Hay obras endiabladamente difíciles que requieren un dominio técnico para abordarlas. Si encima juntamos tres de estas obras en un concierto sin pausas, la hazaña es todavía mayor. Pero las tres últimas sonatas de Beethoven son mucho más que un reto técnico, su profundidad empalidece en comparación con su dificultad y una interpretación impecable, como lo fue la de Elisabeth Leonskaia en el Palau de la Música de Barcelona, no sirve de nada si no se asienta en un planteamiento que permita articular su riqueza.
Leonskaia no parecía del todo cómoda en el Palau. Los numerosos ruidos que desde el principio se escucharon en la sala parecieron importunarla, hasta el punto de hacerle demorar el inicio de la segunda sonata a la espera del ansiado silencio. Hace apenas un mes, Barenboim reprendió duramente al ruidoso público que llenaba el Palau. Aunque en esta ocasión el nivel de ruido no era ni de lejos el mismo, es normal que algo así estropee la conexión entre público y artista y podría explicar, al menos en parte, el carácter distante de la interpretación de Leonskaia.
El inicio de la sonata nº 30 Op.109, con un marcado rubato, parecía presagiar una interpretación muy personal, pero la sensación se desvaneció a medida que la obra avanzaba. Los contrastes, las dinámicas, el fraseo… todo parecía obedecer más a la intuición de la intérprete en el momento que a un plan trazado a partir del estudio previo de la partitura, con lo que los efectos puntuales se impusieron al efecto global. El dominio del instrumento y el talento de la intérprete legendaria estaban allí, pero en esta ocasión la inspiración de Beethoven no se vio correspondida en la interpretación.
Muchos de ustedes se acordarán del caso de Enric Marco, presidente de la Amicale de Mauthausen hasta 2005, año que estalló la bomba informativa. Nada era lo que parecía. Durante años Marco había pasado por superviviente de los campos de concentración nazi, ahora se demostraba que era falso. Esto era solo la punta del iceberg. Una vez abierta la caja de pandora salieron a la luz otras mentiras con las que Marco había adornado y esculpido su vida labrándose una imagen modélica de héroe antifascista. Cuando la onda expansiva llegó a oídos del avezado escritor Javier Cercas, este enseguida activó su radar de escritor. El personaje de Marco le provocaba fascinación y repulsa a partes iguales. Escribir sobre él se le reveló como una intuición que le afectó personalmente. A dicha labor se dedicó en el lapso de unos diez años hasta que finalmente se publicó El Impostor (Random House, 2014), una novela con un minucioso trabajo de investigación detrás, que desgrana la vida de Enric Marco, la parte de verdad y la parte de ficción que hay en ella. En el prólogo del libro se llega a preguntar por qué esta historia le afecta a él tan profunda y personalmente. La búsqueda de una respuesta racional se convierte en hilo conductor de la novela. Otros motivos importantes también los formula en el prólogo, donde se pregunta cómo una persona es capaz de hacer algo así, y no menos pertinente, cómo es posible que nadie antes destapase una farsa de semejante calado. El propósito de este libro no es el de justificar ni el de rehabilitar a Marco. De hecho, ya le genera a su autor escrúpulos de conciencia el escarnio público al que somete a Marco con su libro. Más bien se trata de intentar comprender a quien Cercas llega a calificar como el “Maradona de la ficción”, no para imitarlo, sino para entender mejor la naturaleza humana y para que un caso así no vuelva a repetirse.
El año pasado se publicó la novela de Cercas con el título alemán: Der falsche Überlebende (S. Fischer, 2017) en una excelente traducción de Peter Kultzen, traductor al alemán de otras obras de Cercas y otros escritores hispanoamericanos de prestigio. Su presentación tuvo lugar en el Instituto Cervantes de Berlín el 11 de mayo de 2017 y contó con la presencia del mismísimo Cercas, quien tuvo ocasión de explicar los entresijos de su novela y de departir con el público asistente. En primer lugar, empezó Cercas recordando el caso de Enric Marco para los despistados que aún no lo conocieran o para el que ya lo hubiera olvidado. Luego pasó a comentar el debate que este había generado en los medios y del que él mismo participó. Aquí se empezó ya a atisbar su posicionamiento al respecto. A continuación, se detuvo Cercas a explicar qué tipo de novela es El Impostor, su peculiaridad estriba en que prescinde de toda ficción, con excepción de un capítulo, y por qué había apostado de nuevo por un género que comparten otras obras suyas como Anatomía de un instante o Soldados de Salamina. Escribir una ficción sobre Marco, ya en sí una ficción ambulante, habría sido un reto desmesurado, imposible de llevar a cabo. En lugar de eso plantea Cercas algo mucho más inteligente, una batalla entre ficción y verdad. Una a una va desmontado todas las mentiras que contaba Marco. El lector asiste atónito a tal cantidad de embustes, a cual más ingenioso y sofisticado. Entre una mezcla de repulsa y asombro va apareciendo Marco en una nueva luz ante sus ojos.
