MaerzMusik (II): Zeitgeist de la mano de Ferneyhough, Fure y Xenakis

MaerzMusik (II): Zeitgeist de la mano de Ferneyhough, Fure y Xenakis

Fotografía con copyright de Kai Bienert

Con el título Zeitgeist tuvo lugar el pasado 17 de marzo la segunda cita del Maerzmusik berlinés con obras de Ferneyhough (*1943), Xenakis (1922-2001) y la jovencísima Ashley Fure (*1982).

Tres generaciones de compositores -cuya estética no tiene aparente relación- aportan su visión sobre el horizonte actual, plagado de precupaciones en cuanto al uso del tiempo, la eficiencia o el exceso de estímulos externos. El grupo vocal PHØNIX16, junto a Miguel Pérez Iñesta y Séverine Ballon entre otros, ofrecieron un programa cuyo núcleo común impulsaba a la reflexión. Como siempre ocurre en el Maerzmusik, música y pregunta se vuelven sinónimos.

Los Time and Motion Study I (1971-1977), II (1973-1976) y III (1974) de Brian Ferneyhough ocuparon la primera parte del programa. En medio del patio de butacas el clarinetista vallisoletano Miguel Perez Iñesta resolvió con rigor y entrega el primero de los estudios. A pesar de lo un tanto tedioso de la obra, Iñesta -que giraba como las agujas de un reloj para poder leer los atriles en círculo- intérpretó con color e intensidad hasta los últimos susurros en multifónicos. Sin duda una apertura dulce a la velada, que reservaba a continuación a una Severine Ballon con la segunda pieza de la serie. Ni siquiera el Ferneyhough de los años setenta parece resistírsele a esta cellista extraterrestre. Ballon sostuvo la tensión de la pieza durante los más de veinte minutos, alternando momentos de energía salvaje -siempre contenida y precisa- con algunos más contemplativos, a los que siempre lograba sacar un lirísmo inusitado en ese tipo de obras. La electrónica, siempre envolvente y orgánica, tiene en la obra un tratamiento exquisito -incluso teniendo en cuenta los más de cuarenta años que distan desde su versión final-. A los momentos canónicos y obsesivos de esos otros dos cellistas marcianos, se suma al final la propia voz del intérprete de gestos y texturas robóticas. La pequeña broma, en la que en un suspiro final Ballon se desactivó y dejó el cuerpo en modo off junto a un chispazo de la elecrónica, confirmó las sospechas. Después de todo pudo parecer un virtuosismo artificial y que la referencia quedara integrada, pero no nos engañemos: la robótica actual – y quién sabe si la futura- sigue lejos de ser capaz de superar a Ballon.

Con el Time and Motion Study III se confirmaron unas espectativas soprendentes. La música de Ferneyhough, a menudo tachada de fría, cerebral o excesiva, resultó ser la más inspirada de la noche. No solo a nivel dramátco o de contraste, sus obras respiraban y lograban tirar del oyente. Muchos hoy siguen subestimando lo que una buena organización gestual o formal es capaz de conseguir, lo que lo pensado o no facilón -lo alejado de un Chillout Shisha Bar con luz azul- es capaz de inspirar. Los dieciséis miembros del PHØNIX16, dispersados a lo largo de toda la sala y empuñando cada uno algún instrumento de percusión, combinaron rigor con diversión. Cada golpe o entrada vocal era preciso en intenso, logrando crear la burbuja buscada. Sin embargo -y también gracias a lo rico de la pieza- esa esfera envolvente no solo estaba llena de exactitud, sino también de entusiasmo y energía lúdica. Todos lo pasaban bien, algo a lo que es raro asistir últimamente en los círculos de contemporánea. Ferneyhough, así como todos los intérpretes de esta primera parte, se coronó. Que equivocados estaban -o están- muchos con Brian.

