compacto y en bloque, conectando los diferentes grupos instrumentales con nexos comunes escondidos en la partitura. Solo un pero: este trabajo en bloque le hizo renunciar a un piano y pianissimo más convincente. Los grandes volúmenes sonoros -fáciles de alcanzar con una orquesta como la de Múnich- no tenían su respuesta en los piano. El largo silencio final, respectado ceremoniosamente por el público, dio cuenta de la necesidad de ese aire para la intensidad de la que se había cargado la Philharmonie de Berlín.
por Jose Luis Perdigon | Sep 9, 2018 | Críticas, Música |
Hace unas semanas, otra ópera de Salieri fue traída de vuelta a la vida de la mano de Christophe Rousset, el coro Les Chantres du Centre de musique baroque de Versailles y Les Talens Lyriques. Les Horaces (1786), uno de los mayores fracasos de la carrera operística del compositor, tiene hoy una segunda oportunidad. Esta labor de rescate, una constante en Rousset desde hace algún tiempo, en ninguno de los casos está exenta de riesgos o de alguna dosis de expectativa no cumplida. La particularidad de éste rescate concreto va más allá de todo peligro conocido hasta ahora, o por lo menos habría que ponerse a pensar un rato para encontrar algún caso comparable en la historia del canon musical. Temerarias o no, el volver a poner sobre la mesa temas como los factores que hacen exitosa una producción, su recepción antes y ahora o la dualidad crítica-público; convierte a muchas de estas recogidas de supervivientes en generadoras de sana reflexión.
Después del éxito de Les Danaides (1784) los directores de la Ópera de París encargaron a Salieri dos dramas más, Tarare y Les Horaces. Tras finalizar otros tres encargos para la compañía de ópera buffa vienesa, Salieri decidió componer en primer lugar Les Horaces (1786) -según él, por expreso consejo de su amado Gluck-. El libreto, de Nicolas-François Guillard, está basado en la conocida Horace (1640) del dramaturgo Pierre Corneille. La trama se enmarca en una Roma naciente, donde la familia romana de los Horacios y la familia albana (Alba Longa) de los Curiacios, unidas desde siempre por lazos parentales, ven su paz perturbada por una guerra entre aquellas ciudades. Para decidir la suerte de ambas y acabar con el conflicto, son escogidos tres campeones por cada bando -entre los que casualmente están nuestros protagonistas- que deberán luchar en un combate a muerte. Este cruel destino permite mostrar, por un lado la ciega exaltación patriótica del Horacio, que acepta su cometido por amor a Roma, y por otra la visión melancólica y afligida del Curiacio, que no puede asumir ese deber funesto.
Después de su costosa victoria en el combate, el Horacio protagonista regresa a Roma y es colmado de elogios y alabanzas por todos. Sin embargo su hermana Camila, ex-prometida del ya muerto Curiacio protagonista, le reprocha iracunda el asesinato de su amado. La obra termina -agárrense a los asientos- con la muerte de Camila a manos de su propio hermano, que la acusa de falta de patriotismo. Por si no pudiera ponerse peor la cosa, el Horacio es llevado a un juicio del que sale absuelto tras una defensa del honor frente al amor. La actualidad de esta obra y su “moraleja” en la Europa actual no es pequeña, aunque más alarmante aún es pensar que nunca ha pasado de moda. La multitud de óperas con esta temática en la Francia prerrevolucionaría y su influencia en los sucesos de 1789 es también una materia casi inagotable y aún hoy en estudio. Aunque en este caso en concreto el ser humano mostrara su potencial -o total ausencia del mismo- frente a muchos de estos estímulos.