Esta novela reúne una serie de temas que interesan a su autor. En primer lugar, dice Cercas, él se ocupa del pasado para entender mejor el presente. Escribir El Impostor le ha valido para este propósito. Según él, el caso de Marco resulta paradigmático y encarna muy bien nuestro país. Marco se inventó su pasado porque fue incapaz de confrontarse con él, al igual que nos engañamos los españoles a nosotros mismos cuando hablamos de nuestro pasado colectivo. En este punto critica Cercas lo que él denomina la industria de la memoria histórica en España. Para empezar, no le gusta el nombre de “memoria histórica”. En lugar de este, él propone uno mucho más exacto para este movimiento como el de: “Recuperación de la memoria de las víctimas de la República”. En segundo lugar, critica la endeblez del discurso de la memoria histórica en España y la muy insuficiente confrontación de los españoles con su pasado. Hoy día se divulga una versión muy edulcorada de la historia de España. La gente se emocionaba al escuchar a Marco. Admiraba a un ser que tuvo el coraje y la entereza para vencer todas las vicisitudes que el destino puso en su camino. Y se conformaba con un discurso que es puro kitsch, cuyo propagador fue catapultado por los medios de comunicación a la atura de un rock star de la memoria histórica en nuestro país.
La mentira y los mentirosos es tema central de El impostor, como no podía ser de otra manera. Cercas trata el tema desde diferentes ángulos, que van del análisis psicológico de su personaje hasta las teorías sociológicas y filosóficas sobre la mentira. Marco posee un fino don para mentir, que consiste en fabricar sus mentiras a base de medias verdades, “porque las grandes mentiras están construidas a base de pequeñas verdades”.
La novela se eleva a un nivel metaliterario, al que también Cercas nos tiene habituados. En ella se reflexiona sobre los roles y la relación entre el autor y el personaje de la novela, y la predestinación de ciertos temas y personajes sobre los que escribe un escritor.
Al final Cercas emite un juicio contundente sobre Marco. Su acción es reprochable. Marco quebrantó con sus mentiras un principio básico de la convivencia humana. El medio del que se sirvió, la mentira, no halla justificación, ni siquiera en pos de una finalidad positiva. Por ello resulta culpable a juicio de Cercas. Si Marco hubiera contado la verdad habría resultado una historia menos halagadora, pero mucho más interesante, la verdadera historia de España encarnada en su biografía. En cambió optó por hacer ficción de ella alimentando de ese modo una memoria falsa y edulcorada que nadie osó poner en entredicho.
Anoche soñé que volvía a Manderley. Me encontraba ante la verja, pero no podía entrar, porque el camino estaba cerrado. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí poseída por un poder sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que se alzaba ante mí. El camino iba serpenteando, retorcido y tortuoso como siempre. Pero a medida que avanzaba, me di cuenta del cambio que se había operado: la naturaleza había vuelto a lo que fue suyo y, poco a poco, se había posesionado del camino con sus tenaces dedos. El pobre hilillo que había sido nuestro camino avanzaba y, finalmente, allí estaba Manderley. Manderley, reservado y silencioso. (Rebecca, 1951)
335.000 entradas vendidas, 500.000 visitantes, 1085 proyecciones, 20.000 profesionales acreditados de 127 países, 9.000.000.000 de lectores potenciales online…son números de la Berlinale 2017. Con un incremento en la venta de entradas de casi un 50% en la última década, el festival engorda acorde a la expansión de la ciudad.
Pero ¿qué hay detrás de unas cifras tan grandes como un oso berlinés y tan largas como la alfombra roja de Potsdamer Platz?
