Erich Wolfgang Korngold es la clara expresión del intento de los teutones de ampliar su cuota de compositores patrios. La producción de Korngold se ve, en numerosas ocasiones, reducida a su música de cine, pese a su nutrida producción en otros ámbitos. El pasado 18 de marzo se pudo ver en la Deutsche Oper de Berlín Das Wunder der Heliane, una de sus cinco óperas, aún una rareza del repertorio, poco oída tras su estreno en 1927.
La historia es sencilla: un Extranjero (Brian Jagde) llega a los dominios del Gobernante (Josef Wagner) , un dictador, y su mujer, Heliane (Sara Jakubiak). El Gobernante, frustrado porque no es amado por Heliane, encierra y condena a muerte al Extranjero, pues le resulta insoportable su alegría. Heliane visita en su celda al Extranjero, y el amor surge entre ellos. Ella termina desnuda frente a él pero no llegan a acostarse. Heliane se retira. En esas, entra el Gobernante a pedir consejo al Extranjero sobre cómo enamorar de nuevo a Heliane. De esta forma la sorprende desnuda y, lleno de odio, propone su enjuiciamiento. El Extranjero es finalmente ejecutado y Heliane, durante su proceso, no es capaz de negar sus sentimientos por el Extranjero. El Gobernador decide que sea la justicia divina la que se encargue del caso: la inocencia de Heliane será probada si consigue hacer revivir al Extranjero. Finalmente, el Extranjero revive para sorpresa de la propia Heliane, la multitud y el Gobernador. Éste, que no puede sorportar la situación, asesina a Heliane, que se va al cielo con el Extranjero.
Una historia tan sencilla con un final casi de realismo mágico permitiría hacer volar la imaginación de cualquier esceneógrafo/a. Sin embargo, la propuesta de Christof Loy fue en exceso sobria y algo lacónica. Paredes y suelo de maderas, en una sala sin vida, con apenas una mesa y una silla como elementos escenográficos. Los personajes seguían la misma línea de contención expresiva: trajes blancos, negros y grises que daban la sensación de uniformidad. Lo más interesante, quizá, fue justamente el lado estético de las escenas que se creaban, aunque lo agradable al ojo puede resultar también tedioso o, sencillamente, demasiado simple. Hubo, además, algunos problemas de concepción que rompieron trágicamente la unidad de la pieza. En las partes instrumentales, simplemente, se bajaba el telón: Los recursos para cambiar escenografía y disposición sin necesidad de la rotundidad de bajar el telón son múltiples: desde telas a escenario giratorio, pasando por paneles o secciones abatibles. En resumen: poca imaginación y un montaje que se pasó de elegantón.
En la parte musical, que es infinitamente más interesante que el libreto, ñoño y beato hasta la saciedad, especialmente al final, vimos a una orquesta dirigida por Marc Albrecht que abusó de una interpretación pastosa y con dinámicas efectistas. Tanto el tema como la música rezuman maniqueísmo, y Albrecht simplemente se dejó llevar por él, sin explorar en exceso otros registros. Por el contrario, el coro residente de la Deutsche Oper tuvo una de sus mejores noches, con un trabajo impecable en los fortísimo y una capacidad vocal y teatral que salvó muchos momentos de escenas que decaían. Sara Jakubiak estuvo excelente, con una capacidad vocal controladísima y un claro trabajo de registros teatrales de su personaje. Destaco especialmente su valentía ante el desnudo absoluto (con la depilación correspondiente en este mundo en el que las mujeres tenemos que ir como si fuesemos muñecas Barbie) y las diferentes caras que supo desarrollar de su personaje, a veces más tímida y recatada, otras erótica y fuerte. Brian Jagde fue un Extranjero mejor a nivel vocal que teatral, por debajo de su compañera de reparto, colaborando poco en que hubiera química entre ellos. Josef Wagner, el Gobernante, estuvo a la altura de Jakubiak, explorando con rigor y mucho gusto la trágica existencia de un personaje odiado e incapaz de amar. Destaco, en positivo, a Okka von der Damerau, en el papel de La Mensajera, por su rotunda presencia escenográfica y un trabajo vocal del más alto nivel, pese a ostentar un rol secundario; y, en negativo, a Burkhard Ulrich, en el papel del juez ciego, que mantuvo una voz nasal en todas sus intervenciones que dejaba bastante que desear.
