La exótica crueldad de «Turandot» de Puccini en el Teatro Real

La exótica crueldad de «Turandot» de Puccini en el Teatro Real

El Teatro Real representa desde el pasado 30 de noviembre Turandot de Giacomo Puccini, en una coproducción con la Canadian Opera Company de Toronto, el Teatro Nacional de Lituania y la Houston Grand Opera, bajo la dirección de Nicola Luisotti.

Esta obra está basada en la fábula homónima de Carlo Grozzi (1762) y para ellos se inspiró en la commedia dell’arte. Esta ópera tiene el libreto de Guiseppe Adami y Renato Simoni y fue estrenada en 1926.

En esta representación de una lejana y desconocida China a la que viajan príncipes de otros exóticos países para someterse a los temibles enigmas de la princesa Turandot (interpretada por Oksana Dyka) para tratar de poseer su amor,conocemos una corte y un pueblo sometidos al egoísmo y la crueldad de una bella princesa que quiere ser libre a cualquier precio, sin importarle el sufrimiento que con ello ocasione. La gran orquestación de Puccini plasma la evolución orquestal y nos adentra en ese orientalismo que tanto interesó a principios del siglo XX. En contraposición a esta riqueza tímbrica, el hieratismo de los personajes es una de las constantes en las que físicamente se plasma ese hieratismo interno del que son presa, ya sea por el miedo o el amor. En este entramado se mezclan el exotismo, la aventura, el riesgo, la valentía, el amor y la muerte.

En la propuesta del director de escena y escenógrafo Robert Wilson, los personajes hiératicos están acompañados por un decorado minimalista en el que la iluminación cobra una especial importancia porque da paso a cada uno de los temas que se amalgaman. El vestuario representa la visión moderna de aquella antigua y exótica China en el que el vestido rojo de Turandot tiene una especial relevancia por representar la sangre de la muerte y del amor. En contrapartida, el héroe que vence a la muerte y a la frialdad de la princesa está representada de color blanco con tonos dorados porque el príncipe Calaf consigue llevar la luz a esta oscura noble, quien alcanza la redención gracias a su amor, no sin antes tener un duelo de inteligencia, ingenio y fuertes convicciones plasmadas en bellos pasajes musicales.

Otros personajes que destacaron tanto por el libreto como por las interpretaciones tienen su tradición en la commedia dell’arte con esas grotescas máscaras que simbolizan personajes con caracteres y defectos bien marcados. En este caso son Ping, PangPong (interpretados por Joan Martín Royo, Vincenç Esteve y Juan Antonio Sanabria, respectivamente) que tienen tres personalidades distintas, con gestos y andares diferentes y que hacen un constante juego con lo macabro, ya que la corte está imbuida en una decadencia de todo tipo. Estos cantantes hicieron un magnífico trabajo sobre la escena transmitiendo ese siniestro y a la vez divertido juego.

El pasado 8 de diciembre Nicola Luisotti dio una lección magistral de conocimiento de la obra de Puccini y de esta partitura en particular al conseguir transmitir una sublime expresividad tanto en los momentos de grandiosidad de coro y orquesta como en los momentos más conmovedores. En cuanto a las interpretaciones, tras una correcta princesa Turandot, destacaron Roberto Aronica con su gran actuación como el príncipe Calaf, quien tuvo una gran compañera en Yolanda Auyanet con su majestuosa interpretación de la dulce y valiente Liù, que conmovió con sus expresivas arias.

Apertura del Winter Music 2018 en la ADK

Apertura del Winter Music 2018 en la ADK

El pasado 7 de diciembre tuvo lugar la primera sesión de la serie Winter Music 2018 en la Akademie der Künste berlinesa. Esta edición, organizada por Manos Tsangaris y Enno Poppe, pone su foco en el desarrollo del repertorio exclusivo para percusión durante las últimas décadas. De la mano del Schlagquartett Köln y Johannes Fischer, el programa afrontó obras dispares -aunque finalmente congruentes entre si- de compositores de la talla de Nicolaus A. Huber, Dieter Schnebel, Rebecca Saunders y el propio Enno Poppe.

