Se cuenta, que en los tiempos en que Wilhelm Furtwängler era director titular de la Filarmónica de Berlín, la sola presencia del maestro en la sala de ensayos, hacía que el sonido de la orquesta cambiara de una manera ostensible pese a que no estuviera él dirigiéndola. Se dice, que había logrado crear en el grupo un sonido propio, personal, y que la orquesta respondía de un determinado modo con solo ver la figura de Furtwängler.
Este tipo de simbiosis orquesta-director es prácticamente imposible en la actualidad. Nuestra época, bebe de una visión eminentemente comercial en lo referente al mundo de las grandes orquestas. Un director de altos vuelos, actualmente, está realmente unas pocas semanas al año con la orquesta de la que ostenta la titularidad. El resto del tiempo, está como huésped en otras tantas agrupaciones o siendo titular a tiempo parcial de otras cuantas orquestas que suelen pagar muy bien este tipo de, dijéramos, promiscuidad musical. El resultado es bien claro, desde hace ya décadas, existe un sonido estándar en casi todas las orquestas de alto nivel del mundo. Atrás ha quedado el sello característico de agrupaciones míticas, quizás, solo algunas pocas agrupaciones alemanas se resisten al este tipo de globalización.
Ahora bien, este panorama que a muy pocos parece importar, en tanto que los estados de cuenta sean positivos, no se ha generalizado en el mundo de la llamada “música antigua”. Muy probablemente porque, además de que los integrantes de las diversas agrupaciones no suelen ser músicos que solo van a ganar un sueldo por un determinado número de servicios (característica de muchas orquestas sinfónicas), lo cierto es que, al menos en el caso de los grandes grupos, suelen estar dirigidos casi en exclusividad por sus directores fundadores o titulares desde hace ya muchos años. Tal es el caso de Collegium Vocale Gent que ha sido dirigido desde su inicio en 1970 por su fundador Philippe Herreweghe y que el pasado jueves 1 de febrero presentó en la sala Pau Casals de l’Auditori, un hermoso programa, integrado en su totalidad por obras de J.S.Bach.
Las cantatas Ärgre dich,o Seele, Nicht, BWV 186 yHerr, gehe nicht ins Gericht, BWV 105 junto con la Missa brevis, BWV 234 integraron un programa realmente interesante. Desde su fundación, el Collegium Vocale Gent ha tenido en J.S.Bach a un autor en el que han logrado hacer lecturas de una belleza extraordinaria. Su director, el maestro Herreweghe, es sin duda, junto con el británico Sir John Eliot Gardiner y el neerlandés Ton Koopman, uno de los máximos referentes en la interpretación del maestro de Leipzig. Cada uno de ellos imprime un sello muy especial en sus lecturas, siempre fieles a la nota escrita, ello no impide que podamos encontrar claras diferencias entre ellas. Así Gardiner suele imprimir unos tempos siempre asociados a la danza y a la teatralidad y por ello suelen ser rápidos y vivos, siempre llenos de una perfección técnica y musical pasmosa. Por el contario, los continentales Herreweghe y Koopman suelen hacer tempos mucho más relajados y lecturas muy intimistas, y en el caso de Herreweghe, busca los colores entre las voces y la mezcla de estas con los timbres de la orquesta.
En el concierto que nos congregó el pasado 1 de febrero, fue muy palpable que Philippe Herreweghe imprime, como lo hacía Furtwängler con sus músicos, un sonido muy personal con su sola presencia. De aspecto casi frágil, siempre próximo y atento no solo con sus músicos, a los que dispensa un trato exquisito de camaradas de viaje, en cuanto da inicio el fluir de la música es como si dentro de él sucedieran cosas a un nivel muy profundo y ellas fueran comunicadas al resto de intérpretes presentes. Sus gestos, son casi crípticos, no se atienen a una determinada escuela de dirección, de hecho, el maestro nunca cursó ningún tipo de estudio al respecto, pero su efectividad es muy clara. Una buena técnica lo único que garantiza es que logres comunicar bien tus intenciones al resto de los músicos, pero si no tienes nada que decir, la sola técnica solo hace que te veas bien en el podio y en las fotografías que tu agente envíe a la prensa. Pero en este caso, no es solo que el grupo esté primorosamente preparado y que cada uno de los músicos y cantantes sean profesionales de muy alto nivel capaces de dar solos un estupendo concierto, es que Herreweghe, logra generar la alquimia misteriosa de mezclar en su justa medida estos elementos de primera categoría, para entregar al público congregado algo no solo bello, sino realmente trascendente.