Tengo sentimientos encontrados con esta obra: recomendaría ir porque apoyo plenamente que se amplíe el canon y se programe música poco o nunca escuchada, sea de la época que sea. Pero, al mismo tiempo, la pobreza de la escenografía, que no aporta nada al libreto –ya de por sí escaso de interés– hacen que la ópera quede en anecdótica y no como uno de los aciertos de la temporada de la Deutsche Oper berlinesa.
Después de 20 años, el Teatro Real ha repuesto Aida (1870) de Giuseppe Verdi, la cual ha estado dedicada al tenor Pedro Lavirgen, un gran intérprete de Radamès. En 1998 fue un espectáculo suntuoso y novedoso que al parecer maravilló al público.En esta ocasión contó con la dirección de Nicola Luisotti y la dirección de escena de Hugo de Ana.¿Sucedió lo mismo dos décadas después?
El libreto de esta ópera es deAntonio Ghislanzoni y está basado en un guion (1869) de Auguste Mariette.Cuenta con cuatro actos que nos trasladan al Antiguo Egipto, donde se vivieron importantes batallas para ocupar el gran trono, que en esta obra está regido por el faraón de Egipto (a cargo del bajo Soloman Howard) y es disputado desde Etiopía por el rey Amonasro. Uno de los temas universales de la historia del arte es el amor prohibido entre enemigos y aquí está encarnado por el capitán del ejército egipcio, Radamès, y la princesa de Etiopía, Aida, que es capturada por sus enemigos y convertida en esclava. Además, el acceso a ese amor prohibido cuenta con otro inconveniente, ya que la princesa de Egipto, Amneris, también está enamorada de este héroe. Todos lucharán por algún tipo de amor y contra sí mismos por no traicionar aquello en lo que creen.
Y, sobre todo, está la exaltación del país, el amor a la patria, el sacrificio por la tierra amada por encima de cualquier circunstancia. Porque esta ópera fue compuesta cuando Italia estaba en un momento de máximo apogeo nacionalista y fue una época que además estuvo marcada por la historia y el exotismo. Este último a nivel musical está representado por las melodías del oboe, las arpas y la flauta. Por lo que en esta obra tenemos la visión un tanto romántica del Antiguo Egipto que nos ha sido trasladada de diversas maneras ya en pleno siglo XXI.
La obra comienza con un espectacular telón con símbolos egipcios. Uno de los (in)convenientes al tratar el tema del Antiguo Egipto es que hay que conocer muy bien su historia y su mitología. Por ejemplo, algunos símbolos de vida estaban presentes en las telas que amarraban a Radamès cuando es ajusticiado y posteriormente condenado a muerte. ¿Vida o vida eterna?
Las imágenes proyectadas nos llevaron a las pirámides deGizah (forma parte del área metropolitana de El Cairo) y a algunos de los templos más importantes de ese país, como el de Luxor. De hecho, los dos primeros actos estuvieron presididos por un gran obelisco -en cuya base había esculturas femeninas, algo que sorprende- y los dos últimos, por la gran pirámide de Keops. Uno simboliza el día y la vida. El otro, por el contrario, la noche y la muerte.
