#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (II)

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (II)

El sueño de Salvador Sobral (no más fuegos artificiales)

Tras la insólita victoria el año pasado de Portugal en Kiev con Salvador Sobral, con un tema de corte jazz (además en portugués, siendo la primera canción ganadora en 10 años cuya letra no es interpretada en inglés) y desprovisto de cualquier realización efectista, el cantante en su proclamación final lanzó una muy acertada diatriba en contra de lo que consideraba el exceso de «fuegos artificiales» en el histórico concurso de la canción.

No obstante, estamos hablando de un certamen televisivo en el que cualquier realización, incluso por su pobreza, significa, bien estetice, entretenga, incluso llegue a atosigar de ruido visual o contribuya a dialogar –más o menos paralemente– con el concepto de la actuación retransmitida. Este asunto es importante porque el trabajo de cámara de su actuación también sumó al éxito de Amar pelos dois, ya que una cámara alternaba primeros planos con planos conjunto que giraban sobre el cuerpo del cantante aportando un momento de intimidad compartida pero a la vez fragilidad –se rodeaba el cuerpo, en este caso un cuerpo enfermo, pero no se le llegaba a rozar, y de hecho él jamás miró a la cámara, ¿a propósito?–, y un fundido en negro final anunciaba el último estribillo a modo de colofón. Además, las pantallas LED mostraban un paisaje forestal en el que la luz iba filtrándose con delicadeza entre los árboles, generando una narración en torno a su actuación.

Este año, tras su alegato, se ha prescindido de las pantallas LED y el escenario de Lisboa, en principio uno de los más «eco-sostenibles» de la década, no ha incluido este recurso del que tanto se abusó en 2017 cuando la mayoría de artistas sufrieron de una henchida megalomanía al martirizarnos con su apariencia doble: una, interpretando la canción, y otra, representados al fondo a menudo envueltos en brisas celestiales (el australiano Isaiah Firebrace, la maltesa Claudia Faniello, el montenegrino Slavko Kalezic y, por supuesto, el motivado israelí Imri Ziv). Es la primera vez que ocurre esta decisión, por tanto, desde Oslo 2010, escenario que supuso todo un reto al prescindir de un apoyo tan socorrido pero que apenas llegó a obtener el aprobado (justamente ese mismo año también se coló un espontáneo en una actuación).

Plano general del escenario de Lisboa 2018
© Andres Putting (EUROVISION.TV)

¿Un escenario poco efectista? ¡Pues alquilemos un proyector!

Bien, desde principios de los 2000, con la creciente sofisticación de los espectáculos audiovisuales y, por qué no, la americanización del mundo, el añejo escenario de Eurovisión (pensemos en los solemnes teatros donde el festival se celebraba hasta los noventa) ha ido tomando nota y aspirando al videoclip en vivo (el pionero Paul Oskar inauguró aisladamente esta tendencia en 1997 por Islandia) que los distintos elementos técnicos y visuales puedan aportar. Los avances tecnológicos han ido dando testimonio de este crecimiento en los siguientes años, sobre todo desde la estandarización de la pantalla panorámica y el HD (Eurovisión 2005).

Al suprimir un recurso tan útil como el de una pantalla de fondo, que fácilmente consigue favorecer una determinada atmósfera, muchas actuaciones han tenido que jugar en este año con la iluminación para proporcionar un ambiente único que las diferencie. Pero las direcciones de arte de cada delegación han caído en los clichés de siempre. Y es que desmarcarse de entre otros cuarenta y dos competidores haciendo también un pop al uso y a menudo en inglés es un reto. Así, las delegaciones que no han podido soportarlo –y que han “querido” permitírselo– han traído sus propias proyecciones (como ha hecho la delegación de Estonia a pesar de la enorme inversión), su video mapping (véase el sentido Michael Schulte, de Alemania), sus escenografías con elementos como maniquís, puertas, estructuras lumínicas complejamente computarizadas, pianos que son ataúdes y que luego arden o demás instrumentos que no suenan, y las han arrojado al escenario para no arriesgarse, en definitiva, con el marco dado: con lo que había.

La delegación azerí trajo unas plataformas triangulares ligeramente empinadas sobre las que la propia Aisel ascendía y descendía descalza, la citada Saara Alto se subía a un rocambolesco altillo con escaleras a ambos lados que terminaba en una especie de estrella que rodaba sobre sí y a la cual se encaramaba, provocando la emoción de los eurofans más impresionables.

La cantante estonia, Elina Nechayeva, a unos dos metros del suelo, llevaba un vestido cuya gigante falda-expandida llegaba a cubrir todo el escenario circular y se iluminaba con unas proyecciones que acompasaban a la canción con sugerentes formas y colores. Debajo de la falda una plataforma que la elevaba, pero como esta tardaba en volver a su posición, la cantante, ya entre bambalinas, tenía que dar un gran salto para salir corriendo de ella y dejar paso a la siguiente actuación mientras unos quince trabajadores apresuradamente recogían su falda.

Y debido a que solo hay 40 segundos de cortinilla, hemos de recalcar, este momento es así aprovechado para retransmitir lo que llaman la “postal” del país que va a continuación: un breve clip introductorio. Otro ejemplo, Alekseev, el bielorruso, también ascendía a los cielos, e incluso tembloroso daba una rosa al cámara para que acto seguido la relevaba a la bailarina vestida de rojo en una suerte de sentida interacción.

Podemos seguir así, en un sinfín de escenografías complejas, ingeniosas, costosas. E incluso remontarnos a la historia de las mismas, tal vez para otro momento, cuyo punto álgido corre parejo a lo que acabo de comentar acerca de los avances en la tecnología audiovisual cuya edad de oro situaríamos a partir de 2003, cuando la esperada victoria de Turquía inició un cambio fundamental en el aprovechamiento de los recursos escenográficos del plató.