Gran parte del impacto de una sesión de concierto siempre ha residido en el espacio donde sucede. Muy lejos de considerarlo un asunto menor o una banalidad, Tsangaris y Poppe dispusieron todo el arsenal instrumental en una de las mayores salas de las que dispone el complejo de Hanseatenweg. En la parte superior, casi con forma de nave industrial, el público ocupaba el espacio central -haciendo más fácil una sensación de inmersión completa y de pertenencia al discurso-. Como instalaciones mudas, cada uno de los montículos instrumentales específicos para cada obra estaban previamente montados. Casi todos ellos eran solo iluminados cuando llegaba el turno de la obra a la que pertenecían, lo que aportó a la noche un componente escénico y misterioso que crecía minuto a minuto. A todo ello se sumaba la homogeneidad que resulta de la elección de una única familia instrumental -por otra parte la más dispar de todas- que agregó un factor atávico casi ritual y podía algunas veces despertar instintos dormidos o dibujar figuras remotas en el aire.

La primera parte fue casi en exclusiva dedicada al compositor Nicolaus. A. Huber. Tres obras de su catálogo –Barong des Meduses (2005), Erosfragmente (2012), Herbstfestival (1988)- se sucedieron sin respiro suficiente para asumirlas en toda su complejidad. Los títulos, todos inspirados por la mitología griega, reforzaron el aspecto ceremonial de la reunión e hicieron sentir como una unidad tres obras que, en realidad, pertenecen a etapas distintas de la vida creativa de Huber -y poseen, quizá por ello, una factura bastante desigual-. De entre ellas el Erosfragmente, interpretada por un soberbio y sugestivo Johannes Fischer, destacó por su carácter íntimo y compacto. Los 18 cuencos tibetanos dispuestos cuidadosamente sobre un tapete aterciopelado eran golpeados y recolocados una y otra vez de forma obsesiva -como si un dios mitológico manipulara con mimo la vida de sus pequeños ciudadanos atenienses-. El discurso, enriquecido por los clusters de un piano de juguete, integra también el componente mecánico con ayuda de otros muchos objetos cotidianos, la mayoría con una función claramente visual. La pequeña Zeitstücke (1990) del recién fallecido Dieter Schnebel sirvió como intermezzo entre las dos últimas pieas de Huber. Cada uno de los miembros del Schlagquartett Köln se situó con su set correspondiente en una esquina de la sala, donde reaccionaban unos a otros -a modo de reflejo, anticipación o trazo- a las propuestas sonoras ofrecidas. Sin lugar a dudas, la pieza adquirió otra dimensión al ser percibida como un austero y modesto  homenaje a su memoria.

La segunda parte se abrió con Dust (2017/2018) eine modulare Solokomposition de Rebecca Saunders. El percusionista Dirk Rothbrust asumió la obra con madurez y seguridad, recorriendo un circuito prefijado, activando y desactivando módulos como en una fábrica. El componente dramático de la obra, a un nivel puramente teatral, -que transformaba a Rothbrust en una especie de solitario farero o monje encargado del campanario- llevó el enfoque del concierto a otra dimensión. Como habíamos vivido en el Erosfragmente, la imagen de la ceremonia volvió a asomar en la obra de Saunders, aunqué fue más allá de aquellas connotaciones quiméricas u oníricas. Una sombra de realidad y extrema soledad -provenientes en parte del mundo de Samuel Beckett– rodeaban siempre a Rothburst. La riqueza tímbrica y la atención al detalle, así como la recreación en la resonancia, forman un universo sonoro distintivo -ya presente en obras como Void (2013-14) que parece no poder agotarse nunca.

El concierto cerró con Schrauben (2017) de Enno Poppe, para trece percusionistas. Al Schlagquartett Köln se sumaron nueve alumnos de la Schlagzeugklasse der Musikhochschule Lübeck, que bajo la dirección de Johannes Fischer soportaron los embites de una escritura intensa y conmovedora. Sobre la idea de Schrauben -atornillar- Poppe amplía y reduce el ángulo de escucha, enfocando un objeto a veces frágil y otras verdaderamente sofocante. Gran parte del efecto lo consigue, como muchas veces en Poppe, la carta de la acumulación. Lo que en un principio parece ser una broma, en los minutos finales se torna íntimo e hiriente. Una adrenalina perfectamente planificada para cerrar una noche ya sin espacio disponible para ensamblar nada más…

Desde Stuttgart con amor

Desde Stuttgart con amor

Para muchos aficionados a la llamada “música clásica”, las orquestas alemanas cuentan con ese dijéramos “pedigree”, de ser las mejores del mundo. Lo cierto es que muchas, cuentan con un sonido característico que las distingue, destacando mucho por ejemplo, la Berliner Philharmonikerla Münchner Philharmoniker o la Staatskapelle Dresden, por mencionar solo unas cuantas. Son agrupaciones que han trabajado muchos años bajo una tradición, que ve y vive la música de una determinada manera. La mayoría de estas orquestas son ya centenarias pues fueron fundadas a lo largo del siglo XIX, y por sus atriles, han pasado músicos de un inmenso nivel, esto dejando de lado algo evidente: grandes directores las han dirigido. Todo este “magma”, ha permitido junto con muchos otros elementos, generar un sello muy específico y muy nítido cuando hablamos sobre una orquesta alemana.

