Crédito de la fotografía: Javier del Real | Teatro Real
Ante todo, viví el estreno de Tejas verdes, de Jesús Torres, como una incitación para pensar sobre la desmemoria y experimentar la dimensión política de sus heridas. Desde el inicio, cantado por el coro femenino fuera de escena, la obra lanza ese llamado: “Los gritos de los condenados, / los lamentos de las víctimas, / las quejas de los oprimidos / se oyen día a día, están por todas partes. / Pero no las escuchamos, no podemos hacerlo, / si lo hiciéramos la vida sería insoportable. / Hemos aprendido a olvidar. / Lo necesitábamos. / Pensadlo”. En este sentido, la universalización del referente histórico de Tejas verdes, el centro homónimo de detención, tortura y desaparición durante la dictadura de Pinochet entre los años 1973 y 1974, no consiste en la usurpación ni el borramiento de la tragedia chilena, sino en una amplificación por resonancia que la hace audible de modo refractado. La música, entonces, encara el desafío de no incurrir en lógicas extractivas ni analgésicas, sino reelaborar aditivamente la complejidad que los materiales de partida traen consigo. En este caso, la dignidad del resultado no escamotea la de su premisa.
Considerados como parte de Tejas verdes, los versos del Cancionero y romancero de ausencias de Miguel Hernández llevan a cabo una operación formal análoga a la que la composición de Torres efectúa con respecto al libreto de Fermín Cabal: expandir líricamente la narración. Pero si lo primero (la inclusión de instantes textuales puramente poéticos) incrementa la carga emotiva del argumento, lo segundo (el tratamiento musical del olvido de las víctimas políticas) puede analizarse como una forma de extensión que trasciende el campo estético, con la transmutación de la ópera como ritual de distinción clasista en acto de rememoración colectiva, tan valiosa como insólita. Conviene no engañarse: las temporadas del Teatro Real incluyen este tipo de propuestas con la misma periodicidad, si no finalidad, que las carnestolendas. Pero en esta ocasión, además, la obra a estrenar viene acompañada, desde su propio encargo, de una nueva producción de La vida breve, de Manuel de Falla. Con independencia de las conexiones entre ambas obras (y sin desmerecer los ingenios para ensalzarlas de Rafael R. Villalobos en la dirección de escena, con aportaciones de Soledad Sevilla, ni las idiosincráticas coreografías de Estévez/Paños y Compañía, ni las innovaciones vivificantes que incorpora esta versión de la segunda partitura, en especial la intervención de María Marín como Cantaora) surgen algunas preguntas: ¿Acaso no tiene Tejas verdes entidad como para constituir un programa sin añadiduras? ¿Es que el montaje de la ópera de Torres en este tipo de salas, incluso su estreno, requiere de alquimias mercantiles para contrarrestar suspicacias y garantizar la venta de un número de entradas suficiente? ¿Y por qué no presentarla junto a su predecesora, Tránsito, con el exilio como reverso de la represión abordada en Tejas verdes?
