Oro, la nueva película de Agustín Díaz Yanes, es una obra que tiene el encanto especial de agradar con lo previsible, de entretener con la repetición y de reflexionar sobre la falta de raciocinio.
Basada en un relato de Arturo Pérez Reverte, Oro nos traslada a la América, aun no marchita del todo y sin embargo tampoco virgen, de mediados del s.XVI (1538). Una expedición de unos 30 españoles intenta hallar «El Dorado» para obtener «fama y fortuna». Obviamente, con este objetivo en el horizonte, el incremento de la violencia con el paso de los minutos de metraje era algo que se anticipaba.
Y, sin embargo, no todo es violencia en ese clima asfixiante que se genera alrededor del paisaje de una selva amazónica tan y tan viva. Es cierto que cuando no hay oponente externo, se busca dentro. Pero también hay en lo que creer: el poder de la letra, de aquello que, siguiendo a un célebre filósofo francés, deja huella. Pero el problema es que aquí no todos pueden llegar a detentar este poder, o eso parece. Porque el poder parece algo sólido y fijo, hasta que alguien se da cuenta de que se puede mover.
Cabe destacar la actuación de un Raúl Arévalo que parece ser uno de los hombres de moda del cine español. Todos sus personajes, hasta el momento, me resultan creíbles y bien armados. Si hubiera que poner un pero, tal vez, sería su carácter excesivamente taciturno y serio en todos sus papeles. Esto último, no obstante, debe ser consecuencia de lo que le piden, porque hasta el momento lo ha sabido ofrecer muy bien.
En definitiva, aunque Oro sea una historia de la que cualquiera puede tener un guión aproximado antes de verla, creo que es un film que merece la pena ver. La estética está muy bien trabajada, hay recursos: buenas actuaciones, sobriedad, un pequeño punto de reflexión y, sobre todo, crudeza, mucha crudeza.
La compañía argentina Che Malambo está de gira y actuó por primera vez en España en el TeatroAuditorio San Lorenzo de El Escorial (Madrid) el pasado fin de semana. Se trata de una agrupación creada por el coreógrafo y bailarín Gilles Brinas que está integrada por doce hombres que expresan el arte del sur de Argentina, concretamente de La Pampa, a través del ritmo de sus bombos y sus movimientos.
Para el compositor Ígor Stravinsky, el ritmo es la base de la música y estaba en relación con el primitivismo del folklore de, en este caso Rusia, su país. Esa misma idea se puede aplicar a este espectáculo porque desde el primer segundo el ritmo penetra en el escenario y en el espectador con energía, precisión y determinación. Entra directamente sin preámbulos, lo que hace que sea una estupenda presentación de lo que va a suceder y de los artistas que intervienen.
Hay que tener en cuenta que las danzas tienen un componente de éxtasis que se establece entre la música y el bailarín, la música y esta con la conexión entre los bailarines, y todo ello con el público. A su vez, se establece un vínculo con el contexto en el que se ha creado y representado esa danza. En este caso, nos lleva al sur de Argentina, donde se originó en torno al siglo XVII el malambo, una danza folklórica interpretada exclusivamente por hombres y que está acompañada por el bombo legüero y las guitarras. El ritmo es la base de esta danza, tanto a nivel musical como en la propia danza en sí. Escuchándolo y viéndolo se pueden establecer conexiones musicales y de movimientos con el flamenco, como por ejemplo con el zapateo y la percusión corporal que aparece en ocasiones.
Una de las esencias del malambo es que en sus orígenes era un duelo competitivo en el que se ponía a prueba a sus intérpretes. Esto es recogido en el escenario y asistimos a duelos entre el bombo y el bailarín que imita los ritmos de este instrumento, entre dos bailarines que se retan y acaban bailando como si hubiera un espejo entre ellos y uno fuera el reflejo del otro, y entre diferentes agrupaciones, lo que les permite ir mostrando sus habilidades.
Los bailarines de Che Malambo utilizan las botas durante buena parte del espectáculo, lo que le confiere una sonoridad especial a los ritmos que crean y que superponen llegando a elaborar complicadas polirritmias. Un ejemplo más de su virtuosismo es mostrar de manera visual y auditiva esos movimientos y ritmos -delicados pero enérgicos en algunas ocasiones- descalzos, tanto en los solos como con otros bailarines.
