Barcelona tradicionalmente ha sido una ciudad wagnerina. Recuerdo incluso haber visto una carta afectuosísima de puño y letra de R. Wagner dirigida a una sociedad wagneriana barcelonesa. Esta condición o si se quiere, este estatus, durante muchos años no se ha puesto en duda, y es por ello, que me causó franca sorpresa escuchar no hace mucho tiempo, que esto ya no era del todo cierto. El idilio de Barcelona con la obra de R. Wagner parecía que no pasaba por sus mejores horas.
El pasado viernes 11 de mayo, tuve la agradable sorpresa de comprobar cómo nuestra ciudad sigue muy íntimamente unida, ya no solo al genio de Bayreuth, sino a autores que, durante su vida artística, estuvieron dentro de la órbita del maestro como es el caso de A. Bruckner.
La OBC, programó para los días 11, 12 y 13 de mayo, un programa que, a juzgar por la nutrida entrada que tuvieron las tres fechas y por las ovaciones recibidas después de cada concierto, podría ser calificado de todo un éxito.
Como primera obra, pudimos escuchar los Wesendonck Liederen la orquestación realizada por Felix Mottl, ya que la versión original de Wagner es para voz y piano solo. Decir que Lise Davidsen es un portento, es decir bien poco, porque fue realmente maravilloso poder disfrutar de una obra tan hermosa, como lo son esta colección de lieder, en la voz de una cantante tan talentosa como ella. De origen noruego, en 2015 inicia una carrera internacional de altos vuelos, al ganar en el verano de ese año, tanto el concurso Operalia, como el Reina Sonia. Su voz es simplemente fantástica, con un color y una textura amplia y muy profunda. Su registro grave es robusto y lleno de armónicos. A ello hay que agregar una musicalidad delicada y elegante, que le permite frasear de manera orgánica las obras que canta. Cualquier obra firmada por Wagner está pensada para una soprano como Lise Davidsen, que, además, debutaba en este concierto con nuestra orquesta. Afortunadamente para nosotros, podremos disfrutar este verano nuevamente de su trabajo en la Shubertida de Vilabertran. Recomiendo muchísimo no perder esta oportunidad.
Los cinco lieder que integran la obra son poemas escritos por Mathilde Wesendonck esposa de Otto Wesendonck, comerciante de sedas muy adinerado y gran apasionado de la obra del maestro alemán. En 1852, en Zúrich, la pareja conoció a R.Wagner al que ofrecieron una casa de campo dentro de una de sus fincas. Evidentemente que Wagner no desaprovechó la oportunidad y los siguientes 5 años, vivió a cargo del bolsillo de su patrocinador y de paso, además de avanzar en la composición de su tetralogía, se dedicó a rondar amorosamente a Mathilde. El resultado, es un copioso epistolario lleno de cartas que rezuman romanticismo y este maravilloso ciclo de lieder. Huelga decir que, Mathilde como mucho, consintió tener lo que nosotros llamamos, un tonteo con el maestro, que tras ser descubierto por su primera esposa Minna, dejó Zúrich y escapó solo con destino a Venecia.
La segunda parte del programa, estuvo integrada por la Sinfonía número 4 en Mi bemol mayor, “Romántica” de A.Bruckner. Marc Albrecht logró en su también debut al frente de la OBC, una lectura llena de potencia y vida de una de las obras más famosas Bruckner. De hecho, esta sinfonía es el primer éxito que pudo paladear el maestro en su carrera. El reconocimiento público, siempre le había sido esquivo y para 1881, Bruckner contaba ya con casi 60 años y su carrera en Viena apenas si le había aportado una mínima satisfacción. Sus obras no solían ser programadas y él, buscando ser aceptado, consentía que, literalmente, le enmendaran la plana. Gracias a esta mala costumbre tenemos, como es el caso de la cuarta sinfonía, por lo menos cinco versiones posibles de la obra. Duele ver los destrozos que algunos mercenarios del momento propinaron a una obra tan bien pensada como la de Bruckner, pero, por otra parte, en su mente lo que perseguía era que al menos se tocaran sus obras.
En este caso, cuando Hans Richter eminente director en Viena, aceptó estrenar la cuarta sinfonía, Bruckner se sintió abrumado por la felicidad. Alejado como siempre había estado del trato habitual entre colegas, en una ciudad como Viena, solía cometer verdaderos ridículos públicos como el que describe Richter en una carta: “Dirigía una sinfonía de Bruckner por primera vez, en un ensayo. Por aquel entonces, Bruckner era un hombre mayor, sus obras no se ejecutaban casi en ninguna parte. Cuando terminó la sinfonía, Bruckner se me acercó. Estaba radiante de entusiasmo y felicidad. Sentí que ponía algo en mi mano. –Tómelo y beba un jarro de cerveza a mi salud-”. Richter aceptó la moneda y la llevó siempre unida a la cadena de su reloj, como “recuerdo de un día en que lloré”.
La OBC sonó cómoda con el repertorio abordado, no siendo obras sencillas, si fueron trabajadas por un director con una imagen muy clara sobre ellas y esta imagen fue además, muy bien comunicada y construida en la semana de ensayos con la orquesta. Lo que refuerza lo anteriormente dicho en este humilde espacio: nuestra orquesta es un grupo dúctil, y muy maleable, que resiente y mucho, los cambios de directores huéspedes, y esto es algo a tomar en cuenta a la hora de programar repertorios e invitados, y por momentos, parece que esto no siempre se hace. Por ahora, disfrutemos del buen sabor que aún se conserva de tan entrañable concierto. Seguimos
La narración del coming out no es verdaderamente queer, por el contrario, pertenece al repertorio cultural del mundo heterosexual: por más de que todas las personas LGBTI hemos pasado, algunos más y otros menos, por momentos difíciles, extremadamente difíciles en una mayoría de los casos, al momento de aceptarnos a nosotros mismos y ante los otros nuestras diferencias sexuales y/o de género, el dolor al salir del closet pertenece todavía a un mundo heteronormativo. Se trata justamente del dolor que siente el heterosexual al ver una alteración de lo “normal”, es el dolor de la extrañeza de la violación a una regla interiorizada: se muere la parte heterosexual y se siente el horror al no ver en el espejo de nuevo su rostro sino el de un monstruo.