La segunda parte fue dedicada a Xenakis, con cinco obras de su catálogo. Lo que parecía un empacho en un principio, se confirmó más tarde -aunque, en defensa del compositor, cabe argumentar que el hecho de que las cinco obras se ejecutaran solapadas entre sí y sin espacio para un segundo de respiro pudo influir en gran medida-. Unos brillantes Iñesta y Ballon abrieron el monográfico de esta parte con un perfecto Charisma (1971) solo empañado por la obra electrónica Diamorphoses (1957), que se solapó literalmente con el final de la anterior. Pour la Paix (1981) fue por todo menos por la paz, por lo menos mental. Sin espacio para aplauso alguno, un PHØNIX16 igual de enérgico que en la primera parte ejecutó lo mejor que pudo la pieza, que resultó tediosa, desigual y transpiraba brochagordismo. Ni el vídeo, la electrónica, la narración o el arrojado coro pudieron salvarla. Por si fuera poco, después de ese homenaje bienintencionado aunque extenuante, Orient-Occident (1960) comenzó a los tres segundos de reloj. Las dos piezas puramente electrónicas de esta segunda parte funcionaron bien como intermezzos y fueron lo que más convenció del compositor griego. Aunque dudo que el mismo Xenakis hubiera deseado un monográfico tan apresurado e indigesto. La archiconocida Nuits (1967), interpretada por unos ya algo exhaustos PHØNIX16, no consiguió levantar el ánimo. Toda la exploración y el contraste, así como el profundo homenaje que esta obra contiene, fueron ensombrecidos por los suspiros y los meneos en el asiento del público. Una verdadera lástima.

Fue Ashley Fure la encargada de salvar al público del naufragio, y lo consiguió en cierta manera. Su Shiver Lung 2 (2017) para percusión y electrónica trajo de nuevo la curiosidad a la sala. Con dos pequeños ventiladores Fure construyó un discurso atractivo e himnótico. Con diferentes colgantes, papeles y cortina de percusión, que el percusionista interponía entre las aspas y contra el roce del aire, la pieza avanza presentando texturas variadas que logran imponer un cierto carácter narrativo -con el leve sonido de los ventiladores a modo de ostinato-. Como con otras piezas actuales, es quizá el apartado visual el más prosaico y previsible. Hecho que a veces corre el riesgo de abatir lo musical. El Shiver Lung (2016) para siete voces, percusión y electrónica en vivo cerró el concierto. Con el sutil batimento de aire también de fondo, la obra muestra más un trazo que un cuadro -sin poder llegar a ser este trazo único un cuadro realmente significativo-. A los cantantes suspirando con altavoces de mano y al discreto papel del percusionista, envuelve -hasta el agobio- la electrónica. Toda la tensión y la cuidadísima puesta en juego de recursos que poco a poco se van sumando, logran llegar a ese punto de corporeidad y focalización un tanto escalofriante. Quizás fue este logro lo que endulzó el final de la noche con unos aplausos generosos -que sonaban a campana de recreo-. Al salir de allí no hubo lugar para la duda, fue la noche de Ferneyhough, Fure y Xenakis, por ese orden.

Binkbeats y su trampantojo al más puro estilo berlinés

Binkbeats y su trampantojo al más puro estilo berlinés

El holandés de 36 años Frank Wienk, formado como percusionista clásico en el HKU Utrecht Conservatorium, fue apodado por uno de sus profesores como “Geräuschmacher”, que en la traducción al castellano vendría a significar algo así como “creador de ruido”. Él mismo se define como un músico más interesado en la relación entre objeto y sonido, que en el virtuosismo que la esfera de la música clásica exige a sus intérpretes. Por ello, a pesar de su formación clásica, pronto comenzó a trazar su propio camino artístico, en el que a través de la electrónica y sus habilidades en el ámbito de la percusión pudo dibujar un mundo sonoro mucho más amplio.

El pasado sábado 17 de marzo, el Club Gretchen de Berlín acogía el cierre de gira del último proyecto de Wienk, “BinkBeats”. La sala se fue llenando poco a poco al ritmo de un impecable LeBob (BeatGeeks) que mezcló RGB, jazz, soul y hip-hop, creando una atmósfera perfecta para preludiar el plato principal de la noche. Antes del comienzo del concierto, los más curiosos no pudimos evitar acercarnos al escenario a curiosear un set-up compuesto por un número incontable de instrumentos, entre los que se distinguían numerosos sintetizadores y pedales de efectos, una marimba, un vibráfono, un gong, un arpa china, un piano toy e incluso una mini TV glitch.