Nos sorprendieron a lo largo de toda su actuación, especialmente cuando de pronto escuchamos cantar y tocar a Gilles Brinas. De esta otra forma, también nos hicieron llegar el folklore de su país a través de las canciones de descendencia mapuche, esto es, del sur de Argentina y Chile. Por si fuera poco todo lo anterior, este gran intérprete además posee una preciosa voz.
Otro de los elementos esenciales de este espectáculo está relacionado con los diferentes elementos visuales, ya que es una puesta en escena bella por el vestuario que van utilizando a lo largo de la función y que representa las raíces sureñas argentinas de esta danza, por las figuras que crean y por la utilización tan inteligente de las luces que determinan tiempos, espacios y números. Esto se ve multiplicado en los números en los que utilizan las boleadoras. Estas eran instrumentos de caza indígenas argentinos de la Patagonia y La Pampa que más adelante fueron modificadas por los gauchos (habitantes de las zonas limítrofes de varios países de Latinoamérica). La coordinación de movimientos para manejarlas de diversas maneras mientras bailan, las ilusiones ópticas que consiguen crear con ellas y los ritmos que se añaden con estos peculiares instrumentos a los ritmos que hacen mientras bailan, hipnotizaron al público.
Esta gran danza de CheMalambo, con esta puesta en escena, nos lleva al éxtasis desde el principio hasta al final, cuando el público no pudo más que estallar en una clamorosa ovación. Espectacular.
Se hace difícil escribir sobre música en Barcelona en unos días en los que hace falta tanta escucha. Aún así, y a pesar de lo acontecido ese viernes 27 de octubre en Cataluña, el concierto de Jordi Savall en el Gran Teatre del Liceu pareció ser una realidad completamente ajena a la agenda política catalana, a sólo unos cientos de metros del Palau de la Generalitat.
Desde luego que el ambiente estaba caldeado y quizás por eso la afluencia de público fue menor de la esperada a pesar de la calidad del repertorio y los músicos de la Capella Reial de Catalunya y su joven academia bajo la dirección de Jordi Savall y de, no olvidemos, el tenor y director Lluís Villamajó. Un repertorio, las ensaladas de Mateo Flecha «El Viejo» y Bartomeu Cárceres (publicadas en Praga por el sobrino de Flecha, apodado «El Joven», en 1581) acompañadas de dos piezas instrumentales de Francisco Correa de Arauxo y Sebastián Aguilera de Heredia, que se llevaró el título de «la música más antigua jamás interpretada en el Liceu», según rezaba alguno de los anuncios publicitarios del propio teatro.
Aunque antiguas, las ensaladas de Flecha tienen un caracter y un ritmo en la acción que, en ocasiones, bien pueden parecer un debate de televisión de La Sexta o un grupo de amigos intentando contarte una historia todos a la vez: cada uno con su tono de voz y ritmo diferente, su particular visión del asunto en cuestión e, incluso, ¡su propia lengua!
Así de vivas son las ensaladas (creedme) y así las cantaron los integrantes de la X Academia de Formación profesional de investigación e interpretación musical que, bajo el nombre de Jove Capella Reial de Catalunya y habiendo sido rigurosa (y musical)-mente preparados por Lluís Vilamajó, lo dieron todo (¡hasta se escapó algún baile!) en el escenario del Liceu. No es fácil cantarse dos o tres ensaladas y conseguir todos los contrastes, matices y momentos de recogimiento que allí se escucharon: unas ensaladas exquisitamente acompañadas (si me permitís la alusión culinaria) por los ministriles y, muy especialmente, por el consort de violas de gamba (alerta broma fácil) y continuo que destacaron sobre todo en la primera de las obras instrumentales.
Tampoco hay que olvidar el papel de los solistas del propio coro (participantes de la academia) y, sobre todo, de los cuatro solistas principales: Lucía Martín-Cartón (soprano), Gabriel Díaz (contratenor), Víctor Sordo (tenor) y Josep-Ramon Olivé (barítono). Los cuatro habían sido antiguos cantantes de la Jove Capella Reial de Catalunya y lucieron unas voces de un color y control destacables con un gran gusto y estilo ideal para cantar música ibérica del siglo XVI, a pesar de que la acústica de un teatro como el Liceu no les favorecía en ese registro, todo hay que decirlo.
