«She makes noise»:  Pan Daijing

«She makes noise»: Pan Daijing

Vivimos en un mundo en el que aún hay que hacer festivales en los que su cartel sea exclusivamente femenino, a la vista de la escasa representación femenina en el resto. Vivimos en un mundo, además, en el que aquellas que denunciamos esta situación tenemos que pasar por posibles represalias profesionales o personales, o que nos llamen feminazis o que nos digan que somos unas exageradas, uans amargadas o que queremos ser nosotras las que ocupemos el lugar de los hombres con menos esfuerzo. Por eso, los festivales que pelean por mostrar el trabajo de mujeres son un campo de batalla de una guerra en la que nos han metido los que creen que no hay nada que cambiar. Desde esta lucha, un año más, llegaba el She makes noiseLa Casa Encendida de Madrid, que celebró el pasado fin de semana su cuarta edición. Conjuga conciertos con talleres y cine experimental hecho por mujeres. Abrió la edición Pan Daijing, que visitaba por primera vez la capital española.

Llegó quejándose de la puntualidad española. Fue un gesto tomado por simpático entre los asistentes, quizá porque Daijing reside desde hace años en Berlín y no supo entender que la puuntualidad alemana no es la española. De pronto, en esa queja, se sumaron tantos prejuicios, por un lado y por otro, que fue políticamente dudosa la legitimidad de la supuesta broma sobre la puntualidad. Su sesión, dijo, era de 21 a 22. Si empezaba más tarde, no tocaría más allá de las 22. Es trabajo digno, de acuerdo, pero no por ello deja de ser problemático. En fin. También conectó su móvil al cargador en la mesa junto a sus sintes. Nos explicó que una vez la había llamado un amigo en plena sesión y se arrepentía de no haber incluido la llamada como material sonoro. Nos pidió que no nos cortásemos en llamar si diera la casualidad de que alguien entre los presentes tenía su número. Como se imaginarán, no sucedió que alguien la llamara. Pero me pareció un síntoma de las diferencias entre «repertorios». Mientras que en las salas de concierto de «clásica» se pide una y otra vez -en vano- que se apaguen los teléfonos, y es molesto y condenado cuando suena uno (¡yo misma lo hago, como aquí!), en este tipo de conciertos, por el contrario, se invita a que suenen los móviles. Mejor dicho, un móvil, el de ella. Es un problema de concepto: el móvil como disrupción y el móvil como material. Tal es la complejidad de la interacción entre sonidos.

Es común a otros trabajos encontrar un sonido frío, industrial de la electrónica (similar al comienzo de «Eat») junto a la delicada voz de Daijing, como «Practice of higyene» o «Plate of order» de su disco Lack (PAN, 2017). La mecanización junto al carácter más bien lírico -como un canto que viene de ninguna parte- hacía que, en lugar de añorar esa voz que podía recordar a un lamento, a un gemido o a un ronroneo, se fuese poco a poco desnaturalizando. Pese a verla allí -con una máscara que la convertía en una suerte de maniquí-, su voz dejaba de ser su voz para convertirse en sonido devorado por la electrónica. Un ritmo infantil, en la línea de su «Loving Tongue» dio paso a una fase más rítmica, más cercana a su Satin Sight (Bedouin, 2016) y el sonido ochentero, con breves incursiones en la construcción por capas del comienzo. El elemento atmosférico unida a esa rítmica que poco a poco se difuminaba en un grito, creando así un momento intermedio invasivo de gran potencia, Es una lástima que no llegase a explorarlo más, volviendo rápidamente a la propuesta inicial, pero aún desde un lugar más frágil. Su cuerpo mismo se puso en juego, explorando pequeños movimientos en un espacio reducido -el que había dejado su sonido, a veces lejano, a veces concreto e incisivo como el de cuchillos frontando metales-. Dos frase levitaban en el aire: «I was a word in a foreign language» [era una palabra en un lenguaje extranjero] y «ouch», la onomatopeya inglesa para expresión del dolor. Podría entenderse, como les gustará a los psicoanalíticos, que expresa parte de la experiencia de ser migrante, por mucho que se emigra a un sitio como Berlín. Cuando se va a una ciudad en un país donde no hablamos la lengua, siempre estamos habitando esa extrañeza frente al idioma, incluso frente al propio. Algunos citarían, además, esas declaraciones de Daijing  cuando dijo que «A veces describo[la performance] como una terapia. Hay una parte de mí que tiene este grito dentro, algo que necesito comunicar pero que no sé cómo decir en un lenguaje que podamos entender en la vida diaria». Otros, quizá yo, hubiesen encontrado más interesante tomar el sonido como esa «lengua extranjera» para el propio lenguaje, que -al menos en occidente- siempre ha prescindido del propio sonido de las lenguas a favor del significado, de su espiritualización. Quizá la expresión de todo lo que contiene ese «ouch» está más cerca de lo que no puede ser nombrado con ningún término sin traicionarlo.