En cuanto a las interpretaciones musicales, el pasado día 17 brilló desde el principio la gran Aida (a quien dio vida la soprano Anna Pirozzi) con la que recorrimos estados de ánimo intimistas y dramáticos: nos hizo vivir su amor, su entusiasmo, sus dudas trascendentales y su determinación en la muerte. Estuvo acompañada por George Gagnidze, quien conoce a la perfección los personajes de padre fervoroso, como demostró en Norma de VincenzoBellini la temporada pasada en el Teatro Real. Ekaterina Semenchuk fue la antiheroína ideal con quien Aida tuvo que medirse no solo en el amor, sino también en los dúos. Sin embargo, el héroe de esta obra, Radamès (interpretado por el tenor Alfred Kim) no estuvo a la gran altura de sus enamoradas y tuvo una mejor actuación en los dos últimos actos.
La suntuosidad y el colorido del Antiguo Egipto, el exotismo y la magnificencia fueron puestos en escena con el vestuario, la escenografía y los bailarines. Las danzas que realizan fueron espectaculares por transmitir fuerza, sensualidad, determinación y belleza. Incluso en la escena en la que trabajan con telas. Se trata de un guiño a las momias de hace miles de años y de nuevo se puso en escena una dualidad entre la vida (los bailarines) y la muerte (con las telas y los movimientos un tanto extraños de momias vivientes). Un gran trabajo de la coreógrafa Leda Lojodice y de todo el cuerpo de baile.
Este año el MaerzMusik, un básico ya del programa anual preprimaveral del Berliner Festspiele, ha dado un giro: mientras que otros años ha estado casi exclusivamente dedicado al problema del tiempo en el arte –y específicamente en la música– en términos teóricos, siguiendo las tendencias de la musicología de antes de 1980, en esta edición han dividido el protagonismo entre tal tema “clásico” y la política. ¿Quién maneja el tiempo? ¿Quién entra en el tiempo? ¿Quién no crea tradición, quién es expulsado de ella? Por eso, han incluido dos nombres que ayudan a repensar el tiempo como devenido canónico: Julius Eastman, con cuyas obras protagonizaron l festival el pasado 16 de marzo y Terre Thaemlitz, que es protagonista en varios eventos (y del que hablaré en mi próxima crónica).
El concierto de apertura comenzó con Prelude to the Holy Presence of Joan d’Arc para voz solista, una obra de 1981 que se escuchaba por primera vez en Alemania. Sofia Jernberg, situada en medio del patio de butacas, ofreció una rotundísima interpretación de una obra extremadamente exigente. Se mostró expuesta, vulnerable, pequeña y grande a la vez. Juana de Arco siguió siendo tema en la velada, que continuó con Holy Presence of Joan d’Arc para 10 violoncellos. La continuidad entre ambas obras aún es un misterio para mí. Un comienzo en tremolo en los cellos recordaba al más rancio estilo de Apocalyptica, rematado con una melodía de poco interés en el aparente primer cello. Se deshizo así la mágica intimidad que había abierto la noche con la voz desesperada y a veces tímida y fugazmente esperanzada de Jenberg. La falta de trabajo conjunto entre los cellos fue evidente, pues no había una línea constructiva clara, tampoco una idea conjunta de enfoque de las melodías. Solo quedó la sensación, como se dice en jerga, de estar “contando compases”, dibujada en las caras de (angustia de) los músicos y también –sobre todo– en el pobre resultado sonoro, que la hizo tediosa con solo breves momentos de interés. Por su parte, Gay Guerrilla, en versión para 16 guitarras eléctricas de Dustin Hurt (1979/2017) –originalmente compuesta para cuatro pianos–, resultó una mejora con respecto a la original con las posibilidades de color de las guitarras eléctricas. El trabajo dinámico fue excelente. Steh Josel, encargado de la dirección, tenía, a diferencia del ensemble anterior, dirigido por Anton Lukoszevieze, bastante claro adónde quería llegar. La tensión del final estaba pensada desde la primera nota, buscando la creación de atmósferas y destacando el minucioso trabajo de microvariación que articula esta pieza. El ambiente del Prelude volvió al Berliner Festspiele demostrando, a la manera de los clásicos minimalistas, que menos es más.