Quizás para este repertorio, el formato tradicional de concierto pudo parecer un poco estático y podrían haberse propiciado más interacciones entre los músicos, los cantantes y el texto (alguno de los bajos del coro se metió al público en el bolsillo con sus bromas en uno de los solos). Además, todos los amantes del Renacimiento tenemos nuestra ensalada favorita de Flecha que nos hubiera gustado escuchar ese día (a pesar de que, además de La Justa y El Fuego, se cantaron los fragmentos más conocidos de La Negrina y La Bomba), pero la calidad de la música y de sus intérpretes hicieron que el concierto mereciera, y mucho, la pena.
Al finalizar, mucha gente del público esperaba que se hiciera alguna alusión a la situación política y se aguardaba con expectación para conocer qué habría elegido Jordi Savall como «bis». Su elección fue (aprovechando los textos de Flecha) no echar más leña, sino agua al fuego.
La evolución de la física es un libro escrito por Albert Einstein y Leopold Infeld, muy pedagógico, de gran interés e innegable rigor. Yo leí la versión en catalán, publicada por Edicions 62 a cargo de David Jou y con una magnífica traducción de Humbert Padellans. La versión en español está editada por Salvat, en su colección Biblioteca científica. Originalmente se escribió en inglés: The Evolution of Physics.
La propia historia del libro es interesante. Leopold Infeld era un científico polaco, hijo de familia judía, que quería hacer un doctorado sobre las ondas electromagnéticas en relatividad general, recorriendo así el camino que había abierto Einstein: en 1936 se trasladó a Princeton para trabajar con él. A un cierto punto, Infeld se quedó sin financiación, y sus colegas y amigos polacos le recomendaron que sobre todo no volviera a Europa. Einstein, que ya era muy reputado en aquel entonces, intentó mediar para conseguirle algún proyecto, y ante la falta de recursos de la Universidad de Princeton, a Infeld se le ocurrió una solución atrevida: escribir un libro junto con Einstein, un libro de divulgación. El padre de la relatividad era muy famoso y el libro podría tener éxito. Einstein propuso un libro popular que explicara las principales ideas de la Física moderna: nada de fórmulas. “Las ideas fundamentales siempre se pueden explicar con palabras”. La evolución de la física, publicado por primera vez en 1938, tuvo un éxito inmediato y permitió a Infeld quedarse unos años más en América.
Figura 1: Portada de la edición en catalán, L’evolució de la física, editada por Edicions 62.
Los modelos científicos aparecidos a lo largo del siglo XX a raíz del derrumbe de la física clásica, esto es, la relatividad y la mecánica cuántica, han despertado gran fascinación a todo el mundo.
Es muy habitual sentir curiosidad por estas ramas de la ciencia, intrigados por películas o cómics que hacen referencia a ellas, asombrados tras haber visto algún documental, sorprendidos ante la realidad descrita por estos modelos: ¿qué es eso de que dos eventos pueden ser simultáneos o no según quién los observe? ¿cómo es posible que un electrón pase por dos rendijas a la vez? ¿qué viene a ser eso de que el tiempo y el espacio son relativos, y que la masa aumenta si un cuerpo va más rápido?
Figura 2: Portada de la edición en castellano, La evolución de la física, editada por Salvat.
Hay gente (yo en mi entorno conozco muchos casos) con nivel cultural alto, estudios superiores, doctorado… convencidos de la importancia del conocimiento científico y su difusión entre la sociedad, pero a quienes no se les ha presentado la oportunidad de adentrarse en este terreno tan pantanoso (que es un poco lo que nos proponemos en Reciencia). A este público, con una sólida formación humanista, capaces de leer textos densos pero incapaces a corto plazo de traspasar la barrera que suele suponer la formulación matemática a quien no está avezado a ella, yo recomendaría encarecidamente esta lectura.