De dónde venimos
El 6 de junio de 1951, Hitchcock viajó con Joan Fontaine desde Manderley a Berlín, inaugurando con el film Rebecca la primera Berlinale de la historia. Como un viejo rico que no se ha olvidado de sus orígenes, el festival de público más grande del mundo rinde culto desde 1977 a sus clásicos en cada certamen. Así, detrás del glamour de la sección estrella Competition, encontraremos los Berlinale Classics, restauraciones en alta calidad de grandes clásicos –El Cielo sobre Berlín – o a la sección Retrospektive, que se centra este año en el cine de la República de Weimar, la historia de Alemania comprendida entre 1918 y 1933.
Donde estamos
Estamos en la innovación, en el atrevimiento y en la experimentación. Abundan los cortos, las películas heterodoxas y los formatos vanguardistas. Tenemos decenas de talleres, charlas, exposiciones y nuevas formas de interacción que se ramifican cada jornada por la ciudad, transformando el evento en un mastodóntico punto de encuentro para todos. El cine es una excusa para intentar explicar la realidad y reivindicar el derecho a que todos podamos expresarnos libremente. Por supuesto, siempre habrá gente que lo conciba como puro entretenimiento y eso está bien, faltaría más.
Estamos junto a quienes volverán a decir que el festival está politizado, porque esta edición vuelve a poner un foco potente en los refugiados y en las guerras. Asimismo, es alta la presencia de películas africanas, de protagonistas homosexuales y transgénero, de filmes en un sinfín de lenguas, como farsi, quechua o gallego, de sexo explícito e incluso una que toca el canibalismo. La diversidad es fundamental para que el amor gane terreno al odio. Para que el conocimiento se imponga a la ignorancia. Básicamente de eso se trata todo esto. De amplitud de miras. La Berlinale intenta generar conciencia y deconstruir el lenguaje: hablar de temática social, sexual o política es quedarse corto. Se habla de la realidad. Y los cientos de formas que ésta toma tienen visibilidad durante diez días en la capital alemana, en un total de 385 producciones, entre largometrajes, cortos y documentales.
También estamos en la época de la búsqueda de espacio y la contraprogramación. Paralelamente a la Berlinale, durante exactamente las mismas fechas, confluyen dos peculiares festivales: Woche der Kritik, donde críticos de cine y cineastas debaten sobre el cine de autor antes de cada película, y la Boddinale, con películas, conciertos y fiestas de acceso gratuito en el R.A.W, la zona de arte urbano más alternativa de la ciudad y un hervidero de cultura callejera.
Y por supuesto estamos en el #metoo y el speak up, en unos meses históricos cuya dimensión alcanzaremos a valorar pasado un tiempo. Donde cada vez más mujeres se atreven a denunciar a sus agresores, el cine da ahora un paso de gigante. Berlín es tan pionera que ha instalado una asesoría para asistentes al festival, una asesoría para aquellas que se hayan sentido violentadas o abusadas durante el transcurso del mismo.
Adónde vamos
Nos encaminamos a una Berlinale, no muy lejana, en la que el festival lo abrirá un corto, un clásico de los sesenta remasterizado por su aniversario o, quien sabe, un mediometraje grabado enteramente con un iPhone. A un futuro donde Netflix no es el enemigo sino un aliado. Los directores de la exitosa serie Dark charlaran en Berlín sobre el making of y los secretos de una de las series de moda.
Y, por último, vamos hacia el final de una era. El año que viene concluye el contrato de Dieter Kosslick, director de la Berlinale durante los últimos 17 años, el periodo de mayor expansión y éxito del festival. Una comisión de expertos trabaja desde hace meses en la búsqueda de un sucesor. Para ser sinceros, en Berlín se respira melancolía y miedo en el ambiente. El listón está muy alto. Pero hasta entonces, hasta que pase o no todo esto, nos permitiremos disfrutar de esta edición, del presente. Y ser valientes y temerarios, tratando de apartar al oso de la alfombra roja y mirar la realidad, esa otra que hay debajo.
Algunos nombres a seguir en la Berlinale 2018
El prolífico y polifacético Williem Dafoe (Platoon, Arde Misissippi, La última tentación de Cristo) será galardonado con un Oso de Oro honorífico por su trayectoria.