El coming out es aquel umbral por el que se puede pasar de un mundo connotado heteronormativamente, de un mundo monocromático a un mundo multicolor de lo queer, a un mundo donde las formas pierden sus contornos y todo se deja catalogar de una manera distinta. Sin embargo, no todos deciden tomar este paso, hay coming outs a closets más grandes, o bien, a estrategias para acomodar el closet de una mejor manera en el entorno heteronormativo. Hay una opción, un paliativo de la sociedad conservadora para el dolor de verse como un monstruo en el espejo, una medicina, una anestesia que se presenta como tregua, como opción al momento de aceptar frente a la sociedad ese nuevo deseo – es la tregua que ofrece el mundo “normal”: para vivir en él debes verte como los demás, debes seguir poniéndote la máscara que tenías puesta, debes actuar como si fueras heterosexual y así te será permitido seguir viviendo allí, permanecer en tu zona de confort y, a manera de premio, se te permitirá tener sexo con quien quieras, siempre y cuando lo hagas tras la puerta, en privado, en silencio, sin perturbar el orden público.
El declararse homosexual no implica necesariamente el salir del closet, el dejar la homofobia o el adquirir una libertad. (Sí, el verse en el espejo como un monstruo es una homofobia somatizada.) Hay quienes tienen sexo con personas del mismo sexo, sin haber dejado de llevar una vida heterosexual, sin ser queer en lo absoluto.
El otro camino luminoso es vertiginoso, pero al mismo tiempo fascinante: la gente queer celebra el poder salir de esas cuatro paredes, planea celebrando la explosión de esa casa perfecta, quiere ensuciar todo, revertir el orden de las cosas, encontrar nuevas formas, nuevos placeres, construir nuevas casas o, mejor, chozas que no sean para vivir como la mayoría espera. Lo queer quiere incomodar esa normalidad, con los codos se abre campo a un nuevo espacio, multiplica los espacios. Sin embargo, no todos soportan el vértigo de verse ante un giro radical que se abre justamente al ver a ese monstruo en el espejo, al monstruo más hermoso del mundo, uno distinto siempre. Algunos quieren a todo precio pagar esa alternativa: actuar como “normales” para recibir la licencia de tener sexo con quien quieran. Entonces el homosexual acepta ser distinto, pero no tan distinto (“ok, not so gay”), uno que no incomode, uno que los otros puedan “tolerar”.
El mundo heteronormativo tiene miedo a la mezcla de los géneros, a lo indefinido, a lo ininteligible, al amaneramiento; el heterosexual tiene miedo a lo sucio, a los géneros indefinidos, a la mezcla de lo conocido, a lo borroso, a las nuevas formas, a lo queer. Por eso existen películas destinadas al público heterosexual donde a manera de paliativo se les vende la imagen de un homosexual “normal”, es decir, se les presenta al homosexual como un ser humano con los mismos dramas heterosexuales, con su misma vida, con sus mismas narraciones para así mostrar que no todos son chocantes, que no todos “echan plumas”, que el homosexual se puede domesticar, que es un problema más como una “condición”, una enfermedad. Son películas que se muestran como manuales de convivencia para promulgar una idea de “tolerancia”, como si esta fuera la mejor política ante los conflictos en medio de la diversidad del ser humano. Este es el caso de la película Love, Simon, que se vende como una gran lección de convivencia en medio de la diversidad sexual, mientras que no es más que un panfleto para el buen comportamiento en un mundo homogeneizado.
La estética de la película es todo lo contrario a diversa: es estéril, estereotípica y aburridora. La película bien pudo haberse rodado en una casa de muñecas Barbie.
El filme comienza con la terrible aclaración que vaticina apresuradamente lo que viene muy después: “My name is Simon, the most part of my life is perfectly normal. […] So, I’m just like you, except that I have a huge secret.” En esto se reduce la trama de la película: se narra el coming out de un joven que es presentado tan “normal” como los otros. La película le cumple las fantasías a un público que quiere ver eso, a un homosexual pero “normal”, es decir heterosexual, por lo menos en apariencia. Simon cumple además con todos los estándares de belleza United Colors of Benetton: flaco, lindos dientes y, claro, blanco como la nieve. Se trata del hombrecito deseado por toda “familia tradicional”, uno que siga con el linaje del padre, la ley misma. Solamente que ahora es homosexual y la película adhiere a esto una importante aclaración: “pero sigue siendo el mismo”. En una escena emotiva, pero igualmente cursi al resto de la película, la mamá le dice eso: “sigues siendo el mismo”. Una mentira, una mentira que el público heterosexual consume con alivio, un paliativo más.
No, ser homosexual es ser distinto, es tener otro deseo en una sociedad capitalista enfocada a la reproducción compulsiva, con un ideal claro de familia y de futuro – la imagen de este ideal es igualmente clara y por eso poderosa: una mujer débil y bella, un hombre grueso y fuerte, una casa lujosa, el sol radiante encima de ellos, un niño y, si acaso, una niña, las mascotas y demás. Lo radical de la libertad que se puede adquirir en el coming out es poder destrozar esa imagen, hacerse a una propia, hacerse a un futuro distinto.
Ser distinto es una libertad que la sociedad no quiere permitirle a nadie (Deleuze y Guattari advierten: “No te dejarán experimentar en paz”), ya que abre la puerta para celebrar una diferencia que es el caos de las formas del ser humano, un caos que es en sí la celebración verdadera de la vida.
Simon no quiere afrontar ese dolor de sentirse desplazado, de tener que exiliarse. Simon siente la pereza de hacerse a nuevos espacios, de buscarse nuevas familias, de vivir el amor de manera distinta. Simon teme sobre todo tener que renunciar, en medio de nuestra sociedad farmacopornográfica (Paul B. Preciado), a satisfacerse sexualmente. Nuestra sociedad reduce, en su obsesión compulsiva con el sexo, el deseo de las personas a la satisfacción sexual (al orgasmo) y genital, como si se tratara de un gusto o necesidad más, algo para consumir: el deseo y sus distintas formas van más allá del orgasmo, incorporan al sujeto una identidad que perfora el corazón biopolítico de la sociedad en la que vivimos: nosotros las máquinas estériles, máquinas no-reproductivas pero incandescentes.