Rigurosamente, a las 22, terminó el concierto. Por cierto.

Cantoría en el Museo del Prado: salir de la zona de confort

Cantoría en el Museo del Prado: salir de la zona de confort

Fotos con Copyright de Pablo F. Juárez

Hay algo que valoro de cualquier institución, colectivo o grupo artístico: la valentía. Y eso es lo que demostraron los miembros de Cantoría (Jorge Losana -director-, Inés Alonso, Valentín Miralles y Samuel Tapia) en su «presentación en sociedad», como se comprendió en el entorno más entendido, el pasado 19 de octubre en el Museo del Prado con motivo de la exposición de Bartolomé Bermejo. Es un grupo acostumbrado a cantar música profana española, y no, como en este concierto, música sobre todo religiosa. Es una diferencia enorme en la música de esta época (y de todas, me atrevería a decir). La primera, teatral, con un toque descarado y hermanada (como no lo ha estado desde entonces) con la popular. La segunda, por el contrario, es más bien introvertida e intimista, más compleja a nivel armónico. No se podían hablar de ciertos tiempos sin sentir y mostrar respeto. Así que los de Cantoría salieron de esa «zona de confort» (de la que nos gusta hablar tanto y nadie sabe lo que es muy bien) para mostrar que solo tienen un límite: el no tener límites.

Escogieron un repertorio como una suette de cata de la producción musical que podría haber sonado en cualquier esquina de la Corona de Aragón y Castilla durante el siglo XV. Toda una oportunidad de escuchar, como si abriésemos una mirilla al pasado, una música que, por lo general, permanece silenciada en los archivos de muchos países. El concierto intercaló obras a cuatro voces, a tres, o a solo, o solo con glosas del resto. Y, encima, todo de memoria. Cantoría daba así cuenta de sus intenciones: no dejar indiferente a nadie.

Las piezas a cuatro voces, en general, como Domine Jhesu Christe qui hora in diei ultima a 4, de Juan de Anchieta De la momera de Johannes Ockeghem, y especialmente en la ensalada anónima Los ascolares (que demuestra el gusto y la costumbre de enfrentar este repertorio del grupo) fue donde se vio la mejor versión del grupo, acostumbrado a este formato más que al trabajo solista o duo con acompañamiento. El trabajo de empaste, de conducción de voces y de sonido conjunto es evidente ante estas piezas. Más desigual, por tanto, fue el resto de piezas, que no pecaron de falta de calidad sino de algo que no es fácil de encontrar: la voz propia, el sentirse plenamente cómodos con el repertorio. Uno de los momentos más interesantes fue la intervención a solo con acompañamiento instrumental, a la que se unió después el resto del grupo de la doble versión de Fortuna desperata, primero la de Antoine Busnoys  y luego de Heinric Isaac (c. 1450-1517) o Gentil Dama no se gana, de Juan Cornago. Los solos fueron asumidos por la soprano, Inés Alonso, cuyo timbre de voz es hipnótico y su juventud solo augura un gran desarrolllo. Hubo algunos peros en las obras en las que se atisbaba el contrapunto: algunas imperfecciones en la afinación y un volumen desigual. Pero se contaba algo, había un grueso en aquellas historia que nos parecen tan lejos. Los lectores más agudos se habrán dado cuenta de que he nombrado el acompañamiento instrumental sin decir quiénes eran. Joan Seguí tuvo un peso fundamental para el equilibrio sonoro del conjunto y mostró un trabajo impecable tras el órgano positivo. Jonatan Alvarado Manuel Vilas, a la vihuela y al arpa, respectivamente, cerraban el grupo. Pasaron más desapercibidos, aunque quizá de forma intencionada. Vilas, pese a ser un arpista con cierto nombre en el mundillo de la música antigua, tocó correctamente, pero con la intención de un bolo más. No hizo, a mi juicio, ningún esfuerzo por conectar con lo que sucedió musicalmente, y se limitó a unir notas. A Alvarado, por su parte, le faltó volumen y más presencia. Pero al menos tenía intención. El concierto se cerró con una propia donde Cantoría mostró el lugar donde se sienten más cómodos: cantaron No quiero ser monja, un anónimo del Cancionero de Palacio con un simpático acompañamiento del contratenor, Samuel Tapia, a las castañuelas.

Celebro dos cosas: que el Museo del Prado haya decidido incluir, tal y como anunciaron en la presentación del ciclo, más música entre las actividades; y que inviten a gente joven, con ganas y que se toman muy en serio lo que hacen, por más que tengan mucho camino que recorrer. Eso, justamente, es lo apasionante del asunto.