Nuestra Carla Simón -que nos llevará a los Oscar con Verano 1993– será cabeza de cartel en una charla pública dentro de la sección Berlinale Talents, donde expondrá sus estrategias para poner de nuevo en boga al cine de autor. Dicha sección reúne a 250 jóvenes cineastas en Berlín, procedentes de 81 países y con amplia mayoría femenina.
Kim Ki Duk, que estrena una nueva película no apta para todos los estómagos: Human, Time, Space and Human. El director coreano nada como pez en el agua en la controversia y lo subversivo.
Nuestra Isabel Coixet con La Librería, recientemente multipremiada en los premios Goya. Pese a estar fuera de concurso por el Oso de Oro, la expectación entre el público es notable.
Y la miel para el postre con Lav Díaz, un extraño filipino que hace poesía en blanco y negro con películas kilométricas.Season of the Devil es su última obra, de «tan solo» cuatro horas. En la Berlinale 2016 estrenó una cinta de ocho. Cuatrocientos ochenta y seis minutos. El impacto de su duración, unido a unas imágenes que eran versos, le cambió el ADN a Meryl Streep, dicho literalmente.Nunca he escuchado una mejor definición del cine.
La serie de conciertos Kontraklang ha vuelto a la capital alemana y, para ello, ha preparado una suculenta presentación, la Black Box Music de Simon Steen-Andersen (2012) junto con dos entrantes, sky-me, type-me (2011) de Jagoda Szmytka y el estreno de Freunde, de Christian Winter Christensen (2017). Para ello, eligieron uno de los teatros más interesantes de Berlín, el Heimatfhafen, en el corazón de Neukölln, que tiene una dirección explícitamente política, al ensemble Scenatet y al percusionista Håkon Stene, para el cual fue escrita originalmente Black Box Music.
sky-me, type-me fue un comienzo un tanto desabrido. Es una obra que consiste en la exploración de las sonoridades que propician megáfonos portátiles: el sonido surgía del acople, de la saturación, de la extrañeza ante escuchar la propia voz con un aire robótico… La parte teórica de la obra prometía, además, una búsqueda de la expresión sonora de las emociones básicas, una especie de traducción sonora de los emoticonos. El resultado, sin embargo, dejaba algo que desear ante tal promesa. Cuatro voces diferentes, de los performers sentados de espaldas al público cada uno con una mesa, un megáfono y una pequeña lamparita, seguían su línea que a duras penas conseguía superar la fácil exploración de efectos. Era, a mi juicio, mucho más la exposición de materiales para una obra que una obra en sí. Sus partes quedaban desintegradas y enseguida perdía el interés. Esta obra, que se sitúa cerca a las obras que suelen preparar ensembles como Handwerk o a las de François Sarhan, pecó de exceso de confianza en la materia prima de la contaba y redujo todo su discurso al medio, el megáfono.
Freunde, sin embargo, tenía algo más que contar y más relación con la última obra de la noche, Black Box Music. Se unía el elemento coreográfico de cuatro performers sentados en círculo con la electrónica que iba ‘aprendiendo’ según los patrones que se iban creando en el desarrollo de la pieza -la aceleración del final, que rompía con el tempo estable hasta el momento, dislocaba a la máquina-. El material de la obra partía de la percusión corporal, la coreografía y la poesía fonética y daba como resultado una obra que conseguía hipnotizar con la mecanización de los gestos repetidos. No obstante, uno de los performers iba siempre por delante del tempo, lo que rompía con la lógica de engranaje que aparentemente Christian Winter Christensen quería crear. Es interesante que parte del efecto percusivo corporal se conseguía golpeando o tocando el cuerpo de los otros de forma no violenta –como se ha hecho en piezas de danza– sino íntima. El silencio total de la sala era cómplice de esa incursión en el cuerpo de los otros. Quizá ese es el sentido del título de la pieza, Freunde (amigos): ser amigos implica poder tocar al otro con su beneplácito, moverse a la vez, comprenderse en el gesto. Perdonen la digresión.
