Marzo se cerraba en Berlín con un comienzo de primavera algo ficticio, pues no acaba de llegar en términos de temperaturas y días soleados, y una nueva edición de los Festtage de la Staatsoper, que este año tienen lugar del 24 de marzo al 2 de abril. Tuvo entre uno de sus platos fuertes el concierto del 29 de marzo dedicado a Debussy, en el que se interpretaron dos rara avis del repertorio del compositor francés: la Fantasía para piano y orquesta y Le martyre de San Sébastien por Staatskapelle Berlin, bajo la batuta de Daniel Barenboim en la Berliner Philharmoniker.
La Fantasia, aunque fue compuesta entre 1889 y 1890, nunca fue estrenada en vida del compositor, sino justo un año después de su muerte. A día de hoy, sigue siendo excepcional escucharla. Incluso la solista, Marta Argerich, era la primera vez que la tocaba. Así que aplaudo la valentía de desafiar al canon (aunque aún queda mucho por hacer), como hizo el propio Debussy con su música. Y especialmente en esta obra. Aunque sigue los tres movimientos habituales del concierto, el tratamiento de los temas y la forma no es se corresponde con lo que se espera de él. Un tema casi infantil abre el concierto, con un excelente solo en el oboe y la flauta. La calidez y buen gusto del viento madera será un elemento constante en el concierto, a diferencia de otras secciones, aunque no necesariamente por un problema de los músicos, sino por falta de ensayos. No estaba claro el criterio en la dirección de frases, ni del vibrato (exageradísimo en el solo de violín del segundo movimiento, especialmente cuando luego pasa al resto de voces solistas), ni había complicidad entre secciones que tenían que retomar o concluir algún fragmento (como por ejemplo, los descoordinados finales del arpa con respecto al piano en términos de dirección melódica). En general, la obra estuvo correctamente interpretada, algo insuficiente cuando se tiene frente a los oídos una orquesta de la categoría de la Staatskapelle. Había poco cuidado en la creación de atmósferas y exploración del color y capas sonoras, que se manifiesta como fundamental en la música del compositor francés. Se interpretó como si fuese un concierto romántico más, o incluso peor, como uno de Rachmaninov, con esa tendencia facilona a lo gustoso. Lo único que salvó plenamente es el comienzo del concierto gracias al buenhacer del viento madera, como ya he dicho, y el del segundo movimiento, que tocó con la punta de los dedos lo que parece que la música de Debussy esconde, que es, entre otras cosas -no lo olvidemos- una anticipación a los cambios fundamentales en la música en el siglo XX. El aplauso iba a llegar de todas maneras, pero orquestas de este nivel no deben contentarse solo con eso: justamente el gran nivel técnico debería estar al servicio de buscar algo más que un concierto «bonito». Algo de la mala conciencia por un concierto bonito vino en la propina, que consistió en una interpretación entre Barenboim y Argerich de «Pour L’égyptienne», de Épigraphes antiques. Es una pieza que expone, como pocas hasta la fecha, el problema de lo estático en la música: y ese fue el núcleo de la interpretación. Un regalo que volvía a reconciliarnos con el Debussy más transgresor.
La segunda parte fue una versión reducida de Le martyre de San Sébastien Maria Furtwängler (nieta del director de orquesta) como narradora y a Anna Prohaska, Anna Lapkovskaja y Marianne Crebassa como solistas. Sucedió, como se pueden imaginar, algo similar a lo que había pasado en la Fantasía: poco trabajo de fondo sobre la obra, pero con un agravante, a saber, la intervención poco afortunada de una muy mala noche del coro de la Staatsoper. Vibrato descontrolado, inseguridad en las entradas, incomodidad ante el efecto de coro spezzatto que construye Debussy. También las intervenciones de Anna Lapkovskaja y Marianne Crebassa fueon algo modestas. A mi juicio -no me cansaré de decirlo- con un exceso de vibrato que empañaba el trabajo a dúo. Sin embargo, hubo momentos brillantes, como el fragmento «Il Est Mort», de gran inestabilidad armónica y difícil ejecución en términos de tensión; así como las intervenciones, desde fuera del escenario, de Anna Prohaska. También salvo los tímidos intentos de construcción tímbrica entre los vientos, que quizá protagonizan las partes más delicadas armónicamente. El viento madera y metal, y especial el oboe, la flauta y el contrafagot solista estuvieron excelentes.