La crudeza insoportable de episodios de tortura como los evocados en las escenas III o IV (“Nada más llegar a Tejas Verdes, / apenas me daban picana, me desmayaba / me daban convulsiones y perdía el conocimiento / Al ver que así no avanzaban hicieron otra cosa: / trajeron a mi hijo” o “Todo ese cuento de los desaparecidos son exageraciones. / Cuentan cosas inverosímiles, / que han amputado dedos y manos a los detenidos, / que les han castrado, quemado con sopletes, / espolvoreado las heridas con sosa cáustica, /que les han inyectado virus de la rabia, / bacilos del cólera, flagelos de la sífilis”) materializa lo inefable en la escucha mediante desdoblamientos orquestales y corales de texturas masivas, vocalidad diatónica y rítmica policromática, con un espectro tímbrico que abarca desde el sonido de los cinturones de cuero golpeados contra el suelo por el coro masculino en la escena I hasta cuatro sets de percusión distintos: bombo, bongos, conga, tom, vibráfono, plato chino, claves, caja grave, tam-tam, temple blocks, plattenglocken, cabassa, marimba, crótalos, wood blocks, bloques de metal suspendidos, cadenas, cencerro, campana japonesa, glockenspiel, campanas, xilófono, steel drum tenor y pandereta. Sin embargo, las tensiones armónicas y la gravedad atmosférica están veteadas de filamentos instrumentales agudamente sugestivos (a destacar el solo de saxofón y las líneas de acordeón y arpa, emergiendo del tutti como claros de bosque). La dirección de Jordi Francés realza cada uno de los elementos anteriores y los subsume en una totalidad compensada donde los pasajes de mayor densidad son construidos sin sobrecargas de espesor, intensidad ni volumen, tampoco con el sacrificio de la inteligibilidad del texto. La dificultad técnica de ciertos tramos, como la urdimbre heterofónica espacializada con tecnología informática, o el valor de los protagonismos orquestales de la introducción y el intermedio se saldan con sonoridades justas, calibradas en sí mismas y con relación al conjunto, que hacen compatibles prolijidad y soltura.
El elenco solista de Tejas verdes está conformado íntegramente por voces femeninas. La singularidad de cada una y su permutación contrapuntística en la formalización de Torres arroja como resultado un mosaico de registros, entonaciones y matices alejado de la uniformidad y, sin embargo, unitario, que funciona como correlato musical de la multiplicidad de temporalidades y perspectivas narrativas. Su campo gravitacional es Colorina (soprano lírico-ligera, por Natalia Labourdette), cuyo destino se recorta sobre los testimonios de la Hermana (soprano lírica, por María Miró), la Delatora (soprano ligera de coloratura, por Alicia Amo), la Doctora (mezzosoprano de extenso registro, por Ana Ibarra), la Madre (mezzosoprano, por Sandra Ferrández) y la Enterradora (mezzosoprano grave, por Laura Vila). El clímax se alcanza en la escena V, con un sexteto final que culmina el tour de force y hace pensar en repertorios operísticos contemporáneos como el de Hans Abrahamsen. También aquí la música logra no menoscabar la hondura de la letra: “Por eso las campanas doblan, y doblan y doblan. / Y seguirán sonando por tantas cosas del mundo, / hasta que un día, de pronto, se detengan. / Y los hombres mirarán aterrados a su alrededor / y no hallarán pájaros, ni migas de pan, / ni tumbas, ni risas, ni luna, / ni abrazos congelados en el fondo del mar. / Y habrá llegado la hora de la verdad, / la hora en que los tiranos llorarán sangre, / avergonzados ante la magnitud de sus crímenes. / Y sus ojos buscarán los nuestros, / porque sólo nosotras podremos perdonar”.
Al confeccionar artísticamente diagnósticos de la injusticia social y la violencia política, con independencia de si corresponden a un tiempo remoto, un tiempo pasado, un tiempo presente o un tiempo indefinido, se corre el riesgo de contradecir performativamente el fin declarado y, en teoría, perseguido. No ocurre tal cosa con Tejas verdes. La ausencia es traída a la memoria y quienes sostienen su presencia disputando dolorosamente el olvido encuentran un consuelo capaz de reparar el daño infringido por la negación y el nihilismo. Un acto de amor, libre, que quiere “cavar los muertos y sembrar los vivos”.
Crédito de la fotografía: Javier del Real | Teatro Real
¿Existe alguna forma de conocimiento que no venga del exterior? ¿Es posible que se dé alguna manera de intuición o entendimiento que no proceda inicialmente del afuera? Para ser, pensar, sentir y hacer tal y como somos, pensamos, sentimos y hacemos es preciso salir a descubrir lo que ocurre afuera, aunque sólo sea para palpar -como en la niebla o en la noche- qué existe más allá de nuestro cuerpo, como nos dice el filósofo Georges Didi-Huberman en la imprescindible exposición En el taller del filósofo. Es por tanto imprescindible buscar la extrañeza de los otros, la alteridad que nos transforma y que, por eso mismo, nos constituye.