Y, por fin, llegó el plato fuerte del menú: Black Box Music. Ha sido aplaudida y reseñada por numerosos medios y no es para menos. Se trata de una pieza absolutamente hiptnótica, que juega con lo que la audiencia puede y no puede ver y también lo que puede escuchar y no escuchar de una caja negra que se proyecta en una pantalla. Håkon Stene, en este caso, maneja los elementos de dentro de la caja detrás de ella, introduciendo sus manos por dos aberturas. Para que lo entiendan más rápidamente: es como un teatro de marionetas, en el que el director mueve los muñecos intentando no ser visto. La analogía con el teatro no es baladí: una pequeña cortinita que el director abre y cierra recuerda a las de los juegos de niños. La sorpresa de lo que aparecerá cada vez que abra el telón es parte del truco de esta pieza. Salvo por algunos problema de encaje entre el gesto del director y el ensemble –sobre todo, en el retraso en la reacción–, la interpretación estuvo muy lograda, sin caer en dinámicas monótonas y evitando la fácil estrategia de dejar que el visual cargue con todo el peso. Tres partes, claramente diferenciadas, la constituyen –no es baladí esta velada referencia a la importancia de las tres partes en la música tradicional–: una, en la que la caja está prácticamente vacía, en la que el director mueve al ensemble entre el juego de sombras y el sound painting. Es decir, sus gestos están asociados con un sonido, muchas veces directamente tomado de la cultura pop, como una suerte de traducción de los sonidos de los dibujos animados. Las manos extendidas hacia fuera era como un volver a casa: así comienza la pieza, que es el gesto para un cluster entre todos los instrumentos convocados, en los que entran algunos tradicionales, otros modificados y algunos objets trouvés, como un taladro. La segunda parte consiste en la exploración sonora de diapasones de distinto diámetro, que crean una atmósfera sonora más íntima. Los diapasones se apoyan en piezas metálicas dentro de la caja que amplía el sonido mediante micrófonos en sus paredes. Es decir, si bien la primera parte tomaba el sonido (fuera) mediante el gesto (dentro), la segunda parte es una inversión: la prioridad la tiene lo que sucede en la caja (dentro) que consigue sacar sonido hacia fuera, no ser solo un medio sino también un fin (sonoro) en sí misma. La tercera parte es la de factura más steenandersiana, pues consiste en ir llenando poco a poco la caja de objetos cotidianos y buscar sus sonidos: gomas de plástico estiradas que dialogan con el contrabajo, basos de plástico que son movidos por un ventilador para oficinistas sofocados, serpentinas, globos. La pieza es una exploración del vacío –el gesto mínimo– al horror vacui, que resignifica completamente los sonidos iniciales –como el cluster con el que se abre la obra–. Aunque los materiales sonoros que constituyen la pieza y la fuerza del visual son determinantes, la pieza no deja indiferente. Mientras muchos de los sonidos están directamente asociados con el mundo del pop, provocando incluso la risa entre los asistentes al traer al recuerdo los sonidos del Coyote y del Correcaminos, el pip de la censura televisiva o el chasqueo de lenguas y dedos; otros buscan reescribir la tradición de la que parten, poniendo en entredicho la labor del director –llamarlo titiritero no deja en muy buen lugar a los músicos vestidos de pingüino, serios y concentradísimos– y de la relación entre gesto y sonido. Si bien el gesto ha sido clave en toda la tradición musical, pues incluso la notación musical surge como copia de un gesto, éste tiene algo de autoritario, de guía, que impide alternativas a lo que el gesto indica. Quizá por eso el teatro donde se enmarca tal gesto es una caja de cartón donde se ve parte de la tramoya y casi está construida como lo haría un niño, con los materiales que tiene más a mano, materiales sencillos que nada tienen que ver con la búsqueda y defensa de lo liso y lo pulido de los adultos. Esto lo dice Byung-Chul Han, que en su libro La salvación de lo bello justamente incide en la tendencia contemporánea a eliminar la arruga, la marca, a favor de lo intacto. Como los móviles o los ordenadores. La caja de Steen-Andersen abandona este ideal y dignifica los sonidos de las cosas corrientes; esos que, quizá, hemos olvidado cómo escuchar.