Las luces se apagaron y sin darnos cuenta estábamos envueltos en una atmósfera sonora que nos daba la bienvenida a un viaje que íbamos a recordar durante mucho tiempo. El concierto empezó a caminar con un paso lento pero imparable y poco a poco la concepción temporal comenzó a difuminarse. Ya no pensábamos ni actuábamos al frenético ritmo que te impone la gran ciudad, habíamos renunciado a la capacidad humana de decidir y actuar, simplemente escuchábamos. Citando a Jeanne Hersch: “El tiempo vivido adquiere aquí (el concierto) una extraña unidad. El presente lo está más que nunca, pero sin acción; el pasado es nostalgia, sin objeto; el futuro, espera absoluta, sin la esperanza de un determinado bien. A la vez, reina un , un consentimiento del alma a todo cuanto va a dejarse escuchar.

En cuanto a lo puramente musical, un concierto de Binkbeats se convierte en una experiencia sonora de continuos descubrimientos. El abanico inmenso de instrumentos que utiliza en sus temas, fruto de su obsesión tímbrica, conforma una paleta de colores, que unida a su habilidad formal a la hora de construir texturas y distribuirlas en el tiempo, le permiten dibujar un universo sonoro donde conviven sus ideas musicales sin miedo y de manera orgánica e intuitiva.

Pero Binkbeats no es solamente un proyecto musical, también existe una preocupación por la parte visual, y el montaje de luces fue un claro ejemplo de ello. No suele ser habitual que un artista se preocupe de llevar consigo su propio técnico de luces, normalmente esto solo sucede en las grandes producciones llena estadios. Música y luz iban de la mano permitiéndonos a los espectadores bucear entre lo visual y lo sonoro, provocando reacciones físicas e introspectivas al mismo tiempo.

Hubo momentos en los que, como si de un trampantojo musical se tratara, convirtió la sala de conciertos en un club techno al más puro estilo berlinés. Pero no, al abrir los ojos, cuando creías que ibas a despertar en mitad de Berghain, te dabas cuenta de que allí no había vinilos, no había ordenador, ni había ningún DJ, era Frank Wienk produciendo todo en el preciso momento en el que lo estabas escuchando. La ausencia de cualquier tipo de material pregrabado, dejó al descubierto una música que sólo pertenece al presente, y que se presenta como una experiencia irrepetible, llena de una belleza y una organicidad solo alcance de la imperfecta naturaleza humana.

 

 

Siempre al frente

Siempre al frente

«¡Ahora solo… va a obedecer a su ambición, elevarse más alto que los demás, convertirse en un tirano!”  Esta frase, tradicionalmente se ha atribuido a Beethoven, como reacción al llegar la noticia de que, Napoleón Bonaparte, se acababa de coronar Emperador de los franceses hacía unos días en la catedral de Notre Dame en París. Toda una generación de hombres y mujeres que habían creído en el, hasta ese momento, primer cónsul de Francia, como símbolo viviente de los ideales de la revolución francesa, se sintieron traicionados. La mítica escena de un Beethoven encolerizado arrancando la portada de su recién terminada sinfonía, dedicada al mítico general, al margen de su dudosa veracidad, lo que nos trasmite es una imagen muy clara de lo que, en el fuero interno de miles de personas en la Europa de principios de siglo XIX, sucedió: el general Bonaparte, encarnación de los ideales de libertad de la primera revolución de la era moderna, que había sido retratado por David, sobre un  caballo blanco cruzando los Alpes cual Aníbal, portador de la antorcha de la libertad, había traicionado a los suyos.

Cuando he estado en París, procuro visitar la tumba del corso, y siempre termino pensando lo mismo, ¡qué tremenda oportunidad histórica se perdió con su traición! La esperanza de ver realizados la libertad, la igualdad y la fraternidad, es lo que impulsó a Beethoven cuando escribió esa maravillosa sinfonía escrita en “memoria de un gran hombre” dijo después el maestro. Y es maravilloso que justamente esta obra fuera la corona con la que la Philarmonia Orchestra concluyera su concierto el pasado lunes 12 de marzo en el Auditori de nuestra ciudad, de Barcelona.