Y esta música lo es. Bach compuso sus cantatas en su mayoría cuando se afincó en la ciudad de Leipzig y en ellas vive el corazón religioso de su autor. En estas pequeñas perlas que el maestro tenía que componer en apenas unos pocos días, viven los pensamientos más profundos de J.S.Bach. Luterano convencido desde su infancia, cuando aborda cualquier texto sacro, realmente hace una exégesis del mismo. Podemos encontrar en sus textos, pero sobre todo en su música, la profunda confianza que Bach había depositado en Dios. Desde muy pequeño, la muerte lo había acompañado: primero perdió a sus padres siendo muy pequeño, después, perdió a su primer esposa y a lo largo de su vida, vio morir a 10 de sus hijos. Este hombre al igual que casi todos sus contemporáneos quizás, solo podía encontrar refugio ante la dureza de la muerte, en la religión y muy concretamente, en la música que el escribía para ese Dios en el que creía. Herreweghe y sus músicos, abordan la obra de Bach con un profundo respeto, lo que hace que sus interpretaciones estén llenas de vida, de consuelo, de un profundo amor que trasmiten a su público, lo que los convierte en el actual páramo musical, en verdaderas flores en el asfalto.
Piotr Beczała se ha convertido en uno de los favoritos del público barcelonés después de un deslumbrante debut en el Liceu con Werther hace justo un año, al que siguió una excelente interpretación en Un Ballo in Maschera al inicio de esta temporada (con la que salvó unas funciones por lo demás desastrosas). Sin embargo en su recital del pasado viernes la sala del Palau de la Música mostraba no pocos huecos, quizás debido al programa inicialmente anunciado: las canción italianas y polacas no parecieron motivar lo suficiente a un público generalmente más interesado en la ópera que en el lied. Con lo que no contaban es que Beczała, muy consciente de qué repertorio es más popular, acabaría haciendo practicamente dos recitales.
El programa anunciado era precioso, con una primera parte dedicada a canciones italianas que huía de las habituales napolitanas. Flanqueadas por tres populares canciones de Francesco Paolo Tosti y otras tantas -menos habituales- de Stefano Donaudy, pudimos escuchar unas maravillosas rarezas de Ermanno Wolf-Ferrari y de Ottorino Respighi. Si bien no tiene la voz solar de Pavarotti, que tan bien representaba el carácter mediterraneo de estas melodias expansivas, la voz de Beczała es ideal para este repertorio, con su timbre claro, la emisión libre y cómoda en todos los registros y unos agudos resonantes. El atril (lo usó únicamente en la primera parte) le restó un poco de espontaneidad, pero mantuvo en todo momento el contacto con el público y la cuidada dicción con la que desgranaba cada palabra de las canciones demostraba un estudio concienzudo de la partitura. Si algo distingue su canto es la perfección de su emisión y el control de la línea melódica, y su recital fue toda una lección en ese sentido. Sublime resultó, por ejemplo, su interpretación de «Nevicata», una preciosa canción de Respighi que pertenece a un grupo de temática meteorológica. La voz era un flujo sonoro que esculpia sin fisuras y con precisión los arcos de cada frase. Cada contraste, cada matíz, hallaba su lugar con naturalidad. Todavía más natural -o mejor dicho, más extrovertido- se mostró en la segunda parte, al cantar en su lengua nativa canciones de Stanisław Moniuszko y Mieczysław Karłowicz. Fue una suerte poder descubrir este repertorio tan rico y desconocido. Ojalá se hubiera extendido más con él, aunque también valió la pena la incursión al otro lado de la frontera, con una selección de cuatro piezas de las canciones zíngaras de Dvořák magnificamente cantadas. Beczała es consciente de la diferencia entre ópera y canción, por lo que en todo momento adaptó el volumen de su voz al carácter de las obras y a las dimensiones de la sala; solo en notas puntuales -algunos agudos finales- cedió a la tentación de usar toda su potencia vocal, desvirtuando ligeramente el efecto laboriosamente construido durante la pieza. Por lo demás, el equilibrió y la coordinación con Sarah Tysman, fueron completos. La pianista mostró la misma musicalidad al teclado que el tenor, acompañando con una pulsación fluida y expresiva.