El diálogo, entendido como forma insustituible para encuentro en el que dos o más personas buscan cierta avenencia, es también una manera insustituible para palpar lo inicialmente ajeno y finalmente escuchar.
En la jornada de clausura de la 35ª edición del Festival Flamenco del Thêatre de Nîmes, dirigido sabiamente por Chema Blanco y Amélie Cassasole y con un equipo humano tan profesional como amable y cercano, se dieron dos espectáculos que, bajo mi punto de vista, sostenían distintas formas de diálogo.
Efectivamente, el pasado sábado 18 de enero, y tras la Carmen revisitada de Yinka Esi Graves en el Carré d’Art, la Sala del Odéon acogió una nueva Danza para guitarra de la compañía Estévez & Paños. Con Valeriano Paños en la coreografía y Rafael Estévez en la dirección artística, junto al repertorio musical para guitarra seleccionado por ellos mismos y Miguel Trápaga, asistimos a un delicado diálogo sostenido entre Valeriano y el propio guitarrista. Elegancia, solvencia y concepto suelen ser rasgos distintivos en cada una de las piezas en las que se implican Estévez & Paños. En esta ocasión, dicho diálogo se mantuvo de manera permanente con la guitarra: Miguel Trápaga abrió toda una paleta de timbres y colores sonoros con las músicas de Joaquín Turina, Gaspar Sanz y Joaquín Rodrigo o las de Julián Arcas, Napoléon Coste, Sainz de la Maza, Dionisio Aguado, Ángel Barrios y Leo Brouwer. A esta sucesión de composiciones se acercó Valeriano y con ellas dialogó desplegando un virtuoso y amplísimo vocabulario corporal y gestual, siempre desde lo sutil y lo menor, siempre cuidado y también orientado -como podría decir Sara Ahmed en su Fenomenología Queer-:
Hacia ropas, sillas y partituras, es decir, objetos que atravesaron su danza y que expandieron los límites de la conversación.
Poco después, ya en la Sala Bernadette Lafont del Teatro de Nîmes, Alfonso Losa y Paula Comitre presentaron Alter Ego, estrenada inicialmente con la dirección artística y coreográfica del propio Losa junto aPatricia Guerrero. Este diálogo, que sirvió de clausura a la 35ª edición del Festival, vino a reforzar la necesidad irremplazable del afuera para la creación artística, es decir, la imprescindible habilidad del/a bailaor/a para dialogar con aquello que es otro, que está fuera de su propio cuerpo y con ello desencadenar un proceso artístico que en este caso ilustró de manera paradigmática lo que Losa y Comitre son como cuerpos en movimiento: Alfonso, recto y sistemático, virtuosamente percusivo y estrictamente explosivo; Paula, convencidamente arrolladora y tenaz pero también curvilínea y etérea; ambos agitándose, diluyéndose y dejándose contagiar por el otro, escuchándose, dialogando a través de cuerpos en constante (con)tacto.
De nuevo, y tal y como ocurrió en Flamenco: espacio creativo, la propuesta coreográfica se sostuvo sobre un trabajo musical exquisito encarnado en Fran Vinuesa a la guitarra y Sandra Carrasco e Ismael el Bola al cante. Los tres desplegaron una suerte de flamenco progresivo en el que la deliciosa composición de Vinuesa y las voces de Sandra e Ismael transitaron constantemente en un maravilloso e inesperado ir y venir entre palos y formas flamencas.
Sony Labou Tansi en su advertencia a La vida y media afirma que su novela es “lo que se llama escribir por atolondramiento”. Él mismo afirma. “¿De dónde queréis que hable yo -el que os habla del absurdo de lo absurdo; yo, el que inaugura lo absurdo de la desesperación- salvo del exterior? En una época en la que el hombre está más decidido que nunca a matar la vida, ¿cómo queréis que hable salvo en carne-contraseña?”.