 

La sintonía entre la sinfonía de Beethoven y la heroica historia de esta orquesta inglesa, hace que cobre aún más sentido escuchar la obra justamente con esta agrupación, que tanto ha luchado por continuar existiendo después que su fundador Walter Legge decidiera en 1964, disolverla por motivos económicos. Aún recuerdo siendo un niño, los discos de la “New Philharmonia Orchestra” que es como tuvieron que llamarse por el litigio que se entabló entre su antiguo director general, el señor Legge y los músicos. La defensa de su orquesta fue heroica. Tuvieron el apoyo de su entonces director musical, el mítico director alemán Otto Kleperer, que se convirtió en el presidente honorario, cargo que mantuvo hasta su muerte en 1973. La Philharmonia Orchestra representa un cambio de paradigma en el mundo de las orquestas sinfónicas de todo el mundo, no solo es que se auto gestionen, siendo sus integrantes los que deciden sobre el destino de la orquesta, sino que, desde hace mucho tiempo, tiene directores principales, no titulares. Parecerá una veleidad léxica, pero marca una diferencia tremenda, porque la relación que se establece entre los músicos y el director, es total y absolutamente de igual a igual, ambas partes salen beneficiadas de colaborar la una con la otra.

El concierto que disfrutamos el pasado 12 de marzo mostró a una orquesta en plena forma, con un sonido compacto, y perfectamente bien trabajado, donde los balances sonoros eran muy precisos y permitían el decurso orgánico de las tres obras programadas. Iniciando con la obertura Las Hébridas, op.26 de F. Mendelssohn que nos permitió entrar en contacto con ese sonido tan característico de las orquestas británicas, lleno de elegancia y discreción, todo ello sin menosprecio de la fuerza y el dramatismo que las obras requerían. Al frente de la orquesta, estaba el maestro Karl-Heinz Steffens, maravilloso músico, con una dilatada carrera como clarinetista de primera fila y que desde hace ya años, ha abordado la dirección de orquesta con mucha fortuna. Su manera de trabajar no es la de un director tal y como tradicionalmente aun concebimos esta figura: especie de profeta, por cuyas manos fluye la inspiración insuflada por la divinidad. Steffens, es un músico más, un compañero de los músicos que cada concierto se reúnen para conformar un grupo orquestal. Su prestigio como interprete a nivel internacional, le aporta esa autoridad moral, para que esos mismos compañeros, hagan música bajo sus discretas indicaciones. El no impone, el solamente impulsa, conduce, direcciona, y los músicos libres de presiones externas, tocan y resuenan en total libertad.

Continuamos el programa con una estupenda lectura del concierto para piano y orquesta núm.1, en mi menor, op 11 de F. Chopin a cargo del maestro Sergei Redkin, que pese a su juventud, mostró no solo una deslumbrante técnica pianística, sino además, una madurez musical asombrosa. Ante un Auditori casi lleno, Redkin interpretó con profundidad y hondura uno de los conciertos más emblemáticos del repertorio pianístico del siglo XIX. La escuela rusa sigue aportando frutos maduros, que encuentran en repertorio como este su medio de expresión natural.

Tras la media parte, pudimos disfrutar de una estupenda interpretación de la Sinfonía núm.3, en mi bemol mayor op.55, “Heroica” de L.V. Beethoven. Steffens mostró, sobre todo en esta sinfonía, el oficio adquirido tras muchos años como músico de alto nivel. Moldeando y conduciendo la energía que la orquesta generaba, a través del decurso de la obra, hasta llegar al glorioso final que concluye la partitura. El público congregado premió con numerosos aplausos el trabajo realizado y logró una hermosa propina: El vals triste de J. Sibelius. Hermosa manera de concluir un concierto que inició navegado rumbo a las islas británicas, y que tuvo su momento de clímax con una sinfonía Heroica que había hecho resonar en nosotros, ese espíritu revolucionario tan necesario en estas épocas inciertas. Al salir del concierto, flotaba en el ambiente la sensación de que, dentro de nosotros, vive ese mismo espíritu que el corso traicionó y que impulsó a Beethoven a escribir esta obra, por eso, hay que seguir siempre al frente, siempre.