El gran regalo de la noche fue la excelente interpretación de Maria Furtwängler, que llevó sobre sus hombros buena parte de la tensión y peso narrativo de la obra pese a tener que hablar en francés, que no es su lengua materna. También eso fue sobresaliente: su dicción fue de lo más convincente y no empañó en absoluto el contenido. Su coordinación con la parte instrumental fue excepcional y la orquesta supo reaccionar al potencial interpretativo que Furtwängler puso sobre el escenario. Lo he dicho en otros textos: creo que es imposible seguir el ritmo de Barenboim y dar buenos conciertos. No hay tiempo para estudiar ni para tomarse en serio que la música es otra cosa que sumar conciertos y giras. Pienso en la versión de Abbado de 2003 (sin narrador) en el Festival de Lucerna y es que parece casi otra obra.
Así que Furtwängler fue, a mi juicio, la verdadera directora del conjunto, pues fue ella la que marcó las líneas de fuego de la obra y se hizo cargo de sus intensidades.
Claro que fue un buen concierto, pese a mis letras críticas. Claro que son obras con pocos referentes, que es una valentía enfrentarse a ellas. Pero no bastan solo las buenas intenciones. Quizá este tipo de conciertos a medio gas deberían servir para preguntarnos cuál es el sentido de seguir haciendo conciertos hoy, que tenemos acceso a todo tipo de plataformas con excelentes versiones de todo. No se trata de crear fuegos de artificio para convencer, sino de no quedarse en la superficie de las obras. La fama ya está hecha, ahora hay que legitimarla. Si no, a la luz de la media de edad presente en los conciertos de música clásica, en menos de medio siglo quedará poco público que esté dispuesto a pagar por conciertos que no ofrezcan algo más, donde interpretar obras de autores muertos signifique darle vida cada vez a sus esquinas secretas, y no tocar de forma intachable pero sin aliento unas notas escritas en un papel petrificado.
Vivimos en una sociedad que premia en grado sumo la originalidad. Para nosotros, herederos de la tradición romántica del siglo XIX, un artista, entre sus características ha de lucir siempre la originalidad como característica fundamental. Ahora bien, ¿realmente sabemos lo que queremos definir con original? Si hacemos el clásico ejercicio de acudir al diccionario de la RAE, este aporta 9 posibles definiciones del término, pero, en su segunda entrada dice textualmente: “Dicho de una obra científica, artística, literaria o de cualquier otro género: Que resulta de la inventiva de su autor”. Como siempre, estas definiciones aportan todo y nada, son demasiado generales, pero lo que es cierto es que, como ya he apuntado, nosotros somos herederos de una tradición que concibe la obra de arte como algo creado por su autor en un acto casi de revelación, y no como el resultado de un trabajo realizado por el mismo personaje. Bajo esta mirada, el artista es un mero trasmisor de un mensaje de otras dimensiones, dijéramos superiores.
Un artista que se precie bajo esta óptica, dicho de una manera coloquial, tiene conexión directa con la divinidad, que generosamente derrama sobre él sus dones en forma de obras siempre, nuevas y, muy importante, siempre originales. De no ser así, habría que desconfiar de esa alta instancia que trasmite dones ya toqueteados, o de segunda mano, sobre todo porque, a ver quien es el guapo que va y reclama.
Imaginar a J.S.Bach reutilizando música propia o de algún otro autor nos parece absolutamente imposible, y queridos amigos, esto era una práctica muy frecuente no solo en la época que nos ocupa, si no que venía de antiguo, como algo absolutamente normal. La llamada técnica del pasticcio o de la parodia, era algo absolutamente habitual en la práctica musical del momento. Bach tiene en su catálogo frecuentes reutilizaciones de música propia ya compuesta y que readapta para nuevas obras, pero no solo esto, podemos encontrar varios ejemplos de obras de Vivaldi o Pergolesi, que, a manera de estudio, Bach o bien modifica en su orquestación, o coloca un nuevo texto que redimensiona la obra original.
Händel mismo, también junto con otros autores, en medio de la vorágine compositiva en la que se producían las óperas en ese momento, reutilizaba músicas propias o ajenas, para una nueva producción y ello no ofendía a nadie, incluso, podía llegar a ser honroso el que otro músico considerara tu obra lo suficientemente buena, como para a partir de ella, crear una nueva. Nadie se rasgaba las vestiduras, la musa en cuestión aquí, repartía si me permite, más bien oficio y muchas horas de trabajo, que inspiración revelada.