Trás las varias sesiones, el fracaso de la ópera a todos los niveles no tuvo discusión. A pesar de las fuentes contradictorias a propósito de la fecha exacta de su estreno, las pocas representaciones no contaron con aplausos. “Una ópera demasiado oscura para París” diría Beaumarchais, cuya crítica parece ser la más tibia. Tanto el libretista como el compositor sufrieron crueles comparaciones con sus trabajos anteriores -en este sentido, el gran éxito cosechado dos años antes por Les Danaides supuso también un catalizador-. Quizás lo más ilustrador del público francés de esos años sea la anécdota sobre el término Curiacios, en francés Curiaces. Tras enterarse del demoledor fracaso, el propio José II escribió a su embajador en París en estos términos:
Estoy enojado por lo que me escribiste sobre el fracaso de la ópera de Salieri. A veces puede ser demasiado cohibido buscando la expresividad musical. Pero lo que nunca hubiera pensado es que el nombre de los héroes de la obra pudiera afectar a la recepción de su composición, y que las personas se burlaran de la primera sílaba de un nombre propio que no era ni su elección ni la del poeta, sino un nombre tan bien conocido en la historia.
La similitud del comienzo de la palabra Curiaces con el término francés cul (culo) fue la sentencia de muerte definitiva. Sin embargo reducir el fracaso de la obra solo a esta anécdota no deja de ser injusto y un tanto condescendiente con nuestros antepasados. Muchas veces el humor es un escape cuando lo que vemos no nos gusta, y eso parece no tener época. Ciertamente gran parte de las críticas coetáneas son asumibles en la actualidad si escuchamos esta grabación de Rousset. A favor también resaltan muchos aspectos que casi se han obviado en muchos análisis, como el vertiginoso ritmo de la obra. Desde el primer minuto, con la poderosa obertura, hasta el final del primer acto no hay respiro. Cada acto e intermedio se siente como una densa unidad, gracias en parte a otra de las grandes virtudes de esta ópera: las innovaciones formales. Arias que terminan en tonalidades distintas, coros que irrumpen en medio de los recitativos y pasajes de transición envolventes, hacen de la narración un todo que se mueve, que avanza -si bien, esta flexibilidad entre los números es llevada a un extremo casi prewagneriano en Tarare (1787), la tercera del tríptico francés-. Momentos como el final de primer acto o el dúo Par l’amour -primo hermano del aria Soave luce di paradiso del Axur re d’Ormus (1788)- brillan con fuerza en medio de un torrente que embiste siempre hacia delante.
A la hora de indicar las carencias de la obra, no puedo por menos que citar la frase del venerado maestro de Salieri, Gluck: “nuestra ópera -la francesa- apesta a música”. La ideología defendida por el mismo Gluck, pero también por muchas otras figuras relevantes en el panorama artístico del Paris de finales de siglo, sobre la verdadera función de la música en el drama como “embellecedora de palabras”, lastra este trabajo más que a sus otros dos hermanos. Cada inflexión cromática, cada adorno, todo está reducido al mínimo en una especie de retención creativa que evita en todo momento estorbar a la historia y a sus personajes. Cualquiera que haya oído La grotta di Troffonio (1785), compuesta para el público vienés solo un año antes, lo entenderá. Esta fascinante capacidad camaleónica de Salieri para adaptar su estilo al gusto de cada plaza, si bien denota maestría, también se salda con obras tan faltas de carisma y tediosas como esta. A esta falta de sustancia melódica se le suman muchas fórmulas hechas, al más puro gusto francés, que se sienten casi como marcos a un cuadro poco estimulante. A veces demasiado enrevesadas, otras veces incluso incómodas. La mencionada falta de números cerrados en muchos casos aumenta esta sensación de corriente hacia ninguna parte, sobretodo cuando ninguna de las arias que contiene ese arroyo es en verdad atractiva a nivel vocal u orquestal. El desenlace es un sentimiento compacto de unidad y de imparable impulso, que luego no se concreta en nada que merezca la pena.
La dirección impecable de Rousset poco puede hacer. Si bien su versión de Les Danaides no acabó de mejorar las precedentes y a veces parece abusar de tempos acelerados, el director demuestra tratar con mimo extremo esta ópera. Entre los cantantes, todos realmente a la altura, resalta la Camille de Judith Van Wanroij, cuyo fraseo es pura sensibilidad. El coro Les Chantres du Centre de musique baroque de Versailles demuestra también pura precisión en cada intervención y sorprende sobretodo la firmeza y seguridad de la sección de tenores en los momentos sobreagudo. Hablar, por último, de la orquesta Les Talens Lyriques es hablar de fuego controlado. Cada uno de sus atriles demuestra una vez más su dominio con este tipo de repertorio, destacando más esta vez quizás el papel del viento metal -lo cual no deja de sorprender en una grabación en vivo-. Puede ser que Les Horaces (1786) no se mereciera una versión con este nivel de compromiso. Aunque algo es seguro, vuelve a la vida de la oscuridad y el olvido en el que quedó sepultada hace más de dos siglos. Tener la oportunidad de que no me lo cuenten, de valorar con mis propios oídos y prejuicios actuales; y sobretodo de revivir un morboso fracaso operístico -quizás el culmen en la lista de fracasos del propio Salieri-, era un privilegio al alcance de nadie, hasta ahora.