Para el final del recital el tenor polaco se reservó un as en la manga. El público sin duda disfrutó de todo el recital (hacía tiempo que no se gozaba de un silencio tan intenso durante un concierto en el Palau), pero fue después de la verdiana «Celeste Aida» cuando se desató la locura, a lo que Beczała respondió generosamente con cuatro propinas operísticas («la fleur» de Carmen, «recondita armonia» y «e lucevan le stelle» de Tosca, y «dein ist mein ganzes Hertz» de Das Land des Lächelns) y otra canción del ciclo zíngaro de Dvořák como colofón. En definitiva, casi un segundo recital que empezó con el aria de Aida y se prolongó casi media hora para disfrute del público y también del propio tenor, que liberado del intimismo que impone la canción llenó la sala del Palau con todo el volumen de su voz e impactantes agudos.
(Foto sacada de https://www.lichtspielkino.de/aus-dem-nichts/)
De la nada irrumpe en la vida de las personas la contingencia de la realidad, como una bomba, un ataque terrorista. La razón por la cual justamente una persona viene a ser víctima de una explosión es incomprensible y allí está lo más perturbador de todo el asunto. La maquinaria ideológica y la combinatoria de la contingencia que lleva a alguien a ser víctima de una tragedia se escapan de cualquier posibilidad de comprensión. La víctima se ve entonces en la tarea, en medio de su descontrol afectivo, de reestablecer un orden perdido, aunque sea en su propia cabeza, de reencontrar el estado en el que se encontraba antes del abrupto movimiento de las cosas; la víctima se encuentra frente a una tarea de inercia trágica. El drama individual de la pérdida, no solamente de los seres queridos sino de cualquier filiación con la realidad, es el tema de la última película de Fatih Akin Aus dem Nichts (De la nada).
La película retrata de cerca, demasiado de cerca quizás, los violentos sentimientos de Katja (Diane Kruger) al perder súbitamente a su marido turco Nuri (Numan Acar) y a su hijo Rocco en un ataque terrorista. El público participa de cerca, muy de cerca, del drama interno de Katja. En tres cuadros a manera de tríptico, la tragedia de Katja, desde el ataque pasando por la búsqueda de un entendimiento hasta la reparación de lo sucedido, adquiere una unidad perfecta. Se trata precisamente del retrato exhaustivo del dolor de la tragedia a carne viva, donde cualquier tipo de justicia se revela como la más ciega y sorda de todas. La justicia alemana, con su burocracia inhumana, se muestra impotente ante un dolor que sobrepasa cualquier posibilidad de reparación. Y he allí lo problemático de la película. La tragedia, llevada a la pantalla grande con ese amarillismo peculiar de Akin, solamente puede ser abordada como llanto sordo. La película muestra lo que ocurre en la cabeza de Katja y al mismo tiempo cómo el mundo se va evaporando en su mirada. El cuadro es, en suma, negro pero al mismo tiempo coherente, detallado y completo.
Fatih Akin es tal vez, con Werner Herzog, el director alemán más aclamando en el mundo hoy en día. Sus películas (recordemos Gegen die Wand (2004), Soul Kitchen (2009) o Tschick (2016)) tratan constantemente de la Alemania verdadera en la que las culturas se mezclan, la Alemania de la migración, la Alemania completa. Es de celebrar que justamente un director de descendencia turca sea quien represente a Alemania en el mundo y, dentro de Alemania, trate de desenredar ese drama intenso del conflicto entre distintas culturas. Sus películas investigan a los alemanes en sus afectos más explosivos; por medio de su exageración, su amarillismo, las películas de Akin son ensayos que penetran hasta el centro de la sociedad alemana. Aus dem Nichts es una película denunciatoria del terrorismo neonazi, pero sobre todo de una Alemania que se deshace en sus propias manos: no en vano es Diane Kruger (rubia, blanca y de ojos azules) quien sirve de termómetro de la tragedia. La Alemania en conflicto consigo misma es el otro gran tema de la película de Akin: no es el migrante la víctima, es todo el país.