Katie Mitchell actualiza Jenůfa

Katie Mitchell actualiza Jenůfa

El instinto teatral de Leoš Janáček combinado con los crudos acontecimientos del libreto hacen de Jenůfa una ópera de una fuerza dramática extraordinaria. Incluso si el compositor se encontraba en un período de evolución estilística y la obra no muestra la concisión y coherencia interna de sus títulos de madurez, la forma en la que controla la acumulación de tensión, los poderosos clímax que coronan con gran efecto cada acto y el ritmo trepidante de la acción son difícilmente superables (la perfección del segundo acto recuerda a la que conseguiría seis años más tarde Puccini, otro magistral manipulador de emociones, en el segundo acto de La Fanciulla del West). Por todo ello es difícil encontrar una dirección de escena que esté a la altura de esta genial partitura, pero Katie Mitchell lo consiguió con su nueva producción para la Ópera Nacional Holandesa.

 

Jenůfa, acto primero escena quinta. Al fondo vemos la maquinaria del molino y en primer plano la oficina y la sala de personal, separadas por un baño. Los trabajadores del molino improvisan una fiesta con los jóvenes que han sido reclutados para el ejército (derecha). Števa (Norman Reinhardt), que se ha librado gracias a su dinero y posición social, entra en el baño (centro) y aborda a su prometida (Annette Dasch), que le reprocha que esté de nuevo borracho. En la oficina, Laca (Pavel Černoch, izquierda), enamorado también de Jenůfa, lamenta la buena suerte de su hermanastro. La inteligente distribución del espacio escénico le permite a Mitchell tratar cada grupo por separado, ofreciendo distintas perspectivas simultáneas de la situación. Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

Si con su drama rural Gabriela Preissová denunció -ganándose duras críticas- que el crimen, el abuso y la doble moral también tenían cabida en la idealizada vida de pueblo, Mitchell parece querer dejar claro que siguen presentes en la no menos idealizada sociedad del siglo XXI, y para ello traslada la acción al presente. Equipado con maquinaria moderna, el molino de la familia Buryja sigue siendo el pilar económico de una pequeña y cerrada comunidad y en él, Jenůfa, nieta de la propietaria, desempeña las tareas administrativas. Las relaciones de poder abusivas presentes en la trama resultan más evidentes en un entorno con el que nos podemos identificar. La actualización temporal también tiene un elemento provocador, ya que podemos pensar que hoy en día dar a luz fuera del matrimonio no supone el estigma de antaño, y mucho menos sería la causa de un infanticidio. Mitchell, como Preissová en su momento, nos saca del error: la presión social, el aislamiento asfixiante (simbolizado aquí por el hecho que Jenůfa y su madrastra vivan en una caravana) y el yugo de la tradición (la caravana está repleta de crucifijos) siguen ejerciendo su violencia sobre todos nosotros, como puede comprobarse a diario en los noticiarios.

La directora británica posee un talento único para lograr que todo lo que sucede en el escenario sea convincente y natural, algo que sin duda Janáček habría valorado enormemente. Contrariamente al estaticismo que domina en tantas producciones, apuesta por mantener ocupados a los cantantes con acciones cotidianas que, no solo no entorpecen, sino que complementan tanto la música como el argumento. Los detalladísimos decorados de Lizzie Clachan siguen la tendencia de otros trabajos de Mitchell, en los que predomina la distribución de los personajes a lo ancho del escenario, de modo que las acciones simultáneas no se entorpezcan. El resultado es un hiperrealismo que -en la línea de la música de Janáček y el libreto de Preissová- tiene como objetivo final el impacto emocional.

 

Jenůfa, acto primero escena quinta. La Sacristana (Evelyn Herlitzius, en el centro, de rojo), prohibe la boda de su hijastra hasta que Števa logre mantenerse sobrio un año entero. Jenůfa (Annette Dasch, derecha) observa contrariada, ya que el retraso de la boda pondrá en evidencia su embarazo fuera del matrimonio. La abuela Buryja (Hanna Schwarz, izquierda) intenta mediar. Nótese en la pantalla de ordenador de Jenůfa (quien al inicio de la ópera es reprendida por su abuela por desatender el trabajo mientras piensa en su prometido) el detallismo extremo de los decorados de Lizzie Clachan. Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