por Elio Ronco Bonvehí | Ago 31, 2018 | Críticas, Música |
El talento de Lise Davidsen ya ha sido motivo de comentarios en Cultural Resuena, primero por su interpretación de los Wesendonck-Lieder con la OBC y luego por su Ariadne en Aix-en-Provence. La semana pasada ofreció un memorable recital dentro de la Schubertiada de Vilabertran que, en la intimidad de la Canónica y con el único acompañamiento de James Baillieu al piano, permitió intuir toda la magnitud de su extraordinaria voz.
Lo primero que salta a la vista (o más bien al oído) es el enorme volumen de la voz y la exuberancia de un timbre rico y profundo, de gran calidez y con una sorprendente capacidad de matices. Los graves son densos y perfectamente audibles, mientras que los agudos, seguros y penetrantes, conservan un considerable número de armónicos, evitando de ese modo la agresividad que suele caracterizar este registro. Su juventud se nota en la naturalidad de la emisión, libre de oscilaciones y con un vibrato bien controlado, que usa con moderación y buen gusto. La técnica también es impecable, tanto en lo que se refiere a la afinación (requisito indispensable para ser músico, pero que, ¡ay!, tan pocos cantantes dominan) como en el control de los reguladores, algo especialmente meritorio dado el volumen de su voz.
Sin embargo lo que da verdadero valor al don natural que es su voz es la sensibilidad y la madurez interpretativa con las que la usa. Ello era evidente ya en la forma en que abordó el repertorio escogido, adaptando su interpretación tanto a las características acústicas de la Canónica como al estilo de cada compositor. De hecho, su voz está sin duda destinada a hacer enloquecer a los espectadores de los grandes teatros de ópera, pero su sensibilidad encuentra en el lied el vehículo perfecto para brillar.
El recital empezó y terminó con dos compositores con los que se encuentra particularmente cómoda y que probablemente le son afines por procedencia: Grieg y Sibelius. Las seis canciones que interpretó de Grieg (cuatro al principio y dos al final de propina) no se pueden cantar mejor, y dada la poca presencia de este compositor no sería mala idea que en un futuro próximo Davidsen inmortalizara en disco su ejemplar versión. Las cotas más altas de belleza las alcanzó en la delicada En svane («un cisne»), con sutiles inflexiones vocales, y en Våren («Primavera»), con unas deliciosas notas largas apenas sin vibrato. Las seis canciones de Sibelius, en cambio, se caracterizaron por la intensidad de una interpretación que reunió la sutileza de una liederista consumada con el sentido dramático de una gran cantante de ópera.
Entre los dos autores nórdicos, Davidsen ofreció, con la misma excelencia, dos lieder de Brahms, los cuatro del op.27 de Richard Strauss, y los Wesendonck-Lieder de Wagner. Esta última obra era especialmente esperada por quienes confían que Davidsen será el relevo de las referentes wagnerianas actuales, y el resultado no hace más que confirmar esas esperanzas.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 23, 2018 | Críticas, Música |
Diálogos de viejos y nuevos sones es el nombre del proyecto ad hoc creado por Rocío Márquez y Fahmi Alqhai hace dos años para la Bienal de Flamenco y que el pasado 17 de agosto presentaron en el Festival Internacional de Santander, en uno de sus “Marcos históricos”, el Palacio del Albaicín de Noja. Ambos, acompañados de Rami Alqhai, a la viola de gamba y Agustín Diassera, a la percusión, hicieron algo más que música: contar una historia alternativa de la recepción del flamenco.