La evolución de la física es, por tanto, un libro pensado para un público general pero no es, a mi juicio, para todos los públicos. Es relativamente denso y exhaustivo, aunque no es muy largo (alrededor de 240 páginas) y no requiere ningún conocimiento inicial de ciencia. Requiere, eso sí, una lectura atenta, una considerable capacidad de abstracción y un notable razonamiento lógico. Un libro donde se explica con palabras cuáles son las leyes de la física y cómo han ido transformándose, todo ello sin matemáticas y sin fórmulas.
La primera parte del libro se titula El nacimiento de la concepción mecánica. Ahí se explica qué es la física moderna, inaugurada por Galileo y consolidada por Newton. Se presentan conceptos como posición, velocidad, aceleración, masa, fuerza, energía… y la relación entre sí, predicha por las leyes de la mecánica. Se explica qué es la invariancia galileana, según la cual las leyes de la física deben ser las mismas en todos los sistemas de referencia inerciales, esto es, igualmente válidas para todos los cuerpos que estén quietos o se muevan a una velocidad constante. Para adaptar las mediciones de un sistema de referencia inercial a otro bastará hacer una transformación de Galileo, sumando o restando velocidades. Dicho con un ejemplo: si yo voy en coche por la autopista a 100 km/h y me adelanta un coche a 120 km/h, si yo mido la velocidad del coche que me adelanta veré que me rebasa a 20 km/h. Y la descripción no es mala, porque al cabo de una hora lo tendré 20 km más lejos. Al revés ocurre lo mismo: si yo viajo a 100 km/h y por el carril opuesto viene un coche a 100 km/h, yo lo veré alejarse a 200 km/h (y, en verdad, al cabo de una hora estaremos separados 200 km). Por lo menos, esta es la versión de los hechos en la escala de velocidades a la que los humanos estamos habituados, y en nuestra experiencia cotidiana nos parece razonable e intuitivo.
Sin embargo, en la segunda parte del libro, La decadencia de la concepción mecánica, la física evoluciona hasta dar con fenómenos que no cuadran con esta explicación. Para empezar, se descubrió la relación entre electricidad y magnetismo. Si movemos una carga eléctrica, se genera un campo magnético; si un imán se mueve, se genera una corriente eléctrica. Bien, este descubrimiento conlleva que las leyes de la física no se cumplen igual en todas partes. Si un electrón se mueve a velocidad constante, crea un campo magnético. Pero si el electrón está quieto y soy yo el que se mueve, ¿ya no? La invariancia galileana empezaba a tambalearse.
En la tercera parte, El campo y a relatividad, se abordan las mediciones de la velocidad de la luz y se sientan las bases de la relatividad. No pretendemos abundar en ello, ¡para eso está el libro! Simplemente, a modo de teaser, anticiparemos que la velocidad de la luz es la misma se mida desde el sistema de referencia que se mida. Así, si alguien viaja en tren, y desde el centro del vagón dispara un rayo de luz hacia sendos extremos del vagón (parte superior de la Figura 3) verá como la luz llega simultáneamente a cada extremo. Sin embargo, otro observador que está fuera del tren (parte inferior de la figura 3) verá que el rayo de luz llega antes a un extremo que a otro. Así, dos sucesos que para el observador de dentro del tren ocurren a la vez, para el observador externo no son simultáneos.
Si bien es cierto que estas discrepancias solo son relevantes con velocidades cercanas a las de la luz (y que, por tanto, en un tren no lo apreciaríamos) el concepto no deja de ser sorprendente. Se suele oír la frase de que Einstein dijo que todo es relativo. No es cierto, todo no, precisamente la velocidad de la luz es absoluta, siempre se observa la misma. Esto obliga a que espacio y tiempo sean relativos. Dicha conclusión no es un capricho de las ecuaciones ni de las matemáticas, sino que responde a la tozuda realidad: cuando medimos la velocidad de la luz siempre obtenemos el mismo resultado, independientemente de si nos movemos o no. El resultado empírico de esta medición, y no otra cosa, obliga a replantear los conceptos de espacio y tiempo, y a concluir que ni el uno ni el otro se miden igual ni discurren igual para quien está dentro del tren que para quien está fuera.