Saara Aalto (Finlandia) “cerrando” su actuación
© Thomas Hanses (EUROVISION.TV)

 

Lessons in Love and Violence, la nueva ópera de George Benjamin

Lessons in Love and Violence, la nueva ópera de George Benjamin

La primera colaboración entre el compositor George Benjamin y el dramaturgo Martin Crimp se remonta al año 2005, cuando se empezó a gestar la ópera de cámara Into the Little Hill. Para su segunda ópera, Benjamin repitió colaborador y surgió Written on Skin, una obra maestra y una de las óperas más exitosas de nuestro tiempo, que a España (Barcelona y Madrid) llegó en versión concierto hace un par de temporadas. En Londres se programó dos veces en cuatro años, una hazaña tratándose de una obra contemporánea y, en vista del éxito, la Royal Opera House decidió encargarles un nuevo trabajo que se acaba de estrenar: Lessons in Love and Violence. Esta vez ni el Real ni el Liceu han querido conformarse con una función en versión concierto y son dos de los seis teatros que coproducen el montaje dirigido por Katie Mitchell. La nueva ópera se podrá ver en España la primavera del 2021, pero en Cultural Resuena no hemos querido esperar y hemos viajado a Londres para contároslo.

La obra

Igual que en sus dos anteriores colaboraciones, Crimp y Benjamin han escogido una historia medieval para representarla desde una perspectiva contemporánea. El argumento sigue las líneas generales de la obra histórica Edward II, de Christopher Marlowe, pero introduce modificaciones relevantes que, además de condensar la acción, le otorgan mayor fuerza dramática y vigencia. La ópera empieza con los reproches de Mortimer, el utilitario consejero real, quien considera excesivos los derroches que el rey consiente a su amante Gaveston, que se deleita con caros espectáculos musicales mientras los súbditos mueren de hambre. Gaveston responde exigiendo al rey que despoje a Mortimer de sus títulos y posesiones. Al principio el rey se niega, pero acaba aceptando cuando Mortimer no es capaz de disimular el disgusto que siente por su relación homosexual con Gaveston. Más tarde Mortimer logra convencer a Isabel, la esposa del rey, de la necesidad de asesinar a Gaveston por el bien del reino. Ante un rey deprimido por la muerte de su amante y políticamente debilitado, Isabel se marcha con su hijo a vivir con Mortimer, ahora convertido en su amante. Ambos educan al joven heredero para que sea su títere y sustituya a su padre, sometiéndole a crueles lecciones dignas de Maquiavelo que muestran al joven la cruda visión que tiene Mortimer de la política y la justicia. Este logra que el rey abdique en favor de su hijo, tras lo cual manda asesinarle. La ópera acaba con el nuevo rey ofreciendo un macabro espectáculo a su madre y al resto de la corte: la ejecución de Mortimer, de quien ha aprendido perfectamente las lecciones.

 

 

El rey (Stéphane Degout, izquierda) en un encuentro íntimo con su amante Gaveston (Gyula Orendt, derecha). La hija del rey (Ocean Barrington-Cook) los observa de cerca como si fuera invisible. Foto: Stephen Cummiskey.

 

Si en Written on Skin la música era estática y contemplativa -como si emanara de las iluminaciones realizadas por el protagonista-, en Lessons in Love and Violence adquiere un ritmo más ágil, acorde con la trama, trepidante y condensada. Lo que sí tienen en común ambas óperas -tanto en lo que se refiere a la música como al texto- es la capacidad de absorber por completo la atención del espectador durante la poco más de hora y media que dura cada una. El lenguaje sugerentemente distante de Crimp encuentra el complemento necesario en la música de Benjamin, que con su dominio de la orquestación crea la atmósfera adecuada a cada momento y amplia la perspectiva con la dimensión adicional que proporciona la música. Pocos compositores actuales escriben tan bien para las voces como él, combinándolas entre ellas y con la orquesta con suma pericia y logrando algo tan esencial en teoría como raro en la práctica: que se entienda el texto en todo momento. Sus expresivas líneas vocales describen las emociones -y las intenciones- que se esconden detrás de cada palabra y definen el carácter de cada personaje. En definitiva, Lessons in Love and Violence es un ejemplo perfecto de ópera en su estado más puro: la unión de teatro y música en la que ambos lenguajes interaccionan y se complementan para lograr un nivel de expresión superior.

 

El montaje

A pesar de que su trabajo empieza cuando el de Crimp y Benjamin ya ha acabado, la directora Katie Mitchell es un miembro más del equipo creador original. Igual que sucedió con Written on Skin, su propuesta escénica encaja tan bien con el espíritu del texto y de la música que puede considerarse tan definitiva como estos. El diseño de Vicki Mortimer sitúa la acción a nuestros días, siguiendo la intención de los autores -que en la ópera dejan al rey sin nombre- de reflejar la universalidad de unos mecanismos de poder que nos escandalizan si los leemos en una crónica histórica pero que no siempre somos capaces de detectar en nuestra sociedad actual. La acción tiene lugar en un único espacio -presumiblemente el dormitorio real- del que se nos muestran tres de sus paredes, y en cada cambio de escena rota 90 grados, mostrándonos todas las vistas posibles de la sala. Una gran cama preside constantemente el espacio, mientras que en las paredes aparecen, según la escena, una estantería con trofeos, una pecera (virtual) y tres cuadros del pintor irlandés Francis Bacon mostrando a su amante, George Dyer.  El poder simbólico de este espacio tan pequeño es enorme, con algunos detalles evidentes, como la corona que los personajes pasean por la habitación encerrada en una vitrina, la referencia a la relación homosexual del rey en las pinturas de Bacon o la omnipresente cama que nos recuerda que el poder también se ejerce a través de las relaciones sentimentales o carnales. Otros son más especulativos, como el paralelismo entre los peces y los personajes, confinados en su caso en una doble pecera: el escenario y la corte, con sus relaciones de poder que les atrapan y condicionan. La exhibición de los peces también invita a reflexionar sobre la frontera entre la vida pública y la privada. Mitchell insiste sobre ello desde la primera escena, cuando Mortimer discutie con el rey mientras este se viste delante de su séquito, y la presencia de la cama sigue recordándolo durante el resto de la ópera.