En “carne-contraseña” se expresa también Yinka Esi Graves (Londres, 1983), cuya acción performativa Carmen takes a break dialogó el pasado 18 de enero con el Museo de los ángeles de la pintoraLena Vandrey, expuesto en el Museo de Arte Contemporáneo Carré d’Art, espacio convertido en escenario de la 35ª edición del Festival Flamenco de Nîmes. Azarosa, poética y hermosa casualidad la que hizo que el cuerpo sonoro de Yinka y la batería libre y expandida de Remi Graves se extendieran hacia los cuerpos precarios pero refulgentes de Vandrey.
Tras su paradigmática The disappearing act, estrenada en Nîmes en 2023, Yinka desplegó una honesta y crítica conversación desde la otredad que constituye su condición artística, estética y política, mostrando al público -que la siguió en su caminar rítmico y situado por las tres salas de la exposición- la raíz negra y por tanto deliberadamente silenciada de un flamenco experimental, libre y contemporáneo. Su diálogo constante con la batería abierta y anarcovitalista de Remi Graves se vio ampliado además por la inclusión de las palabras cantadas o declaradas de Concha Buika, Fred Moten -autor decisivo en la teoría crítica de la raza-, Dionne Brand -poeta y ensayista canadiense afrodescendiente-, Antonio Gades y Julius Eastman -compositor minimalista afrodescendiente-. Dichas declaraciones hicieron estallar las posibles lecturas de la particular Carmen de Yinka hacia un horizonte conceptual y político de imprescindible reflexión. El cuerpo de Yinka y su propuesta coreográfica son irremplazables en la escena flamenca contemporánea, precisamente por su presencia corporal y su vocabulario gestual, por su capacidad expresiva y por situarse en una posición frágil pero imprescindible: mostrarnos la realidad histórica de una práctica artística tan bastarda y luminosa como la flamenca.
Un día antes, Yinka Esi Graves dialogó con la profesora e investigadora Corinne Frayssinet-Savy como parte de la tercera edición de Más allá del Ole, una jornada de extensión teórica y reflexión artística acerca de la denominada investigación-creación y la práctica, transmisión y metodología experimental desde y a través del flamenco. Organizada como actividad paralela del Festival, la Jornada estuvo orientada hacia estéticas del margen y la frontera y contó con las intervenciones de Coralane Sánchez y Marjorie Nastro -autora del cartel del Festival y de la exposición Suplicar el duende-, Valeria Altamirano, Yoanna Rubio, Julie Olivier, Paula Comitre en diálogo con un servidor y la presentación performativa Flamenco queer de Fernando López. Una Jornada que sin duda deberá repetirse.
Paco Almazán decía en 1970 desde la Revista Triunfo que el artista flamenco debía “vivir y expresar profundamente las contradicciones y los anhelos de la sociedad en que viven y a la que se dirigen”. Se refería específicamente al cantaor, así en singular masculino, pero me apropiaré de su afirmación para aplicarla a cualquier flamenco/a/e que pretenda crear algo hoy: es ineludible vivir y expresar nuestras contradicciones, miedos y anhelos, que son justamente los que corresponden con la sociedad en la que nos situamos y a la que nos dirigimos.
La nueva luz que desprendeMaría Terremoto(Jerez de la Frontera, 1999) y que pudimos presenciar el pasado viernes 17 de enero a través de la presentación mundial de su nuevo Manifiesto (Universal, 2025) se convierte sin duda en todo un faro para el flamenco gitano de hoy. Más allá de las cualidades técnicas y expresivas de una voz joven pero profundamente característica y ya plenamente reconocible, tanto el trabajo estrictamente musical y sonoro como su puesta en escena nos hablan de una reflexión acerca de quién es María Terremoto, cuál ha sido su devenir y cómo ha llegado hasta hoy. La cantaora se ha hecho preguntas importantes y nos las formula a través de su creación.