Uno de los elementos de esta ópera que más interesan a Mitchell es su libreto, escrito a finales del siglo XIX por una mujer y focalizado totalmente en la experiencia femenina, personalizada en Jenůfa y su madrastra, la Sacristana (Kostelnička, en checo). En su opinión, «en el corazón del conflicto se encuentra el daño brutal inflingido a la madrastra en el pasado, y el fracaso de una sociedad que no ha sabido protegerla de los hombres violentos». En la obra de teatro original, la autora ahonda en el origen de ese daño, aportando detalles sobre el infeliz matrimonio entre la Sacristana y su marido, que era también el tio de Števa, quien claramente ha heredado el carácter violento y el alcoholismo característicos de la familia. En busca siempre de la mayor concisión, Janáček prescindió de estos detalles y, al hacerlo, ocultó parte de las motivaciones que hay detrás de las acciones de la Sacristana. La directora reintroduce este contexto de forma tan senzilla como eficaz a través del comportamiento en escena de los personajes. En lugar de presentarnos a la madrastra, en virtud de su cargo como Sacristana, como la autoridad moral de la comunidad, nos la muestra desconfiada, ensimismada, algo nerviosa, y distante con sus vecinos. Al ver a Števa borracho en el primer acto reacciona sentándose en un rincón con la cabeza entre las manos, como alguien que está reviviendo una experiencia traumática, y su actitud serena y pensativa al principio del segundo acto nos sugiere que los reproches a su hijastra son consecuencia de su propia experiencia. La violencia que ha sufrido la acaba ejerciendo involuntariamente también contra su hijastra, al encerrarla en casa para que no sea vista durante el embarazo. Se trata de un confinamiento ejecutado por la madrastra, pero impuesto por la doble moral de la sociedad. Que fuera  algo habitual en casos de «descarrío» no lo hace menos antinatural, y Mitchell lo deja claro con su propuesta escénica: a pesar de disponer de literas suficientes, Jenůfa y su bebé duermen en un miserable escondite habilitado debajo del fregadero para no ser vistas por los vecinos.

 

Jenůfa, acto segundo escena primera. El bebé acaba de nacer. Sacristana: «Siempre estás con el niño, en lugar de rezar a Diós para que se lo lleve.» Jenůfa: » ¡Todavía duerme! Es tan dulce y tranquilo.» El contraste de este diálogo resulta todavía más brutal en la puesta de escena de Mitchell, en la que la Sacristana musita sus pensamientos mientras lava mecánicamente los platos y Jenůfa la abraza cariñosamente mientras le habla de su bebé. Algo que, además, encaja perfectamente con la música de Janáček, que asigna a la madrastra una melodía repetitiva basada en un ostinato de cuatro notas y a su hijastra una emotiva melodia con melismas en la palabra «dulce». Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

El trabajo de Mitchell se benefició de un conjunto de cantantes con excelentes dotes escénicas, en especial las dos protagonistas, Annette Dasch Evelyn Herlitzius, que firmaron electrizantes actuaciones como Jenůfa y la Sacristana, respectivamente. Vocalmente Herlitzius fue la gran triumfadora, con una interpretación llena de matices con la que reflejó, también vocalmente, la complejidad de su personaje. El tenor Pavel Černoch ayudó a hacer creible el desenlace de la ópera gracias a la convincente evolución que supo dar al personaje de Laca, mientras que Norman Reinhardt sacó un gran partido de las bellísimas frases que Janáček le regala, y compuso un Števa adecuadamente impulsivo e irresponsable. Hanna Schwarz aportó autoridad a la abuela Buryja, mientras que Jeremy WhiteHenry Waddington cumplieron con creces como alcalde y capataz. Debemos destacar también a las jóvenes Gloria GiurgolaSophia Burgos, que con los breves papeles de Barena y Jano completaron un cast redondo. 

Otro gran acierto de la Ópera Holandesa fue confiar la dirección musical al checo Tomáš Netopil, gran experto en la música de Janáček. Con la Orquesta Filarmónica Holandesa en el foso, Netopil controló a la perfección el ritmo y la tensión de la partitura -antológico el segundo acto-, con un sonido transparente y dando el relieve necesario a todos los detalles de la original orquestación de Janáček.

 

Jenůfa, acto tercero escena novena. Justo antes de la boda de Jenůfa y Laca, Jano (Sophia Burgos) entrega a la horrorizada novia (Annette Dasch) el cadaver de su bebé, ante la mirada atónita del novio (Pavel Černoch). Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

La coherencia y la fuerza de las concepciones musical y escénica resultaron en una memorable experiencia operística. Además, Mitchell ofreció una lección de como actualizar una obra sin que ello vaya en contra de la música ni del texto. Recuperando el espíritu feminista de la obra de Preissová, su propuesta demuestra que los temas que plantea Jenůfa siguen siendo relevantes hoy en día, por lo que su programación, más allá de su interés estrictamente musical, puede dar pie a una productiva reflexión.