Hay un debate abierto en la “opinión pública” (lo pongo entre comillas porque si bien esto de la opinión pública se refería a la prensa, ahora hace más bien alusión a las redes sociales) sobre el apropiacionismo cultural con respecto al flamenco. Se ha hablado muchísimo del purismo, de respetar una tradición, de encontrar sus raíces. El proyecto de Márquez y Alqhai lo tiene todo de heterodoxo y no es apto para aquellos que busquen ese purismo. Y ahí está lo fabuloso. Desprenden amor por el flamenco por todos los poros, pero también por lo que el flamenco implica, como lo implica toda la música: intercambio de lenguajes, de vida y de expresión de experiencias. El cruce que proponen es el que poco a poco se ha ido camuflando pero que existe desde siempre, a saber, el que se da entre la música “popular” y la música “académica”. Sin las danzas populares no existiría ninguna suite de Bach, por ejemplo. Pero aquí no se trata de trazar un camino historiográfico sobre la posible influencia de la música española barroca en el flamenco, sino más bien dos cosas: cruzarla con la música “popular” de hoy, por eso tocan amplificados y resuena el jazz y el tango entre melodías barrocas y cantes flamencos; y encontrar cómo cada repertorio puede enriquecer al otro, y que surja algo fresco e irreverente.
Porque todo suena a conocido, pero nada lo es en realidad. Se desempolvan las esquinas de viejos clásicos, como “Si dolce è’l tormento” o “El cant dels ocells”, y se les da una nueva vida. Los tress momentos álgidos, que apuntan claramente a cómo debería seguir este intercambio, es la “Bambera de Santa Teresa”, “La mañana de San Juan” y la “Seguiriya”, por tres motivos diferentes y otro común. La “Bambera de Santa Teresa” es una versión de su “Destierros” de su disc(az)o Firmamento, pues fue, quizá, uno de los momentos de más intimidad del concierto y todos los detalles dieron con una mejora de la original (¡algo nada sencillo!). “La mañana de San Juan”, un dúo entre voz y percusión fue no solo uno de los mejores momentos de la noche, con una compenetración absoluta entre Diassera y Márquez, sino también un hermoso homenaje a la gente normal, a su cotidianidad, y a la necesidad de llenar tal cotidianidad de canciones, algo que en el mundo flamenco es bien sabido. Un gesto sencillo que reúne ese impulso por cantar que nos hace destrozar grandes trabajos musicales incluso bajo la ducha, pero que también reúne toda la expresión de los sentires de un pueblo. “Seguiriya”, por último, porque fue -como reconoció el propio Alqhai- uno de las piezas más difíciles. No defiendo el virtuosismo que demostraron, sino el riesgo, el juego de superar constantemente los supuestos límites de su formación, técnica e incluso capacidad de diálogo. Si está la puerta abierta para seguir, es por ahí. Probando más, jugándosela más, llevando este diálogo a otros idiomas, incluso a no entenderse del todo, a comunicarse de otra manera. Que los lugares comunes sean solo las tabernas donde reposar en un viaje hacia lo desconocido, como exigía Baudelaire a la verdadera vanguardia.
