por Diego Zorita Arroyo | Dic 25, 2021 | Críticas, Libros, Recomendaciones, Sin categoría |
Título: Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI
Autor: Erik Olin Wright
Akal (2021)
188 pgs.
Esta reseña debería haberla escrito hace unos meses, pues fue entonces cuando terminé de leer Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI. Sin embargo, una conversación con Jorge Riechmann, poco después de terminar el libro, tiñó de incertidumbre el entusiasmo que en mí había desatado. Decía Jorge que el libro le había gustado mucho, pero que debería haberse titulado Cómo ser anticapitalista en el siglo XX pues el proyecto emancipador de un socialismo como democracia económica que Orin Wright planteaba dejó de ser biofísicamente posible en la década de los 70. El argumento de Riechmann era convincente y afectaba no solo a la obra de Olin Wright sino a la de muchos otros sociólogos y economistas marxistas que, definiendo su metodología como materialista, no atendían a los determinantes materiales fundamentales, a saber, los límites físicos de un planeta finito que tornan imposible, por el gasto energético que supone, la transformación social planteada en el texto. Quizá donde esta ingenuidad se haga más patente sea en aquella sección del libro que dice:
Las adaptaciones necesarias al calentamiento planetario exigirán una expansión masiva de bienes públicos proporcionados por el Estado. […] Serán necesarios sustanciales aumentos de impuestos y de planteamiento estatal para la provisión de bienes públicos medioambientales por parte del Estado. (p. 125)
Es más que evidente que el neoliberalismo es ciertamente incompatible con algunos de los retos que el cambio climático plantea y planteará a nuestras sociedades. Pero parecería que en la posición de Olin Wright la solución a esos retos radicaría únicamente en un redireccionamiento de los sectores productivos que, públicamente gobernados, serían puestos al servicio de la resolución de los problemas climáticos. Sin embargo, en las puntuales menciones al cambio climático como problema político que aparecerán a lo largo del libro, no se considera nunca el problema de los limites energéticos y materiales a los que todo proyecto de emancipación social habrá de enfrentarse.
Mi entusiasmo primero se ha convertido, en estos meses, en escepticismo ponderado. Sin embargo, una relectura del libro durante estas navidades me ha devuelto parte del convencimiento que la primera lectura me produjo. Bien es cierto que el gran punto ciego del libro es el que Riechmann señalaba y ese punto ciego lastra cualquier lectura programática o estratégica que podamos hacer de él. Sin embargo, es un texto ineludible para respondernos a la pregunta blumenberguiana «¿cuál fue el mundo que uno creyó poder tener?», pregunta que creo deberíamos hacernos, aunque haya atisbos de que ya todo está perdido. Las circunstancias biográficas en que Olin Wright escribió el texto añaden una capa de sentido a la pregunta previa pues, para cuando estaba terminando el libro, ya le habían anunciado que padecía leucemia mieloide y que sus posibilidades de recuperación distaban mucho de ser absolutas.
En este contexto de pérdida, duelo y certeza del final, lo que más sorprende de Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI es la lúcida y firme esperanza que emana de la claridad con que se diagnostican los perjuicios del capitalismo y la audacia con que se proponen alternativas. El libro está dividido en seis breves capítulos que siguen un orden argumentativo nítido. El primer capítulo ofrece una exposición normativa de los valores que justifican el anticapitalismo. Los fundamentos normativos de la propuesta política de Olin Wright dejan traslucir el espíritu del lema revolucionario francés: igualdad/equidad, libertad/democracia y comunidad/solidaridad. Para Wright una sociedad justa no será aquella que asegure la igualdad de oportunidades sino la que blinde el igual acceso a los medios materiales y sociales para llevar una vida próspera (p. 22). Dicho ideal no ha de lograrse por vía de una imposición arbitraria sino mediante la participación libre y democrática de todos los ciudadanos en aquellas decisiones que afecten a su propia vida. Es a través de dicha participación que podrá desarrollarse una comunidad de ciudadanos en la que todos los individuos sientan «una firme preocupación y existencia moral por su bienestar» (p. 31).
Como congruente continuación, el segundo capítulo se dedica a exponer los múltiples obstáculos e impedimentos que el funcionamiento inherente del capitalismo impone a la realización de estos fundamentos normativos. Quizá el caso más patente sea la desvinculación capitalista entre el trabajador y sus medios de subsistencia. En la medida en que el trabajador está desposeído de los medios para subsistir se ve constantemente sometido a interferencias arbitrarias en su libertad. Enfrentado ante unas condiciones de explotación en el espacio de trabajo, carece del poder de negociación para aspirar a una mejora y, es más, de la libertad para renunciar al mismo, acuciado por la necesidad de alimentarse. Asimismo, dado que nuestras relaciones con la sociedad se inician antes de que podamos determinarlas, nuestro acceso de partida a los medios materiales y sociales para llevar una vida próspera están de antemano condicionados por una fuerte desigualdad. Por último, señala Olin Wright que los dos valores paradigmáticos de las culturas capitalistas —el individualismo competitivo, piensen en Masterchef y productos masivos afines, y el consumismo privatizado— están en relación inversamente proporcional con la extensión de valores comunitarios.
El tercer capítulo es un recorrido, tanto diacrónico como sincrónico, por las distintas lógicas a partir de las cuales se han tratado de transformar, subvertir o paliar los obstáculos que el capitalismo impone a la realización de una sociedad justa. Para Wright, los intentos de ruptura radical ensayados a lo largo del siglo XX constituyen una enseñanza de la imposibilidad de instaurar un socialismo democrático mediante una ruptura radical con el capitalismo. Su propuesta consiste, más bien, en «erosionar el capitalismo» combinando las distintas lógicas que le ejercen una resistencia con el objetivo de ir desarrollando las formas de vida (económicas y sociales) cuyo funcionamiento no se rige por la ley de la competitividad y el beneficio.