Figura 3. Arriba, visión esquemática de un observador en el centro de un vagón en marcha. Ha disparado dos rayos de luz, y estos llegarán a la vez a cada extremo del vagón. Abajo, visión esquemática de un observador fuera del tren que se mueve a una velocidad v. El observador externo verá que la luz llega primero a un extremo del vagón y después al otro. Ello exigirá cambiar los conceptos de espacio y de tiempo.
Finalmente, en la cuarta parte del libro, Los cuanta, se presentan los fenómenos físicos que llevaron a la mecánica cuántica. Recordemos que el premio Nobel que ganó Einstein fue por el efécto fotoeléctrico, que fue el empujón que desencadenó el desarrollo de la cuántica, y no por su teoría de la relatividad. Einstein fue escéptico con la idea de la incertidumbre que presenta la cuántica, pero nos alumbra con el state-of-the-art de aquel momento, las dificultades que se encontraron y cómo se estaban resolviendo.
Tal como lo clasifica Edicions 62, La evolución de la física es un clásico del pensamiento moderno, un libro imprescindible para entender la cultura y el conocimiento. Id preparando, si os atrevéis, una buena butaca y unas cuantas tazas de café.
Si bien está más o menos claro que la música tiene que lidiar con la división entre «alta o culta» y «baja o popular», hay una división más que la articula que se suele tener menos en cuenta: la «música infantil» y la «adulta». El doble programa que presenta la Komische Oper, que junta Petrushka, de Stravinsky y -una rareza del repertorio- L’Enfant et les Sortilèges, de Raveljustamente pone en entredicho tal división.
A principios de siglo XX, quizá por los horrores de la Gran Guerra, el tema de lo infantil tenía cierto protagonismo entre pensadores y artistas. Por un lado, porque a los niños de la guerra les quedaría una herida para siempre, la de haber perdido su infancia entre la metralla. Pero, por otro, porque el mundo de los niños representa ese espacio del juego, de las reglas cambiantes, de la magia. Exactamente lo que la guerra no consigue: hablar de que otro mundo es posible. Ambas creaciones lidian con esto, haciéndose cargo de la «exacta fantasía», aquella que trata de describir esos otros posibles.
De la escenografía se encargó el colectivo 1927, que repite con la Komische Oper después de su exitosa Flauta mágica. Su propuesta, como con Mozart, se basa en la combinación de proyección y personajes reales, con una estética entre los años 20 y 40 del siglo pasado. Se trata de recreaciones visuales de lo que se interpreta de la música. En el caso de Petrushka, el constructivismo ruso se mezcló con el collage, sacándole todo el jugo al sueño infantil con el que Stravinsky juega: la posibilidad de que los muñecos, los acompañantes del juego, se conviertan en reales (como en Pinocho). Precisamente, eso es lo que propone su escenografía. Lo que se supone que pertenece al «mundo real» es lo proyectado, utilizando como recurso de los dibujos a lápiz y fragmentos con texturas, como figuras troqueladas.
Mientras, los muñecos que han cobrado vida son tres acróbatas (Petrushka, Tiago Alexandre Fonseca, La bailarina -en este caso acróbata, Pauliina Räsänen y El moro -aquí el forzudo, Slava Volkov) que intentan sobrevivir al amenazante mundo exterior y también a lo que la vida les ha aportado: sentimientos. Vimos a un Petrushka emocionante, cargado de registros y haciendo sus números acrobáticos como si fueran fáciles. Destacó por encima de sus compañeros de reparto, que resultaron algo fríos y mostraron cierta tensión en sus números, especialmente Slava Volkov. Musicalmente, es imposible no aplaudir el excelente control dinámico de la batuta de Jordan de Souza, que hizo de aquella música lo que estrictamente pide: una detallada música de cámara. Aplaudo especialmente el trabajo del viento madera y, más concretamente, el del fagot solista, con un sonido redondo, bien dirigido y rotundo.