Pero el gran mérito de Mitchell es la fuerza, visual y dramática, con la que realza la violencia de la trama, ya sea cuando una resentida viuda -que fue despojada de sus tierras para beneficio de Gaveston- arroja las cenizas de su difunto hijo a la cama real, o cuando Mortimer estrangula a un pobre loco usando la comba de la hija del rey. Precisamente los hijos del rey juegan un papel clave en toda la puesta en escena, estando físicamente presentes durante encuentros privados entre otros personajes, como las reuniones amorosas entre Gaveston y el rey o Mortimer y la Reina, lo que pone de manifiesto que, por muchas precauciones que se tomen, lo privado acaba siendo siempre público. Y ello es importante para entender la sublevación final del joven rey que, sabedor de sus intrigas, no se deja dominar por Mortimer e Isabel.

Mitchell deja para el final -cuando Isabel es obligada por su hijo a presenciar la ejecución de Mortimer- la imagen probablemente más impactante de toda la obra: la hija de Isabel -todavía una niña- levanta decidida su brazo, apuntando a Mortimer con una pistola. El telón cae justo antes del disparo y la ópera nos deja con la duda de qué uso hara el nuevo rey de las lecciones recibidas.

 

Mortimer (Peter Hoare) a punto de ser ejecutado por la hija del rey e Isabel (Ocean Barrington-Cook). Foto: Stephen Cummiskey.

 

 

El equipo vocal

Una de las claves del éxito de Lessons in Love and Violence ha sido contar con un equipo de intérpretes seleccionados previamente, para los que Benjamin ha escrito su partitura a medida. El gran reclamo era Barbara Hannigan, la extraordinaria soprano (y directora de orquesta) que cautiva con cada una de sus creaciones por su fuerza interpretativa y su técnica prodigiosa. No decepcionó en esta ocasión en el complejo papel de Isabel, una suerte de Gertrudis shakesperiana modernizada, que participa voluntaria y conscientemente en las intrigas de Mortimer. Hannigan supo canalizar la ambigüedad del texto para dotar a un personaje contradictorio, que acaba siendo víctima de sus propias conspiraciones, de un trasfondo moral creíble, conviertiéndola, en definitiva, en un personaje humano y real.

 

Isabel (Barbara Hannigan) intenta recuperar el afecto del rey (Stéphane Degout), mientras este sigue obsesionado releyendo la carta en la que se relata la ejecución de su amante Gaveston. Foto: Stephen Cummiskey.

 

El barítono Stéphane Degout estuvo inmenso como Rey, tanto por su bella y noble voz como por su actuación. A diferencia de Isabel, el rey no sufre una evolución moral durante la obra, sus intenciones y su actitud son siempre las mismas. Pero sí que sufre una importante evolución emocional que Degout transmite magistralmente. La rotunda autoridad mostrada en la primera escena se fue desmoronando paulatinamente después de la muerte de Gaveston, hasta la escena de la abdicación, en la que la fragilidad mostrada movía irremediablemente a la compasión. El también barítono Gyula Orendt fue el encargado de dar vida al personaje más ambiguo, inquietante y misterioso, el amante real Gaveston, al que algunos súbditos toman incluso por mago. La suya fue una verdadera proeza interpretativa: su fraseo fue capaz de expresar la ambivalencia del personaje, resultando a la vez orgulloso y sensible, violento y sensual, o amenazador y tierno, según la ocasión. Otro tipo de ambigüedad, no intrínseca sino simulada, es la que tuvo que representar el tenor Peter Hoare en el papel del frío y calculador Mortimer. El consejero real se muestra inicialmente como un personaje íntegro, responsable y práctico, pero a lo largo de la ópera su ambición y crueldad salen a la luz, así como los métodos de dudosa ética que usa para salirse con la suya. Hoare nos “engañó” con su convincente interpretación y logró también revestir con algo de humanidad a tan antipático personaje. El último gran rol, a cargo del tenor Samuel Boden, es el hijo del rey. Aunque sea por la fuerza, él es el estudiante más aplicado de las “lecciones de amor y violencia” que se suceden a lo largo de la obra y que le revelan los horribles mecanismos del poder (¿qué son amor y violencia, sino formas de someter?). Observador inocente junto a su hermana (papel mudo elocuentemente interpretado por la actriz Ocean Barrington-Cook) durante la mayor parte de la ópera, protagoniza el golpe de efecto final al imponerse sobre los que pretendían usarle para gobernar, vengando así la muerte de su padre, pero legitimando y perpetuando a la vez las lecciones de Mortimer. Su breve papel debe reflejar esta maduración forzada y crucial. La tesitura aguda que le asigna Benjamin junto con el timbre claro y sincero de Boden simbolizaban la inocencia y la pureza iniciales del joven, a la vez que creaban unas expectativas que reforzaban el impacto y la sorpresa del giro final. Jennifer France, Krisztuna Szabó y Andri Björn Róbertsson completaron el reparto en una serie de pequeños roles impecablemente interpretados.

 

Mortimer (Peter Hoare) obliga al hijo del rey (Samuel Boden) a mirar como ejecutan a un loco que pretendía ser el heredero al trono. Foto: Stephen Cummiskey.