Para no correr con esta pena, con la prohibición del deseo sexual, tendrá el homosexual que pagar cualquier costo, así sea el de seguir jugando al juego de los otros y el de vivir su deseo tras la puerta, en silencio. Aquí aparece la otra parte, lo que se tolera en negativo, lo que se tolera fuera del campo de la vista. En la película se puede ver solamente hasta el final un acercamiento homoerótico y este es un simple y seco pico – el homoerotismo es evitado para no incomodar al público heterosexual al que está dirigido, quiere con esto garantizar la taquilla, dar a ver una película gay sin que lo gay aparezca en ningún momento. Al igual que Moonlight (2016), la película no quiere incomodar con lo obsceno y mucho menos con lo perverso. La película dice: “Simon es uno más, solo que detrás de la puerta hace lo que no queremos ver, el sexo anal, las felaciones y todo aquello que nos mancharía el hermoso cuadro que hemos construido. ¡Aceptaremos a los gays porque así podremos dormir tranquilos con nuestra consciencia, pero no dejaremos que nos incomoden con sus inmundicias! ¡No los volveremos a mandar a Ausschwitz pero no permitiremos que nuestros hijos vean sus cochinadas!”
La película retrata el estereotipo de vida de un joven cualquiera, que se diferencia claramente del homosexual amanerado, el que también hace parte de ellos. El personaje que personifica a este homosexual indeseado, al amanerado, contrasta drásticamente con el resto: él parece personificar al verdadero monstruo al que se le puede rechazar, justo aquel que no cierra ningún pacto con la heteronormatividad. La película se muestra como un momento educativo perverso, mostrar que la homosexualidad no solamente es ese amaneramiento que incomoda a la heterosexualidad y que por eso debe ser respetada, porque hay realidades que son compatibles con las de la mayoría. Es por eso que la película, más que celebrar la diversidad sexual, consuela al cómodo homofóbico en su sillón y que en tiempos de la political correctness ha comenzado a tener cargos de conciencia. La película muestra que no es malo ser homofóbico, más bien que ellos (nosotros, los otros) están dispuestos a esconder esa suciedad que tanto les incomoda.
Lo más triste de la propaganda homofóbica de la película de Love, Simon es que la comunidad homosexual ha asumido este pacto de autocensura y autodesprecio una y otra vez. Revistas como CQ o Vangardist, compañías porno como Bellami, series como Queer as folk y muchos otros productos destinados a un público gay, muestran a un homosexual normalizado, un homosexual heterosexualizado al que se le respeta por la cuota que ha pagado: hombres fuertes, ‘masculinos’, que alzan pesas, sudan y toman cerveza, etc. ¡Y hasta en las redes de dating como Grindr, el “no locas” o “no plumas” ya son clásicos en la mayoría de los perfiles! El amor viene a ser heterosexualizado también, “si es que hay amor entre ellos –parece decir una voz en off de la película– es justo aquel que conocemos, el amor normal”. La historia de amor detrás de esta película es una entre dos muchachos “normales”, uno de ellos (y para poder cumplir así con la cuota de lo políticamente correcto) es negro y judío; se trata al fin y al cabo de una pareja de dos hombres heterosexuales, y por eso su orquestada ternura al final (con ese beso insípido, estéril de todo deseo) en la que parece oírse otra vez la voz en off que dice: “sí, también los gays pueden verse bien, como dos hermosos hombres heterosexuales dándose besos, y es esto lo que toleramos”.
La película pretende entonces combatir una homofobia que sin embargo respalda y hasta refuerza con gran vigor: la compasión con el dolor de un coming out se da solamente allí donde el público heterosexual se puede reconocer como en un espejo, es decir, donde la transformación del coming out en algo distinto es abortada. Pero la verdad es otra, el deseo es plural y se le resbala de las manos a la ley que lo quiere encasillar, domesticar, naturalizar y normalizar. Aquel que sale del closet para simplemente cambiarle de sitio en la casa, recibe solamente una reducida cuota de libertad, una libertad masturbatoria, ilusoria: la libertad de creer poder escoger un futuro que tiene que ser siempre el mismo.
El ser distinto es una celebración por sí misma, un sentimiento político que es la alegría misma; es el darle rienda suelta a la diferencia, a las formas.
Al final de la película, Simon aclara que lo único que quiere es tener derecho también a una historia de amor como la de los otros, los ‘normales’. Nosotros no necesitamos esa historia de amor porque en ella nunca hemos estado. Nosotros no queremos esa historia de amor porque es una que está infectada, una misógina y excluyente, blanca. A lo queer no se le agota el repertorio amoroso en ese que siempre es el mismo, esa imagen que se repite hasta el infinito. Esa ‘historia de amor’ no es, como se nos ha vendido, la única manera de ser feliz, de tener placer, de realizar un futuro. En el futuro los caminos se multiplican, el futuro es potencialidad pura – no hay caminos sino un campo insondable para el arado. Nuestra narración es siempre otra, nuestro coming out es una caída en vacío a la libertad absoluta, un vértigo delicioso que no es la monstruosidad que nos reflejan los otros.
¿Cuál sería la historia alternativa, la versión verdaderamente queer de Simon? Yo diría que algo parecido a la de la película Freak Show (2017), una gran celebración, no de la diversidad sexual, sino de la libertad de todo ser humano.
Todo esto puede sonarnos. Hablamos de masas, de aficiones, de banderas, de naciones, de competición.
En las numerosas investigaciones sobre el festival en el ámbito anglosajón, véanse los volúmenes de Ivan Raykoff y Robert Dean Tobin (2007) o Dafni Tragaki (2013), son claras las referencias a los grandes eventos deportivos televisados como los Juegos Olímpicos o la Copa del Mundo, y aquí podemos escindir, según el artículo de Catherine Baker, a muy a grandes rasgos el mundo del deporte y en concreto el fútbol, predominantemente masculino, y del mundo de la canción o del espectáculo, en mayor medida femenino, o también, feminizado.