El cuarto capítulo del libro recolecta algunos de los componentes institucionales que deberían formar parte del socialismo como democracia económica. Consciente de que nociones como capitalismo o estatismo son tipos ideales y de que nuestra sociedad es más bien el resultado de la combinación e interacción de formas económicas capitalistas y socialistas donde, sin embargo, predominan fuertemente las primeras, Olin Wright expone su propuesta como un ahondamiento y extensión de aquellas formas de organización socialistas que existen, de modo embrionario o minoritario, en nuestras sociedades. Es el caso de políticas como la renta básica universal —de la que se han ensayado proyectos piloto en varios lugares del mundo—, las iniciativas cooperativistas —ya sean cooperativas de crédito, de trabajadores o de vivienda— y la democratización de las empresas capitalistas mediante la regulación de los derechos que acompañan a la propiedad de los medios de producción.
El quinto capítulo constituye un brillante análisis de los sesgos capitalistas de las políticas estatales, tanto por su contenido como por sus ejecutores. Sin embargo, señala Wright los casos históricos en que se han implantado desde el Estado políticas socialistas que han subvertido algunas de las dinámicas más perversas del capitalismo, aunque a largo plazo hayan servido para apuntalar algunos de sus componentes más esenciales. La propuesta de Wright pasa, una vez más, por ahondar en la democratización del estado mediante nuevas instituciones de representación democrática y la recuperación de un órgano legislativo cuyos componentes sean ciudadanos elegidos por sorteo.
No podían quedar fuera del libro las discusiones actuales sobre cuál ha de ser el agente de la transformación social. Frente a los intentos nostálgicos y fantasmagóricos de recuperar la identidad obrera, Olin Wright plantea la discusión sobre la agencia colectiva atendiendo a tres polos: las identidades, los intereses y los valores. Los intentos de recuperación de la identidad obrera parten de la presuposición de que la estructura de clase acoge a un conjunto de individuos que comparten un destino y que tienen una experiencia de vida común: los trabajadores, los obreros, los proletarios. Sin embargo, la fragmentación de la estructura de clase que ha experimentado la sociedad a lo largo del siglo XX no ha supuesto la bienhadada unión de todos los proletarios del mundo sino, más bien, la aparición de posiciones contradictorias dentro de las relaciones de clase. El declive de la una identidad obrera no es el producto de la alienación sino una trasformación inherente a la sociedad capitalista. Ello no obsta para que los valores emancipatorios de igualdad, libertad y comunidad sigan siendo sacrificados en beneficio del capitalismo. Sin embargo, su defensa no puede hacerse atendiendo a los intereses de clase —dadas las posiciones contradictorias con respecto a la clase— ni apelando a la identidad obrera —dada la aparición de nuevas identidades emancipadoras no fundadas en la clase—, sino que ha de construirse en torno al reconocimiento tanto de los intereses contradictorios como de los valores compartidos entre múltiples identidadades.
Esta reseña ya ha ocupado mucho más de los que debería, pero su extensión es índice de la ilusión que generan sus ideas. Quizá la factibilidad o plausibilidad de las propuestas de Olin Wright no atienda a las condiciones energéticas reales de nuestra sociedad, sin embargo, siguen brillando con fuerza como aquel mundo que creímos poder tener.
por María José Sánchez Revuelta | Jun 14, 2021 | Críticas, Música |
Dirección musical
Iván López Reynoso
Dirección de escena
Bárbara Lluch
Escenografía
Juan Guillermo Nova
Vestuario
Clara Peluffo Valentini
Iluminación
Vinicio Cheli
Reparto
El rey ENRIQUE FERRER (días 3, 5, 9, 11, 13, 17 y 20) / JORGE RODRÍGUEZ-NORTON (días 4, 6, 10, 12, 16, 18 y 19); Rosa ROCÍO IGNACIO (días 3, 5, 9, 11, 13, 17 y 19) / SOFÍA ESPARZA (días 4, 6, 10, 12, 16, 18 y 20); María MARÍA JOSÉ SUÁREZ; El General RUBÉN AMORETTI (días 3, 5, 6, 9, 10, 12, 13, 17, 18 y 20) / MIGUEL SOLA (4, 11, 16 y 19 de junio); Jeremías JOSÉ MANUEL ZAPATA; El Almirante CARLOS COSÍAS; El Intendente IGOR PERAL; El Gobernador JOSÉ JULIÁN FRONTAL; Juan SANDRO CORDERO; El Alcalde PEP MOLINA; Paje RUTH GONZÁLEZ MESA; El Capitán ALBERTO FRÍAS; El Corneta ANTONIO BUENDÍA.
Orquesta de la Comunidad de Madrid
Titular del Teatro de La Zarzuela
Coro Titular del Teatro de La Zarzuela
Director:
Antonio Fauró
El rey que rabió: Zarzuela cómica en tres actos, con letra de Miguel Campos Carrión y Vital Aza. Música compuesta por Ruperto Chapí, estrenada en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el 21 de abril de 1891. Ciento treinta años después, en el mismo lugar donde se estrenó la obra, se representa esta Zarzuela grande, género musical que nos sorprende por su globalización y atemporalidad. En este caso, atenderé a la interpretación del 13 de junio de 2021.
Conocida es la inicial influencia del compositor Ruperto Chapí de lo francés e italiano, resultado de su estancia como estudiante en ambos países. Sin embargo, pronto se convertirá en el mayor defensor de lo español. Y es que Chapí era considerado como uno de los grandes compositores de zarzuela. Dotó al género grande, con sus brillantes cualidades de armonizador y orquestador, así como su personal sentido melódico, de la fusión necesaria que el libreto necesitaba.
Así lo pudimos constatar esa tarde, en la que se agotaron las entradas, aunque el aforo no estaba completo (debido a las restricciones como medida de protección contra la Covid). El público asistente fue testigo y consciente de la asistencia a un espectáculo en el que se había cuidado hasta el último detalle.
El Acto I comenzó con la interpretación del Preludio. El director dirigió enérgicamente con una técnica depurada esta auténtica pieza de concierto, en la que se reconoce el arte de la orquestación. Es un verdadero homenaje al mundo de la banda. En esta marcha militar en la que los instrumentos transpositores y la sección de percusión son los protagonistas.