Manifiesto dice mucho del proceso personal que María ha debido vivir y todavía vive -ya que las ausencias lo son para toda la vida- para cohabitar con un duelo que comenzó hace más de diez años, cuando falleció su padre, el inconmensurable cantaor Fernando Terremoto (Jerez de la Frontera, 1969-2010); cantaor cuya voz también estuvo presente a través de su inolvidable bulería “Luz en los balcones” con la que María Terremoto dialogó en un momento ya histórico para el Festival y hondamente emocionante para el público. Como líder absoluta de su cuadro flamenco habitual -con Nono Jero a la guitarra y Juan Diego Valencia y Manuel Cantarote al compás-, la cantaora incluso se sentó al piano para elogiar el error como parte consustancial del aprendizaje vital y artístico, bailó e hizo bailar al público, micrófono en mano, y ocupó todo el escenario -dividido también en distintas alturas-. Todo ello para encarnar una personalidad arrolladora con una propuesta flamenca feminista y empoderada que también se vio enriquecida por textos que fueron trufando la sesión -como las palabras dolor, pena, miedo e ira, a las que también cantó María- y por un trabajo visual que arropó y contextualizó lo que pudimos ver y oír en el escenario. La cantaora también se acompañó de electrónica y música pregrabada, lo que sin duda reafirma y consolida el giro ya irreversible de lo flamenco tras el impulso inicial de Rosalía, Rosario la Tremendita o Rocío Márquez.
El 31 de enero saldrá a la luz de este sol de invierno el Manifiesto de María Terremoto y, ante todo, debemos sentirnos agradecidos porque una artista de hoy tenga la valentía de compartir y hacernos partícipes de algo tan irremplazable e irrenunciable como su propia vida.
Orientarse, disponerse, girarse, situarse y asentarse.
Callarse. Asilenciarse. Adentrarse y, sobre todo(s), ESCUCHARse.
Crujirse, romperse, desmoronarse, caerse y de repente arraigarse. Sentirse y habitarse. Excavarse y penetrarse. Ahondarse y ajondarse. Decrecerse y menguarse. Extraerse, no extractivizarse. Plantarse y animalarse.
Insectarse, oscurecerse, opacarse y ocultarse. Agrillarse. Enmarañarse. Ovillarse. Observarse, auscultarse y apre(he)nderse. Aduendarse. Agusanarse, despojarse y desposeerse.
Anfibiarse, arranarse, arri(t)marse. Arrastrarse y enfangarse. Enlodarse, mezclarse. Encharcarse y empantanarse. Contaminarse y contagiarse. Aguachinnarse. Descomponerse, aguarse y al final diluirse. Desaparecerse.
Levantarse e irse.
Pero también quedarse. Persistirse y encararse. Soportarse,
convivirse, oírse y (re)componerse.
Con Miguel y con Bruno
inapropiarse, afronterarse y aforarse.
Alterarse y arrebatarse.
No enajenarse.
Enfriarse, acurrucarse, amadrugarse, amurmurarse y arroparse. Sentirse, tentarse, palparse y erizarse.
ABRAZARSE. Angelarse. Acalorarse.
Amanecerse, asolarse y asolearse; aclararse; aCordobarse. Abuganvillarse y ageraniarse.
Acascabullarse, abellotarse, adehesarse.
Acamparse y naturalizarse. Pacificarse, aquietarse.
Armonizarse y acompasarse.
Ralentizarse.
Vibrarse.
Resonarse.
Asusanarse. aSusanarse. asuSANARse. asusanARTE.
(Tras la escucha de Cascabullos (2025).
A Susana Jiménez Carmona, in memoriam)
Nunca pensé que escribiría esta reseña que no es una reseña pero que al fin y al cabo sí que lo es tal y como la estoy escribiendo, Susana. Es la primera vez que redacto un texto sobre algo salido de ti y tú ya no estás. Mira si voy a destiempo.