Ahora bien, cuando Bach acude a esta técnica lo hace de una manera muy particular. Siguiendo la tradición luterana, hace toda una exégesis del nuevo texto utilizado, y hace encarnar en las nuevas palabras la música ya compuesta. No se trata solo de adaptar la letra a la música, sino algo mucho más elaborado; se trata de lograr que la música ya existente, sea verdaderamente el medio por el cual ese texto cobre fuerza y trasmita de manera aun más poderosa su mensaje.
Cuando en la pascua de 1731 presentó en Leipzig su Pasión según San Marcos, la obra estaba escrita reutilizando materiales de otras obras ya compuestas por él mismo. Lamentablemente, no contamos con el manuscrito original del maestro y por poco perdemos también el libreto que utilizó; pero sabemos que, en principio, echó mano, por ejemplo, de la Oda fúnebre BWV 198 y que muy probablemente también utilizara música extraída de sus dos conocidas pasiones. Hay que entender que Bach, en ese momento creativo, está ya de vuelta de muchas cosas: ha creado ya casi la totalidad de sus cantatas y las dos pasiones que nos han llegado, así que, como músico, se abre al estudio y revisión de su propia producción y la de otros maestros. Y en este espíritu, escribe no solo la mencionada pasión según San Marcos, sino varias misas luteranas e incluso el Oratorio de Navidad que contiene un buen numero de pasajes ya existentes en sus siclos de cantatas. A los fieles que asistían a los oficios en cualquiera de las iglesias donde Bach actuara, les daba exactamente igual de quien era la música, era algo que ni se planteaban; esas disquisiciones solo nos afligen a nosotros, que buscamos la originalidad desde luego.
El pasado 22 de marzo en el Auditori de Barcelona, el maestro Jordi Savall presentó su versión de la mencionada pasión, y aquí es muy importante mencionar, que es una versión posible y muy autorizada de la obra, pero que no es la única, ni mucho menos la definitiva. Existen por lo menos otras seis versiones más posibles, destacando mucho la que Ton Koopman presentó en 1999 y que se apoya en fuentes musicales totalmente diferentes a las que acuden el resto de las versiones, incluida la presentanda por Savall.
Lo cierto es que, mientras no encontremos el autógrafo original, esta obra será siempre un pasticcio de la obra original, cosa que al mismo Bach no le hubiera molestado, en tanto que la pasión en su origen, fue creada del mismo modo, es dijéramos, una obra que se sigue escribiendo constantemente.
La interpretación fue realmente buena, destacando mucho las hermosas voces blancas del Cor infatil amics de la unió, estupendamente bien preparadas por su director Josep Vila i Jover y que empastaron a la perfección con el resto del conjunto vocal e instrumental. Creo que el maestro Savall acertó de pleno en la elección de este tipo de color vocal, muy próximo a lo que Bach utilizaba en sus interpretaciones. Termino felicitando especialmente a David Szigetvári que cantó el papel del Evangelista primorosamente y al contratenor Raffaele Pé, que bordó todas sus arias con una voz carnosa y una musicalidad exquisita.
El pasado lunes, 19 de marzo se celebró un memorable encuentro de músicos en el Palaude la Música Catalana para ofrecer algunas de las obras más famosas de Franz Schubert en el ámbito camerístico.
Los intrumentistas que intervinieron en el concierto, formando diversas agrupaciones, fueron la violinista Isabelle Faust, su hermano violista Boris Faust, el violonchelista Jean-Guihen Queyras, con quien han colaborado otras veces, la contrabajista Laurène Durantel, Alexander Melnikov al piano y el barítono Georg Nigl.
Uno de los aspectos más interesantes de la velada fue cómo estaba diseñado el programa del concierto; todas las piezas tuvieron al menos un elemento en común con otra de las obras interpretadas, de manera que al concierto en su integridad se le confirió un carácter cíclico. De hecho, acompañando este sentimiento de Schubertiada, durante varias obras algunos de los músicos permanecieron en el escenario escuchando en silencio a sus compañeros, empapándose de sus interpretaciones, creando una atmósfera familiar y de carácter «improvisado» en que todos se influenciaban con todos, de una manera más cercana y natural de la que estamos acostumbrados si la comparamos con la estática forma de concierto escolástico.
La primera intervención del concierto fue introducida por Georg Nigl con un lied titulado Viola (D.786). El barítono, aunque un poco dependiente de la partitura y con algún que otro fallo en la letra, demostró tener un gran control de la voz en todo momento, con el que preparaba todos los cambios de altura y de color de forma medida, sosegada y con gusto, sin recurrir a aproximaciones ni exageraciones. La parte del piano, tocada con una gran elocuencia por Melnikov, recordaba en sus acordes repetidos en primera inversión al acompañamiento del tema principal de Die Forelle.