Paradojas de nuestro tiempo

Lessons in Love and Violence ha sido unánimemente bien recibida por el público, así como por la prensa. Sin embargo, algunos críticos han apuntado a la repetición de algunos recursos utilizados en las dos anteriores óperas de Benjamin y Crimp como un defecto. Es cierto que hay una clara continuidad estilística y que ello reduce el efecto sorpresa que uno desearía siempre que asiste a un estreno, pero no deja de ser curioso que en un mundo tan conservador como el de la ópera se critique como defecto algo que en las óperas de Verdi, Donizetti y tantos otros se considera una virtud. Conseguir un estilo propio es algo que lleva mucho tiempo, y eso es incompatible con la exigencia constante de renovación y originalidad de algunos críticos. Personalmente deseo que el binomio Crimp-Benjamin nos traiga nuevas óperas en el futuro, y tanto si optan por renovar su estilo o por consolidarlo, seguro que será una experiencia intensa, absorbente y, sobretodo, reveladora.

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (I)

#Not All aboard: Eurovisión, política, identidad (I)

Que venham já trazendo abraços
Vistam sorrisos de palhaços
Esqueçam tristezas e cansaços;
Que tragam todos os festejos
E ninguém se esqueça de beijos
Que tragam prendas de alegria
E a festa dure até ser dia.

Carlos Mendes, A festa da vida, 1972.

España (otra vez) al final de la tabla

Eurovisión, el concurso de canciones que ha reconciliado masivamente a un público considerable después de aquel Tallin 2002 con Rosa (sobre todo para los que entonces éramos preadolescentes), vuelve a colocar un año más en el bottom a España, o al menos a TVE.

La humillante posición obtenida por “nuestros representantes” Alfred y Amaia (puesto 23 de 26) ha sido la guinda de casi cuatro horas frente al televisor (también se ha podido ver en el cine) la noche del 12 de mayo. Siendo esta la mayor audiencia en TVE en 10 años gracias al notable impacto de OT, parecía que todo iba a salir al menos no tan mal como el año pasado con Manel Navarro. Pero el mal presagio se iba anunciando ya desde las discrepancias en torno a la desangelada puesta en escena y luego cuando en el orden de actuación, una especie de sorteo que al final no lo es, se “nos colocó” en el puesto 2 de 26 (interpretar tan pronto la actuación y más aún en ese lugar no es buen augurio).

A continuación, en las votaciones del jurado “Spain” apenas aparecía en la lista de puntos que otros países otorgaban, arrinconándose dicha “ficción nación” en la parte baja del marcador. Tal vez, y tas el despliegue promocional (y por lo tanto las expectativas) de Alfred y Amaia, quisimos apagar el televisor antes de asistir al  hundimiento, testigos las redes y su ensañamiento, suscitando así –en el caso de las que fuimos hasta Lisboa– el deseo de volver a casa cuanto antes tras la movilización sin precedentes de eurofans españoles –preparados para la que iba a ser la mayor de las fiestas– a la vecina capital portuguesa.

Y es que inevitablemente, esta ciudad amable a medias, con sus records históricos a nivel turístico, ya no tan barata aunque aún algo más que España, y próxima pese a las pésimas comunicaciones por tierra, quedará como un mal recuerdo, y esa noche, que tanto prometía, totalmente arruinada.

Eurofan español en la grada
© Andres Putting (EUROVISION.TV)

El ensayo como destino (a mitad de precio)

Ya en la víspera de la gran final, el día 11 por la mañana las banderas españolas comenzaban a proliferar no solo en la distinguida zona del Altice Arena, el estadio de este Eurovisión, sino en el centro de la ciudad, por encima de otras como las de Australia (ingente cantidad de australianos que ha cruzado el globo para venir a la sede de este año), Dinamarca (los más simpáticos, a menudo con un gracioso outfit vikingo) o Finlandia (auténticos fans –y además de todas las edades– de Saara Aalto con todo el merchandising que podáis imaginar forrado de su excesiva imaginería). Tres países muy presentes todos estos días de semifinales (desde el 7 ya se gestaba la fiesta) pues ellos sí, se jugaban el pase a la gran final. Y pasaron, estaba claro.

El último ensayo de la gran final que es ese 11 por la tarde (Jury Show, se llama) es prácticamente igual al certamen televisado de la gran final del 12, solo que sin la emoción votaciones aleatorias–. Por otro lado, dado el precio del evento, mucho más económico (la entrada a la final oscila, de media, los 200-300 euros y para el Jury es la mitad), y sobre todo tras lo complicado que ha sido encontrar entrada para la final (en una desangelada cola virtual), ha hecho que esta haya sido una opción más que viable para el público medio español. Público entre el que me encuentro, aunque como seguidor/sufridor del concurso e investigador dentro de la universidad tratando de aportar una reflexión crítica/estética acerca del mismo. Así, llegué a la ciudad el día 8 por la mañana, para no perder detalle de las semifinales y los ensayos así como para asistir un congreso eurovisivo (discreto pese a su gran interés, sobre todo en el ámbito anglosajón) organizado por la Universidade Nova de Lisboa en el Eurocafé.

No obstante, lo más llamativo es el hecho (en principio absurdo) de pagar por asistir a los ensayos de un programa de televisión, lo cual genera una pregunta acerca de qué entendemos por directo, la dudosa validez del festival como concierto ya que la música es en playback, y el lugar desde el que se asiste, puesto que además es un evento diseñado para televisión en el que la posproducción (todas esas animaciones a menudo tan prescindibles como la de Alexander Rybak este año), una vez estás allí, no se ve, por no hablar de los cámaras que constantemente recorren el escenario, a menudo ocultando al propio intérprete. Es como si asistir al directo supusiera ir a perderte el propio festival pese a las pantallas que también retransmiten allí dentro lo que vemos en TV (que no son lo suficientemente grandes). Incluso el sonido es mejor por televisión debido a la tecnología que consigue filtrar todo ruido no deseado, como los abucheos que pudieran producirse.