Si la homosexualidad en el primero aún sigue siendo un tabú en gran medida, en el segundo es más bien algo cotidiano, y si hablamos de Eurovisión es incluso lo más gay que podemos imaginarnos (si además extendemos nuestro entendimiento del concepto gay en su acepción celebratoria, perfectamente ensayado con el ‘Let’s get happy and let’s be gay’ que cantaba la alemana Lou en Riga 2003).
Por tanto, y sigan perdonando mi generalización, ¿podemos seguir pensando el certamen musical como una suerte de estadio para la visibilidad o mejor, afirmación, del colectivo LGTBI+ en esta amalgama o, si se quiere, parafernalia nacionalista en la cual la actitud hacia dicho colectivo difiere drásticamente de un país a otro? Recordemos que este año la bandera del arco iris –asidua entre el público– ha sido pixelada por la televisión china Mango TV –que hasta ahora también retransmitía el festival, después de esto ya no–, y que la televisión rusa ha mostrado ciertas reticencias (lo apunta el cantante irlandés en su cuenta oficial de Instagram) ante la apuesta irlandesa en la que dos bailarines se dan de la mano.
La cuestión ha sido muy problematizada y, como subraya Robert Dean Tobin (2007), el tema de la nacionalidad ofrece otro tipo de reconocimiento en Eurovisión, en el que la actitud hacia la bandera bajo una óptica heteropatriarcal como cetro y falo, símbolo de conquista y propiedad, privilegio “ya dado” desde el nacimiento, se desacraliza invitando a que cualquiera pueda identificarse con los colores de la canción que más le atraiga, y que esa bandera también acoja a ciertas minorías: recordemos que Israel ganó en 1998 con una cantante transexual, Dana International, mancillando para los ortodoxos la imagen de su país porque ella, por tanto, también formaba parte de ese cuerpo, de ese cuerpo que es Israel.
De hecho, caprichos de historia, esta cuestión vuelve a actualizarse con la victoria de este año…
Lo que acabo de comentar puede y de hecho debe ser rebatido. Este tipo de propuestas LGTBI+ friendly, en un principio bienintencionadas suelen centrarse en los constantes alegatos al amor más allá de la cuestión sexual para dulcificar esta actitud de supuesta apertura hacia el colectivo (también habría que revisarse eso de “colectivo”), que recientemente ha tomado el nombre de Pinkwashing, para encubrir otros asuntos o lavar la imagen de un determinado, en este caso, país.
O mejor, para lavar determinada imagen de un país que la cadena de televisión pública de ese país desea mostrar, como apunta la investigadora Mari Pajala (Fricker y Glhuhovic 2013). De hecho el propio cantante irlandés Ryan O’Shaughnessy continúa la cantinela: «Love is love». Y el propio Dr. Frank-Dieter Freiling, jefe del Reference Group de la UER, en la citada conferencia –Eurovisions: Perspectives from the Social Sciences, Humanities and the Arts–, después de desdeñar los aspectos “geopolíticos” del festival que el resto de comentaristas amablemente se disponía a dialogar, mantuvo: “Love for everyone is the most political message you can do”. El debate queda, por tanto, abierto.
Y sobre todo debido a la previsible victoria este 2018 de la ahora acortada Netta (antes, en su país, Netta Barzilai) con su más escueto aún Toy.
Con una estética kitsch, tanto en la escenografía, la coreografía y el vestuario (rescatando, de hecho, la moda de los Maneki-neko, los gatos japoneses de la suerte), esta mujer que para los cánones de las super estrellas del pop, aun podíamos definir como no normativa, comienza su canción con un “Look at me I am a beautiful creature”, para proferir una suerte de mensaje pseudo feminista que tan en boga se encuentra en estos tiempos pero que termina siendo un arma de doble filo, tratándose más que de una reivindicación, de una tapadera mientras el ejército israelí perpetra una de las mayores masacres en la franja de Gaza desde la crisis de 2014.
Sin entrar demasiado en este debate, ampliamente abordado, esta canción es, junto con otras como la de Chipre, con título en castellano, Fuego, o las del Reino Unido, República Checa, una suerte de llamada tal vez más a la fiesta que a la reflexión o la introspección como vimos con Sobral y otras tantas el año pasado o con Jamala (acerca del tema de la deportación de los tártaros de Crimea) en 2016. O como bien pudiera haberlo sido otra de las favoritas, Francia, que con el tema Mercy (finalmente quedó en un discreto puesto 13) abordaba seriamente la cuestión de los refugiados, sin caer en la condescendencia al uso de las canciones pacifistas que tanto abundan en el certamen.
La paradoja es que a pesar de ser este, el de Lisboa, un escenario relativamente austero y que prometía volver a la música como tal, las canciones divertidas, superproducciones en inglés y abarrotadas de efectos especiales, han vuelto a encandilar a los eurofans, si bien tratan de justificarse con el empoderamiento de la mujer o el bulling bla bla bla, mientras que las más “serias” o menos “espectaculares” han quedado en los últimos lugares (como por ejemplo, la portuguesa Claudia Pascoal). ¿Estamos en un momento de hartazgo de temas reivindicativos o sentimentales y ya solo nos queda la fiesta?
“I am not your toy, you stupid boy”, sentencia Netta.
Mientras que en España seguimos cerrando heridas con Amaia y Alfred (que no han vuelto a pronunciarse sobre el tema), la fiesta el año que viene previsiblemente será en Jerusalén, “there is nothing like an israelí party”, vuelve a decir la polémica ganadora de nuevo en la rueda de prensa.
Si el eslogan de este año ha sido el polémico All aboard! inspirado en el cuestionable maravilloso pasado marítimo del Imperio Portugués (aquí una de sus candidaturas míticas, la de 1989, acerca del tema, titulada «Conquistador»), ¿a qué concepto recurrirá el estado de Israel en un momento tan crítico tras el reconocimiento por Estados Unidos de Jerusalén como la capital de Israel?