El pasado 19 de noviembre, Barcelona recibió la visita de una orquesta que, si bien no cuenta con blasones centenarios, si puede presumir de ser una típica orquesta germana: me refiero a la Orquesta Sinfónica de SWR. Esta esplendida orquesta, es el resultado de la fusión efectuada en 2016 de las dos agrupaciones orquestales que desde hacia décadas sostenía la emisora radiofónica Südwestrundfunk (SWR),cuya sede está en la ciudad de Stuttgart. Ya desde 2012, se escucharon rumores de que la estación no podía sostener a la famosa Sinfónica de la Radio de Stuttgart, radicada en la misma ciudad y a su hermana que tenía sede en Baden-Baden y Friburgo. El vulgar metal que todo lo empaña, sostener una orquesta no es empresa económica, así que se decidió que la mejor salida era la de fusionar en una plantilla de 175 músicos a las dos agrupaciones.

Sobra mencionar lo que esto supuso en el medio musical alemán: protestas, manifestaciones, y un largo etcétera que no pudo detener el proyecto que se cristalizó hace apenas dos años. Pese a no tener desde su fundación un director titular, suele trabajar con grandes como Eliahu Inbal que los dirigió el pasado 19 de noviembre.

La orquesta lució pese a su aparente juventud, las virtudes de una buena orquesta alemana: secciones perfectamente ensambladas, un acabado trabajo de comunicación entre los principales de las secciones, una sección de metales muy potente y perfectamente afinada, una cuerda con una sonoridad compacta y muy sólida, entre otras muchas característica mas, hacía falta muy pocos minutos de concierto para que con lo ojos cerrados supieras que lo que estaba ante ti, era una espléndida orquesta alemana.

Pero todas estas espléndidas características no serían nada, si en la cabeza no hubiéramos tenido a un gran director. Grandes orquestas y pienso en la Sinfónica de Londres, cuando tienen en el pódium a un director mediocre, dejan de sonar con ese brillo tan suyo. Como diría un buen maestro hace años ya: “la batuta no suena, pero como llega a estorbar si no la usas bien”. Inbal es un músico consumado, cuidadoso de los detalles, con una vitalidad y una claridad que son el resultado de muchos años de trabajo serio al frente de muchas orquestas en todo el mundo.

El programa de nuestro concierto, se efectuó el pasado 19 de noviembre en el Auditori de nuestra ciudad, estaba integrado por dos obras maravillosas: El triple concierto, en do mayor, Op.56 de L.v. Beethoven que tuvo como solistas al Trio Ludwig y en la segunda parte, una obra mítica del repertorio romántico alemán, la Sinfonía núm. 4 en mi bemol mayor, “Romántica” de A. Bruckner.

La primera obra del programa es de esas piezas que te reconcilian con este mundo. Llena de una luz y un optimismo que se contagian. Lamentablemente las partes solistas fueron interpretadas de manera muy mediocre. El Trio Ludwing, integrado por Abel y Arnau Tomás al violín y violoncelo, e integrantes tambien del estimado Cuarteto Casals; completando el trio la maestra Hyo-Sun Lim al piano. Ingrata labor es la de mantener una opinión, fundamentada en una apreciación lo más objetiva posible del hecho musical ocurrido. El que escribe es de esos que se mantienen fiel a ella, pero pese a lo que en nuestra casa se suele decir de tan estimados músicos, en mi personal apreciación, la interpretación efectuada por los mencionados maestros, no estuvo a la altura de lo que se esperaba. Un exceso de vibrato que podía afectar a la afinación en algunos casos, un sonido que muchas veces no lograba correr con naturalidad por la sala y un a ratos, evidente divorcio entre los solistas con la orquesta, son algunos elementos que deslucieron la mencionada ejecución.