No sucedió así, sin embargo, cuando llegó en la segunda parte con Femenine para Ensemble (1974), interpretada tras una modestísima versión de Buddha (1984), que pasó casi desapercibida y se unió de forma tosca con Femenine. Varias obras se han considerado a lo largo de la historia como “ininterpretables”. Es el caso por ejemplo de las primeras versiones de Romeo y Julieta, de Prokofiev o Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann, que tuvieron que ser retocadas hasta alcanzar la versión actual para poderse representar. La pregunta que habría que hacerse es qué significa “ininterpretable”. Si es “intocable”, es decir, tan complicada de tocar que ningún músico humano podría ser capaz de hacerlo; o “impagable”, cuando el caché o gastos de producción son tan altos que es imposible hacerse cargo de ellos, como en Mysterium, de Scriabin; o “insoportable” para el público. Está siempre en el aire, casi como una amenaza, la cuestión de quién es el receptor de las obras de arte, especialmente las contemporáneas: ¿los especialistas, los iniciados, el mayor público posible? Eso que se suele decir de que “el público es el que manda” o “te debes a tu público” es evidente en los modelos industriales de creación de cultura, porque casi siempre es más importante el receptor que el producto cultural. Sin embargo, hay cierta música que si se hubiera compuesto pensando en el (gran) público no habría visto nunca la luz. Aquí se ponen en juego muchas cosas: desde la paciencia al asco. Pues bien, en Femenine se lleva la paciencia del público hasta el extremo en una obra marcada por el horror vacui del peor gusto. Un tema principal, mantenido en el xilófono, así como un ritmo constante de cascabeles crean el marco de la obra, que se basaba de nuevo en la microvariación del tema y la creación de atmósferas sonoras mediante su expansión y mutilación. En directo se suele esperar que obras que no nos terminan de convencer en grabación muestren su mejor cara. En este caso, sin embargo, se mostró una de las peores del minimalismo. Lo interesante, eso sí, es que puso a los oyentes entre las cuerdas.
Quizá se retrató en esta apertura el mejor y el peor Eastman, el que hilvana con un material mínimo algo íntimo y secreto, y el que expande sin mucho atino temas con poca gracia e interpretados pobremente. Eso sí: es un acierto por parte del Berliner Festspiele (sumándose así a una corriente que ya se siente en la capital alemana) de reconfigurar el canon de la música académica, que aún arrastra lo peor de la mal llamada clásica, limitándose en muchos casos a lo occidental, blanco, heterosexual y masculino.
En el mes de marzo muchas instituciones le dan una especial relevancia a las mujeres, como el Real Coliseo Carlos III (en San Lorenzo de El Escorial, Madrid), que alberga el ciclo «Coliseo Mujer». Además, en la Comunidad de Madrid se celebra el XXVIII Festival Internacional de Arte Sacro, por lo que el día 11 se celebró un evento que aunó ambos ciclos gracias al concierto de las 3 sonatas para viola e cembalo de Johann Sebastian Bach, que contó con las interpretaciones de Isabel Villanueva e Ignacio Prego.
J. S. Bach es uno de los compositores más importantes de la historia de la música. Resulta paradójico, si tenemos en cuenta que durante su vida no gozó de un grandísimo reconocimiento. Aun así, sus obras son de las más (re)conocidas por el gran público, como el Preludio y fuga en re menor para órgano. Sin embargo, estas tres sonatas para viola y cémbalo (también demoninado clavecín, clave o clavicémbalo) no son tan conocidas. Originalmente fueron compuestas para viola da gamba y en esta ocasión fueron interpretadas por Isabel Villanueva a la viola e Ignacio Prego al clavicémbalo.