También cabría señalar la interpretación del Cuarteto de la dimisión. A ritmo de polca, la genial letra, que es una sátira contra los malos gobiernos y una velada crítica a los mandatarios, recuerda a la opereta francesa en cuanto a la temática del texto, pero musicalmente me transportó a las obras de Offenbach. El bajo Rubén Amoretti destacó dentro del grupo, en su interpretación tanto en la faceta vocal como en la interpretativa.
En el Acto II la soprano Rocío Ignacio interpretó la Arieta «Mi tío se figura», que empezó con una especie de recitativo introductorio que nos puso en situación del primer tema: “Yo que siempre de los hombres me reí” y seguidamente el segundo tema: “Ay de mí”. Un tema parece surgir del otro en una evolución dinámica que no deja de crecer y los rubatos expresivos le procuran una fuerza de máxima emoción hasta el final. La elegancia y fuerza de la cantante nos ayudaron a disfrutar enormemente de uno de los momentos más emblemáticos de la zarzuela que fue muy aplaudida y objeto de ovación.
En el Nocturno nos sumergimos en ese remanso de paz, breve y poético en el cual el director musical supo hacer fácil lo complicado. En este caso conseguir esos matices y esas dinámicas que nos trasladaban a un momento de evocación romántica en el que la iluminación y escenografía (los campos de lavanda y el cielo estrellado) contribuyeron a la producción de un momento mágico.
En el Acto III destacaron El genial coro de médicos («juzgando por los síntomas»), que es uno de los momentos más esperados por el público por su carácter divertido y que realmente me convenció, pues en el escenario hubo dinamismo y diversión; y la Romanza («¡Intranquilo estoy!») El tenor Enrique Ferrer demostró musicalidad y cualidades interpretativas en este fragmento lírico de gran belleza. El coro, con un sonido empastado y su gran presencia, resolvió con acierto el hecho de tener que cantar con mascarilla.
En conclusión: merece la pena acercarse al teatro de la zarzuela o, para los que no tengan esa posibilidad, el jueves 17 de junio se podrá ver en streaming y disfrutar de un momento de cultura y entretenimiento que tanta falta nos hace. Esperemos que el año que viene sigamos gozando de esta fantástica suerte.
por Diego Zorita Arroyo | Jun 5, 2021 | Críticas, Libros, Sin categoría |

Título: El origen del capitalismo
Autora: Ellen Meiksins Wood
Siglo XXI España (2021)
223 pgs.
La publicación en la editorial Siglo XXI de El origen del capitalismo (2021) de la historiadora Ellen Meiksins Wood viene a unirse a un conjunto reciente de reediciones de obras de historiografía marxista sobre los orígenes del capitalismo que se han ido publicando en España. Me refiero a La formación de la clase obrera en Inglaterra de E. P. Thompson editado por Capitán Swing en 2012 y al volumen que le sigue Costumbres en común que apareció en 2019. A estos dos se añadió la reedición en la editorial Virus de La gran transformación (2016) el clásico del historiador y antropólogo Karl Polanyi. Más allá de la aceptación de las premisas principales del marxismo, todas estas obras comparten una misma preocupación por el cuestionamiento de aquellas explicaciones de la génesis del capitalismo como la realización de un universal antropológico, históricamente limitado por las deficiencias tecnológicas, comerciales y políticas. De acuerdo con estas explicaciones, una vez liberadas de las dominaciones y servidumbres feudales y habiendo alcanzado un nivel de desarrollo tecnológico y comercial, las sociedades habrían asumido su forma de organización capitalista.
El libro de Ellen Meiksins Wood parte del debate Brenner, una discusión historiográfica sobre los orígenes del capitalismo que tuvo formato libro y que es, quizá, la última pieza que resta por reeditar para disponer en español de un panorama exhaustivo de esta corriente de la historiografía marxista del último siglo. Uno de los principales logros de El origen del capitalismo es la diversidad de sus lectores potenciales. El texto puede resultar útil y concluyente para aquel historiador que quiera conocer con exhaustividad y rigor el panorama académico de las discusiones en historiografía marxista sobre el origen del capitalismo, pero también puede ser una sugestiva lectura para aquella persona preocupada por las contradicciones en que el sistema capitalista basa su funcionamiento y que se hacen, hoy día, especialmente patentes en el choque entre globalismo y antiglobalismo. A aquel primer lector le interesará especialmente la primera parte del texto «Historias de la transición» mientras que el último lector responderá mejor a sus inquietudes acudiendo a los dos últimos capítulos, en los que se ofrece una crítica ácida y vehemente de aquel movimiento por el cual la Modernidad se convierte en una época de dominación de la razón instrumental, obliterando los procesos de autoafirmación del ser humano que tuvieron lugar durante la Ilustración y que, por su potencial emancipatorio, hemos de conservar.
La tesis principal del texto se desarrolla en la segunda parte del libro titulada «El origen del capitalismo» que nos lleva de las fábricas industriales que se han convertido en el símbolo del capitalismo a los procesos de expropiación de las tierras comunales y de cercamiento de los campos que tuvieron lugar en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII. Frente al modelo mercantilista, que explicaba el capitalismo como la maduración tecnológica de prácticas mercantiles antiguas, Meiksins Wood postula que el capitalismo fue producto de una transformación radical de las relaciones sociales en la Inglaterra del siglo XVI como consecuencia de procesos de expropiación de las tierras campesinas.
En la Inglaterra del siglo XVI y XVII la titularidad de la propiedad le correspondía al señor feudal que delegaba en arrendatarios con título reconocido por la corona para su gestión económica. Estos, a su vez, sin conceder título legal, cedían, el uso de la tierra a campesinos o «copyholders» que estaban expuestos a la dominación arbitraria del señor desde el momento en que la renta que pagaban por el uso de la tierra no estaba legalmente fijada y dependía de las condiciones del mercado. El proceso de expropiación no consistió únicamente en el cercamiento de tierras de uso comunal sino en el establecimiento de un conjunto de exigencias económicas en el uso de tierras y la producción agrícola. La agricultura de subsistencia dejaba de ser practicable por un campesino que se veía coaccionado por la variación del precio de su renta.