Eurovisión es presumiblemente un concurso de canciones en el que todo contenido político tanto en sus letras como en sus melodías o vestuarios es condenado… o eso dicen las reglas.
Pero la sola creación del certamen en 1956 fue una operación política diseñada para crear una ficción de cooperación, como sugiere Paul Jordan (uno de los principales investigadores al respecto), entre las principales potencias de Europa Occidental, dando una imagen de estabilidad en un mundo escindido en bloques, por lo tanto encontramos aquí que se trata de una estabilidad situada, con su posterior impacto e incluso réplica en la URSS (el festival de Intervisión). Conscientes del potencial venidero de las producciones simbólicas que posteriormente devendría en la manida sociedad del espectáculo que el citadísimo Debord criticaría, el festival podría ser así una herramienta de intervención y divulgación o promoción política, por tanto de poder (véase el documental ’60 years of Eurovision’).
Ya desde el diseño, es importante recalcar la estilización de su logo, EUROVISION, en el que la V forma un corazón cuyo perímetro acoge a la bandera del país organizador (“Erovision is about peace and love”, decía el presentador danés en 2014 frente a los abucheos a Rusia), trata de suavizar la situación, y así banderas e incluso personas de territorios tan en disputa como Azerbaiyán y Armenia, o Georgia y Rusia, asiduos concursantes, llegan a convivir en un mismo espacio, en un mismo ondear, propiciando momentos que solo este festival puede recrear, como el acercamiento cariñoso entre la maestra de ceremonias, la ¿drag queen? Conchita Wurst y la concursante rusa Polina Gagarina en la Green Room de Viena 2015 mientras de fondo ondeaba la bandera rusa: imagen que en principio no podría ser retransmitida en dicha televisión (recordemos las leyes de anti propaganda homosexual). O en la rueda de prensa del israelí Nadav Guedj, ese mismo 2015, cuando un periodista libanés se le acercó rompiendo los protocolos y se fundieron en un gran abrazo mientras no cesaban los selfies de todo el equipo junto a una verdadera cópula de ambas banderas –y eso que tan solo diez años antes la televisión libanesa, en su esperado debut en el festival, intentó vetar la candidatura israelí al no retransmitirla (quería poner en el lugar de la actuación israelí un anuncio publicitario).
Pero el Festival hoy, a pesar de los esfuerzos de cada año de crear un escenario distinto, lo cierto es que no difiere mucho anualmente ya que la acogida de unas cuarenta delegaciones de cuarenta países concursando en una misma ciudad en una retransmisión global supone una estandarización de las condiciones -apunta Catherine Baker- en que estas han de concursar. El escenario se homologa y ha de tener una capacidad mínima de 15000 personas, con lo que a menudo solo grandes estadios (de fútbol o patinaje, pabellones de antiguas Expos, centros de convenciones) pueden acogerlo. Además, la ciudad ha de cumplir con unos requisitos en la zona colindante para blindar la seguridad de tantos miles de asistentes. También ha de estar bien comunicada y disponer de capacidad hotelera suficiente, no como ocurrió en la sede propuesta por el empresario millonario Noel C. Duggan, Millstreet, en 1993, un pequeño pueblo irlandés de 1500 habitantes.
Como venimos diciendo, llevar a embajadores de prácticamente toda Europa, parte de Eurasia y Australia a un mismo espacio con sus banderas, es problemático.
Pero en su larga historia, la imagen mítica del gran estadio con eurofans agitando sus colores es algo relativamente reciente (tal vez fuera Tallin 2002 la sede que mejor inaugurara la interferencia entre banderas y escenario). Si bien el festival comienza en 1956 como un serio ejercicio diplomático, poco a poco los cambios sociales, políticos y económicos irán remodelando el número y los países participantes, así como el sistema de votación, y por supuesto los estilos de música, acogiendo el pop, apunta Gad Yair, así como una gran variedad de propuestas en la actualidad. Desde la supresión de la orquesta en 1998 y la expansión del festival a los países que formaban parte de las recién extintas Yugoslavia y la URSS, el festival tenía que creció y los encantadores teatros tuvieron que dar paso a estas inmensas arenas, y Eurovisión por tanto comienza a verse de pie.
Será ahí, en esa incorporación en la que el frenesí de la bandera se imponga, arruinando la atmósfera intimista de muchas actuaciones, donde hayamos nuestro punto de inflexión. E incluso la bandera, aunque solo puntualmente, traspasará el público siendo la candidatura israelí del año 2000, la de los malogrados Ping Pong (aquí un documental sobre la banda), la primera en ondearla dentro de la actuación, siendo precisamente la bandera siria, en un alegato al amor más allá de las fronteras, la primera en ondearse explícitamente dentro de una actuación. Solo después, en 2009, llegaría Svetlana Loboda al escenario de Moscú con una escenografía prácticamente bélica cuya batería era custodiada por dos gigantescas banderas ucranianas.
Los Ping Pong fueron amonestados por la delegación israelí: “Se están representando a ellos mismos”, afirmó el jefe de delegación. Pero hay más casos. Recientemente, en 2016 la cantante Iveta Mukuchyan, mientras estaba en la Green Room durante la semifinal, aprovechando un primer plano de la cámara, ondeó orgullosa la bandera de la región de Nagorno Karabaj, muy similar a la de Armenia, territorio en disputa con Azerbaiyán desde la caída de la URSS. También se la penalizó. Ese mismo año se publicó una relación de banderas prohibidas entre las que figuraba la Ikurriña, que de hecho aparecía junto a la de Estado Islámico.
Tras la rectificación por parte de la organización del certamen, ese año en Suecia, este 2018 sin embargo la polémica ha sido más ambigua ya que aunque no se ha publicado el documento de banderas prohibidas, los colores del País Vasco vuelven a estar vetados.