Artificio, asistencia, representación, nacionalidad, espectáculo… conceptos que han ido orbitando estos días. Ir a Eurovisión no es tanto para “verlo” sino para contagiarse del nada inocuo ritualismo que comporta, de respirar un ambiente único en tanto ficción de verdad que consigue instalarse en lo más hondo de los patriotismos de sus seguidores: l@s eurofans.

Mélovin (Ucrania) “tocando” el piano durante su actuación
© Andres Putting (EUROVISION.TV)

Y la luz se hizo

Y la luz se hizo

Cuentan que una mañana de 1790, F.J. Haydn recibió una inesperada visita en una de sus estancias en Viena presentándose de este curioso modo: «Soy Salomon de Londres y vengo a buscaros; mañana concluiremos un acuerdo”. Tal acuerdo, llevó a Haydn a la ciudad de Londres en dos temporadas de conciertos, que fueron patrocinados por el misterioso visitante que resultó ser Johann Peter Salomon, violinista, compositor y sobre todo, empresario de origen alemán, pero afincado desde hacía muchos años en la capital británica. En Londres, logró fortuna organizando conciertos memorables, donde él mismo actuaba como violinista o director, pero cuando en 1790 viajó a Viena, lo hizo con la intención de contratar para su empresa a los dos compositores más celebres del momento: F.J.Haydn y W.A. Mozart.

Con ambos llegó a un acuerdo: Haydn llegó a Londres el 2 de enero de 1791. Lamentablemente, a Mozart la muerte le impidió cumplir su compromiso con Salomon, pues falleció en diciembre de ese mismo año. Ironías de la vida, el mismo Mozart puso en el margen superior de la primera página de su “Requiem” el numero “792”, el año que ya no llegó a ver.

Haydn regresó a la capital británica tras esta primera gira, en 1794, logrando un éxito tal, que lo consagró sin género de dudas en el músico vivo más importante del momento.

Cuando la fama londinense lo alcanzó, Haydn contaba ya con 60 años, casi toda su vida artística había servido a la familia Esterházy, que gustaba de pasar los veranos en la celebre Esterháza ubicada en la actual Hungría, muy próxima a la frontera con Austria. Esto hizo que Hadyn, pasara periodos muy largos de aislamiento, que resultaron fundamentales para la consolidación de su estilo y de un lenguaje propio, alejado de cualquier tipo de envidia o comentario maldicente, pudo experimentar durante décadas con una buena orquesta solo esperando la aprobación de su patrón.

Los viajes a Londres trasformaron a Haydn en varios sentidos. Tras décadas confinado al servicio fiel y abnegado para una familia que, si bien lo apreciaban, siempre mantuvieron muy claras las diferencias que existía entre un simple músico, por muy célebre que este se volviera y una familia noble, considerada pilar del imperio. Londres, por el contario, lo llenó de homenajes, honores y mimos. En uno de estos actos que buscaban agasajar al maestro, Haydn escuchó Israel en Egipto de G.F.Händel y  quedó profundamente impresionado. De esta experiencia, surge la idea que años después fructificó en la composición de sus dos grandes oratorios La creación y Las estaciones.

Para la composición de la “Creación”, Haydn se basa no solo en los textos bíblicos que todos conocemos, sino, y esto es fundamental para entender su visión del mundo, la obra bebe también de la obra de John Milton El paraíso perdido publicada en 1667 y que es todo un clásico de la literatura británica. La creación toda, tiene en la aparición del ser humano creado por Dios su momento más elevado. El ser humano, es con mucho, según esta visión, la cúspide de toda la obra creadora de Dios, que es colocado en medio de esta, en un estado de natural felicidad y plenitud. La tristeza ejemplificada en la obra de Milton por el demonio no aparece en el oratorio de Haydn, aquí se nos presenta a la pareja originaria Adán y Eva, en un perfecto estado de gracia, muy lejos de los trabajos y sufrimientos que les acarreará su desobediencia al Padre eterno.

 

El pasado lunes 14 de mayo en el Palau de Música Catalana, tuvimos la oportunidad de escuchar una maravillosa interpretación de este esplendido oratorio. William Christie al frente de Les Arts Florissants nospresentó una lectura brillante y llena de buen gusto. Los solistas vocales fueron realmente esplendidos: Sandrine Piau soprano con una larga y brillante carrera, mostró un timbre idóneo para este repertorio, posé una voz potente sin estridencias y muy bien timbrada, que corrió espléndidamente en el resiento; construyó con elegancia y buen gusto cada frase de sus numerosas arias. Tanto el tenor Hugo Hymas, como el bajo Alex Rosen, están en el inicio de sus carreras, que prometen ser espléndidas, ya no solo por la enorme oportunidad que supone que un director como William Christie, confíe en ti, si no porque, esta confianza se ve realmente refrendada por un desempeño espléndido en ambos casos. Tanto Hymas como Rosen, cuentan con voces muy bien trabajadas en cada uno de sus registros, que se unen a una musicalidad evidente y fluida.

La dilatada carrera de William Christie lo avala como uno de los mejores músicos vivos del momento. Gran clavecinista, es también un espléndido director, que ha sabido mantener por décadas la alta factura de todos sus proyectos. La noche del 14 de mayo, demostró estar en plenitud de facultades: atento al mínimo detalle, exigente con cada uno de los músicos, lleno de energía y vitalidad, supo construir una lectura espléndida bajo cualquier punto de vista de una obra llena de memorables momentos. Haydn en estado puro. Escuchar un concierto suyo es en si mismo un acontecimiento.