Mientras que antes los campesinos gozaban de los medios de producción para asegurar su subsistencia, la expropiación de las tierras comunales y transformación de la administración político-económica de la labranza, obligaron a muchos de ellos, bien a abandonar la agricultura, incapaces de asumir los precios de alquiler de la tierra, bien a someterse a los imperativos de las leyes del movimiento capitalista. Dicho proceso propició la creación de una masa ingente de productores directos legalmente libres que había de recurrir al mercado para asegurar su subsistencia y culminó con la conversión en mercancía de dos bienes que eran difícilmente concebibles como tales: la tierra y el trabajo.
Cabría preguntarse por qué este proceso de implantación de las leyes del mercado capitalista se produjo en el campo inglés y no así en otros países europeos. Según Meiksins Wood, ello fue producto de la particular composición de la sociedad inglesa. La clase aristocrática inglesa no era dueña de poderes extraeconómicos –pues fue una de las primeras en desmilitarizarse– ni tampoco gozaba del dominio de la propiedad políticamente constituida. Sin embargo, la falta de poder militar y de legitimidad política era compensada por la ingente cantidad de tierras de las que eran propietarios pero que no trabajaban pues esta tarea era legada a los arrendatarios. De acuerdo con la explicación de Meiksins Wood, la carencia de medios coactivos extraeconómicos para extraer una mayor productividad de la tierra labrada por los productores directos constituyó un incentivo determinante para el aumento de la productividad del trabajo. Como señalaba previamente, en la medida en que el precio del arrendamiento era fijado por las condiciones del mercado, la coacción para extraer el beneficio de sus tierras se realizaba por medios económicos, es decir, mediante el sometimiento de los productores directos a las variaciones arbitrarias del precio de sus rentas. La variabilidad del precio de los alquileres de las tierras fue un estímulo fundamental para el aumento de la productividad y el progresivo establecimiento de las leyes del movimiento económico capitalista.
Esta explicación del origen del capitalismo, si bien es cierto que evita la petición principio que Meiksins Wood identifica en el modelo mercantilista, no deja de esconder una definición de capitalismo que no se ofrece de manera sistemática en el principio del texto, sino que se va destilando lentamente a lo largo de sus páginas. Para Meiksins Wood, el capitalismo es aquel conjunto de leyes del movimiento económico entre las que se encuentran los imperativos de maximización del beneficio, la compulsión a reinvertir el excedente y la necesidad sistemática de aumentar la productividad del trabajo y desarrollar las fuerzas de producción. Meiksins Wood insiste en que estos imperativos económicos no fueron sino consecuencia de la transformación de las relaciones sociales de producción, aunque sean estas leyes económicas del movimiento las que lo definen como entidad. Es precisamente esta concepción económica del capitalismo la que funda uno de los criterios primordiales en la distinción entre formas de organización capitalistas y feudales: mientras que estas basan su dominación en coacciones de tipo extraeconómico aquellas las realizan únicamente según imperativos económicos. Bien es cierto que esta distinción no resulta del todo clara pues los impuestos a través de los que el estado absolutista francés extraía extraeconómicamente beneficio de sus súbditos parecen regirse por la economía, aunque no funden su lógica en la competitividad capitalista y el aumento de la productividad del trabajo.
En todo caso, el libro de Meiksins Wood es un dechado de claridad y persuasión que ofrece una argumentación tan convincente como densamente argumentada de los orígenes del capitalismo con el objetivo de mostrar su carácter contingente. Con la sospecha de que a la autora no le habría gustado esta caracterización, podríamos decir que El origen del capitalismo es un gran estudio de construccionismo social que muestra los componentes políticos, jurídicos y económicos del capitalismo para poner de manifiesto su carácter histórico y contingente y, de tal modo, su posible transformación. Dejo en el tintero muchas ideas valiosas que el texto ofrece, como la contextualización histórica y social de la teoría de la propiedad de Locke o las precisas distinciones sobre mercado y mercado capitalista que podrían servir para imaginar otro tipo de sociedades donde el mercado verdaderamente constituya una oportunidad y no una exigencia. Sirvan estas menciones como una última invitación a su lectura.
por José Luis Panea Fernández | May 21, 2021 | Críticas, Música |
Primer ensayo de la banda Go_A, representantes de Ucrania en Eurovisión 2021, 9 de mayo de 2021. Fotografía: © EBU / THOMAS HANSES
Un 0 inasumible
“El odio prevalecerá” fue la polémica canción con la que la autodenominada “banda de BSDM industrial” Hatari representó a Islandia en Eurovisión 2019. Su estética apocalíptica, tanto en el tema como en la puesta en escena, tras la pandemia global que sobrevendría unos meses después, adquiere hoy una lectura terriblemente profética. La sentencia “Europa se derrumbará” en una de sus estrofas acabó cumpliéndose (de una forma no precisamente muy metafórica), revelando así cómo las distopías pueden llegar a ser algo más que mera ciencia ficción. Eurovisión, por tanto, deviene así un reflejo de la situación política de su tiempo a través de las tecnologías de la imagen en movimiento y la cultura del espectáculo.
La cancelación del Festival en 2020 a causa de la pandemia fue insólita. Más aún cuando tan solo unos días antes se había completado el número de candidaturas electas para uno de los trofeos más reñidos que se recuerdan. Así, uno de los principales investigadores de los Eurovision Studies, Dean Vuletic, destacó el “extraño lugar” en que quedarían las candidaturas de aquel 2020 en la historia del longevo concurso. Un festival que en sus 64 años de vida había conseguido celebrarse ininterrumpidamente, superando desde conflictos políticos en las sedes organizadoras hasta gestiones negligentes del más diverso calado.
Este parón replanteó de este modo el propio formato del concurso, dejando a todas las canciones de aquel año sin sus ansiados puntos, en un 0 inasumible. Por ello, la mayoría de países concursantes decidió regresar al concurso en 2021 con los mismos artistas de esta malograda edición. Así, estos disfrutarían de una suerte de reválida (aprovechando, por otro lado, un año más de promoción). Manteniendo unas estrictas medidas de seguridad, el Festival ha podido celebrarse de forma presencial (aunque no exento de contagios, como en el de la delegación islandesa). En esta “segunda oportunidad” se sitúan algunas de las candidaturas más destacadas de este año.