Con Bruckner, la orquesta lució todo su potencial. En tempos que por momentos resultaron un poco rápidos, el maestro Inbal nos obsequió con una lectura a ratos incluso agresiva, de una sinfonía que es toda luz. El impacto sonoro fue apabullante, la precisión de una orquesta que tiene entre su repertorio, justo obras como esta, se hizo notar en la naturalidad con que se desarrolló la lectura de la obra. Todos los integrantes de la agrupación estaban en un mundo conocido desde siempre por ellos y ello logró, que la ejecución estuviera llena de momentos realmente hermosos.

Con una estupenda entrada, la concurrencia premió con una tremenda ovación a los integrantes de la Orquesta Sinfónica de SWR. Gratísima la experiencia de disfrutar de una orquesta de esta calidad y sobre todo, con ese marcado buqué alemán tan idóneo para este repertorio. Seguimos.

Pasar por el pantano y no mancharse

Pasar por el pantano y no mancharse

Cuentan las malas lenguas, y en el mundillo de la ópera hay mucho de eso, que G. Rossini recibió de Barcelona, una tentadora oferta económica para trasladarse a trabajar en nuestra ciudad. En concreto, parece ser, que fue el desaparecido Teatro de la Santa Cruz el que tanteó al cisne de Pesaro. Llegados a este punto, uno se preguntará, ¿qué pasó finalmente para que el mencionado traslado no se efectuara? La respuesta es muy interesante. Resulta ser que G. Ricordi, fundador de la prestigiosa casa editorial del mismo nombre, que, en esos momentos hacia las veces de copista del Teatro de la Scala de Milán, hacía unos pocos años que había arrancado con su negocio y como es de suponer, estaba a la caza de nombres que engrosaran su lista de compositores. Pues hete aquí, que el mencionado editor parece ser, y aquí es donde entra el chisme, en una charla con el ya exitoso compositor, lo desanimó de emprender un viaje tan arriesgado como era en esos años, el de embarcarse con destino España. Y digo arriesgado porque estamos hablando de la primera mitad del siglo XIX y todos sabemos que esos tiempos fueron de todo menos tranquilos en estas tierras. Tras las guerras napoleónicas, vino un largo periodo de guerras internas y de cambios políticos acompañados por feroces represiones, que hacían muy poco recomendable que un compositor que gozaba ya de un nombre y una estabilidad en el mundo de la ópera, se arriesgara a perderlo todo, incluso la vida, en tan exótica empresa.

Rossini reinó en el mundo de la ópera por méritos propios, durante la primera mitad de ese siglo XIX, que tan duro fue para la península Ibérica. Pese a esta situación tan delicada, Barcelona disfrutó de los estrenos de los grandes títulos que se efectuaban tanto en París, como en Roma, Nápoles o Milán en relativo poco tiempo. Es el caso de uno de sus primeros grandes éxitos: La Cenerentola que se estrenó en el Teatro Valle de Roma un 25 de enero de 1817 y en Barcelona tuvo su primera representación el 18 de abril de 1818 en el Teatro de la Santa Cruz.

Con motivo de los 200 años de tal estreno, la incombustible Cecilia Bartoli ha presentado esta maravillosa obra en una producción semiescenificada en dos lugares emblemáticos: el lunes 22 de octubre en el Auditorio Nacional de Música de Madrid para la Fundación Scherzo y el jueves 25 en el Palau de la Música de Barcelona. De hecho, los aniversarios se acumulan, puesto que también se cumplen 150 años del fallecimiento del maestro de Pesaro, y los 30 años de que Cecilia Bartoli es artista de un sello como Decca, cosa nada baladí en un mundo donde se mueven grandes cantidades de dinero.

Las críticas llegadas desde Madrid fueron en su mayoría malas. Pese a ello, el Palau de la Música el 25 de octubre estaba repleto. La Bartoli ha sabido construir una carrea muy inteligente; no se ha arriesgado en teatros demasiado grandes, donde su voz, si bien llena de cuerpo, y con una técnica antológica, es más bien pequeña, lo que la obligaría ha desgastarse mucho dañando la calidad final, además de comprometer su salud vocal. Los resultados de solo presentarse en proyectos donde tiene todo a favor y con un repertorio que hace lucir mucho sus notables virtudes vocales e histriónicas, están a la vista: además de contar con un enorme prestigio en todo el mundo, la sigue una legión de devotos que solo ser anunciada en alguna ciudad agotan las entradas.