La última aparición pública de Haydn fue justamente para una ejecución de “La creación”, el 27 de marzo de 1808, en la universidad de Viena. Según las crónicas, el anciano compositor, se emocionó tanto al escuchar la obra en medio de las ovaciones que esta producía, que se desmayó, y tuvo que ser sacado tras el final de la primera parte.  Era tal el prestigio del maestro, que Napoleón, que había bombardeado la capital austriaca en mayo de 1809, tras entrar en ella, mandó colocar una guardia de honor en la puerta del compositor. El músico, de orígenes más que humildes, había logrado ser respetado incluso por un emperador muy poco afecto a la música, pero que entendía el valor de lo que este músico representaba. Que lejos estamos en la actualidad de esto, ya ni los dictadores tiene estos niveles… cosas de la posmodernidad.

 

Ligeti en el país de las maravillas

Ligeti en el país de las maravillas

Aurora Orchestra. Guarden este nombre en su memoria y, si lo ven anunciado en algún programa, no lo duden y corran a comprar entradas – si es que queda alguna. Es la tercera vez que esta orquesta de cámara británica aparece en las páginas de Cultural Resuena: la primera a raíz de un estreno de Anna Meredith, la segunda por un concierto del que elogiamos el formato, que incluía explicaciones con ejemplos musicales, debates y lecturas dramatizadas para acompañar la interpretación musical. En esta ocasión hablaremos del concierto realizado el pasado 13 de mayo, que cerró un intenso fin de semana dedicado a la música de György Ligeti en el Southbank Centre de Londres.

Artista en Residencia en el Southbank Centre y especialista en la obra de Ligeti, el pianista Pierre-Laurent Aimard fue el encargado de organizar el fin de semana dedicado al compositor. En la foto aparece interpretando el concierto para piano y orquesta, con la Aurora Orchestra bajo la dirección de Nicholas Collon. Foto: Viktor Erik Emanuel.

 

Por si solo, el programa ya era excepcional: cuatro obras mayores de Ligeti (Concierto de cámara, Concierto para piano, Concierto para trompa, Concierto para violín) que contaron con la participación, en las partes solistas, de Pierre-Lauren Aimard, Marie-Luise Neunecker y Patricia Kopatchinskaja. A ello se añadieron, bajo la dirección creativa de Jane Mitchell, explicaciones, anécdotas, lecturas y la proyección de animaciones realizadas por Ola Szmida. Todo ello sirvió para contextualizar las obras, ofrecer claves para su escucha, profundizar en la figura de Ligeti, y crear una conexión entre músicos y público.

 

Nicholas Collon leyendo recuerdos de infancia de Ligeti, ilustrados en la pantalla con animaciones de Ola Szmida, junto a la Aurora Orchestra y la violinista Patricia Kopatchinskaja. Foto: Viktor Erik Emanuel.

 

El director de la Aurora Orchestra, Nicholas Collon, ejerció de maestro de ceremonias y demostró ser un extraordinario comunicador. Además de dar breves explicaciones técnicas sobre la música aderezadas con ejemplos musicales o proyecciones interactivas de la partitura, Collon dialogó con Kopatchinskaja y Aimard -que conoció bien a Ligeti y nos ofreció interesantes comentarios sobre su personalidad y, sobre todo, su sentido del humor. El hilo conductor del programa era la desbordante fantasía de Ligeti, evidente no solo en su música, sino también en sus textos, como los dos recuerdos de infancia que Collon leyó como introducción al concierto de cámara y al concierto de violín. Las relaciones entre las imágenes evocadas en los textos (un sueño en el que aparecen insectos atrapados en una red, que la rompen y la deforman; un relato infantil sobre una casa llena de relojes y otros aparatos) y los procesos a los que Ligeti somete el material musical en estas obras quedaban sugerentemente plasmadas, a modo de guía visual de audición, en las animaciones de Ola Szmida. Aquí un ejemplo:

 

 

El formato didáctico e interactivo del concierto ya bastaba para calificarlo de referencial. Pero además el nivel de los músicos de la Aurora Orchestra fue estratosférico, tocando con aparente facilidad obras tremendamente exigentes. El sonido de las cuerdas, las larguísimas notas tendidas de los vientos (especialmente el oboe al final del concierto de cámara) manteniendo inalterables la afinación y el volumen, la capacidad de fundir tímbricamente distintos instrumentos… son pequeños ejemplos del virtuosismo que desplegaron en cada una de las cuatro obras del programa.

Por su parte, los tres solistas escogidos no podían ser más adecuados. Pierre-Laurent Aimard conoce a fondo la obra de Ligeti, de quien llegó a ser un buen amigo. Después de interpretar la noche anterior en la misma sala sus estudios para piano, afrontó el complicado concierto para piano con energía, precisión y delicadeza. El concierto para trompa fue interpretado por la misma instrumentista a la que Ligeti dedicó la partitura: Marie-Luise Neunecker. Se trata de una obra que explota el sonido de la trompa natural y su colisión con el de la trompa moderna de válvulas, creando nuevas armonías a partir de la superposición de distintos espectros armónicos. La solista alternó entre ambos instrumentos, mientras que en la orquesta la acompañaron cuatro trompas naturales, cada una afinada en una fundamental diferente. Tanto Neunecker como los trompistas de la Aurora mostraron un espectacular control de la emisión del sonido, algo nada fácil en un instrumento tan delicado como la trompa natural.

 

Marie-Luise Neunecker durante la interpretación del concierto para trompa de Ligeti. Nótense las cuatro trompas naturales a la izquierda. Foto: Viktor Erik Emanuel.