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Operación Triunfo y Mecano: entre mariconez y estupidez

Operación Triunfo y Mecano: entre mariconez y estupidez

Y de nuevo estalló la polémica en esta renovada andadura de Operación Triunfo. Esta vez de la mano de María Villar, al querer cantar el tema de Mecano Quédate en Madrid (1988) modificando parte de la letra porque en ella se dice «mariconez» y lo considera ofensivo, así que quería cambiarlo por «gilipollez» para más tarde proponer «estupidez». El debate fue mucho más allá de las paredes de la academia-producto y se ha podido leer de todo. Pero, en este debate, ¿quién tiene razón?

«Siempre los cariñitos me han parecido una mariconez». He ahí la oración de la discordia. A mi parecer la canción es de lo más ñoña y la letra es para analizarla entera, no solo esa parte. Pero vayamos al meollo del asunto.

Por un lado está el tener a Ana Torroja como miembro del jurado de esta edición y seleccionar una de las canciones de Mecano. Por otro, tenemos las diferentes manifestaciones de integrantes de diversos sectores de OT -cuya existencia muchos desconocíamos- que han defendido ese cambio por considerarlo ofensivo y que estos chicos nos están dando lecciones a todos. Tampoco les veo cantando algo de La Polla Records, por ejemplo, y eso sí que sería sorprendente. Bien es cierto que en OT se suelen ceñir a unos géneros musicales determinados muy comerciales y aunque se pretenda ser políticamente correcto tanto a nivel personal como producto comerciable que se es, hay que contextualizar.

Así que vayamos unos años atrás, entre 1981 y 1992, cuando Mecano vivía un auténtico boom y sonaban sin parar en todas partes por aquello de la misma industria musical. En aquel entonces ya tenían un sonido bastante característico y unas letras que en muchos casos no brillaban precisamente por su profundidad. Sin embargo, en estos días en que se les ha tildado de homófobos, hay que recordar que crearon Mujer contra mujer cuando no se luchaba tan abiertamente por los derechos del colectivo de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (LGTB). Por lo que denominarles homófobos resulta bastante paradójico.

No obstante, los tiempos han cambiado y la sociedad está en constante evolución. ¿Que ese término nos choca a bastantes más de dos décadas después? Claro. Como tantas otras cosas a las que antes no se les ponía voz o no se hablaba de ellas, como ya comenté en Alexandre Vidal Porto en Hay Festival: vida, política y cultura. Mecano en su día podría haber utilizado el término «estupidez» pero eligieron ese otro porque en aquel entonces no se le daría la dimensión de hoy en día.

Y aquí entramos de lleno en los derechos de autor, algo que de vez en cuando se olvida (a conveniencia o no). Y fue precisamente Ana Torroja quien lo explicó vía red social con varias declaraciones como la siguiente:

YO NO HE AUTORIZADO a nadie cambiar la letra de una canción que sigo cantando hoy en día. No estoy de acuerdo en cambiarla y no soy quien para hacerlo. El autor de la canción es José María Cano, él la escribió para Mecano y NADIE puede modificar una letra sin el permiso del autor

Efectivamente, no lo pudo autorizar puesto que, como ella misma dice, no es la autora, sino José María Cano, que es quien decide si autoriza cualquier cambio en la letra o no. No una intérprete, sea Ana Torroja, María Villar o cualquier otra persona. Es decir, que como autores nos podemos amparar en la libertad de expresión (o no, según el caso) y utilizar diferentes términos (tampoco veo a los de OT cantando Puto de Molotov) pero se debe contextualizar todo. ¿Que la cantante no quiere utilizar ese término? Que no lo haga. Puede hasta poner el micro como hacen tantos cantantes en sus conciertos para que coree el público. Hasta puede negarse a cantar esa canción. ¿Que el término es ofensivo? Desde mi punto de vista sí pero cogiendo toda la letra y añadiéndole la música, es evidente que es una canción más bien ñoña y hace varias décadas ese término no se veía tan denigrante como ahora.

Y ahora les planteo lo siguiente: si tanto apoyan el no utilizar ese término en la academia, ¿por qué no escogieron otra canción, de ese grupo o de cualquier otro, que no contuviera términos que se puedan interpretar como ofensivos? Tal vez ahí esté el quid de la cuestión.

Entonces, al autor se le ha pedido mediante presión mediática que acepte el cambio propuesto para esa palabra. Escribí sobre grandísimos artistas que hablaron de sexo, drogas, guerras y matanzas. Ninguno se autocensuró. Lo que sucede con la telerrealidad es que se puede caer en la trampa de creer todo lo que se está viendo cuando te están poniendo una realidad artificial diseccionada para venderla como un producto y que el espectador se sienta identificado con esos chicos. Sumémosle la publicidad y las redes sociales y el cocktail comercial está servido, sean cuales fueren las manifestaciones que hagan. Show business lo llaman. Será por algo.