Otra de sus grandes virtudes es saberse asociar con quien puede financiar sus costosos proyectos, el último de ellos es justamente el que disfrutamos el pasado jueves 25. Ahora bien, la idea de plantar una orquesta de instrumentos antiguos echa ad hoc para acompañar a los cantantes con el pretencioso nombre de Les Musiciens du Prince sobre el mismo escenario que ellos, demostró ser muy poco afortunada. La mitad de los protagonistas fueron devorados en varios pasajes por la mencionada orquesta, pese a los esfuerzos del director Gianluca Capuano, uno de los héroes de la velada. El maestro milanés, ha tenido la ingrata labor de estar bajo la enorme sombra de una descomunal artista como Cecilia Bartoli, que lució y mucho, cosa que se esperaba, pero en honor a la justicia, tal éxito fue cuidado, trabajado y muchas veces salvado por los oficios de un estupendo músico como Capuano.

El papel de Don Magnifico fue bordado por el aragonés Carlos Chausson que dio una cátedra de lo que es cantar con mayúsculas el papel. A una técnica y una voz potentísima, llena de agilidad, se unían una prestancia y una gracia escénica que muchas ocasiones arrancó los aplausos de los asistentes aquella noche. Mención especial merece el tenor catalán David Alegret que fue llamado a las 18 horas de esa misma tarde para sustituir a Edgardo Rocha que suspendió por enfermedad, lo cual suena realmente rayando lo lamentable a nivel profesional. Alegret sacó adelante el papel, pese a los nervios iniciales y tras las primeras escenas, en que se le vio tímido y manteniendo el tipo; finalmente logró una noche afortunada. Sus agudos no estaban del todo colocados, y sonaron sin ese brillo siempre deseable en arias como las escritas por Rossini, pero el reto al que se enfrentó Alegret no era pecata minuta.

La valoración general de la presentación fue enormemente buena, pero sinceramente no deja de ser una adaptación en espacios y circunstancias para que en concreto, una artista que atrae tanta admiración y patrocinios como Cecilia Bartoli, siga luciendo sus aun envidiables características vocales. Es muy probable que, en circunstancias normales en un teatro como el Liceo de Barcelona, la Romana hubiera salido más manchada de ceniza y por ejemplo, otros papeles, hubieran sido aun mas “magníficos”.

Only the sound remains, de Saariaho en el Teatro Real: el deseo sonoro de lo no presente

Only the sound remains, de Saariaho en el Teatro Real: el deseo sonoro de lo no presente

El Teatro Real de Madrid ha acogido, desde el pasado 23 de octubre, Only the sound remains, la celebrada cuarta ópera de Kaija Saariaho coproducida por  De Nationale Opera & Ballet de Ámsterdam (también estuvimos en su estreno holandés en 2016), la Canadian Opera Company de Toronto, la Opéra national de Paris y la Finnish National Opera de Helsinki, cuyo montaje ha quedado en manos de Peter Sellars. Es, en realidad, una ópera de cámara en despliegue de medios, pues la música es interpretada por un reducido número de músicos (cuarteto vocal, cuarteto de cuerda, percusión, kantele y flauta) y cuenta solamente con dos cantantes solistas, Philippe Jaroussky  y Davone Tines. Eso dota a la obra de un constante aura intimista, que marca las pautas para repensar los derroteros de las posibilidades de la ópera hoy, que tan maltrecha está en algunos contextos. El formato de cámara ha sido ya visitado por numerosos compositores contemporáneos, como Britten, Glass o Benjamin por una cuestión presupuestaria pero también, quizá, porque no hacen falta grandes despliegues para conseguir un resultado potente a nivel escénico. Quizá lo que está muerto de la ópera es su grandilocuencia.

Pero yendo al tema que nos ocupa. Lo peor de la propuesta es, sin lugar a dudas, el libreto, redactado por Ezra Pound y Ernest Fenollosa. La ópera se divide en dos partes, Tsunemasa y Hagoromo, siguiendo  el procedimiento del teatro  japonés, La primera parte se trata de una invocación, donde se contraponen el mundo real con la aparición de un espíritu corporeizado y en la segunda, se crea una trama en torno a una danza. Así, en la primera parte, Tines, haciendo el rol del monje budista Gyokei, invoca al espíritu de Tsunemasa (Jaroussky). En la segunda parte, un pescador (Tines) encuentra la capa de un ángel, una Tennin (representado por la bailarina Nora Kimball-Mentzos), sin la cual no podrá regresar al cielo. Para recuperarla, debe bailar para el pescador, cuyo conflicto moral es representado por Jaroussky. Como en otras óperas, el argumento no tendría que ser necesariamente, algo de peso, pero lo menos conseguido del que nos ocupa es la constante sensación de estar frente a un texto que exotiza el mundo oriental, con un lenguaje gratuitamente barroquizado y con un contenido lleno de moralina religiosa que resulta chirriante ciento y pico años de la muerte de Dios. Es una lástima, porque ambos temas, en abstracto, resultaban de lo más interesante: por un lado, el deseo irracional y siempre presente ante una muerte de hablar -acaso por última vez- con los seres queridos que se han ido para siempre; y, por otro, la compleja estructural moral de nuestras decisiones. Todo esto quedó lamentablemente en un segundo plano. 