El engranaje en el que se ve envuelta Katja es el de la contingencia: sus afectos no le pertenecen, tanto su deseo de venganza como su sentimiento de impotencia se le escapan de las manos. Katja pierde su individualidad y la violencia de la tragedia la expulsa al exterior. Katja deviene entonces exterioridad y se deshilacha. Una bomba explota desde dentro de sí misma.
Lo más admirable de la película es ese retrato detallado y, yo diría, antropológico del drama humano en el contexto actual: desde la nada, desde allí donde no entendemos, o nuestro entendimiento y nuestras fuerzas no alcanzan, desde aquella nada irrumpe entonces, como un sunami de horror, la realidad con sus millones de astillas.
Aus dem Nichts presenta, para terminar, la mejor actuación hasta el momento de Diane Kruger. Una actuación que promete una carrera aún más brillante que la que ya hemos visto de la actriz alemana. Solamente por disfrutar hora y media de Diane Kruger en su mejor momento, vale la pena ir a ver la película en grande, en la pantalla grande.
Cuenta Plutarco que al poco de ser ungido como emperador de Roma, Cayo Julio Cesar anunció que se divorciaba de su esposa Pompeya Sila. La causa era que Pompeya había asistido a una saturnalia, festejo de tipo orgiástico, común entre la aristocracia romana, y que pese a no haber participado activamente dentro de ella, su sola presencia comprometía el prestigio del nuevo emperador. Plutarco pone en boca de Julio Cesar esta famosa frase para explicar su divorcio: “La mujer del César no solo debe ser honrada, sino además parecerlo.”
Esta pequeña mención histórica me vino a la cabeza el pasado jueves 18 de enero, cuando tuve el gusto de asistir al que podría ser calificado de un verdadero performance musical. El tema central de nuestro concierto/performance era rememorar un evento que causó un tremendo revuelo en su época: la coronación de Jorge II como rey de Gran Bretaña e Irlanda. El nuevo monarca, coronado en la magnífica abadía de Westminster, puso mucho énfasis en que la ceremonia de su coronación tenía que ser todo lo fastuosa y solemne posible, como si de una representación teatral se tratase, ya que el prestigio de su nación descansaba sobre su propio prestigio personal. El rey de Gran Bretaña y su corte, tenían que ser y aparecer ante el mundo como la esposa del César: dignos y honrados. Lo que sucedía en la realidad es cosa muy diferente, los líos y odios profundos que se tenían entre los miembros de la familia real, están más que documentados, pero ante su pueblo y el enorme cuerpo de embajadores asistentes ese 11 de junio de 1727, el rey Jorge tenía que ser la cabeza visible de un imperio floreciente y cabeza de la iglesia anglicana. Para tal efecto se organizó una ceremonia donde G.F. Händel presentó cuatro nuevos anthem, forma musical religiosa típicamente inglesa, escritos especialmente para la ocasión y que marcaban además, el primer acto oficial del compositor como súbdito de la corona inglesa, ya que el último acto del difunto rey Jorge I, fue firmar el acta de naturalización del maestro.
Hay muchas referencias de los planes para la ceremonia y de cómo finalmente se desarrolló. Parece ser que las cosas, finalmente no fueron todo lo bien que se planearon. Entre desajustes en la sincronía del coro, supresión de obras anunciadas, y un largo etc, la coronación no fue tal como la pensó el rey Jorge, pero de cualquier modo, fue un evento que causó un tremendo revuelo en toda Europa. Además de los cuatro anthem escritos por Händel, se tocaron seis composiciones de maestros ingleses que habían sido ya utilizadas en ceremonias de coronación anteriores, incluyendo la letanía de Thomas Tallis, O God the Father of heav’n de estilo responsorial y el Te Deum de Orlando Gibbons, junto a cinco anthems más. O Lord, grant the King a long life, de William Child, fue el primer himno y la primera pieza musical interpretada en la ceremonia, pese a no estar prevista en el orden de la coronación. El anthem de Henry PurcellI was glad when they said unto me, estaba programado para ser ejecutado, pero una crónica posterior a la coronación redactada por el Arzobispo de Canterbury, indica que “el himno fue omitido por negligencia del Coro de Westminster”. Come, Holy Ghost, de John Farmer, sería ejecutada en el momento de la Anunciación, tras el juramento del rey, para concluir el repertorio con dos anthems más de John Blow, Behold O god our defender y God spake sometime in visions.