Fahmi Alqhai, con su hermano Rami Alqhai, mostraron -como lo hace ya la música contemporánea- que no hay más límites en un instrumento que el que pone el intrumentista o el compositor. Con un dominio técnico excelente, sacaron a la viola de gamba del cajón sagrado de la música historicista -que tan bien hacen con su Accademia del Piacere-. Al igual que Ligeti o Falla con el clave, quizá no es mal momento de comenzar a entender la viola de gamba no como abuelo de los actuales instrumentos de cuerda, con un repertorio estrecho, acotado a unos siglos, sino como un instrumento de pleno derecho que, además, potencia el sonido de cantantes como Rocío Márquez. Es, quizá, imposible añadir más elogios a su voz. Su control absoluto y buen gusto al cantar es evidente para profanos y especialistas. Lo que destaco, ya no tanto por variar sino porque se ha dicho menos, es por dos cosas (hoy estoy sembrá con las divisiones). Haré un pequeño giro para que se entiendan mis dos puntos. Hace un tiempo que Manuel Rey o De La Puríssima vienen mostrando cómo esa música española que mucha gente de las nuevas generaciones desprecia o desconoce, como la copla, porque la asocian a sus abuelos o bisabuelos, tiene un contenido político muy comprometido, bajo la premisa de decir sin decir mucho, para que solo el buen entendedor captara el mensaje. Algo parecido, aunque desde otro lugar, hace Márquez con el flamenco. Lo lleva adonde quiere -su voz se lo permite todo- para mostrar cómo lo aparentemente sencillo del flamenco está lleno de vida y de mezcla, siendo ortodoxa en su canto y hetedoroxa hasta el límite con el contexto. Hasta ahí el primer punto. El segundo, como vimos en el concierto, es lo que sucede cuando se junta con gente que quiere la música más allá de las frías casillas de la musicología, que a veces parece que operan ajenas a lo importante. De lo que se trata es de reescribir la historia de la música hacia atrás, y no que sea la tradición la que imponga cómo hacer música en el presente. Márquez, con Alqhai, tienen un compromiso con la música fundamental: la de no aceptar fronteras, algo que aún no hemos aprendido en las sociedades contemporáneas.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 18, 2018 | Críticas, Danza |
© Festival Internacional de Santander-Pedro Puente Hoyos
Una oda al tiempo es el nuevo ¿espectáculo? de la compañía María Pagés (sobre Óyeme con los ojos te hablamos aquí) Pongo espectáculo porque, después de leer a Guy Debord y su Sociedad del espectáculo, ya me da reparo. Nos dice -no aproblemáticamente- que ya no vivimos nada directamente, sino que la era contemporánea se caracteriza por la mediación. Justamente yo creo que el trabajo artístico tiene la capacidad de romper con tal concepto de espectáculo. No porque nos ofrezca nada directamente, sino porque pone en tela de juicio la problemática división entre representación y representado. Tal es el caso de esta pieza, que se enfrenta poéticamente y desde la experiencia corporal al problema -que no nos queda otra que vivir- del tiempo, para cuya vivencia no hay mediación. Espero ser capaz de explicar esto en lo que sigue.
El Palacio de Festivales de Santander, que acogió la propuesta en el marco del Festival Internacional de Santander, estaba a rebosar para recibir el pasado 10 de agosto a la compañía María Pagés. Una suerte de péndulo luminoso abre la escena, que se inaugura con coreografías a solo de Pagés y acompañada por su excelente elenco de bailarines (Eva Varela, Virginia Muñoz, Julia Gimeno, Marta Gálvez, José Barrios, Rafael Ramírez, Juan C. Avecilla, Manuel del Río) con un talante primitivo: son seres que se mueven mecánicamente y de forma ruda, quizá como lo que sugiere la separación del tiempo en partes iguales que todos sabemos que no son nada iguales en nuestra experiencia cotidiana. Y quizá fruto de esa experiencia precisamente, esa rigidez inicial se va deshaciendo poco a poco a favor de movimientos más orgánicos que sugieren otras formas posibles de dividir o de no dividir el tiempo, sino de entenderlo como una figura plástica, un tiempo que se modula con la creación de espacio: que es al final lo que hace el baile. Tal fue, en apariencia, la propuesta del siguiente número, un solo de María Pagés con las castañuelas, uno de los mejores de toda la propuesta. El intercambio rápido y sin pausa de números, a veces movidos por el vestuario, flotante y vaporoso, otras por el aumento o disminución del número de bailarines, otras por la introducción de los músicos, le daba un ritmo trepidante y orgánico a la particular Oda al tiempo de María Pagés. Por allí pasó una romería de pueblo, un hermoso homenaje a la sabiduría popular gracias a una adaptación de la sencilla y dolorosa Oda a los números, de Pablo Neruda, pero también un encuentro con el cuerpo que se arroja a su propia materialidad -algo que el tiempo nos demuestra cuando nos hace enamorarnos, enfermar, envejecer-. El final de proyecto está marcado por el tiempo político, el que ostentan el poder: pues el control del tiempo es el control de los cuerpos. De ese control de los cuerpos surge su homenaje a Goya en el apartado dedicado al “Invierno”: los cuerpos detenidos que en un solo instante reflejan el tiempo que ya no volverá porque fue arrebatado. También se cuelan Händel, Vivaldi o Tchaikovsky, y María Pagés hace con ellos lo que le da la gana, sin purismos, sin recetas manidas: porque la historia de la música se está reescribiendo cada vez que hacemos algo con ella y no es de nadie ni encaja en ningún canon sin violencia. Suenan seguiriyas, peteneras y alegrías, pero lo que hace no se reduce a un género, ni a una forma, ni a unos criterios. De pronto, el lamento -incluso el más aparentemente desenfadado- que porta toda música flamenca se vuelve arma para desanudar el entramado del tiempo que se encuentra en ella misma, pues en toda su tradición se encuentran cad auna de las flechas que ha lanzado al futuro para hacernos preguntas sobre lo que queremos ser con estos sonidos. Todo eso se esconde bajo los pies de María Pagés y todos los que se atreven a seguirla, dejando bajo cada taconeo algo fundamental del día a día que solo sabemos narrar diciéndolo como espectáculo. Quizá porque es demasiado doloroso vivirlo de otra manera.