Pero, pese a este libreto un tanto fallido, tanto la puesta en escena -con un interesante juego de luces y un simple telón de tela- como el trabajo musical fue muy rico en matices, colores, y compleja estructural. Vayamos por partes. La propuesta escénica de Sellars  se reducía, como ya hemos adelantado, a elementos mínimos con los que construía el espacio. ¿Cómo se articula, al mismo tiempo, el espacio de los vivos y el de los muertos, el mundo real y el que nunca podremos acceder sin renunciar a la vida? Aunque en algunos momentos podría haber tratado de forzar algo más, prefiero siempre lo comedido y justo que el exceso sin sentido, como en la última ópera de Sciarrino. La complicidad entre ambos protagonistas fue clave, especialmente para dos momentos que nunca me imaginé ver en el Teatro Real: uno en el que Jaroussky, haciendo las veces de Tsunemasa, se acuesta encima de Tines en el rol de Gyokei y otro en el que, finalmente, se besan. Una conjunción no erotizada de dos personas que se han querido mucho y que se unen así, en esa intimidad de dos cuerpos solitarios. En la segunda parte, en la que interviene la danza de Nora Kimball-Mentzos, fue algo más forzada el diálogo entre las partes implicadas en la pieza. En algunos momentos, Kimball-Mentzos quedaba como fuera de escena, tratando de llenar un espacio que nunca se le abrió propiamente. Fue fundamental el juego de luces, que invitaba al ojo a dejarse engañar, mostrando a los protagonistas deformados, enormes, o hacerlos desaparecer. El sonido cooperó en este asunto de forma específica. La espacialización del sonido -algo pobre y que dejó muchos caminos por explorar- quería dar cuenta de un espacio enorme, quizá un templo, pero quizá también un espacio indeterminado donde, de haber salido bien, la idea sería habernos sumergido en esa maraña de luz, oscuridad y sonido reverberante. 

Aunque ambas historias eran, en principio, dos entidades argumentales separadas, musicalmente tenían un material común. Esta parte fue, sin duda, la mejor. La música no arroja grandes sorpresas con respecto a las últimas creaciones de la compositora finlandesa, pero destaca el gran trabajo de contención de la tensión, construida a base de la suma de capas sonoras y no mediante grandes volúmenes y un finísimo trabajo de música de cámara, mérito a partes iguales de la composición y de la excelente interpretación de los músicos. El tandem construido entre Tines y Jaroussky es una de las joyas de la obra. El contraste entre ellos no solo es entre sus voces, rotunda y profunda la de Tines, controladísima por lo demás, y fina y precisa la de Jaroussky; sino también por sus roles dramáticos. Mientras que Jaroussky era lo etéreo, Tines se encontraba en el plano terrenal, y así fue la interpretación de ambos. Jaroussky deambulaba por el escenario, pues su sitio era, en realidad, ninguna parte entre los vivos, era un desplazado de la vida, y Tines, sin embargo, se aferraba al suelo -quizá único anclaje que le queda-. Especialmente destacable fue la intervención del cuarteto vocal (Else Torp, Iris Oja, Paul Bentley-Angell, Steffen Bruun), que era radicalmente exigente y complejo, y la interpretación de Camile Hoitenga a la flauta. Su línea era, con diferencia, la más rica de entre las instrumentales, con reminiscencias al primer Boulez por momentos. Ya que la inspiración era el mundo japonés, me faltó -aunque reconozco que es una petición personal- más diálogo con las grandes referencias de la música contemporánea japonesa. Quizá por evitar ese extraño eurocentrismo que siempre aparece cuando se trata de emular, desde Europa, el supuesto aroma asiático. La violencia comedida, a base de las interrupciones temporales de Toshio Hosokawa (en obras como Landscape I), por ejemplo, pdorían haber sido un recurso para plantear alternativas a la construcción del contraste dinámico. Pero esto es un debate abierto: las cuestiones serían si, efectivamente, hay algo así como un sonido específicamente occidental y oriental, en caso afirmativo, si se puede reconstruir y, por último, quién o quiénes son dueños de ese mundo sonoro. ¿Qué «sonido queda», siguiendo el título de la ópera? Quizá los sonidos por sonar. Es una ópera, a mi juicio, que intenta pensar sobre lo que no está. Como decía Bloch, la música surge como un deseo sonoro de invocar, mediante el sonido, lo que ya no podemos atrapar (por eso, Pan retiene a Siringa en los caños con los que ha construido su flauta). Lo que queda siempre, entonces, es un resto.