A continuación Queyras procedió a interpretar la famosa Sonata para violonchelo y piano en la menor «Arpeggione» (D.821). Lejos del sonido grandilocuente, legato contínuo adornado por un vibrato permanente propio de la mayoría de grabaciones de la obra, el violonchelista tocó la sonata y las siguientes piezas con su estilo particular, más cercano a la manera historicista con que se toca la música antigua: tocando con el arco muy ligero (flautato), con mucho énfasis al acentuar algunas notas en crescendo cerca del puente haciendo mesa di voce, articulando mucho en general y en las apoyaturas, y arpegiando los acordes con poca presión y con movimientos rápidos de muñeca. Eso no quiere decir que no vibrara en absoluto, sino que se convertía en un recurso más para dar color en momentos concretos. El chelista, que interpretó la obra con los ojos cerrados, desplazaba constantemente el arco por el batidor del instrumento, de manera que el punto de presión con el arco y la cuerda iba fluctuando. Al mismo tiempo que le permitía crear momentos muy delicados sul tasto y algunas sonoridades interesantes cerca del puente, en otros momentos el resultado era un poco caótico y poco definido y se echaba de menos un poco más de densidad y proyección de sonido.
Sei mir gegrüsst! (¡Te saludo!), lied ejecutado nuevamente por el dúo Nigl y Melnikov siguió a la sonata de chelo e incorporó un nuevo tema musical que luego se vería reflejado en la Fantasia para violín y piano op. 159 que tocó Isabelle Faust. La violinista estuvo en el escenario en el transcurso de la obra. Faust, al igual que la última vez que estuvo en el Palau con Il Giardino Armonico, sobresalió por su interpretación jovial, llena de energía -esta vez en en el registro camerístico-, demostrando tal dominio técnico de la velocidad y peso del arco que le permitió hacer pianissimos imposibles como por ejemplo en la introducción del andante molto -que ejecutó muy elegantemente-, o en crescendos que hacía de manera gradual con el arco muy lento y sin cortar el sonido en ningún momento. Al mismo tiempo podía articular pasajes virtuosos con poco arco y profundidad o hacer golpes de arco a la perfección como el ricochet.
La segunda parte del concierto consistió el la interpretación de La trucha, tanto en su versión lied (op.32) como el quinteto en la mayor, basado en el lied. Todos los músicos salieron al escenario durante la pieza del barítono, de manera que cuando procedieron a interpretar el quinteto, lo hicieron con la clara idea musical que haía dejado Nigl para el Tema con variazone del cuarto movimiento. Laurène Durantel por fin en el escenario le dio vida a la obra con una gran fuerza en los bajos que proporcionaba una base indispensable en el quinteto. También fue interesante escuchar a Boris Faust, que con una sonoridad cálida se amoldaba perfectamente al sonido de Isabelle y Queyras en sus momentos a dúo.
“Tristeza insondable”, “La desdicha de gatos con sueños perturbados”, “La horrible longitud”, “La música interminable, desorganizada y violenta” y “No es imposible que el futuro pertenezca a este pesadillezco… estilo, un futuro que, por lo tanto, no envidiamos”, estos son los términos que el poderoso y vengativo Eduard Hanslick dedicó a la Sinfonía núm. 8 en Do menor de A. Bruckner en la crónica que realizó para su estreno en Viena el 18 de diciembre 1892.
La historia que precede a este estreno, que pese a lo que Hanslick escribió, fue un absoluto éxito, describe perfectamente el modo en que Bruckner pasó casi la totalidad de su vida creativa. Primero, la composición de una ambiciosa sinfonía en la que su autor pone todo su ingenio y trabajo; posteriormente, vendrán las dudas sobre la misma obra; el envío a varios directores esperando que alguno acceda a estrenar la nueva partitura, es el siguiente paso de este proceso; la insoportable incertidumbre sobre el destino de su nueva criatura será constante y no abandonará nunca a Bruckner en todo este proceso. Cuando por fin llegan noticias de alguna orquesta, suelen venir acompañadas con la solicitud para que la obra sea revisada y ello sumirá al compositor en periodos depresivos cada vez más prolongados y dolorosos; para concluir este complejo proceso, con el estreno de la obra, que habitualmente suele ir acompañado de críticas como la que hemos leído al inicio de este texto. En el caso de la octava sinfonía, lo anterior se cronifica drásticamente.