(Foto: ABC)

Janáček por Bělohlávek

Janáček por Bělohlávek

El 31 de mayo del pasado año fallecía el admirado director de orquesta checo Jiří Bělohlávek, uno de los principales especialistas en la música de sus compatriotas. Su legado discográfico, especialmente con el sello checo Supraphon, es más que notable, y su muerte sin duda habrá truncado valiosas incorporaciones al catálogo de DECCA, discográfica con la que grabó sus últimos trabajos. El último de ellos salió a la venta a finales de agosto y está dedicado íntegramente a obras de Leoš Janáček: la Misa Glagolítica, la Sinfonietta y los poemas sinfónicos Taras BulbaŠumařovo dítě, grabadas entre octubre de 2013 y febrero de 2017.

Cualquier nueva grabación de obras de Janáček es motivo de alegría, no solo por su relativa escasez en los catálogos, sino sobre todo por la antigüedad de las más referenciales, que sufrían de un sonido a menudo precario y no pudieron beneficiarse del trabajo que inició hace unas décadas Charles Mackerras para restaurar las versiones originales de Janáček. Esto último afecta especialmente a la partitura de la Misa Glagolítica que, tras su estreno el 1927, fue sujeta a una serie de importantes modificaciones que se impusieron en las futuras interpretaciones de la obra. La muerte del compositor el 1928 imposibilitó su supervisión de la publicación de la partitura definitiva, que incluyó los mencionados cambios. Ello abrió la puerta, décadas más tarde, a cuestionar si los cambios debían ser definitivos o solo circunstanciales. Paul Wingfield realizó una exhaustiva comparación entre ambas versiones y llegó a la conclusión que los cambios (mayormente cortes o simplificaciones del material original) fueron motivados por la gran dificultad que suponían ciertos pasajes para los músicos del estreno [footnote] Para más información ver la monografía Janáček: Glagolitic Mass.  (Paul Wingfield. Cambridge University Press, 1992).[/footnote], y posteriormente editó una reconstrucción de la versión original publicada por Universal Edition. El musicólogo Jiří Zahrádka, en cambio, considera que Wingfield no interpretó bien sus fuentes, y que las modificaciones realizadas respondían a la voluntad del compositor y no cuestiones prácticas relacionadas con el estreno, por lo que la versión que debe ser tomada como definitiva es la posterior [footnote] Aquí podemos encontrar una detallada explicación por el propio Zahrádka.[/footnote]. Sin embargo, Zahrádka, que se ha encargado de la edición crítica de la Misa publicada por Bärenreiter, ha preparado una nueva partitura de la versión original, que revierte algunos cambios realizados antes del estreno en Brno que pasaron inadvertidos a Wingfield. Esta edición, publicada en 2014 y que, según Zahrádka, debe considerarse como la más fiel a la concepción inicial del autor, es la que sigue Bělohlávek en el álbum que nos ocupa, lo que le confiere todavía más valor. Es una lástima que, existiendo solo dos grabaciones de esta versión (Tomáš Netopil realizó la primera para Supraphon) el librito no contenga más que una breve alusión al respecto.

El interés de este CD no se termina en la batuta y el repertorio. Una Orquesta Filarmónica Checa y un Coro Filarmónico Checo en estado de gracia, junto con la excelente labor de los ingenieros de sonido Václav Roubal y Philip Siney son los responsables de la que posiblemente sea la música de Janácek más bellamente grabada hasta el momento: sonido profundo, envolvente y natural con una sorprendente sensación de espacio (escúchense, por ejemplo, «La muerte de Andri», el sublime inicio del «Slava,» o el «Svet», de la Misa). El órgano del Rudolfinum de Praga suena con imponente belleza, con un sonido natural y libre que permite apreciar toda la riqueza tímbrica del instrumento, tan a menudo encorsetada tras su paso por los micrófonos. Los miembros de la Filarmónica Checa tocan con precisión y pasión, destacando en particular la sección de metales. La partitura les reserva el protagonismo en numerosos pasajes, algunos muy expuestos por dificultad o registro, que resuelven con un sonido siempre noble y robusto, con la dosis justa de delicadeza o contundencia que convenga. El Coro Filarmónico Checo es una garantía de rigor en la dicción (aunque, debemos matizar, el sucedáneo de antiguo eslavo eclesiástico que usó Janáček para el texto no coincide necesariamente en la pronunciación con el checo moderno), y se enfrenta con éxito a los compases más difíciles que motivaron algunos de los cortes que perduraron tras el estreno («Svet», 5:17-5:37). Los solistas de la Misa, sin llegar al nivel de excelencia de coro y orquesta, también destacan, siendo globalmente muy superiores a los del resto de grabaciónes disponibles. El caso más extremo es la frase incial del «Slava», que muchas sopranos destrozan, con agresivos golpes de voz y total desprecio a la afinación, al ritmo y al texto. Hibla Gerzmava, en cambio, la canta con la dulce emoción que corresponde al acompañamiento de arpegios del arpa y armónicos en los violines («Slava», 0:05-0:13).  La afinación es perfecta (delicioso el sol en «i na zem-l’i mir») y la soprano respeta el ritmo cuidadosamente diseñado por Janáček para las palabras «člověkom blagovol’enija», paladeando con placer las tres últimas notas. 