Si agrupamos todo el repertorio programado para la ocasión, tenemos más de hora y media de música solamente, si a ello aunamos las procesiones, los toques de trompetas y todo el boato que acompaña a un evento como este, os podréis imaginar lo extenso de la ceremonia. Los británicos siempre se han mostrado muy orgullosos de mostrar al mundo la dignidad de sus reyes y la coronación de Jorge II es uno de esos grandes momentos de “pompa y circunstancia”, así que, los que vivimos la experiencia de estar en la Sala Pau Casals de l’Auditori, el mencionado jueves 18 de enero, pudimos disfrutar de un atisbo de lo que pudo ser aquella mítica coronación.
The King´s Consort dirigidos por su fundador Robert King, nos trasportó admirablemente a la ceremonia antes descrita. La agrupación es especialista en el repertorio presentado. Llevan muchos años trabajando sobre él, y la manera de abordarlo, llena de austeridad y sobriedad, hace brillar muy particularmente este tipo de obras. No se encontrará nunca ni un atisbo de exceso, o si se quiere, de la fuerza desbocada más propia del estilo italiano o francés; aquí, la contención, la proporción, el control de cada elemento, es fundamental, y no por ello se resta nada en su belleza, por el contrario, es solo así, que Purcell, Händel o Gibbons pueden sonar en toda su plenitud, llenos de una profundidad que a muchos en el públicos nos causó un impacto tremendo.
Todo estaba pensado, desde la procesión de trompetas y tambores que rememoraba la entrada del rey a la abadía de Westminster, hasta la proclamación del mismo rey y posterior aclamación por sus súbditos, todo estaba en su lugar y en su momento. Quizás lo único que lamentamos algunos, fue que en la procesión final, cuando los tambores y trompetas abandonaron la sala acompañando al recién coronado rey, algunos asistentes del público comenzarán a aplaudir en medio de la mencionada procesión, rompiendo con ello la magia creada por los músicos.
Sin duda, el sabor británico lo impregnó todo y The king´s Consort logró un concierto estupendo. Cómo nota final hemos de mencionar que justamente “Zadok the Priest” el segundo de los himnos escritos por Händel para la ocasión y que fue interpretado en el momento de la unción del nuevo monarca, fue adaptado en 1992 por Tony Britten y es ahora utilizado como himno de la Champions League, curiosa metamorfosis la de un himno de unción.
Cuando se termina la película, nadie se mueve de su asiento. La frágil música de Pascal Gaigne sigue sonando mientras por la pantalla pasan los títulos de crédito. Ninguno de los que hemos acudido al cine parece tener la intención de abandonar la sala.
Handia cuenta la historia de Miguel Joaquín Eleizegi Arteaga, que vivió entre 1818 y 1861, y su hermano Martín. Ambos nacieron en un caserío aislado en la montaña gipuzkoana, en el seno de una familia rural en la que un estómago más que alimentar sólo dejaba de ser un problema si venía acompañado por unos brazos que trabajaran duro desgranando el maíz y arando la tierra. Martín fue reclutado por el bando carlista para luchar en la guerra contra los liberales isabelinos, hecho que determina su vida psicológica y físicamente, al perder la movilidad de su brazo derecho y quedar incapacitado para el trabajo. Al volver de la guerra, Martín se encuentra con que él no es el único que ha cambiado. Su hermano pequeño Joaquín tampoco es el mismo. Durante los años que ha estado ausente, Joaquín ha crecido hasta superar los dos metros veinte de estatura. Y no dejará de hacerlo hasta el día de su muerte. A partir de entonces, pues, ante las dificultades de subsistencia en el caserío debidas a los cambios físicos de ambos hermanos, Martín, con la ayuda de un empresario de espectáculos, comienza a hacer de manager de su hermano, a quien expone por los teatros de toda Europa. Joaquín sólo mantendrá su nombre de pila dentro del núcleo familiar. El resto del mundo lo conocerá desde entonces como “el gigante de Alzo”.