Cuando inicia la composición de la octava, Bruckner viene del clamoroso éxito obtenido con el estreno de la séptima sinfonía. Hermann Levi en Munich, ha sido su gran valedor y a él envía la nueva partitura en la que había trabajado durante tres años y medio, seguro de su apoyo. Él, tras revisarla, contesta mediante un amigo común que no programará la obra. La depresión que ello causó en Bruckner fue inmensa y lo llevó a un proceso de revisiones y reelaboraciones sin fin, intentando obtener la aprobación de algún director que accediera a estrenarla. Finalmente, tal estreno se llevó a cabo en la ciudad en la que vivía Bruckner, Viena, y de la que tanto recelaba por ser el bastión de personajes como Eduard Hanslick, crítico poderosísimo que podía hacer naufragar dicho estreno. Al final, hemos leído lo que Hanslick publicó sobre aquel evento, pero lo cierto es que, como ya lo he mencionado antes, la obra triunfó clamorosamente, constituyéndose para muchos, en la cumbre no solo del catálogo de su autor, sino, del sinfonismo del siglo XIX.
La sinfonía cuenta con varias versiones, fruto de las revisiones llevadas a cabo por Bruckner y que han complicado mucho llegar a una versión, dijéramos, definitiva de la partitura. La más utilizada suele ser la que la OBC utilizó en su concierto del 17 de marzo. Me refiero a la publicada por Leopold Nowak en 1955 y que es, sin duda, la más espectacular al utilizar una orquestación con maderas a tres, dos arpas y tubas wagnerianas. Ahora bien, en cualquiera de sus diferentes versiones, la octava sinfonía es una obra muy exigente que pone a prueba a la orquesta que la ejecuta, por varias razones. La primera de ellas, es que es muy extensa, su ejecución dura casi una hora y veinte minutos de pasajes de una complejidad técnica tremenda; mantenerse concentrado y en constante tensión es todo un reto para cualquier agrupación sinfónica. Un segundo problema se deriva del anterior, y es que para lograr una ejecución brillante de la pieza, hay que poder realizar un discurso bien articulado de frases muy extensas y prolongadas, lo que exige una concentración muy profunda por parte de todos; dijéramos que, en la octava sinfonía, al igual que en toda la obra de Bruckner, se está ante una pieza de dilatada elaboración, que requiere de procesos lentos pero muy concentrados, para que al público llegue un discurso coherente y atractivo.
Para tal fin, se necesita primero de una orquesta con un nivel técnico muy elevado, y después es indispensable un director que logre ver y crear esas dimensiones tan extensas. Dennis Russell Davies, director huésped en esta ocasión de nuestra orquesta, es sin duda un director que entiende perfectamente a Bruckner y que logró una buena lectura de esta sinfonía frente a una OBC atenta y siempre dispuesta a dar lo mejor. La sonoridad lograda fue brillante y bien trabajada, con unos tempos rápidos y potentes que favorecían el decurso de la obra, y que la hicieron por momentos muy espectacular. Sinceramente, creo que ha sido un acierto la programación de una obra de esta envergadura. Su efecto suele ser siempre beneficioso para la orquesta que trabaja en ella, en todos los sentidos. Ello se hace posible, sobre todo, si se tiene la oportunidad de colaborar con un director tan inteligente y con tanto oficio como Dennis Russel Davies.
El público congregado en el Auditori de nuestra ciudad, se mostró muy entusiasmado con la buena lectura de la sinfonía bruckneriana, misma que costó tantos sinsabores a su autor. Mientras la sala se desbordaba en aplausos, pensaba en el profundo contraste existente entre la personalidad pública de Bruckner, siempre muy austera y sencilla, propia de un hombre de campo, sin apenas inquietudes intelectuales ni apenas viajes, y lo impactante que es su obra sinfónica. Parece imposible que un hombre tan francamente anodino y lleno de tantas manías como las que tenía el maestro, creara semejantes obras, y en ese punto es donde uno descubre, que el alma humana es realmente asombrosa y que basta solo un pequeño análisis de nosotros mismos para descubrirlo. En Bruckner esto es más que patente.