 

 

El árbol de los sueños de Dutilleux

El árbol de los sueños de Dutilleux

Todo en la pieza hace recordar el crecimiento de un árbol, la constante multiplicación y renovación de sus ramas es la esencia lírica del árbol. Esta imagen simbólica, igual que la noción del ciclo estacional, inspiró la elección del título de esta pieza como El árbol de los sueños.

Con estas palabras, Henri Dutilleux describe su concierto de violín L’arbre des songes, una obra muy original –dedicada en su día al violinista Isaac Stern-, que lejos de estar encasillada en la forma clásica de concierto de tres movimientos muy diferenciados (rápido-lento-rápido), desarrolla una idea temática única cuyos contornos no están muy definidos y que va evolucionando conforme avanza la obra. El concierto está separado por interludios o «paréntesis» ejecutados por la orquesta, que sirven de transición entre los movimientos y donde se recuerdan los elementos temáticos que ya han salido y se meditan nuevas transformaciones. También puede ser un buen momento en que el solista puede descansar, e incluso comprobar la afinación del instrumento, como hizo Gringolts en el concierto que se celebró los pasados 2, 3 y 4 de febrero. Fue interesante escuchar cómo Dutilleux distribuye esta «idea temática» por los distintos instrumentos de la orquesta; el color y tipo de sonido de cada instrumento influye en la forma en que se desarrolla. Al mismo tiempo llama la atención el uso de los bongos y la gran variedad de intrumentos de percusión que intervienen, así como el piano. Sin embargo, en algunos momentos del concierto, el volumen de la masa sonora de la orquesta ahogó las intervenciones del violín solista.

Ilya Gringolts supo defender con creces la obra con una interpretación pulcra, de buen gusto y que no caía en absoluto en las exageraciones y maneras afectadas que tanto hemos visto en otros intérpretes. Sencillamente, controlando el sonido y sin abusar del vibrato, supo ser expresivo y resolver con elegancia los momentos delicados y virtuosos sin la necesidad de incurrir en la exhibición gratuita. La humildad que demostró Gringolts versus la obra y dominio de la técnica del instrumento -con que los que captó perfectamente su esencia- son atributos propios de un instrumentista versátil, ya que permiten al intérprete una gran flexibilidad a la hora de adaptarse a distintos estilos fuera del estilo romántico (antigua y contemporánea), como bien ha demostrado en sus grabaciones de las sonatas de Hindemith / Schnittke , los cuartetos de Taneyev & Glazunov o las Bach: Partitas Nos.1 & 3; Sonata No.2 por poner algunos ejemplos.

A demás del árbol de los sueños, la primera parte del concierto se interpretó la Funeral song op. 5una obra temprana orquestal de Igor Stravinski al estilo del romanticismo tardío, escrita antes de su evolución durante la colaboración con Diaghilev y que fue redescubierta hace tres años en el conservatorio de San Petesburgo. La OBC la dedicó a la memoria del recientemente fallecido Jesús López Cobos, emblemático director que había trabajado en múltiples ocasiones con la orquesta.

En la segunda parte, tuvimos el placer de escuchar Petrushka de Stravinski, ya de lleno en el estilo ruso que lo haría célebre. La precisión y claridad de escritura de la obra unida a la enérgica dirección de Hannu Lintu, permitió al público disfrutar de su interpretación sin reservas.

Das Wunder der Heliane, de Korngold, en la Deutsche Oper: el reto de programar rarezas

Das Wunder der Heliane, de Korngold, en la Deutsche Oper: el reto de programar rarezas

Fotografía © 2018, Monika Rittershaus

Erich Wolfgang Korngold es la clara expresión del intento de los teutones de ampliar su cuota de compositores patrios. La producción de Korngold se ve, en numerosas ocasiones, reducida a su música de cine, pese a su nutrida producción en otros ámbitos. El pasado 18 de marzo se pudo ver en la Deutsche Oper de Berlín Das Wunder der Heliane, una de sus cinco óperas, aún una rareza del repertorio, poco oída tras su estreno en 1927.