Haciendo cola para entrar al ensayo de la gran final junto a unos amigos vascos, les prohibieron entrar con la Ikurriña, al igual que unos catalanes nos comentaron que no les dejaron llevar la Señera, provocando nuestro enfado así como el de muchos más compañeros españoles que asistieron inesperadamente a la situación. Había que dejarla en la taquilla, pero la diferencia con el año 2016 es que aún la organización portuguesa no se ha pronunciado, pese a las reclamaciones y a que algunos medios se han hecho eco de la noticia.
No olvidemos que la representante Amaia es navarra, y Alfred catalán.
El sueño de Salvador Sobral (no más fuegos artificiales)
Tras la insólita victoria el año pasado de Portugal en Kiev con Salvador Sobral, con un tema de corte jazz (además en portugués, siendo la primera canción ganadora en 10 años cuya letra no es interpretada en inglés) y desprovisto de cualquier realización efectista, el cantante en su proclamación final lanzó una muy acertada diatriba en contra de lo que consideraba el exceso de «fuegos artificiales» en el histórico concurso de la canción.
No obstante, estamos hablando de un certamen televisivo en el que cualquier realización, incluso por su pobreza, significa, bien estetice, entretenga, incluso llegue a atosigar de ruido visual o contribuya a dialogar –más o menos paralemente– con el concepto de la actuación retransmitida. Este asunto es importante porque el trabajo de cámara de su actuación también sumó al éxito de Amar pelos dois, ya que una cámara alternaba primeros planos con planos conjunto que giraban sobre el cuerpo del cantante aportando un momento de intimidad compartida pero a la vez fragilidad –se rodeaba el cuerpo, en este caso un cuerpo enfermo, pero no se le llegaba a rozar, y de hecho él jamás miró a la cámara, ¿a propósito?–, y un fundido en negro final anunciaba el último estribillo a modo de colofón. Además, las pantallas LED mostraban un paisaje forestal en el que la luz iba filtrándose con delicadeza entre los árboles, generando una narración en torno a su actuación.
Este año, tras su alegato, se ha prescindido de las pantallas LED y el escenario de Lisboa, en principio uno de los más «eco-sostenibles» de la década, no ha incluido este recurso del que tanto se abusó en 2017 cuando la mayoría de artistas sufrieron de una henchida megalomanía al martirizarnos con su apariencia doble: una, interpretando la canción, y otra, representados al fondo a menudo envueltos en brisas celestiales (el australiano Isaiah Firebrace, la maltesa Claudia Faniello, el montenegrino Slavko Kalezic y, por supuesto, el motivado israelí Imri Ziv). Es la primera vez que ocurre esta decisión, por tanto, desde Oslo 2010, escenario que supuso todo un reto al prescindir de un apoyo tan socorrido pero que apenas llegó a obtener el aprobado (justamente ese mismo año también se coló un espontáneo en una actuación).
¿Un escenario poco efectista? ¡Pues alquilemos un proyector!
Bien, desde principios de los 2000, con la creciente sofisticación de los espectáculos audiovisuales y, por qué no, la americanización del mundo, el añejo escenario de Eurovisión (pensemos en los solemnes teatros donde el festival se celebraba hasta los noventa) ha ido tomando nota y aspirando al videoclip en vivo (el pionero Paul Oskar inauguró aisladamente esta tendencia en 1997 por Islandia) que los distintos elementos técnicos y visuales puedan aportar. Los avances tecnológicos han ido dando testimonio de este crecimiento en los siguientes años, sobre todo desde la estandarización de la pantalla panorámica y el HD (Eurovisión 2005).
Al suprimir un recurso tan útil como el de una pantalla de fondo, que fácilmente consigue favorecer una determinada atmósfera, muchas actuaciones han tenido que jugar en este año con la iluminación para proporcionar un ambiente único que las diferencie. Pero las direcciones de arte de cada delegación han caído en los clichés de siempre. Y es que desmarcarse de entre otros cuarenta y dos competidores haciendo también un pop al uso y a menudo en inglés es un reto. Así, las delegaciones que no han podido soportarlo –y que han “querido” permitírselo– han traído sus propias proyecciones (como ha hecho la delegación de Estonia a pesar de la enorme inversión), su video mapping (véase el sentido Michael Schulte, de Alemania), sus escenografías con elementos como maniquís, puertas, estructuras lumínicas complejamente computarizadas, pianos que son ataúdes y que luego arden o demás instrumentos que no suenan, y las han arrojado al escenario para no arriesgarse, en definitiva, con el marco dado: con lo que había.
La delegación azerí trajo unas plataformas triangulares ligeramente empinadas sobre las que la propia Aisel ascendía y descendía descalza, la citada Saara Alto se subía a un rocambolesco altillo con escaleras a ambos lados que terminaba en una especie de estrella que rodaba sobre sí y a la cual se encaramaba, provocando la emoción de los eurofans más impresionables.
La cantante estonia, Elina Nechayeva, a unos dos metros del suelo, llevaba un vestido cuya gigante falda-expandida llegaba a cubrir todo el escenario circular y se iluminaba con unas proyecciones que acompasaban a la canción con sugerentes formas y colores. Debajo de la falda una plataforma que la elevaba, pero como esta tardaba en volver a su posición, la cantante, ya entre bambalinas, tenía que dar un gran salto para salir corriendo de ella y dejar paso a la siguiente actuación mientras unos quince trabajadores apresuradamente recogían su falda.
Y debido a que solo hay 40 segundos de cortinilla, hemos de recalcar, este momento es así aprovechado para retransmitir lo que llaman la “postal” del país que va a continuación: un breve clip introductorio. Otro ejemplo, Alekseev, el bielorruso, también ascendía a los cielos, e incluso tembloroso daba una rosa al cámara para que acto seguido la relevaba a la bailarina vestida de rojo en una suerte de sentida interacción.
Podemos seguir así, en un sinfín de escenografías complejas, ingeniosas, costosas. E incluso remontarnos a la historia de las mismas, tal vez para otro momento, cuyo punto álgido corre parejo a lo que acabo de comentar acerca de los avances en la tecnología audiovisual cuya edad de oro situaríamos a partir de 2003, cuando la esperada victoria de Turquía inició un cambio fundamental en el aprovechamiento de los recursos escenográficos del plató.