Más allá de la fábula que late tras esta historia real, cuya excepcionalidad habría sido suficiente para dedicarle un largometraje, Jon Garaño y Aitor Arregi llevan a cabo con maestría una película llena de sensibilidad, emoción y delicadeza, que les sirve para ahondar en lo que hay de universal en la vida de todo ser humano. Y esa dimensión humana universal no es otra que la necesidad de adaptación de las personas al cambio y la tensión que se crea por la imposibilidad de hacerlo. El cambio no se elige. Es imparable, sucede poco a poco, sin aparente agresividad, sin que uno se dé cuenta. Pero el cambio es también un deseo que choca frontalmente con la realidad.
Las vidas de Martín (Joseba Usabiaga) y Joaquín (Eneko Sagardoy) representan esa tensión entre el Antiguo Régimen y el liberal, esa inevitabilidad del cambio histórico que cada uno vive atrapado en su propia realidad inmutable. Joaquín reza angustiado cada noche para que sus huesos dejen de crecer. “Que pare, que pare”, grita, pero su cuerpo no deja de crecer. Él sólo quiere que las cosas se queden como están, volver a Alzo, comprar el caserío con su hermano y vivir como siempre lo ha hecho, en paz. Martín, por su parte, no crece por fuera, pero sus ambiciones se hacen más y más grandes. Su cuerpo lisiado, sin embargo, refleja la imposibilidad de realizarse y de escapar de un destino que siempre le hace volver al inicio. Martín abraza el cambio, desea salir del caserío, hacer dinero a través de su hermano para irse a las Américas. Pero no puede. Día tras día, en su cama, Martín le pide a su brazo derecho que se mueva, pero no le hace caso. Una vez más la realidad se impone y los deseos no son más que voluntad irrealizable. Por mucho que Joaquín rece, no dejará de crecer. Por mucho que Martín sueñe, no dejará de ser un campesino manco que utiliza a su hermano porque él no puede trabajar. Y ambos personajes se nos presentan atrapados, evidenciando, por un lado, una tensión entre ellos y, por otro, la tensión más angustiosa, si cabe, de cada uno dentro de sí. Ambos deben adaptarse al cambio, pero ninguno es capaz de hacerlo. Uno, porque no lo desea; el otro, porque, aunque lo desee, quizá hasta demasiado, no lo logra.
Las propias imágenes de la película, con una fotografía exquisita, reflejan esta tensión: las montañas con su falso estatismo; el paisaje nevado, siempre igual y siempre distinto; el leitmotiv del lobo como figura desestabilizadora ante la que Joaquín se acobarda y que Martín abraza valiente; el caserío que aparece intermitentemente con su vida monótona y cíclica. Joaquín muere joven a causa de su enfermedad. Martín sigue vivo recordando las hazañas con su hermano, manteniendo viva la memoria y alimentando así lo que su vida pudo haber sido y no fue. Resignado como propietario del caserío familiar, sigue pidiéndole a su brazo derecho que se mueva. Los huesos de su hermano descansan en el terreno del caserío del que jamás quiso salir. Pero, cuando Martín va a enterrar en el mismo lugar a su padre, se da cuenta de que han desaparecido. No queda ni rastro de su hermano, sólo su recuerdo. “Inor ez da etengabe hazten”. Nadie crece eternamente.
Las luces de la sala se encienden y ya no queda otra que abandonarla, con la extraña sensación de no saber si se ha asistido a algo extraordinario o completamente familiar. Una vez en la calle, la lluvia sigue estando ahí. Nada parece haber cambiado. Habrá quien rece para que pare. Habrá quien implore que no pare jamás. Pero la lluvia cae ajena a nuestros deseos.