La historia es sencilla: un Extranjero (Brian Jagde) llega a los dominios del Gobernante (Josef Wagner) , un dictador, y su mujer, Heliane (Sara Jakubiak). El Gobernante, frustrado porque no es amado por Heliane, encierra y condena a muerte al Extranjero, pues le resulta insoportable su alegría. Heliane visita en su celda al Extranjero, y el amor surge entre ellos. Ella termina desnuda frente a él pero no llegan a acostarse. Heliane se retira. En esas, entra el Gobernante a pedir consejo al Extranjero sobre cómo enamorar de nuevo a Heliane. De esta forma la sorprende desnuda y, lleno de odio, propone su enjuiciamiento. El Extranjero es finalmente ejecutado y Heliane, durante su proceso, no es capaz de negar sus sentimientos por el Extranjero. El Gobernador decide que sea la justicia divina la que se encargue del caso: la inocencia de Heliane será probada si consigue hacer revivir al Extranjero. Finalmente, el Extranjero revive para sorpresa de la propia Heliane, la multitud y el Gobernador. Éste, que no puede sorportar la situación, asesina a Heliane, que se va al cielo con el Extranjero.

Una historia tan sencilla con un final casi de realismo mágico permitiría hacer volar la imaginación de cualquier esceneógrafo/a. Sin embargo, la propuesta de Christof Loy fue en exceso sobria y algo lacónica. Paredes y suelo de maderas, en una sala sin vida, con apenas una mesa y una silla como elementos escenográficos. Los personajes seguían la misma línea de contención expresiva: trajes blancos, negros y grises que daban la sensación de uniformidad. Lo más interesante, quizá, fue justamente el lado estético de las escenas que se creaban, aunque lo agradable al ojo puede resultar también tedioso o, sencillamente, demasiado simple. Hubo, además, algunos problemas de concepción que rompieron trágicamente la unidad de la pieza. En las partes instrumentales, simplemente, se bajaba el telón: Los recursos para cambiar escenografía y disposición sin necesidad de la rotundidad de bajar el telón son múltiples: desde telas a escenario giratorio, pasando por paneles o secciones abatibles. En resumen: poca imaginación y un montaje que se pasó de elegantón.

En la parte musical, que es infinitamente más interesante que el libreto, ñoño y beato hasta la saciedad, especialmente al final, vimos a una orquesta dirigida por Marc Albrecht que abusó de una interpretación pastosa y con dinámicas efectistas. Tanto el tema como la música rezuman maniqueísmo, y Albrecht simplemente se dejó llevar por él, sin explorar en exceso otros registros. Por el contrario, el coro residente de la Deutsche Oper tuvo una de sus mejores noches, con un trabajo impecable en los fortísimo y una capacidad vocal y teatral que salvó muchos momentos de escenas que decaían. Sara Jakubiak estuvo excelente, con una capacidad vocal controladísima y un claro trabajo de registros teatrales de su personaje. Destaco especialmente su valentía ante el desnudo absoluto (con la depilación correspondiente en este mundo en el que las mujeres tenemos que ir como si fuesemos muñecas Barbie) y las diferentes caras que supo desarrollar de su personaje, a veces más tímida y recatada, otras erótica y fuerte. Brian Jagde fue un Extranjero mejor a nivel vocal que teatral, por debajo de su compañera de reparto, colaborando poco en que hubiera química entre ellos.  Josef Wagner, el Gobernante, estuvo a la altura de Jakubiak, explorando con rigor y mucho gusto la trágica existencia de un personaje odiado e incapaz de amar. Destaco, en positivo, a Okka von der Damerau, en el papel de La Mensajera, por su rotunda presencia escenográfica y un trabajo vocal del más alto nivel, pese a ostentar un rol secundario; y, en negativo, a Burkhard Ulrich, en el papel del juez ciego, que mantuvo una voz nasal en todas sus intervenciones que dejaba bastante que desear.

Tengo sentimientos encontrados con esta obra: recomendaría ir porque apoyo plenamente que se amplíe el canon y se programe música poco o nunca escuchada, sea de la época que sea. Pero, al mismo tiempo, la pobreza de la escenografía, que no aporta nada al libreto –ya de por sí escaso de interés– hacen que la ópera quede en anecdótica y no como uno de los aciertos de la temporada de la Deutsche Oper berlinesa.