Tu pieza cerraba una sesión abierta con Cricketmusic (1970) de Péter Eötvös, fallecido también en 2024 pero con ochenta años -nunca entenderé por qué se lamenta la muerte de alguien cuando ya ha superado su octava década de vida ¡si debería celebrarse como todo un logro!- y que también incluyó el estreno de Voces del agua, de tu compañero residente Carlos Suárez. Si, como dice Morton Feldman, escuchar es suspender nuestras propias convicciones, el pasado viernes 23 tuvimos más de una hora para hacerlo honestamente y aprovechar la generosidad de tres artistas que han dedicado y dedican su vida a mostrarnos aquello que no se ve ni se oye a simple vista y que, por eso mismos, nos obliga a orientarnos, disponernos y adentrarnos en lo pequeño, lo aparentemente insignificante y lo co(i)mplicado.
Si la pieza de Eötvös nos acercó a una armonía espacial de grillos constituida a partir de su trabajo de campo realizado en Japón, las Voces de Carlos Suárez nos mostraron la vida sonora del agua en la ría de Vigo, donde habitan los crustáceos y hablan las corrientes marinas junto con los grandes buques y la contaminación acústica de la acción humana. Recordé durante la pieza esa escucha profunda deJacob Kirkegaardy el mareaje sonoro deJana Windereny me apenó que no se extendiera más allá de los seis minutos que duró.
Pero sin duda, la conmoción surgió en mí durante tu Cascabullos. Sensaciones, recuerdos y emociones muy diversas emergieron a lo largo de esos cuatro pasajes a los que he intentado responder con una suerte de poema/ensayo/tiento inicial. No se me ha ocurrido otra manera mejor -de hecho ha sido la única que me ha venido al cuerpo- para agradecer y replicar tu obra, exuberante, generosa y humilde, como lo han sido tus creaciones “pegada” a la oveja Bea o ligada al canto de las cigarras y tu reflexión acercando al presente el pensamiento y las músicas deLuigi Nono.
Ya te echamos de menos, Susana. Tu ausencia es irreparable.
No existe manera posible de que este texto que comienzo a escribir ahora mismitico concluya de manera satisfactoria.
Y no me lo quito de la cabeza.
Es inviable escribir sobre lo que presenciamos la tarde del pasado 16 de noviembre en el Teatro Central de Sevilla y con ello agotar la lectura de dos obras que quizás sean una pero que se ofrecieron como dos aunque yo creo que solo eran una. No hay manera de reducir la energía coreográfica, estética y política de RI TE y Sevillanas Solteras a los caracteres gráficos que usted está leyendo ahora en su pantalla. Tendría yo que saber cómo crear una crítica/ensayo/aleph borgiano, una especie de Todo a la vez en todas partes donde usted pudiera imaginar múltiples Israel Galván en diversos momentos de su vida, asumiendo distintos roles y con personalidades dispares e incluso opuestas.
Este texto es y será a todas luces insuficiente, cortito, como decimos en Sevilla.
Vamos por orden.
19 horas: RI TE. Ole de nuevo.
Risa y emergencia son dos de los conceptos que podrían guiar el primer acto de la tarde. Marlene Monteiro e Israel Galván nos reciben cual mimos jugando con el público que llega a la sala. Portan, mueven y bailan con un espejo orientado hacia nosotros/as.
[CRIADO. Señor.
DIRECTOR. ¿Qué?
CRIADO. Ahí está el público.
DIRECTOR. Que pase.]
El reflejo que nos devuelve el cristal anuncia quizás que lo que nos disponemos a ver no es ni más ni menos que la proyección de nuestra expectativa. Nuestros anhelos, miedos, gozos e ideas preconcebidas van a danzar juntas a través de los cuerpos de Israel y Marlene.
Ambos bailan arropados con mono de trabajo blanco; él con botas de agua en los pies; ella, con zapatos de baile de los que nunca podrá desprenderse, aunque se encuentre exhausta y lo necesite verdaderamente, so pena de siseo por parte del bailaor. Los zapatos son su condena -¿o quizás lo son del propio Israel?-.