La primera colaboración entre el compositor George Benjamin y el dramaturgo Martin Crimp se remonta al año 2005, cuando se empezó a gestar la ópera de cámara Into the Little Hill. Para su segunda ópera, Benjamin repitió colaborador y surgió Written on Skin, una obra maestra y una de las óperas más exitosas de nuestro tiempo, que a España (Barcelona y Madrid) llegó en versión concierto hace un par de temporadas. En Londres se programó dos veces en cuatro años, una hazaña tratándose de una obra contemporánea y, en vista del éxito, la Royal Opera House decidió encargarles un nuevo trabajo que se acaba de estrenar: Lessons in Love and Violence. Esta vez ni el Real ni el Liceu han querido conformarse con una función en versión concierto y son dos de los seis teatros que coproducen el montaje dirigido por Katie Mitchell. La nueva ópera se podrá ver en España la primavera del 2021, pero en Cultural Resuena no hemos querido esperar y hemos viajado a Londres para contároslo.
La obra
Igual que en sus dos anteriores colaboraciones, Crimp y Benjamin han escogido una historia medieval para representarla desde una perspectiva contemporánea. El argumento sigue las líneas generales de la obra histórica Edward II, de Christopher Marlowe, pero introduce modificaciones relevantes que, además de condensar la acción, le otorgan mayor fuerza dramática y vigencia. La ópera empieza con los reproches de Mortimer, el utilitario consejero real, quien considera excesivos los derroches que el rey consiente a su amante Gaveston, que se deleita con caros espectáculos musicales mientras los súbditos mueren de hambre. Gaveston responde exigiendo al rey que despoje a Mortimer de sus títulos y posesiones. Al principio el rey se niega, pero acaba aceptando cuando Mortimer no es capaz de disimular el disgusto que siente por su relación homosexual con Gaveston. Más tarde Mortimer logra convencer a Isabel, la esposa del rey, de la necesidad de asesinar a Gaveston por el bien del reino. Ante un rey deprimido por la muerte de su amante y políticamente debilitado, Isabel se marcha con su hijo a vivir con Mortimer, ahora convertido en su amante. Ambos educan al joven heredero para que sea su títere y sustituya a su padre, sometiéndole a crueles lecciones dignas de Maquiavelo que muestran al joven la cruda visión que tiene Mortimer de la política y la justicia. Este logra que el rey abdique en favor de su hijo, tras lo cual manda asesinarle. La ópera acaba con el nuevo rey ofreciendo un macabro espectáculo a su madre y al resto de la corte: la ejecución de Mortimer, de quien ha aprendido perfectamente las lecciones.
El rey (Stéphane Degout, izquierda) en un encuentro íntimo con su amante Gaveston (Gyula Orendt, derecha). La hija del rey (Ocean Barrington-Cook) los observa de cerca como si fuera invisible. Foto: Stephen Cummiskey.
Si en Written on Skin la música era estática y contemplativa -como si emanara de las iluminaciones realizadas por el protagonista-, en Lessons in Love and Violence adquiere un ritmo más ágil, acorde con la trama, trepidante y condensada. Lo que sí tienen en común ambas óperas -tanto en lo que se refiere a la música como al texto- es la capacidad de absorber por completo la atención del espectador durante la poco más de hora y media que dura cada una. El lenguaje sugerentemente distante de Crimp encuentra el complemento necesario en la música de Benjamin, que con su dominio de la orquestación crea la atmósfera adecuada a cada momento y amplia la perspectiva con la dimensión adicional que proporciona la música. Pocos compositores actuales escriben tan bien para las voces como él, combinándolas entre ellas y con la orquesta con suma pericia y logrando algo tan esencial en teoría como raro en la práctica: que se entienda el texto en todo momento. Sus expresivas líneas vocales describen las emociones -y las intenciones- que se esconden detrás de cada palabra y definen el carácter de cada personaje. En definitiva, Lessons in Love and Violence es un ejemplo perfecto de ópera en su estado más puro: la unión de teatro y música en la que ambos lenguajes interaccionan y se complementan para lograr un nivel de expresión superior.
El montaje
A pesar de que su trabajo empieza cuando el de Crimp y Benjamin ya ha acabado, la directora Katie Mitchell es un miembro más del equipo creador original. Igual que sucedió con Written on Skin, su propuesta escénica encaja tan bien con el espíritu del texto y de la música que puede considerarse tan definitiva como estos. El diseño de Vicki Mortimer sitúa la acción a nuestros días, siguiendo la intención de los autores -que en la ópera dejan al rey sin nombre- de reflejar la universalidad de unos mecanismos de poder que nos escandalizan si los leemos en una crónica histórica pero que no siempre somos capaces de detectar en nuestra sociedad actual. La acción tiene lugar en un único espacio -presumiblemente el dormitorio real- del que se nos muestran tres de sus paredes, y en cada cambio de escena rota 90 grados, mostrándonos todas las vistas posibles de la sala. Una gran cama preside constantemente el espacio, mientras que en las paredes aparecen, según la escena, una estantería con trofeos, una pecera (virtual) y tres cuadros del pintor irlandés Francis Bacon mostrando a su amante, George Dyer. El poder simbólico de este espacio tan pequeño es enorme, con algunos detalles evidentes, como la corona que los personajes pasean por la habitación encerrada en una vitrina, la referencia a la relación homosexual del rey en las pinturas de Bacon o la omnipresente cama que nos recuerda que el poder también se ejerce a través de las relaciones sentimentales o carnales. Otros son más especulativos, como el paralelismo entre los peces y los personajes, confinados en su caso en una doble pecera: el escenario y la corte, con sus relaciones de poder que les atrapan y condicionan. La exhibición de los peces también invita a reflexionar sobre la frontera entre la vida pública y la privada. Mitchell insiste sobre ello desde la primera escena, cuando Mortimer discutie con el rey mientras este se viste delante de su séquito, y la presencia de la cama sigue recordándolo durante el resto de la ópera.