Se ha hablado mucho del futuro de la música clásica[footnote]Entendida en toda su extensión, desde los inicios de la tradición musical hasta la creación actual.[/footnote], de la necesidad de acercarla a nuevos públicos (especialmente a los jóvenes) y de renovar una serie de convenciones formales ancladas en el pasado que condicionan tanto a espectadores como a compositores. Puede parecer algo complicado, pero lo cierto es que hay multitud de ejemplos de iniciativas que, aunque de momento solo puntualmente, logran romper con la rutina de la programación clásica. La receta es sencilla: una programación coherente con objetivos artísticos definidos, interacción con el público, y un enfoque pedagógico. Formaciones como la Budapest Festival Orchestra liderada por Ivan Fischer, la Aurora Orchestra o el Quantum Ensemble, por mencionar unas pocas, demuestran en cada actuación la efectividad de estos planteamientos. En ocasiones las propias obras ya conllevan un cambio en el formato tradicional de concierto, como en el caso del concierto para clarinete«Peacock Tales» de Anders Hillborg, escrito en 1998 para Martin Fröst. (más…)
Una de las óperas más polémicas de los últimos tiempos es Dead Man Walking de Jake Heggie, que se presentó en el Teatro Real en enero y febrero. Esta expresión proviene del último paseo de los condenados a muerte desde su celda hasta la cámara de ejecución. Además, la obra está basada en un hecho real en Luisiana (en el sur de Estados Unidos) vivido por la hermana Helen Prejan, quien escribió su vivencia con el reo Joseph De Rocher en su obra homónima en 1995. El libro también fue llevado a la gran pantalla con Dead Man Walking (1995) de Tim Robbins, interpretada por Sean Penn y Susan Sarandon, cuya interpretación le valió el Oscar como mejor actriz.
La última representación fue el 9 de febrero, que es a la que asistí. La versión presentada en el Teatro Real fue dirigida por Mark Wigglesworth y la dirección de escena estuvo a cargo de Leonard Foglia. La prominente fuerza dramática e interpretativa recae sobre los personajes principales que estuvieron interpretados por la mezzosopranoJoyce DiDonato y el barítono Michael Mayes. Ambos consiguieron un tándem prodigioso en el que nos llevaron por una carretera hasta Angola (prisión donde estuvo De Rocher) en la que el camino estaba lleno de fe, dudas personales, cuestionamientos éticos y morales, devoción religiosa y familiar, la venganza y el perdón. Con el libreto de Terrence McNally se recorre todo un sendero de angustia, miedo, dudas pero también de esperanza y redención. Porque cuando se cometen crímenes atroces, puede resultar fácil conmutar la pena máxima pero aquí nos plantean interrogantes sobre qué ocurre con la familia del condenado, cómo se sienten los familiares de las víctimas ante la inminente ejecución de la condena judicial. Así como ¿se puede perdonar un crimen tan cruel? ¿Les servirá de consuelo saber que ese monstruo va a morir?
Dead Man Walking es una ópera que no necesita grandes medios escénicos ni números de ballet porque el libreto, las ideas que subyacen en él, el dramatismo y las grandísimas interpretaciones de Michael Mayes y Joyce DiDonato hacen que no sea necesario nada más. Aun así, el recorrido por la prisión estuvo bien planteado. En ella vemos a una casi desvalida religiosa que con gran expresividad trata de alimentar el alma del condenado para que se libere de sus abominables pecados a través de la confesión antes de morir.
También es muy destacable el papel de la madre del recluso,la señora de Patrick de Rocher, porque sus interpretaciones como madre que sufre al saber lo que le puede suceder a su primogénito, querer creer ciegamente en su inocencia y luchar por salvarle a todos los niveles. La encarnada de darle vida fue la mezzosoprano Maria Zifchak y uno de sus grandes escenasquedó reflejada en el momento de la declaración en el tribunal, en el que fue tan emotiva esta cantante que llegó a conmover al público con su desgarradora interpretación.
El trabajo realizado por Michael Mayes es impresionante a nivel de actuación y de interpretación musical, aunado en el papel más complejo de esta obra. Con este personaje además Jake Heggie se acerca a la tradición musical del sur de Estados Unidos con guiños al blues. En este sentido, son especialmente expresivas y emotivas las «confesiones» del condenado a la hermana Helen con las melancólicas melodías de «Everything is gonna be alright» y «I believe (…)». Una lección magistral de este otro monstruo de la escena.
El final de Dead Man Walking consiguió la expectación absoluta. Exaltación del dramatismo sin necesidad de recurrir a todo el coro y los cantantes como suele ser habitual: se utiliza el silencio para recrear la tensión máxima a la que se llega con el único sonido de unas constantes vitales que se apagan. Impresionante final de esta ópera con la ejecución de la condena.