La London Symphony Orchestra (LSO) es una formación singular. La calidad de sus músicos es extraordinaria y tienen fama de optimizar el tiempo de ensayo como nadie, gracias a su gran facilidad para la lectura a vista de las obras, lo que permite al director empezar a trabajar directamente en lo importante, que es el planteamiento musical. Consecuencia de ello es su extensa colaboración con la indústria cinematográfica, poniendo música desde 1935 a más de 200 films (entre ellos la mítica saga Star Wars o la recientemente oscarizada La Forma del Agua), compaginada con una extensa temporada londinense y giras internacionales anuales. Pero quizás el rasgo más característico de la LSO sea su capacidad de adaptarse al director que tenga enfrente, dejando en evidencia de forma implacable sus virtudes o sus defectos. Ante un director cuyo planteamiento musical sea superficial o vacio, otras orquestas, por simple inercia, suavizarán el resultado imponiendo su personalidad y su experiencia previa con la obra o con repertorios similares. La LSO, en cambio, responderá con precisa disciplina a las ordenes de un tal maestro, produciendo una interpretación tan sublime como aburrida. Pero si tiene delante a un músico con ideas, con un planteamiento original y profundo de la partitura, entonces esas ideas encuentran en la perfección sonora de la LSO el vehículo ideal para cobrar vida durante una experiencia musical inolvidable. E inolvidable fue el concierto que ofrecieron en el Palau de la Música de Barcelona, bajo la batuta de Sir John Elliot Gardiner, con un programa centrado en la música de Robert Schumann.
La música dirigida por Gardiner siempre suena diferente: más fresca, más auténtica, como si estuviera en relieve. En esta ocasión decidió ayudarse de un truco que tiene su origen en las prácticas orquestales de la época de Schumann: tocar de pie. Con ello los músicos, especialmente los de cuerda, tienen más libertad de movimiento y se consigue una sonoridad distinta. De esta forma interpretó la LSO la segunda parte del programa, que incluyó la Obertura de Genoveva op.81 i la Sinfonía nº4, op.120(versión original de 1841), con una energía inusitada y contagiosa, propia de las orquestas jóvenes, unida a la perfección marca de la casa.
No hay duda que tocar de pie contribuyó a una mayor frescura en la interpretación, pero la clarividencia de la concepción musical de Gardiner era evidente aun tocando sentados, como ocurrió en la primera parte. Después de la Obertura, scherzo y finale, op.52de Schumann -que la consideraba su segunda sinfonía-, abordaron el delicioso ciclo de canciones Les nuits d’été, op.7, de HectorBerlioz. El compositor francés es una de las especialidades de Gardiner, y su versión, sensual y llena de detalles, no decepcionó. La soprano sueca Ann Hallenberg se integró a la perfección en la cuidada sonoridad desplegada por el inglés, con un fraseo elegante y sugerente y un vibrato que modulaba con maestría para adecuarlo a las necesidades expresivas de cada canción y cada verso.
Para la próxima temporada de Palau 100 ya está confirmada una nueva visita de Gardiner, al frente del Monteverdi Choir y los English Barroque Soloists. Será el día 24 de abril com Semele, drama musical de G.F. Händel. Están avisados.
La tercera y cuarta de las grandes citas del MaerzMusik tuvo como protagonista a Terre Thaemlitz, un artista multidisciplinar y defensor y divulgador del pensamiento y la praxis queer. El pasado 19 de noviembre presentó, junto al ensemble zeitkratzer el «estreno» de su pieza Deproduction, dividida en dos partes: la primera, titulada “Names Have Been Changed” y la segunda “Admit It’s Killing You (And Leave)”.
Aunque, aparentemente, no mantenían relación entre ellas a nivel construccivo, supuestamente se relacionaban porque ambas ponían en cuestión formas de vida (y tiempo) heteronormativas. Pongamos en juego tal punto de partida. La primera parte consistía, básicamente, en una representación sonora de un muelle durante un día completo. Quizá hay otra explicación u otra interpretación posible, pero los recursos sonoros y lumínicos no daban lugar a dudas. El contrabajo, los cellos y el viento (dos trompas, un trombón y un clarinete) creaban el efecto del mar. La cuerda con un motivo repetido constantemente, que sugería –haciendo referencia a la tradición– al vaivén de las olas. El viento, por su parte, creaba el colchón armónico que obedece al continuo sonoro de un paisaje similar. El pianista, con objetos, imitaba el sonido de las gaviotas y otros seres, así como esa indeterminación del barullo de un muelle, a la que se sumaba la percusión. La electrónica era casi anecdótica, pese a lo prometedor del inicio, que parecía que iba a incidir de alguna forma en el decurso temporal de la pieza. El propio Thaemlitz, junto al percusionista y una de las chelistas, sugería con un texto ininteligible de los trabajadores y transeúntes. A veces gritaban, a veces se reían, a veces parecían borrachos sobreviviendo al día. ¿Será la crítica al tiempo heteronormativo ese paso del tiempo sin más, donde hay un elemento y que pasa pese a nosotros, como el movimiento de las olas –o de la naturaleza en general– frente a la variabilidad y vulnerabilidad de los habitantes de paso? Quién sabe. Pero a nivel sonoro la cuestión era mucho más cercana a lo que hacían los impresionistas fascinados por la modificación que la luz provoca en las formas, que pintaban obsesivamente una y otra vez algún edificio, que con una reflexión política. Y, sí hay que ponérsela como una costra, es que quizá la obra no había logrado su objetivo.