Volveremos a las discotecas, pero bailaremos solos
Si bien no hubo un ganador oficial de Eurovisión 2020, la mayoría de apuestas y rankings daban como triunfadores al maduro conjunto lituano The Roop, con la canción On fire. Se trataba de una composición up-tempo de base electrónica que comenzaba expresando afirmaciones tan elementales como “soy un humano, no una piedra, puedo desviarme e ir a donde quiera”, o “la temperatura está subiendo, siento que estoy a tope”. Juzguen ustedes mismos…
El baile, de simple e incluso absurdo era tan exportable (en fin, memificable) que contagió a un público ansioso de la llegada de la primavera con una canción efectivamente fogosa, a lo que contribuyó una estética andrógina muy apropiada para el velo carnavalesco (que no por ello menos reivindicativo) del Festival. Este tema luminoso en nada presagiaba el oscuro Discoteque que presentan para este 2021 (eso sí, aunque vestidos de un radiante amarillo inaceptable para supersticiosos).
Repiten fórmula, pero desde unos versos más monótonos y unos arreglos más indies, incluyendo, de manera enigmática, unos susurros en determinado momento de la canción que más bien parecen sonidos ASMR. Además, la canción es un homenaje a esos lugares de ocio tan resentidos por la pandemia como son las discotecas, de ahí su insistencia en “bailar solo”. Por cierto, a pesar de los tacones que porta, el cantante consigue moverse con una soltura impecable en su autoasumido aislamiento, en un número tan minimalista como sofisticado.
Adolescentes en mayúsculas y desajustes emocionales
Así, en mayúsculas, a lo firma adolescente grandilocuente, se daba a conocer VICTORIA, una muchacha a la que comparaban a Billie Eilish con un tema, Tears are getting sober, que daba a entender que no había conciliado bien bebida y melancolía. Pero este tema se emparentaba al de otra lolita del pasado 2020, ROXEN (también en letras capitales) por parte de Rumanía, con su Alcohol You, un juego de palabras (“I will call you”) que quería decir “te llamaré”, a lo que sumaba el tan preocupante: “cuando esté borracha”.
Aparte de su aparente simplicidad, sorprende la profundidad tanto del primer tema, que recitaba con dolor: “con el tiempo mi herida se hará cicatriz (in time my wound will be a scar)”, como del que ha presentado para este 2021: Growing up is getting old (Crecer es hacerse mayor). Sorprende esta obsesión por el “getting”, por el hacerse, por el paso del tiempo, en una joven de solo 23 años. Por otro lado, si ROXEN el año pasado tomaba el teléfono de forma apresurada, en esa edición el título de la canción se llama Amnesia (a lo “ya no me acuerdo, y si no me acuerdo no pasó”, de Thalía) y en una coreografía donde un grupo de bailarines la persigue pese a sus intentos desesperados de zafarse. La sincronización a la que asistimos es hipnótica.
Pero quedémonos con el intenso momento en que la primera canta “Estoy devastada por el doliente sistema nervioso (I’m torn by nervous system’s aching)”, toda una oda a este año en blanco que nos ha envejecido al igual que ha puesto de relieve cuestiones en referencia al encierro, al paso del tiempo y a la salud mental. En los ensayos, como vemos, un hilo de arena cae del techo (simulando un reloj de arena, obviamente) al son de un metrónomo, y una especie de losa emergente parece el solar al que VICTORIA desea aferrarse como si temiera pisar directamente un escenario tan costoso. Además, se trata de un tema que, más allá de “urbanizarse” para atrapar a la juventud (a saber, la griega), encuentra en su corte clásico una delicia para los oídos de los más veteranos seguidores del concurso.
Por cierto (y esta ya es otra historia), VICTORIA ha actuado, al igual que el siguiente participante, en el documental de Rocío Carrasco…
Un dramático accidente helvético y un improvisado estilo urbano
Y sí, del estilo urbano no nos escaparemos. Una de las mayores sorpresas del pasado año fue la de Gjon’s Tears, joven suizo de padres albanokosovares que con el también melódico Repondez-moi (Respóndeme) pretendía colocar en el podio de Eurovisión por primera vez en más de 30 años un tema en francés (la última fue Cèline Dion, también por Suiza… ¡y por tan solo un punto!). Si el tono aciago de la melodía no parecía suficiente, la letra nos lo aclaraba: “¿Por qué la muerte viene después de la vida? (Pourquoi la mort vient après la vie?)”.
Las expectativas con este tema, de sublimes matices y sobrenaturales agudos, estaba tan alta que nada haría presagiar que el posterior Tout l’univers rompería todos los moldes (de hecho, tal como comenta en ruedas de prensa, la canción va de una explosión). La propuesta está entre las favoritas de este año, y el videoclip muestra un paisaje montañoso (suponemos alpino) donde ha tenido lugar un accidente de tráfico, aludiendo a una pérdida inconmensurable: “¿Como curaremos nuestros corazones estallados? (Comment soigner nos coeurs qui éclatent?)”, entona. Que haya sido la sintonía del documental Rocío. Contar la verdad para seguir viva aumenta las dosis de dramatismo.
No obstante, tras los ensayos generales el hype se ha desinflado al mostrarnos una puesta en escena donde el pequeño Gjon baila e incluso se balancea como un rapero quizás para acercarse al estilo -de eso que se viene a llamar- “urbano” pero enturbiando una apuesta que en sí sola podía haber dado grandes resultados. Construcción, destrucción… si de eso va el tema y, siguiendo la caída en picado en las apuestas, veremos cómo es el descalabro. De momento ha pasado a la final gracias a una actuación complejísima a nivel escenográfico y de un nivel vocal e interpretativo irreprochable.
Ella, discreta
Hemos tardado en mencionar a Destiny, la representante de Malta (que ya ganó el Festival en la versión Junior), a propósito. Si ya el año pasado con All of my love despuntó aunque sin llegar a ensombrecer a las grandes favoritas, en este año ha copado el número uno en la mayoría de apuestas durante todo el periplo eurovisivo hasta que llegaron también los ensayos (de momento se estanca en el tres).