El teatro Real Coliseo Carlos III cuenta con grandes ventajas, entre las que destaca el transportarnos al siglo XVIII nada más pisar esa calle. En su interior el ambiente es tan acogedor y recogido que hace que te sientas en familia, por lo que invita a disfrutar aún más de esa música. Por su parte, la genialidad de J.S. Bach como maestro de las texturas acoge también la dualidad de timbres entre estos instrumentos, teniendo en cuenta las imitaciones que están escritos para los instrumentos originales, el juego de contrapuntos entre ambos y la expresividad coexistente. Porque por encima de la genialidad de la escritura de estas obras, destacó la inmensa musicalidad que consiguieron transmitir estos músicos durante todas las interpretaciones.
Las sonatas primeras sonatas constan de cuatro movimientos y la tercera contiene tres movimientos. En aquella época era característico que cada uno de esos movimientos tuvieran un tiempo, compás y carácter contrastante pero que en conjunto conformaran una obra con cohesión. Esto requiere destreza interpretativa y ser capaz de expresar distintos temperamentos. Tanto Villanueva como Prego no solo lo lograron, sino que envolvieron al público con su exquisita expresividad que nos embelesó desde el principio hasta el final. Bach no es un compositor en absoluto fácil de interpretar, especialmente en los pasajes con figuraciones más rápidas, ya que requiere cierto grado de virtuosismo para salir airoso. Si a esto le sumamos la capacidad que tienen estos intérpretes de captar la máxima atención posible y de finalizar cada una de las partes -y aún más en el último movimiento de cada obra- de manera que van extinguiendo poco a poco el sonido hasta llegar al silencio, el resultado es más que sublime.
Aún recuerdo muy vívidamente la impresión que recibí la primera vez que entré a la capilla Sixtina. Recuerdo que le pedí a mi ahora esposa, que por favor me ayudara a llegar a uno de los pocos asientos que había libres en el recinto, no me veía ni si quiera con las fuerzas para llegar solo a él. Las piernas me temblaban y por momentos me sentí tan agobiado por aquella súbita explosión de color, forma y genialidad por todas partes, que literalmente perdí el control sobre mí mismo.
Esta experiencia que algunos podrían denominar como de síndrome de Stendhal es muy parecida a la que Grigory Sokolov causa en nosotros, cuando se le escucha con atención. Es absolutamente increíble lo que logra hacer con el piano.
Sokolov pertenece a ese linaje de grandes artistas, casi en extinción, que han hecho de su carrera casi un sacerdocio. Cada concierto suyo es todo un acontecimiento estético en sí mismo. Hombre austero donde los haya, se prodiga muy poco en entrevistas, tiene apenas discos grabados y su agenda de conciertos es más bien pequeña en relación con la maratónica agenda de muchos grandes nombres de la actualidad. Sus programas están muy bien diseñados y normalmente tienen un mensaje de fondo. En el caso del que interpretó el pasado miércoles 28 de febrero ante un Palau de la Música completamente lleno, se trataba de mostrar una pequeña muestra de lo que podríamos llamar, la más tierna infancia del piano como instrumento de altos vuelos y tras de solazarnos en esta dulce infancia, llevarnos a una adolescencia llena de emociones y sensaciones infinitas.
El programa en cuestión estaba en su primera parte integrado por tres sonatas de Franz Joseph Haydn, en concreto las número 32 en Sol menor, 47 en Si menor y 49 en Do sostenido menor, obras que beben directamente de la tradición iniciada por C.P.E. Bach en Berlín con sus “Sonatas Prusianas” o su Versuch über die wahre Art das Clavier zu spielen (Ensayo sobre el verdadero arte de tocar los instrumentos de tecla). Sobre todo, las dos primeras sonatas están llenas de un Empfindsamkeit evidente. El virtuosismo que reclama del interprete, radica en la necesidad extrema de articular cada una de las notas escritas con exquisita precisión de toque y matiz. Los elementos mostrados en el texto por esta literatura pianística son justos los necesarios, desprovistos de ningún tipo de adorno ni superficialidad innecesaria. Así que el intérprete está literalmente arrojado en un mundo sonoro tremendamente austero que exige de el: precisión técnica, musicalidad, buen gusto y una idea muy clara sobre la construcción de la obra. No se me ocurre nadie mejor que Sokolov para tocar este repertorio.