MTV o la personificación del mal

MTV o la personificación del mal

El próximo domingo 4 de noviembre, se celebrará en el Bilbao Exhibition Centre (BEC) de Barakaldo la gala de los European Music Awards de la MTV. Además, durante toda la semana previa, se llevarán a cabo conciertos -gratuitos y de pago- en diferentes lugares de la provincia, como Durango, Getxo o Barakaldo, culminando con un macro concierto que se celebrará en San Mamés, el estadio de fútbol del Athletic de Bilbao, el sábado 3 de noviembre. Hasta aquí, todo normal. Por un lado, Bilbao continúa con su estrategia de convertirse en la ciudad de los servicios y los grandes eventos por excelencia, situando en la programación cultural mainstream la base de su proyección al mundo. Por otro, las voces disonantes y las protestas hacia el millonario gasto municipal y provincial de este acontecimiento no se han hecho esperar. En esta ocasión, sin embargo, la dimensión que ha adquirido la polémica trasciende, a mi modo de ver, el a veces demasiado simplificado debate de la desigualdad de fuerzas de las culturas locales y globales. Como no podía ser de otra manera en este siglo nuestro de las ofensas morales, a la inicial tensión que estas políticas culturales -tan habituales ya en Bilbao- están generando en ciertos sectores de la población se le han sumado una especie de pánico moral y su consiguiente caza de brujas, que, lamentablemente, forman parte ya del pan nuestro de cada día. Me refiero a la polémica que en Euskadi ha suscitado la reciente noticia de la inclusión del grupo de rock Berri Txarrak  en el cartel del concierto de San Mamés. Vayamos, pues, por partes.

Con el objetivo de visibilizar la ya mencionada protesta contra esta política de los grandes eventos, se creó una plataforma ciudadana que ha iniciado una campaña con la intención de boicotear la gala de MTV. Con el eslogan “Piztu Bilbo, itzali MTV” (“Enciende Bilbao, apaga la MTV”), la plataforma denuncia la utilización de “nuestro espacio urbano a modo de escaparate y [la venta de] las múltiples identidades y la cultura vasca como simple folclore vacío”. Y añade que “la intención (…) es (…) aprovechar el simbolismo que esta compañía estadounidense tiene para denunciar el actual modelo de
ciudad que está perdiendo su característica identidad popular, pero sobre todo para poner en valor que todavía hay otro Bilbao popular y plural” (texto completo en: https://www.lahaine.org/fK6Q). Como casi siempre, el problema no está en la campaña, sino en las vías de actuación que se eligen para defenderla. En este caso, como la cosa va de música, la campaña se ha difundido a través de una canción (que se puede escuchar aquí). Pero resulta que, tanto en la estética como en el significado de la letra, encontramos algunas contradicciones que hacen que el mensaje se diluya.

De un lado, la denuncia a lo que la MTV simboliza se realiza a través de una estética tanto musical como visual que emula demasiado al medio que pretende criticar. Con una mezcla de rap, hip-hop, reggae y ska, la reivindicación de lo local solamente se intuye en que el idioma en el que se canta la canción es el euskera. Estos estilos musicales se utilizan habitualmente como símbolo de lo popular –entendido, en este caso, como identitario y de clase-, ya que, supuestamente, se trata de tipologías musicales que surgen en estratos sociales bajos, en barrios periféricos, y que, en principio, están alejados de la llamada música comercial. Sin embargo, tal es la fuerza de la industria cultural, que, a estas alturas, no sé hasta qué punto puede entenderse de esta manera.