La segunda parte comenzaba con una frase que se repetía en toda la pieza como una letanía, a saber “„So these people are very religious / And then apparently, they’re very anti-gay / Excuse me, they’re very pro traditional family / Which is under attack by gay people just being around / Hahahaha”. Esta frase viene de una burla que el cómico Paul F. Thomson llevó a cabo cuando, en 2011, se debatía en Estados Unidos sobre el matrimonio gay. Una empresa de comida rápida, un equivalente de McDonald’s, donó miles de dólares apra apoyar una campaña anti-LGTB. Por eso, Thomson señaló que «[Chick-fil-A are] apparently very anti-gay. Excuse me: they’re very pro-traditional family. Which is under attack by gay people just being around. Like, just the idea of them is corrupting families, where they’re like, ‘Wait, there’s another way!?’ And then [the] families break apart”. Thaemlitz se ha posicionado en numerosas veces en contra de la familia, de los niños y, en términos generales, del amor llamado “amor romántico”. Su postura personal se sitúa cercana a la pansexualidad. Considera que la mayoría de las situaciones de violencia y dominio vienen justificadas por el amor, que establece relaciones de poder tóxicas. Así lo manifestó en la introducción de su Lovebomb (2003), de la que luego hablaré:
“Un elemento clave del amor es la justificación de la violencia. Es un hecho que la mayoría de la violencia proviene de personas que conocemos. Internalizamos la relación familiar incapaces de explicar el amor que une. […] Pregúntese, ¿de qué manera las relaciones sociales de «familia» o entre «amantes» facilitan comportamientos que son inaceptables en otros entornos? Ciertas relaciones sociales presuponen la presencia del amor, y es ese amor el que nos permite pasar por alto las opresiones de los vecinos agradables que golpean a sus cónyuges, los padres que golpean a sus hijos o los sacerdotes que molestan a sus congregaciones. Al final, el amor postindustrial es solo otro dispositivo ideológico que facilita una división entre el espacio «público» y el «privado», y es cómplice de la base de esa división en la desigualdad y la exclusión. El proceso mismo de encontrar un compañero no es tanto una búsqueda de la persona correcta como una exclusión de las multitudes”.
[Mi traducción]
La segunda parte, por tanto, era más amable con la propuesta que prometía la descripción de la pieza, como crítica con el sistema heteronormativo y, en concreto, a la derivación del tiempo a partir de él (como la constitución de una linealidad donde uno de sus puntos álgidos es la familia o donde se nos puede «pasar el arroz»). El texto era claro y comprensible durante casi toda la pieza, algo que lo convertía en un elemento rítmico. A nivel musical, fue muchísimo más rica que la primera parte. Mientras que la primera quedaba atada a ese continuo imitar de las olas yendo y viniendo, la segunda parte fue explorando las posibilidades que da la aparente neutralidad de decir un texto tan cargado políticamente con un tono neutral y terminarlo con una risa forzada. Su trabajo de distensión y creación de tensión, con algunos momentos muy sobresalientes, puso en entredicho el resto de sus obras programadas en el festival por una sencilla cuestión: ¿es el arte explícitamente político más potente y más efectivo que en el que aparentemente no tiene pretensión política o que no lo declara? Lovebomb, al lado de esta pieza, resultaba ñoña, naïf, y solo apta para aquellos que van a un concierto y quieren salir con la conciencia tranquila de que no están cediendo al gusto burgués. Con una técnica de collage pobre y una imagen que recurría a la provocación fácil, es una obra que, simplemente, ha envejecido mal. Más que revolver consciencias, esta obra hace un flaco favor a otros artistas trabajando muy seriamente en arte político no reducible a eslogan y pantomima.
[Off the record: eso de que deproduction es un estreno, como se prometía en la programación, es simplemente falso. Se estrenó en 2017 en ladocumenta 14, un festival que estuvo lleno de contradicciones por su dudoso trato a los espacios griegos destinados a refugiados y la exotización de los mismos, así por proponer –lo sé de primera mano– unas condiciones extremadamente precarias a sus trabajadores].