Entrar a la tabla que simula un suelo de baile -aunque toda la sala B del Central es parte de él, también la pared de fondo y los paneles laterales, ya que toda superficie se amplifica y suena- se convierte en razón para desplegar un vocabulario coreográfico repleto de muecas, desequilibrios, rupturas de líneas, fragmentaciones y disociaciones en un diálogo cómplice y fascinante. Sevillanas corraleras, la marcha procesional Amargura o el hit Dame veneno acompañan a esta apología del humor, que es entendido y utilizado también como herramienta crítica: Israel tira un beso al aire y Marlene lo escupe; él baila emulando un fugaz ensayo acompañándose de un parloteo solo insinuado -a lo Fátima Miranda-, como si reprodujera comentarios inconexos sobre sus propios movimientos; Marlene expulsa, tose o musita un OLE! y exige al público que también lo grite o lo susurre. OLE de nuevo. Aunque se vomite. Volvamos al OLE. Sea como sea.
20:30 Sevillanas Solteras.
Poco más de diez minutos después de concluir RI TE, comienza ya en la sala principal del Central la fórmula esquizofrénica que Galván plantea junto con María Marín y la charanga Los Sones -de Olivares– para conjurar la frustración, el deseo, la desesperación, la guasa, la queja, el entusiasmo, la aspiración, el desengaño, la ilusión, el fracaso, la ironía, la decepción -quizás consigo mismo pero también con todo el que vuelca sobre él sus propias expectativas- que puede suponer durante tu infancia no destacar en las sevillanas, siendo de Sevilla y dedicándote entre otras cosas al baile.
Archivo fotográfico de la infancia de Pedro Ordóñez -foto anverso-
Israel se coloca un traje de flamenca de baratillo para bailar sevillanas de todos los colores: corraleras de Lebrija, rituales rocieras, clásicas de Pareja Obregón o populares de Amigos de Gines; todas ellas míticas no solo para la comunidad local sino también para cualquier Academia de danza que pueda existir en Curitiba, South Pasadena, París o Manchester -¿podría ser la sevillana la muestra más universal, popular y colectiva de lo flamenco?-. Pero también oímos en la sorprendente y versátil guitarra de María Marín -¿quizás una de las artistas emergentes más completas de la escena flamenca contemporánea?- la música de Mauro Giuliani, Dionisio Aguado o Isaac Albéniz, junto a técnicas extendidas a lo Lachenmann y partes de improvisación libre. Por su parte, Los Sones arropan magníficamente el ánimo socarrón con piezas tan festivas como “Que la detengan”, “I will survive” o “Thriller”. Esta última la aprovecha Israel para bailar sobre una redonda luna ubicada en el suelo, cuyo sonido -de nuevo maravillosamente confeccionado por el responsable de audacias sonoras Pedro León– es tan profundo como enigmático.
Archivo fotográfico de Pedro Ordóñez -foto reverso-
Pero en momentos más sombríos, esta misma charanga despliega un oscuro ostinato de Krzysztof Penderecki junto a técnicas extendidas como slaps, sonidos de llaves o solo aire, más propios de la creación académica contemporánea.
Reducir la complejidad emocional y, junto con Miguel Álvarez-Fernández, también conceptual que despliega Galván en estas Sevillanas al chiste local y feriante resulta francamente impreciso. La fotografía que el bailaor pone en movimiento es parecida a esa imagen infantil -y queer– que muchos sevillanos tenemos en casa. Pero esta fotografía tiene un reverso: hay restos de cartón envejecido -casi cicatrices de un necesario desapego físico y también anímico-, puesto que la fotografía formaba parte de un álbum mucho más amplio que sostenía una memoria biográfica arrumbaíta hoy a la pared. Lo local se convierte aquí -tanto como en otras muchas piezas artísticas ya universalmente reconocidas- en una vía para la catarsis colectiva a la que este texto se suma, siendo como es cortito e insuficiente.