La exótica «Aida» de Verdi en el Teatro Real

La exótica «Aida» de Verdi en el Teatro Real

Después de 20 años, el Teatro Real ha repuesto Aida (1870) de Giuseppe Verdi, la cual ha estado dedicada al tenor Pedro Lavirgen, un gran intérprete de Radamès. En 1998 fue un espectáculo suntuoso y novedoso que al parecer maravilló al público. En esta ocasión contó con la dirección de Nicola Luisotti y la dirección de escena de Hugo de Ana. ¿Sucedió lo mismo dos décadas después?

El libreto de esta ópera es de Antonio Ghislanzoni y está basado en un guion (1869) de Auguste Mariette. Cuenta con cuatro actos que nos trasladan al Antiguo Egipto, donde se vivieron importantes batallas para ocupar el gran trono, que en esta obra está regido por el faraón de Egipto (a cargo del bajo Soloman Howard) y es disputado desde Etiopía por el rey Amonasro. Uno de los temas universales de la historia del arte es el amor prohibido entre enemigos y aquí está encarnado por el capitán del ejército egipcio, Radamès, y la princesa de Etiopía, Aida, que es capturada por sus enemigos y convertida en esclava. Además, el acceso a ese amor prohibido cuenta con otro inconveniente, ya que la princesa de Egipto, Amneris, también está enamorada de este héroe. Todos lucharán por algún tipo de amor y contra sí mismos por no traicionar aquello en lo que creen.

Y, sobre todo, está la exaltación del país, el amor a la patria, el sacrificio por la tierra amada por encima de cualquier circunstancia. Porque esta ópera fue compuesta cuando Italia estaba en un momento de máximo apogeo nacionalista y fue una época que además estuvo marcada por la historia y el exotismo. Este último a nivel musical está representado por las melodías del oboe, las arpas y la flauta. Por lo que en esta obra tenemos la visión un tanto romántica del Antiguo Egipto que nos ha sido trasladada de diversas maneras ya en pleno siglo XXI.

La obra comienza con un espectacular telón con símbolos egipcios. Uno de los (in)convenientes al tratar el tema del Antiguo Egipto es que hay que conocer muy bien su historia y su mitología. Por ejemplo, algunos símbolos de vida estaban presentes en las telas que amarraban a Radamès cuando es ajusticiado y posteriormente condenado a muerte. ¿Vida o vida eterna?

Las imágenes proyectadas nos llevaron a las pirámides de Gizah (forma parte del área metropolitana de El Cairo) y a algunos de los templos más importantes de ese país, como el de Luxor. De hecho, los dos primeros actos estuvieron presididos por un gran obelisco -en cuya base había esculturas femeninas, algo que sorprende- y los dos últimos, por la gran pirámide de Keops. Uno simboliza el día y la vida. El otro, por el contrario, la noche y la muerte.


En cuanto a las interpretaciones musicales, el pasado día 17 brilló desde el principio la gran Aida (a quien dio vida la soprano Anna Pirozzi) con la que recorrimos estados de ánimo intimistas y dramáticos: nos hizo vivir su amor, su entusiasmo, sus dudas trascendentales y su determinación en la muerte. Estuvo acompañada por George Gagnidze, quien conoce a la perfección los personajes de padre fervoroso, como demostró en Norma de Vincenzo Bellini la temporada pasada en el Teatro Real. Ekaterina Semenchuk fue la antiheroína ideal con quien Aida tuvo que medirse no solo en el amor, sino también en los dúos. Sin embargo, el héroe de esta obra, Radamès (interpretado por el tenor Alfred Kim) no estuvo a la gran altura de sus enamoradas y tuvo una mejor actuación en los dos últimos actos.

La suntuosidad y el colorido del Antiguo Egipto, el exotismo y la magnificencia fueron puestos en escena con el vestuario, la escenografía y los bailarines. Las danzas que realizan fueron espectaculares por transmitir fuerza, sensualidad, determinación y belleza. Incluso en la escena en la que trabajan con telas. Se trata de un guiño a las momias de hace miles de años y de nuevo se puso en escena una dualidad entre la vida (los bailarines) y la muerte (con las telas y los movimientos un tanto extraños de momias vivientes). Un gran trabajo de la coreógrafa Leda Lojodice y de todo el cuerpo de baile.