Con Je me casse nos brinda una serie de ingredientes que los eurofans siempre reclaman y que atañen al tema tan posmodernista de la différence: una canción pegadiza que va de aceptarse a una misma, en este caso cantada no por una diva canónica, sino por una figura femenina con curvas, exótica (maltesa-nigeriana), empoderada, de voz “negra” (o racializada) que en algunas partes tiende más al funky que al pop, y con gestos que contienen eso que se viene a denominar popularmente como flow (no sabemos hasta qué punto impostados por los productores que la dirigen). En la semifinal lo ha hecho bien, pero el videoclip prometía demasiado a nivel visual.
Destiny, no obstante, tan solo tiene 18 años, con lo que el mérito de haber soportado la presión de ser favorita todo este tiempo ya es encomiable. Por último, en un momento del tema, escrito en inglés, aunque de título y estribillo (si se le puede llamar así) en francés se confiesa: “Perdón por mi francés (Excuse my french”). Este no es un tema baladí, sino que nos conecta con el siguiente punto, muy a tener en cuenta para los seguidores y estudiosos de las dimensiones estéticas de la historia del concurso.
La Chanson se empodera
Es muy curioso como este año hay un regreso, una vuelta a lo francófono en tiempos post-Brexit. Si este es el año cero de Eurovisión, es posible intuir que de alguna manera podría “recomenzar” con una victoria en francés tanto de Suiza como hemos visto como de Malta (aunque solo fuera por su estribillo) y, más probable aún, de Francia. De hecho, los tres temas han ocupado el podio en las apuestas durante todos estos meses. Si tanto Francia como Suiza son los clásicos fundadores del concurso en 1956 (el primero con 5 triunfos, el segundo con 2), hay que recordar cómo Malta (que debutó en 1971) ha sido otro de los países con más éxito, especialmente de 1991 a 2005 (14 años en los que estuvo siempre en el top 10 menos en 3 ocasiones, alcanzando 2 segundos puestos y 2 terceros).
Algunos favoritos del año pasado se han desinflado: artistas que en 2020 aportaban una propuesta convincente en este 2021 parece que no han superado la terrible prueba de la comparación (pensemos en Efendi, por Azerbaiyán), pero por el contrario, países como Francia han sorprendido, en este caso renovando su candidatura y optando por una dramática solista que, por cierto, también se ha dejado caer donde Rociíto… Barbara Pravi, con su tema Voilà parece querer aportar una nota clásica al certamen (a lo Patricia Kaas) en un momento de crisis europeísta con la pandemia y el divorcio con el Reino Unido. Que este país haya ganado Eurovision Junior en 2020 es también un aliciente que contribuye a este “giro”, y quizás, puede, acabe aportando algo de variedad (aunque solo sea idiomática) a un concurso que en sus dos últimas décadas ha abusado del “estilo internacional” impuesto por el inglés.
PD: Algunas sorpresas regionales
El año pasado califiqué la candidatura ucraniana como “una propuesta que parece sacada de un encuentro de bailes regionales, que no ha intentado traducir su estribillo”. En este año no solo reafirmo estas palabras, sino que las remarco con neones (los mismos que emplean en su actuación). La banda Go_A, que de hecho fue a promocionar su canción a Chernóbil, nos brinda un letra en ucraniano que habla presumiblemente sobre la llegada de la primavera (reseñada en el verde plumaje que viste la hierática cantante). Una “llegada” que termina más bien en una fiesta “etno-tecno” (como ella mismo mantuvo en una de las entrevistas con cara de mayúsculo entusiasmo), e incluso en una auténtica “rave” post-apocalíptica en la nieve.
En este sentido, las candidaturas de Países Bajos y Rusia han querido adherirse al club de aquellos que aún siguen viendo el Festival como una muestra de las idiosincrasias de cada país, aunque el primero haciendo una llamada decolonial con Birth of a New Age (su videoclip es memorable) donde el cantante de origen surinamés entona un apoteósico estribillo en Sranan Tongo. Los segundos, liderados por la cantante Manizha (procedente de Tayikistán), apelan a la matrioshka con una apuesta, Russian Woman, en ruso e inglés, visibilizando la lucha feminista.
Por otro lado, la candidatura danesa también nos ofrece una vuelta a los orígenes del concurso, con un tema íntegramente interpretado en danés (no lo hacían desde 1997) de presumibles resonancias ochenteras, y los italianos que, en lugar de la típica clásica balada de San Remo nos presentan un tema glam rock que, por cierto, tras los ensayos se ha colocado como favorito…
por Rubén Fausto Murillo | May 11, 2021 | Críticas, Música |
Hacía mucho tiempo que Barcelona no se volcaba tan masivamente como el pasado 23 de abril. El sol brilló en lo alto y la gente ocupó las calles, no solo en busca de libros y cultura de manera ansiosa, si no en más de un sentido, salió buscando recuperar por un momento el pulso vital que siempre ha caracterizado a nuestra ciudad. Barcelona salió buscando el rostro del otro, ahora embozado en una necesaria mascarilla, salió buscando aire, ruido, animación, el roce con el semejante, salió, en definitiva, a vivir un día de San Jordi com deu mana.
Tocó la agradable coincidencia que precisamente en ese día tan importante para nosotros, el galimatías en que se ha convertido la programación de conciertos en tiempos de pandemia jugó su partida a favor nuestro, pues se reprogramó en el Palau de la Música, la presentación de Teodor Currentzis al frente de su orquesta musicAeterna por primera vez en Barcelona, originalmente anunciada el 28 del mismo mes.
Caso curioso fue el de este concierto, porque, por un lado, muchos aficionados estaban deseosos de escuchar al famoso grupo fundado por Currentzis en 2004, y por otro, vieron con una cierta decepción el programa propuesto. Aun recuerdo a un colega , que me comentó con ostensible desilusión sobre este concierto: “Es Mozart, hombre, me apetece bastante poco” y, a decir verdad, siendo un servidor un enamorado irredento de la obra del genio de Salzburgo, puedo entender que muchos de mis colegas músicos, y público en general pongan cara de dolor vesicular, cuando se trata de escuchar o interpretar alguna obra del maestro. Se ha tocado tanto, pero tanto, tanto y tan rematadamente mal a Mozart, que a la que lleves unos pocos años dentro de este mundo musical, llegas a estar muy harto de escuchar una música que, desde fuera, aparentemente sorprende poco, y se asume para nuestros contemporáneos oídos como demasiado predecible, subrayando lo de aparentemente.