Con esta base, que es todo un placer para los oídos, la dirección de Bělohlávek saca el máximo partido a los juegos tímbricos, las superposiciones de texturas y el intenso dramatismo de la música de Janáček. A su Sinfonietta le puede faltar un punto de violencia en los timbales, por lo demás es una interpretación absorbente, vibrante y bien construida. Su versión de Taras Bulba debe contarse entre las mejores del mercado, destacando el segundo movimiento, «la muerte de Ostap» (una de las joyas del catálogo del compositor), que Bělohlávek aborda con incisiva energía, así como la extraordinaria atmósfera que logra recrear en los otros dos movimientos, especialmente en «la muerte de Andri», con un espléndido solo de corno inglés expresivamente fraseado y apuntalado por unas poderosas cuerdas. El poema sinfónico Šumařovo dítě (traducido en inglés como The fiddler’s child, y que en castellano sería algo así como «el hijo del músico ambulante») está injustamente excluido de las programaciones, a pesar de su potencial dramático que trasciende lo meramente programático, como queda patente en la lectura de Bělohlávek.

El plato fuerte, la versión «septiembre de 1927» de la Misa Glagolítica, sigue a rasgos generales el planteamiento de las otras obras del doble CD: énfasis en el sentido dramático de la partitura, transparencia y precisión en los complejos entramados de motivos que teje el compositor y un sonido suntuoso. Los movimientos más bien logrados resultan indiscutiblemente referenciales («Gospodi», «Věruju», «Svet», «Intrada»), mientras otros sufren de un tempo excesivamente lento que, si bien les confiere un interesante carácter al principio (la solemnidad del «Úvod», o el carácter pastoral del «Slava»), en algunos puntos llega a lastrar el discurso musical. El balance global es muy positivo, por lo que resulta una de las versiones más recomendables de esta obra, junto a algunas míticas como las de Kubelík o Mackerras. Bělohlávek no solo les iguala en dramatismo y tensión, sino que además les gana la partida en calidad tanto de sonido como de intérpretes.

La nueva versión de Zahrádka difiere poco de la de Wingfield. Lo más perceptible es la ausencia de los solistas en algunos compases del «Gloria» y el «Svet»  -algo con lo que las versiones posteriores salen claramente ganando ya que mejora la fluidez de las frases y a la vez evita que queden tapados por el coro-, así como la presencia de unos pocos compases en el «Věruju» (minuto 6:17 al 6:27, con timbales y un incisivo flautín) que Janáček eliminó antes del estreno, seguramente para no anticipar excesivamente el impacto del clímax que empieza en 6:43. Mientras en la versión de Wingfield la «Intrada» debe interpretarse tanto al principio como al final de la obra, Zahrádka lo deja a la elección del director, aunque considera que el deseo del autor era que se interpretara solo al final. La argumentación de Wingfield en este caso me parece más convincente, aunque solo sea para preservar la gran simetría de la obra, construida a partir de capas concéntricas alrededor del movimiento más complejo, el Credo o «Věruju». Es cierto que al dejar la «Intrada» para el final, como hace Bělohlávek, la sopresa final es mayor. Sin embargo, se pierde en parte su función, y es que el nerviosismo y el cromatismo extremo de este notable pasaje nos predispone desde el inicio a escuchar la misa de la forma que Janáček deseaba: como una misa atea, en la que musicalmente se cuestiona el dogma de la Iglesia, depositando la fe en la humanidad y la nación (de ahí el caracter pastoral del Gloria o «Slava»). Esta intencionalidad claramente expresada por el compositor en sus artículos y cartas queda minimizada tanto en el librito del CD (en el que no se hace ninguna referencia a la singularidad de esta misa más allá de la anécdota de sustituir el latín por el antiguo eslavo eclesiástico), como en la imagen de portada, que transmite una religiosidad que sin duda habría enojado al compositor, quien llegó a contestar con furia a un crítico que describió su misa como la obra de un creyente.