De otro, en cuanto a la letra de la canción, ésta consiste en un totum revolutum de reivindicaciones y estereotipos. Con todo, lo más llamativo es el tono, que, en ocasiones, resulta de un moralismo enternecedor. Sirvan de ejemplo los siguientes versos:

Laurogeita hamarreko hamarkada                               La década de los noventa
soilik musikari zuzenduta zegoena                               la que sólo estaba dirigida a la música
denborak aurrera egin ahala                                        que con el paso del tiempo
Ignorantzia piztu duena                                                ha encendido la ignorancia
sexu, droga, jaia, estereotipo denak finkatuz               sexo, droga, fiesta, fijando todos los estereotipos
Musika kendu ta iraintzen gaituena                              nos quita la música y nos insulta

Se entiende aquí que la MTV personifica todos los males de nuestra sociedad, haciéndola responsable nada más y nada menos que de “enquistar todos los estereotipos”, que no son otros que los que aparecen en el manido “sexo, drogas y rock’n’roll” y que ya no escandalizan a nadie. Esta atribución de la responsabilidad de todos los males que están acabando con nuestra forma de vida -el capitalismo, la globalización, el inglés como idioma imperialista, el sexismo, el racismo, etc.- a un enemigo concreto y único, además de tener un tufo de moralina difícil de soportar, funciona como una vía fácil de quitarse de encima toda responsabilidad personal. La realidad es, por suerte o por desgracia, mucho más compleja que esto y la estrategia de crear ese “pánico moral” entre la población deja de ser creíble en el momento en que el vídeo se difunde por Youtube, Twitter y Facebook, plataformas globales que también forman parte del monstruo capitalista. Tampoco es creíble que los autores del vídeo hablen en nombre de la “juventud vasca” como un todo homogéneo que rechaza las iniciativas de la MTV, cuando las entradas que se han puesto a la venta para estos conciertos -exclusivamente para personas residentes en Bizkaia– se acabaron en menos de una hora.

Pero la cosa no termina aquí. Como ya he mencionado, hace unos días se dio la noticia de que Berri Txarrak iba a actuar, junto con Muse y Crystal Fighters, en el macro concierto del 3 de noviembre. No creo que nos equivoquemos si sospechamos que este movimiento institucional de última hora ha venido motivado para acallar las críticas que también se le han dirigido a la organización ante la ausencia de grupos locales en la programación. Sin embargo, esta decisión ha traído otro debate a las redes sociales, y la gente se ha entretenido –y nos ha entretenido- discutiendo sobre si Berri Txarrak «debería» haberse negado a actuar en este monstruoso evento. Las redes, pues, se han dividido entre quienes creen que los integrantes del grupo se han vendido al capital y quienes creen que hacen bien en aprovechar el escaparate para llevar el euskera y la cultura vasca hasta los últimos confines de la tierra. ¿Qué opino yo? Pues que ni una cosa ni la otra.

Me llama la atención la ligereza con la que repartimos lecciones morales a los demás, sobre todo si los demás se dedican a alguna actividad artística. Exigimos que los artistas tengan una actitud ejemplarizante, no sólo con algunos valores universales, sino con los valores que nosotros mismos les imponemos. Proyectamos en los músicos que nos gustan los valores éticos que nos gustaría que tuvieran y exigimos que actúen, no ya como nosotros lo haríamos, sino como creemos que “deben” actuar ellos. Olvidamos que vivimos todos inmersos en un sistema que continuamente nos pone frente a nuestras propias contradicciones. Berri Txarrak es un grupo de rock que se ha mantenido a base de trabajo, vive de su música y lo hace cantando en euskera. Ha preferido ser cabeza de ratón que cola de león. Y tampoco hay que olvidar que ha sido el niño mimado de instituciones, radios y demás vías de difusión en Euskadi. Esto de la MTV no deja de ser una anécdota y la reproducción a escala de campo de fútbol de lo que ya venía sucediendo.

El problema fundamental de este tipo de polémicas está en que la energía se malgasta en la dirección equivocada. La simplificación de las realidades complejas nos lleva a una situación peligrosa, que, en este caso, se traduce en vanos esfuerzos para tratar de destruir lo indestructible, en vez de intentar construir lo posible, Y, al final, todo se queda como estaba. La MTV seguirá ahí, igual que lo harán el BBK Live y otro sinfín de macro eventos. Tenemos la opción de situarnos en medio de la vía del tren y pretender que éste descarrile, aunque seguramente nos lleve por delante. O dejar que el tren pase, sin poder evitar que haya gente que quiera montarse en él, y dedicar nuestros esfuerzos a crear, fomentar y apoyar, cada uno desde la posición que desee, las pequeñas salas de conciertos, las iniciativas culturales de nuestras ciudades y los artistas locales. Sin olvidarnos de que, hasta el más puro de los espíritus, se da de vez en cuando un paseo por Los 40 Principales, Operación Triunfo, Apple, Twitter y se toma una Coca-Cola.