Una de las críticas más famosas a esta obra viene firmada por Th. W. Adorno, que señala que Stravinsky no consigue identificarse con la víctima (Petrushka), sino que se centra en su liquidación y en la interiorización de la maldad en la víctima (por aquello de que al final aparece Petrushka mirando desde arriba «vengativo»). Justamente, este montaje se dirige hacia lo contrario. Aparte de la dirección de la emoción del espectador para generarle compasión por Petrushka, en una versión más compasiva que la del libreto stravinskyano, en el final no se acentúa la fanfarria, sino los tres-cuatro pizzicati finales (que se componen con elementos del «acorde de Petrushka», en do mayor y fa# mayor a la vez), mientras el espíritu de Petrushka se eleva y no vuelve a mirar hacia abajo. Eso rompe, en cierto modo, la lógica de la aparición del primer pizzicato, que los convertiría en cuatro, que es el culmen de la fanfarría: ¿Son esos pizzicati una ruptura con la fanfarria o emergen de ellos? Es curioso, porque el «acorde de Petrushka» suena solo parcialmente, como si lo nombrase y se esfumase al tiempo. La interpretación de este final nos haría situar en qué lado (la de la víctima o la del asesino) se encuentra la música. Muy probablemente Adorno consideraría que no son la melodía de la fanfarria y los pizzicati lo problemático, sino el continuum que constituye el viento metal, un ronroneo que parece indiferente al destino del payaso.
En L’Enfant et les Sortilèges, de nuevo, se invierten los papeles. Mientras que el «mundo real» es la proyección, el sueño en el que se convierte la regañina al niño, mezcla elementos de tal mundo real con el animado. Lo curioso es que musicalmente hay consciencia de esto. El inicio y el final parten de la misma melodía pentatónica, utilizada en la tradición francesa para evocar mundos imaginarios (pensemos en Debussy). O bien los invita a pensar que aquello que parece real va a dejar de ser o bien que dentro de lo que entendemos por real siempre hay un resquicio para lo mágico.
Frente a versiones más literales de los sortilegios, donde los cantantes se vuelven una silla, o algo por el estilo, que lo hace un poco naif (como ésta), aquí exploran los recursos del vídeo para adentrarnos en el país donde las cosas toman la palabra. Precisamente, con los propios recursos de la ficción es como parece posible permitir verdaderamente a los objetos y a los animales que se expresen y no mediante una repetición de lo antropomórfico.
El asunto no se acaba con que el mundo imaginario del niño adquiere vida. Sino que comienza a imitar lo terrible del mundo real: paulatinamente adquiere un tono más macabro. Es, quizá, una forma de llevar a escena la sensación descrita por tantos al verse inmersos en una guerra: de pronto, el mundo parece volverse contra la fragilidad de uno. Imagínense ese momento en el que la mesa y el gato nos comienzan a hablar y a juzgar: después de la fascinación inicial, comenzamos a darnos cuenta de que nos aterroriza lo desconocido y que, aquello que anhelábamos nos produce pavor. Es la historia del Rey Midas. El nuevo sueño es, precisamente, volver adonde estábamos.
Musicalmente, fue excelente la ejecución del cambio de registro frenético de la pieza, que obliga a los mismos cantantes a interpretar a diferentes personajes. Estuvo muy logrado gracias a la atención del cambio de registro. Precisamente Katarzyna Włodarczyk, en su papel de niño, fue uno de los menos logrados, con una voz excesivamente impostada, que impedía romper con la ilusión de que aquellas voz, efectivamente, fuese la de un niño en edad escolar y no la de una mujer hecha y derecha (algo así como cuando en las series ponen a hacer de adolescentes a tipos entrados en la treintena).
El único pero: la sonorización fue desigual , espacializada e irregular en volumen. Es una lástima, pero también una queja que frente a la calidad escénica, es meramente anecdótica. Déjense llevar por estas «cosas de niños», que tantos secretos fundamentales de la vida adulta nos desvelan.
El pasado 13 de octubre en la Sala 2 de l’Auditori de Barcelona la banda británica GoGo Penguin realizó una doble inauguración: la decimoquinta edición del festival In-Edit y la primera de la programación Sit Back, el nuevo ciclo de música amplificada de L’Auditori. Para ello presentaron su nuevo proyecto, la interpretación en directo de su nueva banda sonora para el documental Koyaanisqatsi, una obra de culto dirigida por Godfrey Reggio el 1982. (más…)