Junto al baile, había música. La del cante de Ana Ramón y Bernardo Miranda, acompañados por la guitarra de Rubén Levaniegos e Isaac Muñoz (cocompositores de parte de lo que suena), el violín de David Moñiz y el chelo de Sergio Menem y la percusión de Chema Uriarte. Cada vez me da más reparos la música amplificada por exigencias del espacio y no de la música misma, porque sacrifica el matiz, tan claramente buscado por el ensemble. Pero el matiz sobrevivió en los textos de El Arbi El Harti, cocreador de los proyectos de Pagés, cuya pluma organiza el tiempo de lo musical, especialmente en el impresionante solo de Ana Ramón en “Es otoño”:
“[…]Tengo miedo de morir como una nota. /Soy el río lento que fluye y se agota. /Las flores lloran sus hojas. /Mi cuerpo son alas rotas. Los ojos se derraman lentos como las horas y los deseos. / Las golondrinas vuelven cansadas./ Anuncian injustas alboradas./ Los ojos se derraman lentos como las horas y los deseos./ En la tarde umbría se hunde una luna./ La calle está vacía”
Mientras veía Una oda al tiempo, me retumbaban las palabras del viejo Walter Benjamin y sus tesis sobre el concepto de la historia, donde nos enseñó a pensar cada huella del presente como un camino a la comprensión del pasado de una forma cualitativamente diferente, es decir, a la configuración de otro tiempo-espacio posibles, reprimidos para siempre por la fuerza de la historia. Nos invita, como Pagés, a habitar el tiempo, por tanto, desde la mirada crítica a lo que somos y nos han dejado llegar a ser. Así lo dice Benjamin, así sonaba en el tacón de la Pagés: “¿Acaso no nos roza, a nosotros también, una ráfaga del aire que envolvía a los de antes? ¿Acaso en las voces a las que prestamos oído no resuena el eco de otras voces que dejaron de sonar?”
por Marina Hervás Muñoz | Ago 15, 2018 | Críticas, Música |
A diferencia de las grandes sinfonías del siglo anterior a la Novena de Mahler, donde se preparaba la tensión para grandes fortissimos, en la del compositor bohemio toda su fuerza se concentra en lo pequeño. De hecho, toda la sinfonía trata del duro trabajo de disolver un tema, que termina diluido al final de sus notas. Tal fue el empeño de Simon Rattle ante una imponente London Symphony Orchestra (LSO) -del que es nuevo director titular desde septiembre de 2017 tras dejar su puesto en la Filarmónica de Berlín- la pasada noche en el marco del 67 Festival Internacional de Santander.
No es tarea fácil enfrentar 80 minutos de duración ante una sinfonía que tiene un tanto de circular, pues su comienzo y su final se unen para mostrar el proceso de la desintegración. Y en ese camino que nos traza Mahler, se encuentra lo luminoso y lo grotesco, lo más delicado y también lo más terrible: tal es su cometido y su compromiso con la música. No maquillar ni facilitar el arduo proceso de desplegar lo que un tema contiene es la propuesta de Mahler. Es un atentado contra el concepto de música tradicional, tal y como explica Attali, para el que “el juego de la música se parece […] al del poder: monopolizar el derecho a la violencia, provocar la angustia para tranquilizar a continuación, el desorden para proponer el orden, crear el problema que se es capaz de resolver”. En Mahler no se resuelve, no se tranquiliza, no se propone nada que se vaya a resolver. Más bien al contrario. Salimos del concierto con cierto desasosiego, con menos certezas y menos lugares de encuentro.