Quizá con motivo del 100 aniversario de su muerte, Debussy abría el último concierto, el pasado 10 de enero, de la Deutsche Symphonie-Orchester (DSO) en la Philharmonie de Berlín. Una pieza relativamente inusual de escuchar: las ›Six épigraphes antiques‹, escritas originalmente para piano, en el arreglo para orquesta de Alan Fletcher. Su orquestación alumbra, casi una obra nueva. El sonido compacto del piano a nivel tímbrico se expande en la versión de Fletcher, al igual que en otras versiones como la de Rudolph Escher, explorando los recursos habituales de Debussy en la orquesta, a saber, el sonido de la sección de viento madera y, en especial, la flauta y el oboe, que mostraron una interpretación excelente. El colchón que formaba la cuerda fue correcto, quizá demasiado acomodado en su rol de acompañamiento. Se echó de menos la incidencia en la armonía cromática, especialmente presente en las dos últimas piezas. En “Pour remercie la pluie au matin” tuvo, además, un toque casi festivo que deslució la atmósfera más bien oscura y misteriosa en la versión original para piano. Una versión modesta, demasiado comedida a mi juicio, como si lo importante del concierto estuviera en otro sitio.
A continuación, llegó el turno del estreno de la versión con orquesta del Concierto para cello de Dai Fujikura, una pieza que se estrenaba para ensemble en 2016. El solista, Jan Vogler, se enfrentaba a una partitura donde el cello tiene un protagonismo absoluto: no para ni un segundo, interviniendo desde el principio de la pieza. Mientras que la versión para ensemble está llena de matices y colores, en la orquestación la obra se dividió en dos planos: la orquesta y el solista, sin un verdadero diálogo entre ellos. La masa orquestal se limitaba a responder al cello, con la misma intención que en los recitativos: como un apoyo, un relleno. El viento, que tiene un rol fundamental en la versión para ensemble, aquí era excesivamente sólido. Se debe, muy probablemente, a un escaso trabajo dinámico, que hizo de la pieza en un continuo forte que desmereció el potencial expresivo del cello. No obstante, a Vogler no se le notó relajado y algunos pasajes fueron pobremente interpretados. Faltó el intimismo de la versión de ensemble y no quedó clara, en ningún momento, ni la construcción ni la línea interpretativa de la pieza. Su coqueteo con el minimalismo (presente en otras obras como Prism Spectra), hace que esté pensada básicamente en planos, que donde se intercalan pasajes de notas tenuto con efectos (como el trino, trémolo o el sul tasto), el bariolaje y con rítmicas repetitivas, que cambiaban su acentuación para mostrar desequilibrio rítmico. Los breves diálogos con la música oriental quedaban difuminados y, a veces, introducidos de forma forzada, como un guiño que rinde tributo a la expectativa europea de que un compositor japonés cumpla con la cuota de exotismo.
El concierto terminó con la Séptima sinfonía de Beethoven, el típico método del sándwich, donde se mete una obra contemporánea entre dos de nombres del canon para no asustar a público comprometido solo con un concepto de música que va desde el siglo XVII al XIX. Manfred Honeck, por fin, sacó a relucir su maestría frente a la batuta con una versión que comenzó de forma rotundísima, con un trabajo muy detallado de la tensión y de la construcción de la obra. La aparición de fragmentos de los temas principales era tratada casi como si fuesen variaciones, convirtiendo así a la orquesta en un gran ensemble de cámara. El tratamiento del carácter pastoral del vivace no fue naif, sino llego de energía que condujo a un final que hizo contener a todo el público la respiración. Con tal acumulación de energía comenzó el famosísimo Allegretto. Aunque creció demasiado rápido, el carácter de música de cámara se mantuvo, permitiendo una interpretación de muy alto nivel de un movimiento que puede desinflarse rápidamente. En el tercer movimiento no fue posible mantener tan precisión interpretativa y se convirtió casi en un intermezzo para llegar al cuarto movimiento, tratado de forma excesivamente festiva. A muchos se les notaban las ganas de aplaudir como en el concierto de Año Nuevo. Quizá es una cuestión de gusto, pero ese exceso de alegría, solo presente de forma espectral en Beethoven, deslució en cierto modo el potentísimo arranque, aunque no dejó de ser una interpretación memorable. Aquí, además, por fin, se niveló el protagonismo de secciones, donde la cuerda mostró un altísimo nivel y precisión. Musicalmente, además, brillaron especialmente las violas, con un color compacto y muy redondo.