 

Lo que pudo ser y no fue: Frau ohne Schatten en la Staatsoper de Berlín

Lo que pudo ser y no fue: Frau ohne Schatten en la Staatsoper de Berlín

La Staatsoper de Berlín acoge, desde la apertura de su temporada actual, su coproducción con el Teatro della Scala de Milán y el Covent Garden londinense de Frau ohne Schatten, de Strauss, una obra complejísima a nivel argumental y vocal. La trama mezcla un mundo mágico, de fantasía, con el real y cotidiano, así como una enrevesada interpretación del rol de la mujer en el naciente siglo XX. De hecho, para algunos intérpretes, esta obra implica una interpretación antifreudiana de la mujer. No podré, por aquello de no irme por los cerros de Úbeda, desarrollar esto. Dejo a lector con más tiempo libre a que explore estos derroteros.

La versión de Claus Guth se mostraba de lo más elegante. Un escenario casi diáfano se abre con apenas una cama. Bailarines semihumanos, semianimales, es decir, convertidos en figuras alegóricas que representan al emperador y la emperatriz y enmarcan el mundo de fantasía en el que se abre la pieza, se cuelan por la historia. El vestuario, de Christian Schmidt, tenía un toque hipster (al menos, a mí, me venían referencias a personajes pop como Horseman jack) pero al mismo tiempo daba cuenta del entretejido entre naturaleza y cultura que se da, de forma genuina, en el mundo de la emperatriz. Sin embargo, esa elegancia inicial quedo algo pobre en muchos momentos, en los que la sobriedad se convertía en falta de ideas, en un montaje algo plano. Lo peor es que cuando se trataba de romper la escenografía, se recurría a vídeo(¿arte?)s de Andi A. Müller que entorpecían, por completo, toda tendencia a la sutileza y de riqueza simbólica. El viaje a la tierra, uno de los pasajes más especiales de la obra, se convirtió en una suerte de revisita al imaginario de fuego y rayos al estilo de El señor de los anillos, y algunas incursiones en el bosque, donde aparecía un halcón, eran casi un guiño a la harrypotteana Hedwig. Los más pop entre los lectores quizá lo celebrarán: para mí simplemente rompía no solo con la lógica escénica, sino que también clausuraba, radicalmente, todas las posibilidades que el vídeo podría haber ofrecido. Una placa giratoria en el medio del escenario permitía dividir el espacio de diferentes maneras. Algunos momentos fueron sobresalientes, como el inicio del tercer acto. Otros, como las incursiones en el bosque durante la caza del emperador o la aparición de los niños al final, simplemente naïf. Es una lástima, porque pocos libretos dan tanto juego como este, que mezcla dos mundos en apariencia alejados pero unidos secretamente.

Aunque la escenografía no fue amable con los cantantes, estuvieron por lo general soberbios. Especialmente destacaron el matrimonio muggle (por seguir con las referencias de Harry Potter), Barak y su mujer -nunca se dice su nombre-, interpretados respectivamente por Egils Silins y Elena Pankratova. Aunque la química entre ambos al comienzo era bastante forzada y, especialmente a él le costó toda su primera aparición entrar en su papel, su interpretación fue mejorando radicalmente hasta un excelente final. La otra pareja protagonista, el empeador y la emperatriz, encarados por Simon O’Neil y Camilla Nylund, no fue tan a la par. Un sobreactuado O’Neil dejaba mucho que desear y dejaba poco margen a Nylund, que muchas veces no sabía ni donde ubicarse en la escena. Nos dio grandes momentos la aya, Michaela Schuster, vestida sospechosamente parecida a Maléfica, pero encontrando con la voz momentos siniestros más allá del maniqueismo de Disney.

Pero lo mejor, lo mejor de la noche, y lo que verdaderamente haría que fuera una y otra vez a ver este montaje de la ópera, fue la excelente interpretación orquestal bajo la batuta de Simone Young. Su balance de las dinámicas, de la tensión y, sobre todo, de los colores disponibles (y Strauss no escatima en recursos) fueron, definitivamente, lo que salvó un montaje más bien mediocre y que no está en absoluto a la altura de las casas que lo han acogido. En especial, destaco la preparación y ejecución de los solos, así como en general la sección de vientos madera y la percusión. Once años han pasado desde que ovaciones y abucheos rodeasen la intepretación de Young de esta obra en Hamburg. Once años para madurar una obra nada sencilla. Aunque la escenografía cayó en el cliché y una simplicidad absoluta (de hecho, la justificación del cruce entre magia y realidad y el conflicto narrativo era, como en Alicia en el País de las maravillas, un mero sueño de la emperatriz. Pues vaya) la música sí que estuvo a punto de llegar al núcleo de esta obra, con pasajes verdaderamente inolvidables.