Desde siempre he sido de los que opina que, a autores como Mozart, habría que repensarlos muy de otro modo. Vamos, habría que darles un buen meneo y cuando digo esto, me refiero a la manera en que interpretamos sus obras para comenzar este ejercicio crítico. Esto choca de frente con una práctica muy en uso aun en los conservatorios de todo el mundo y que podría ser calificada casi de ciencia infusa: elegancia, delicadeza, musicalidad, sutileza sin fin y, sobre todo, ¡¡buen gusto!!, son palabras que de inmediato aparecen cuando se trata de interpretar alguna partitura de Mozart. Lo más curioso del caso, es que, si nos detenemos en cada una de ellas, encontraremos tantas definiciones como intérpretes hay. Huelga decir que cuando a un servidor le tocó estudiar algunas de las sonatas de piano del maestro y manoseé algunos de sus conciertos de piano, los profesores de turno me dieron la chapa correspondiente sobre el estilo Mozart, para llegar a la conclusión de que mi Mozart no sonaba a Mozart – más de alguno supongo opinaría que no sonaba ni a música-, pues mis rudos modos, mi atrevimiento al agregar alguna nota extra, además de un cierto apasionamiento juvenil, hacían que aquello careciera de delicadeza y buen gusto. “Mozart es etéreo como el aire”, me dijo uno de estos profesores y lo que yo manoseaba, se ve que no lo era.
Sirva mi lacónico recuerdo, querido lector, para ubicarle a grosso modo en lo que hablamos, que se podría resumir en que, debido a unos usos muy concretos en la interpretación de la obra de un compositor determinado, en este caso Mozart, pero que se puede extender a otros muchos repertorios, algunas buenas personas, tanto músicos como público en general, suelen fruncir el ceño cuando se habla de él. Mucho “Amadeus, el niño prodigio por definición”, mucho “hay qué sorprendente talento tenía”, pero “por favor, escuchemos algo con más sangre en las venas, algo menos lindo, vamos, que no me quiero dormir”.
El pasado 23 de abril fuimos testigos de que Mozart, no es ni por asomo un compositor predecible, ni acartonado, y que su música de etérea o delicada, poco, porque dentro de ella hay mundos llenos de vida, de sangre y pasión infinita y que más bien, como ha pasado en general en la música clásica, la tradición interpretativa ha jugado muy en contra de música simplemente fantástica, sobretodo porque esta tradición es desde hace años inamovible, letra sagrada escrita en piedra, pese a lo absurda que llega a ser. Teodor Currentzis revisa y pone en duda esa tradición y lo hace basándose en fuentes históricas contrastadas para plantear, que la revolución que hay que generar, es precisamente en cómo abordamos muchos de nuestros repertorios, es dando más relevancia al intérprete, es desacralizando la nota impresa. Con esto no quiero decir que sus lecturas por fin revelen aquel oculto mensaje largamente esperado en las obras que aborda, y que la tiránica tradición nos los había escamoteado, en absoluto, Currentzis simplemente hace una propuesta, y aquí es donde radica lo importante del caso, pues es una nueva propuesta, una muy bien fundamentada diría yo, largamente gestada y que abre puertas y ventanas de un edificio lleno de moho. Las interpretaciones definitivas y consagradas en mármol envejecen muy mal con el paso del tiempo.
Fueron las sinfonías 40 y 41 de Mozart las que integraron el programa de esa tarde. Mire usted si es algo que hemos oído veces, pero, como escuché aquella noche al salir de la sala de un colega visiblemente afectado: “es increíble, su piano y su forte es otro concepto, de verdad, es otro concepto”, y es que verdaderamente, aquellas sinfonías tan trilladas y que la mayoría dan por absolutamente amortizadas, sonaron llenas de una fuerza y una garra que arrancaron una inmensa ovación a un público absolutamente enardecido puesto en pie.
Quizás una de las conclusiones que pude sacar de aquella velada, es que la música es sin duda algo que se hace, que está en constante cambio, que está vivo, en definitiva, la música es vivencia pura. Sirva como breve colofón a esto, lo que muchos contemporáneos de Mozart decían sobre su música, pues se afirmaba que era sin duda un brillante compositor, pero sobre todo, Mozart era el mejor a la hora de improvisar, de crear en el momento algo sorprendente que no volvía a sonar jamás, lo dicho, las interpretaciones consagradas en mármol envejecen muy mal Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | May 10, 2021 | Críticas, Música |
La cultura francesa goza de un buen número de estupendos compositores, que además de ser sólidos constructores de obras a nivel estructural, son espléndidos orquestadores. Como es frecuente en la vida, podemos encontrar un poco de todo en el resto de Europa, pero lo cierto es que los autores franceses destacan mucho a la hora de escribir para el aparato orquestal, y esto no siempre sucede en el resto del continente, o al menos no con la regularidad que en autores galos. En el bloque germano, por ejemplo, ciertamente existen grandes autores como un Bruckner, que además de ser un inmenso compositor, es un maestro a la hora de orquestar, pero, también encontramos a un Schumann, delicado hacedor de obras de honda inspiración, pero que, a la hora de orquestar, las cosas ya no son tan brillantes. Lo mismo podemos decir de Rusia con un Chaikovski que reúne en su obra un perfecto equilibrio en los dos campos aquí expuestos, sus obras se defienden solas, tan sólidamente escritas están, que es prácticamente imposible que una sinfonía del maestro no funcione a la que se tenga un mínimo de oficio musical. Pero si volteamos a ver a un Músorgski, nos sorprenderá la poca pericia que tenía para orquestar sus obras escritas primero para piano. Basta simplemente querido lector, recordar que su más que estimable obra “Cuadros de una exposición” está orquestada por el francés Maurice Ravel y es precisamente esta orquestación, la que hace que la pieza en su conjunto sea tan apreciada por el gran público.