 

El programa terminó con el concierto para violín. Con su contagioso entusiasmo, Patricia Kopatchinskaja compartió con el público su visión de esta música «infantil», escrita por un compositor de curiosidad e inventiva inagotables. ¿Quién mejor que una violinista que rompe esquemas con cada una de sus actuaciones para hacer justicia a una partitura exultante de humor y vitalidad? Hizo bien al advertir al público de que «incluso cuando la parte solista parece fácil, no lo es», porque lo cierto es que tocado por ella parecía algo natural. Y no solo por la seguridad de su arco o los movimientos fluidos de sus dedos sobre las cuerdas durante los pasajes más impracticables, sino sobre todo por la sensación que transmitía en todo momento de disfrutar con la obra. Kopatchinskaja remató su impecable interpretación con una cadencia propia, en perfecta sintonía con el espíritu de la obra, en la cual, además de tocar, cantaba, se movía y emitía sonidos diversos, experimentando y jugando con la música. Nada más sonar la última nota el público saltó de sus asientos en una espontánea y unánime ovación de pie. Una nueva muestra que la música contemporánea puede llenar auditorios y  entusiasmar a los espectadores.

 

Patricia Kopatchinskaja y Nicholas Collon saludando al final del concierto. Foto: Viktor Erik Emanuel.

El espacio circular (de las mujeres): Die Soldaten, de B. A. Zimmermann, en la ópera de Köln

El espacio circular (de las mujeres): Die Soldaten, de B. A. Zimmermann, en la ópera de Köln

Foto con copyright Paul Leclaire

Hace 53 años, la Ópera de Köln, abría por primera vez sus puertas a Die Soldaten, cinco años antes del suicidio de su autor, Bernd Alois Zimmermann. Este año 2018 se cumple el 100 aniversario de su nacimiento y, de pronto, algunos teatros y salas de concierto se han agobiado y  se le ha programado más que nunca. Aunque sea por el compromiso del aniversario, se agradece ver sus obras en salas de concierto donde normalmente la contemporánea brilla por su ausencia. También la casa de la ópera de Köln se quiso sumar a este aniversario, con una revisión contemporánea de la ópera del profesor de composición local, con una apuesta ambiciosa.

Muchos comentadores (dentro de los pocos que en general son) de la obra de Zimmermann señalan que esta ópera tiene dos aspectos de ruptura con el canon, fundamentalmente. Por un lado, a nivel formal, desbarata la lógica escenográfica temporal y espacial. Aunque hay una historia más o menos lineal, se ve constantemente interrumpida por microescenas. El compositor hablaba de la «forma esférica del tiempo» [Kugelgestalt der Zeit], donde todos los puntos temporales se vinculan entre sí a la misma distancia del centro. Esto es evidente, especialmente, en el último acto, donde se cruzan momentos que han sido claves en toda la ópera y se van entretejiendo y también destruyendo. El segundo aspecto es el tema, aunque aquí no hay consenso. La ópera va, dicho en breve, de la decadencia de Marie, una joven que se nos muestra, al principio de la obra, como enamoradiza y a la espera del amor verdadero, como en muchas de las óperas tradicionales. Después de tener tres líos con tres soldados, es tomada por una fresca y termina violada y pidiendo por las calles, sin ser reconocida ni por su propio padre. Y en la interpretación de la historia es donde está la chicha del montaje de la Ópera de Köln y también los mayores puntos de conflicto. Mientras que algunos autores consideran que Zimmermann se distancia del sufrimiento de la víctima y se concentra en la crítica a los soldados, mostrándoles como auténticos garrulos, brutos y desalmados, otros consideran que el compositor alemán trata de dar voz a la víctima, mostrando lo arbitrario de su condena social.

En el montaje de Colonia están presentes, a mi juicio, ambas posturas. Pero, antes de analizarlo con más detalle, trataré de ser objetiva en la descripción de la concepción escenográfica. La propuesta de Carlus Padrissa, de La Fura dels Baus (algo que no es ni casual ni baladí ante tal Kugelgestalt der Zeit de la que hablábamos antes) es un escenario circular, donde la acción sucede en todos los espacios del escenario. Éste rodea al público, sentado en sillas giratorias para poder ver aquello que quieran. Las «paredes» de la esfera son grandes televisores, que proyectan vídeo-instalaciones que se modifican en vivo, a veces de forma casi analógica, pues una cámara grababa por ejemplo cómo botellas se llenaban de agua o manchas de pintura que se realizaban en la esquina inferior izquierda de la orquesta; y otras eran reproducciones de vídeos creados previamente. El cambio del contenido de las «paredes» era frenético y de lo más interesante a nivel visual, pues se creaban texturas que a veces se podían entender como una especie de recreación del mundo interior de los personajes, otras comoo parte de un discurso independiente que añadía capas de complejidad a la historia. Los actores y cantantes entraban y salía del escenario circular, se colaban en la zona de la orquesta, entre el público, en dos andamios situados a la derecha y a la izquierda. Era imposible ver toda la sucesión de elementos a la vez, justamente como parece que Zimmermann construye su obra: como un cruce frenético de situaciones. De hecho, al principio, la escena entre las dos hermanas, sucedía a espaldas del público, que teníamos que girarnos en aquellas sillas para ver la escena: la prioridad ya no la tiene la audiencia, sino el espacio. También la escena de la violación de Marie tenía lugar a la izquierda del patio de butacas. El que miraba, tenía que asumir el peso de su visión. La decisión de mirar, de pronto, nos obligaba a tomar partido porque, además, no podíamos hacer nada. Sino sólo mirar. Al menos mirar.