A los hípsters les va, claramente, la música contemporánea. Es cool ir a un concierto “cultureta” (he leído por ahí también cooltureta) y tomarse una cervecita hablando de las obras completas de William Faulkner, como en Amanece que no es poco. Por eso, con Thaemlitz se tranquilizan porque supuestamente ven arte político y no se dedican solo al hedonismo. Los hipsters se entusiasmaron con la computer music de Mark Fell que siguió el 19 de marzo a Deproduction. Llegó al escenario con su mochila, la dejó a un lado de la mesa, presentó su pieza mientras trabajadores recogían los instrumentos y cacharros usados por zeitkratzer y se fue, no vaya a ser acusado de repetir los usos de los conciertos tradicionales. Pero su propuesta era pobre y limitada: motivos eran variados rítmicamente de una forma bastante previsible tras un par de secciones que se iban sucediendo. El sonido atronador y la falta de trabajo en otros parámetros, como la dinámica o el timbre, llevaban a una obra plana, muy por debajo de las propuestas de drone y otros géneros que parten del trabajo con ordenador. Él promete en varios lugares que propone una temporalidad «post-husserliana» (sea eso lo que sea, no lo tengo muy claro y él tampoco lo aclara, ¡cómo no sabe la gente lo que es la temporalidad post-husserliana!) -creo que no se mete en el jardín de la fenomenología por prudencia- y el trabajo cíclico. Lo cierto es que, en términos estrictamente sonora, su propuesta se reduce a microvariación de ritmos desplazando el acento de su patrón rítmico. Y ya está. Por tanto, lo que sugiero es que no hay que tener miedo de ser algo menos cool si se quiere explorar la escena verdaderamente transgresora e interesante de la contemporánea: pero entiendo que están en juego otras cosas, como garantizar público joven.
A Lovebomb, que se puedo escuchar el pasado 21, le precedieron dos obras de Ashley Fure, de la que ya hemos hablado aquí, interpretadas por el Sonar Quartet. Anima (2016/2017) es una obra para cuarteto extendido con el uso de transductores. La idea de fondo es similar a la que trabajan otros compositores (¡e incluso teóricos!) sobre el materialismo sonoro. Pienso, por ejemplo, en Frec 3 de Hèctor Parra, donde se centra en la fricción y en el rozamiento para generar la sonoridad, en contacto directo con el material y las diferentes cualidades que puede generar, solamente audibles mediante unos micrófonos que reproducen lo que permanece oculto al oído en una escucha habitual. Sin embargo, en Anima había más buena intención que una obra redonda, en la medida en que no se logra el diálogo entre las voces, y queda más bien la sensación de una construcción por bloques. Lo que sí creo que es potentísimo es el carácter coreográfico de la pieza, especialmente destacado en los violines. Quizá la mejor pieza de la noche y, junto al Prelude to the Holy Presence of Jan d’Arc de Eastman que comenté aquí, de las mejores del festival, fue Wire and Wool, para cello solo y electrónica en vivo. Un epicentro, representado por el cello, era rodeado desde múltiples perspectivas y recursos por la electrónica, creándose una complicidad entre ambos elementos rica en texturas y colores, una línea de trabajo que habrá que seguir de cerca en la joven compositora.
Este MaerzMusik rezuma mala conciencia, no sé muy bien porqué. Pienso, y pensaba allí constantemente, en aquel verso de Brecht (de su “A los hombres futuros”), en el que reza “ ¿Qué tiempos son éstos, en que es casi un crimen hablar de los árboles porque equivale a callar sobre tantas maldades?”. Nos hemos confundido. Hemos olvidado que hablar de los árboles, en ciertos momentos, puede ser un acto político. Hablar del tiempo, también, sin necesariamente cifrarlo desde un posicionamiento explícitamente político. En una época en la que se exige que toda creación humana tenga un rendimiento y una función, el empeño de algunas propuestas artísticas de mostrar otras experiencias posibles, de dar herramientas para pensar desde focos alternativos a aquellos ofrecidos por el conocimiento cotidiano y desvelar heridas sociales es ya una posición política. No hace falta curarse en salud. El tiempo, dividido entre el de ocio y el productivo, hace tiempo que pasó a ser una cuestión del capital. Es fundamental arrebatárselo desde su cuestionamiento. Que el MaerzMusik no lo olvide, que no se enmascare, que no deje de ser lo que prometía ser. Ahí está su resistencia.