Podríamos seguir revisando con mucho más detalle a lo largo de las diferentes escuelas musicales, pero al final tendríamos que rendirnos ante la evidencia de que Francia cuenta con una muy nutrida plantilla de grandes orquestadores y quizás el más grande de todos los tiempos sea Maurice Ravel. Entre su obra sin duda destaca Daphnis et Chloé por lo colosal de su concepción, lo bien concebidas de cada una de sus partes, pero sobre todo por una exuberante y provocadora orquestación que cuenta incluso con un coro, utilizado como un mero instrumento que aporta su color al entramado instrumental. La pieza fue concebida como un ballet comisionado por el mítico empresario ruso Serguéi Diáguilev, que tantas maravillas detonó, siguiendo un guion escrito por Michel Fokine, que a su vez se inspiró en un texto del autor antiguo Longo. Daphnis et Chloé tuvo un éxito indiscutible en 1912, año de su estreno en París. Las cosas se torcieron cuando Diáguilev se llevó de gira por Europa el espectáculo y por cuestiones económicas se prescindió del coro. Ravel desautorizó al empresario e incluso publicó en la prensa británica, un largo texto donde esto quedaba patente.
Todo esto es fundamental para entender de dónde sale la famosa Suite núm. 2 de Daphnis et Chloé, pues son precisamente los tres números finales del ballet, en la manera en que se presentaron en Londres y sin autorización de Ravel, en tanto que no estaba presente el coro. Tiempo después, se conformó y autorizó el uso de esta suite para conciertos y así se ha hecho en todo el mundo. Cuando por fortuna se tiene la oportunidad de escuchar esta obra tal y como fue concebida con todas sus partes originales, aquella oportunidad es digna de hacerse notar y eso es lo que el público Barcelonés que se congregó el lunes 19 de abril en las dos funciones que se programaron tuvo el gusto de disfrutar, pues François-Xavier Roth, consumado director francés, al frente de su orquesta de instrumentos históricos Les Siècles presentó en el Palau de la Música, la mencionada obra, contando con la colaboración del Orfeó Català.
Los coristas por cuestión de las medidas de distancia social fueron colocados a prudente distancia entre ellos y distribuidos por las galerías órgano y en las primeras gradas del primer y segundo piso del recinto. El efecto al iniciarse el programa fue impresionante, porque la música envolvía al público en una magia estereofónica, que solo hacía que ir a más y más en su intensidad y voluptuosidad. A ello había que sumar que la orquesta Les Siècles está formada por instrumentos de la época y aunque pensemos que la orquesta de Ravel era similar a la nuestra, ello no es así, ya que esa estandarización instrumental no se dio hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Es simplemente maravilloso escuchar el sonido áspero, menos brillante que en el de los instrumentos modernos en la sección de metales de aquella orquesta, o el de las maderas igualmente menos templadas en su afinación pero que se funden mucho mejor con los bronces. La ocasión fue sin duda casi irrepetible y la ejecución fue impecable, llena de fuerza, precisión y de una particular emotividad.
De Saint-Saëns se ha dicho toda clase de cosas, desde que fue el más célebre de los compositores sin talento, o que en su momento era el hombre que más sabía de música en toda Francia. Su periplo vital fue extenso, pues en sus 86 años de vida, pudo escuchar los estrenos de Mendelssohn en París, y asistir horrorizado a la premier de la consagración de la primavera de Stravinski en 1917. En medio, una carrera brillantísima que osciló entre la más rabiosa vanguardia de su juventud, hasta el conservadurismo más acendrado de sus últimos años. Su Sinfonía núm. 3 para órgano, obra con la que concluyó nuestro programa, fue en su momento muy atacada por su conservadurismo formal. Saint-Saëns se apegó demasiado quizás al ejemplo y los modelos beethovenianos en la composición de esta obra, y ello lo llevó a que, tras su estreno en Londres, jamás regresara a la forma sinfónica, contestando groseramente cuando era preguntado al respecto, argumentando que nada tenía ya que decir en el mundo sinfónico.
Pese a ello, la sinfonía es sin duda una obra simplemente fantástica, que, si bien no explora nuevos caminos, transita por las formas conocidas con una música llena de inspiración y belleza. A ello se une la utilización de una orquesta inmensa para finales del siglo XIX, orquesta que aporta a la música un color y una originalidad tímbrica típicamente francesas y donde no solo hay un piano a cuatro manos, si no un órgano que ya desde el segundo movimiento hace su aparición de manera discreta. Para el inicio del cuarto movimiento la monumentalidad del instrumento rey que es el que marca el arranque de este movimiento con una entrada a pleno rendimiento, dota a la música de una espectacularidad y de una emoción que suele obtener una buena cosecha de aplausos.
La tarde del 19 de abril no fue la excepción, ya que tanto la orquesta Les Siècles con su titular François-Xavier Roth al frente, como nuestro querido maestro Juan de la Rubia, encargado de la parte de órgano, lograron una lectura llena de brillo y potencia que electrizó al público congregado en el Palau de Música.
La gente que abarrotó la sala de conciertos hasta donde las limitaciones permitieron, aplaudió de pie durante varios minutos y en reciprocidad, Roth dirigió unas sentidas palabras al público. Ayudándose de algunas notas preparadas previamente, exclamó en catalán, que Barcelona era sin duda la capital actual de la música en el mundo, agradeciendo la generosidad de nuestra ciudad y concluyendo con un sentido “Visca Barcelona”.
Barcelona, es realmente muy afortunada de contar con conciertos tan especiales. Podríamos hablar de ocasión única en la historia, sobre todo en épocas tan complejas como las actuales. ¿Sabrá aprovechar esta oportunidad histórica? De esto, querido lector, ya hablé en otro artículo publicado igualmente en Cultural Resuena. Esperemos que esta vez sí aprovechemos lo que esta terrible desgracia nos ha traído en lo musical casi sin quererlo, de lo contrario, seremos doblemente damnificados por la pandemia. Seguimos