Los estímulos múltiples y constantes hacen a la pieza abrumadora y, en varias coasiones, superaba totalmente nuestras capacidades. Esto, que conste, lo digo en el mejor sentido. Demanda una concentración y entrega absoluta. El ritmo frenético es inmisericorde, y Padrissa supo aprovecharlo de forma brillante. Pese a  esta catarata de acciones, todos los elementos estaban meticulosamente pensados. Era sutil y enriquecía al libreto (a veces un poco ñoño) y a la música, que es -perdonen la selección de este adjetivo, no se me ocurre otro mejor- una maravilla. Y aquí viene lo que es menos objetivo: creo que Padrissa quería claramente posicionarse en su escenografía frente al machismo y, en concreto, actualizando la mirada de Die Soldaten a través de los sucesos contemporáneos. La obra comienza con un grito de «No es no» [Nein heisst nein] de dos mujeres que imitan las formas de FEMEN, se representan escenas como las que pudo vivir la víctima de La Manada (cinco hombres abusando de una mujer, algo que dudo que los alemanes hayan captado así), o la violación de Marie como derivada de la presión de su pareja. Algunas referencias, quizá por pecar de obvias, como FEMEN, chirriaban por comparación al fino engranaje que se tejió en toda la concepción escenográfica, pero prefiero que haya un esfuerzo por entender la pieza desde la actualidad que tentar un inmaculado viaje al pasado como si nada hubiera sucedido. También la cuestión nacional se puso sobre la mesa: la española, claro, surgió en la escena de la taberna, donde una pantomima de bailaores flamencos pusieron en escena una visión un tanto casposa de la españolidad, exagerando hasta el esperpento el papel de la andaluza (Katerina Giannakopoulou). La francesa estaba constantemente presente: Marie iba vestida con ropa interior con la bandera francesa, y todo su vestido, de lo más pomposo, se basaba en esos colores. Cuando la violan, la penetración es, en realidad, sobre la bandera francesa que tapa su pubis. No hace falta, supongo, explicar la metáfora. El final también es condenatorio: Padrissa ahorca a los soldados, algo que varios minutos. La lentitud del final nos hace convertirnos en espectadores activos de una matanza que, de alguna forma, estamos deseando que ocurra. Hemos visto la peor cara de los ahorcados. La confusión moral es tremenda. Quizá es eso lo que mejor defina Die Soldaten. 

El nivel de los cantantes, que empezó muy desigual, fue mejorando según avanzó la obra. Al principio, escuchamos a Emily Hindrichs (Marie) un tanto fuera de contexto, con un color de voz mucho más cercano a otros repertorios, abusando de vibrato y de sobreteatralización. Sin embargo, su actuación fue quizá la que experimentó un cambio mayor. Faltó constantemente complicidad con su padre (Fank van Hove), que no terminó de meterse en el papel de forma convincente, un tanto exagerado en sus maneras, aunque vocalmente muy correcto. Algo mejor fue su trabajo con su hermana Charlotte (Judith Thielsen), aunque Thielsen se sintió en exceso cómoda en su papel de secundaria. Martin Koch (Desportes), comenzó con una voz irregular y más bien cursilón, algo que consiguió matizar hasta convertirse en quizá uno de los más despreciables del elenco (lógicamente, en lo teatral). Nikolay Borchev (Stolzius) estuvo muy plano durante toda la representación, claramente eclipsado por Dalia Schaechter como su madre. La gran sorpresa fue la excelente interpretación de Oliver Zwarg (Eisenhardt) que, pese a su corto papel como predicador, fue rotundo e imponente. Es la única voz claramente posicionada a favor de las mujeres y desprecia a los oficiales. No importa que esto se justifique por la educación religiosa de Zimmermann, lo fundamental es el rol que Zwarg le supo otorgar en ese contexto. Era la única voz de la esperanza y de la necesidad de reivindicar la obviedad de que ninguna mujer se encuentra plenamente cómoda en los roles otorgados por las esturcturas patriarcales (Eine Hure wird niemals eine Hure, wenn sie nicht dazu gemacht wird).» De hecho, la cuarta escena del 1 acto, cuando se enfrenta a los tres oficiales (algo que sucedió entre el público y la orquesta) fue tremendo. Deseé que sucediera algo así cada vez que vemos atrocidades en algún acto público: levantarnos de nuestros asientos e increpar al culpable. Por su parte, mientras la condesa (Sharon Kempton) estuvo extraordinaria, especialmente en la escena en la que se encuentran Marie, su hermana Charlotte y ella en casa de las hermanas, que se convirtió en este montaje en un salvaje cunnilingus colectivo; su hijo (Alexander Kaimbacher) estuvo bastante flojo y poco concentrado, como sin dirección en su personaje.

Lo mejor, sin duda, fue la orquesta. Dividida en cuatro (orquesta general y tres ensembles a los lados y tras el escenario) , fueron dirigidos magistralmente por François-Xavier Roth. Pese a las dimensiones monstruosas de la orquesta, la pensó desde el principio como grandes conjuntos de cámara, algo evidente, por ejemplo, en el Nocturno II del tercer acto, de una delicadeza inenarrable o en el solo del violín segundo. Destaco especialmente el arduo e impecable trabajo de la percusión, fundamental en la obra, que terminó contagiando muchas formas de hacer del resto de instrumentos. Es una música brutal, como el contenido del libreto, y, sin embargo, Roth consiguió crear grandes espacios de expresión, explorando sutilezas que revelan mucho del contenido pero solo se dan en lo musical. De hecho, la concepción circular del tiempo es fundamentalmente algo intramusical, pues vuelven una y otra vez motivos, temas y construcciones, como un collage de sí mismo, en la obra, que nos hacen intuir o anticipar momentos en la obra, así como ver de pronto la complicidad entre sucesos aparentemente separados. Esa comprensión profunda y detallada de la obra le otorga la dignidad que merece y la devuelve a la vida constatando su rabiosa actualidad.

Cuando acabó, quería que volviera a empezar. Supongo que ese es el mejor resumen de mi crítica. Cuenta algo nuevo, renueva la obra y no la exotiza ni cae en lugares comunes. Y eso, en los tiempos que corren, es quizá el mejor homenaje que se le puede hacer al compromiso artístico de Zimmermann.