Pero el gran mérito de Mitchell es la fuerza, visual y dramática, con la que realza la violencia de la trama, ya sea cuando una resentida viuda -que fue despojada de sus tierras para beneficio de Gaveston- arroja las cenizas de su difunto hijo a la cama real, o cuando Mortimer estrangula a un pobre loco usando la comba de la hija del rey. Precisamente los hijos del rey juegan un papel clave en toda la puesta en escena, estando físicamente presentes durante encuentros privados entre otros personajes, como las reuniones amorosas entre Gaveston y el rey o Mortimer y la Reina, lo que pone de manifiesto que, por muchas precauciones que se tomen, lo privado acaba siendo siempre público. Y ello es importante para entender la sublevación final del joven rey que, sabedor de sus intrigas, no se deja dominar por Mortimer e Isabel.
Mitchell deja para el final -cuando Isabel es obligada por su hijo a presenciar la ejecución de Mortimer- la imagen probablemente más impactante de toda la obra: la hija de Isabel -todavía una niña- levanta decidida su brazo, apuntando a Mortimer con una pistola. El telón cae justo antes del disparo y la ópera nos deja con la duda de qué uso hara el nuevo rey de las lecciones recibidas.
Mortimer (Peter Hoare) a punto de ser ejecutado por la hija del rey e Isabel (Ocean Barrington-Cook). Foto: Stephen Cummiskey.
El equipo vocal
Una de las claves del éxito de Lessons in Love and Violence ha sido contar con un equipo de intérpretes seleccionados previamente, para los que Benjamin ha escrito su partitura a medida. El gran reclamo era Barbara Hannigan, la extraordinaria soprano (y directora de orquesta) que cautiva con cada una de sus creaciones por su fuerza interpretativa y su técnica prodigiosa. No decepcionó en esta ocasión en el complejo papel de Isabel, una suerte de Gertrudis shakesperiana modernizada, que participa voluntaria y conscientemente en las intrigas de Mortimer. Hannigan supo canalizar la ambigüedad del texto para dotar a un personaje contradictorio, que acaba siendo víctima de sus propias conspiraciones, de un trasfondo moral creíble, conviertiéndola, en definitiva, en un personaje humano y real.
Isabel (Barbara Hannigan) intenta recuperar el afecto del rey (Stéphane Degout), mientras este sigue obsesionado releyendo la carta en la que se relata la ejecución de su amante Gaveston. Foto: Stephen Cummiskey.
El barítono Stéphane Degout estuvo inmenso como Rey, tanto por su bella y noble voz como por su actuación. A diferencia de Isabel, el rey no sufre una evolución moral durante la obra, sus intenciones y su actitud son siempre las mismas. Pero sí que sufre una importante evolución emocional que Degout transmite magistralmente. La rotunda autoridad mostrada en la primera escena se fue desmoronando paulatinamente después de la muerte de Gaveston, hasta la escena de la abdicación, en la que la fragilidad mostrada movía irremediablemente a la compasión. El también barítono Gyula Orendt fue el encargado de dar vida al personaje más ambiguo, inquietante y misterioso, el amante real Gaveston, al que algunos súbditos toman incluso por mago. La suya fue una verdadera proeza interpretativa: su fraseo fue capaz de expresar la ambivalencia del personaje, resultando a la vez orgulloso y sensible, violento y sensual, o amenazador y tierno, según la ocasión. Otro tipo de ambigüedad, no intrínseca sino simulada, es la que tuvo que representar el tenor Peter Hoare en el papel del frío y calculador Mortimer. El consejero real se muestra inicialmente como un personaje íntegro, responsable y práctico, pero a lo largo de la ópera su ambición y crueldad salen a la luz, así como los métodos de dudosa ética que usa para salirse con la suya. Hoare nos “engañó” con su convincente interpretación y logró también revestir con algo de humanidad a tan antipático personaje. El último gran rol, a cargo del tenor Samuel Boden, es el hijo del rey. Aunque sea por la fuerza, él es el estudiante más aplicado de las “lecciones de amor y violencia” que se suceden a lo largo de la obra y que le revelan los horribles mecanismos del poder (¿qué son amor y violencia, sino formas de someter?). Observador inocente junto a su hermana (papel mudo elocuentemente interpretado por la actriz Ocean Barrington-Cook) durante la mayor parte de la ópera, protagoniza el golpe de efecto final al imponerse sobre los que pretendían usarle para gobernar, vengando así la muerte de su padre, pero legitimando y perpetuando a la vez las lecciones de Mortimer. Su breve papel debe reflejar esta maduración forzada y crucial. La tesitura aguda que le asigna Benjamin junto con el timbre claro y sincero de Boden simbolizaban la inocencia y la pureza iniciales del joven, a la vez que creaban unas expectativas que reforzaban el impacto y la sorpresa del giro final. Jennifer France, Krisztuna Szabó y Andri Björn Róbertsson completaron el reparto en una serie de pequeños roles impecablemente interpretados.
Mortimer (Peter Hoare) obliga al hijo del rey (Samuel Boden) a mirar como ejecutan a un loco que pretendía ser el heredero al trono. Foto: Stephen Cummiskey.
Paradojas de nuestro tiempo
Lessons in Love and Violence ha sido unánimemente bien recibida por el público, así como por la prensa. Sin embargo, algunos críticos han apuntado a la repetición de algunos recursos utilizados en las dos anteriores óperas de Benjamin y Crimp como un defecto. Es cierto que hay una clara continuidad estilística y que ello reduce el efecto sorpresa que uno desearía siempre que asiste a un estreno, pero no deja de ser curioso que en un mundo tan conservador como el de la ópera se critique como defecto algo que en las óperas de Verdi, Donizetti y tantos otros se considera una virtud. Conseguir un estilo propio es algo que lleva mucho tiempo, y eso es incompatible con la exigencia constante de renovación y originalidad de algunos críticos. Personalmente deseo que el binomio Crimp-Benjamin nos traiga nuevas óperas en el futuro, y tanto si optan por renovar su estilo o por consolidarlo, seguro que será una experiencia intensa, absorbente y, sobretodo, reveladora.