Rattle y la cómplice LSO bajo su batuta exploraron ese desconcierto. La noche destacó por una cuerda absolutamente entregada al detallado trabajo dinámico del director inglés, con pasajes complejísimos tocados con maestría, salvo por algunos detalles mínimos de afinación de las violas. La rotundidad del sonido de los contrabajos y el finísimo sonido de los violines fue uno de los regalos de la noche. El viento, asimismo, fue excepcional. Un viento metal eléctrico -que tiene su protagonismo clave en el Rondo-Burleske- fue definitivo para el último aliento de optimismo marcado por esa paradoja de los muñecos infantiles, que dan miedo y ternura a la vez, como los payasos. El segundo movimiento, que es quizá el menos conseguido porque es complejísimo acatar el contraste de carácter (algo tan liviano frente a la gravedad del primero), fue enfrentado con ligereza y sencillez. Mahler decía que la sinfonía es como un mundo y, por eso, debe abarcarlo todo. También lo en apariencia más sencillo y despreocupado: como marca de la felicidad pasada ya imposible de conjurar en el resto de la sinfonía. Al Rondo-Burleske le faltó algo de lo “muy terco” que exige Mahler en la partitura: a Rattle le pudo su elegancia inglesa, aunque no dudó en sacar partido a la diferencia de timbres para conseguir un sonido afilado y un contraste entre las parte más rítmicas y las centrales líricas. Pero como se suele decir, lo fundamental es como se empieza y como se acaba, y ahí fue magistral. Pegado a ese trabajo de lo pequeño, el morendo final, la desintegración que queda en una nada sonora, es un trabajo titánico. Muchos directores se quedan sin sonido demasiado rápido: no es fácil aguantar un decrescendo de casi media hora y que no se apague la tensión. No fue el caso de Rattle, que se hizo cargo de tal hazaña sin forzar el sonido, sino dejándose llevar por sus caminos. Hubo momentos verdaderamente memorables, como el solo de fagot del último movimiento.
Con una interpretación como la de anoche, se entiende bastante mejor por qué muchos compositores comenzaron a utilizar la orquesta como un gran grupo de cámara -incluso en obras como los Gurrelieder de Schönberg-. No solo por los momentos claramente de cámara, con instrumentos a solo, sino también por la construcción en capas de color que se desprende de la comprensión de la obra de Rattle. La dinámica no se construyó por volumen, sino por color: quizá ese fue el punto más brillante de su dirección. Dice Adorno que enfrentarse a Mahler es tratar lo inconmensurable de su escritura, que excede todo contenido programático. Rattle dio buena cuenta de esa imposibilidad de traducción de la música de Mahler. Sabemos que nos habla de algo importante, algo fundamental, que solo se puede entender dentro del mundo sonoro que él propone.
Addendum: ¿Qué os pasa, seres de la noche, para no apagar los móviles, para poder estropear para siempre lo construido durante una hora, con ese atruendo de una llamada indebida cuando el solo de chelos anuncia el final más tremendo del ocaso de la música tonal? Me gustaría entender qué os impide apagar ese móvil, o tener que mirar las notificaciones -como una señora a dos asientos del mío- o no poder apagar una alarma (oí la vibración durante medio minuto) o los malditos pipipís de los mensajes por leer. ¿Qué os pasa, que no sois capaces de daros el lujo de desaparecer durante un rato con esta música? ¿Por qué nos priváis de hacerlo a nosotros? ¿Por qué, justo ahí? Bien merecido fue que no hubiera bis tras ese móvil catastrófico que casi lo destruye todo. Creí por momentos que Rattle se iba a girar y a decir que hasta ahí había llegado, que así no se puede. Para mí, la sinfonía llegó hasta ese móvil, un burleske contemporáneo de la incapacidad del silencio.