Envuelto en la penumbra, Sokolov salió para regalarnos una lectura luminosa de estas tres sonatas. Era realmente apabullante escuchar cada una de las notas escritas por Haydn, perfectamente colocadas en un todo así mismo armónico y congruente. Nada, absolutamente nada, estaba fuera de su lugar. Por nuestros ojos y nuestros sentidos en general, era como si pasaran pequeñas perlas diminutas que corrían por todas partes a colocarse en su justo lugar, causando en nosotros ya no solo el asombro ante tanta precisión técnica, sino sincera emoción por el conjunto construido por el genial pianista.
Tras la media parte del concierto, llegó una de esas joyas de la literatura pianística de inicios del siglo XIX: me refiero al opus póstumo D.935 de Franz Schubert integrado por cuatro deliciosos Impromptus, que son verdaderos poemas de un exquisito gusto.
Curiosamente, ni Haydn ni Schubert en su tiempo, fueron considerados virtuosos del piano, al modo de por ejemplo Mozart o Beethoven y, sin embargo, su obra es fundamental para entender cabalmente la evolución técnica y musical del instrumento. En el caso de Haydn, incluso, muchos grandes nombres han obviado su maravillosa obra pianística, centrándose en las canónicas sonatas del maestro de Salzburgo o del propio Beethoven. Que Sokolov abordara con tanto mimo este tipo de literatura pianística, alejándose de los caminos seguros que aportan el canon establecido, nos habla de un artista que conoce perfectamente todos los resortes históricos que han actuado para desarrollar toda una vasta tradición en torno al actor principal de este concierto: el piano.
Si con Haydn fue maravilloso, con Schubert era inaudito lo que lograba generar un solo instrumento en medio de la sala. Quizás el mismo ambiente creado por la oscuridad de la sala, te llevaba a vivir de un determinado modo el momento, pero, sinceramente, era increíble pensar que un solo hombre, pudiera crear dentro de cada uno de nosotros, toda esa gama de emociones y de matices. Las obras seleccionadas por el maestro pertenecen ya al último Schubert, que, pese a la proximidad de la muerte, no pierde nunca la frescura y la espontaneidad. Es ya una escritura mucho más compleja en todos los niveles, donde las hermosas melodías están llenas de complejidades técnicas para el intérprete. Estamos ya ante obras típicamente pianísticas, tal como lo concebimos en la actualidad, con un lenguaje ya muy maduro y consolidado: una adolescencia llena de vida e ilusión.
Al finalizar la ejecución de la segunda parte, el Palau se desbordó en aplausos para Sokolov, que agradeció el gesto muy generosamente, dando 6 propinas más para un público absolutamente entregado al maestro.
Como apunté al inicio de esta humilde crónica, cuando Sokolov confecciona sus programas, suele querer comunicar algo. Y sinceramente tras disfrutar del concierto del miércoles 28 de febrero me quedó claro que: el piano se hizo hombre y sonó para nosotros. Será el Stendhal que hace que me ponga místico. Ustedes perdonen.
Era llena de gracia, como el Avemaría.
¡Quien la vio, no la pudo ya jamás olvidar!
Hay conciertos que sabes mientras los disfrutas que su recuerdo te acompañará siempre. Algo muy grande ocurre en cada uno de nosotros cuando determinada música toca lo más hondo de nuestro ser y trasforma de manera irreversible nuestra vida. Quizás es esto lo que hace que estas experiencias sean trascendentes en tanto que son profundamente trasformadoras de nuestra realidad.
En el Palau de la Música Catalana el pasado sábado 24 de febrero, muchos pudimos vivir una experiencia similar, en un estupendo concierto protagonizado por tres consumados artistas: la soprano Diana Damrau y el tenor Jonas Kaufmann acompañados al piano por el maestro Helmut Deutsch.
El programa anunciado era uno de los ciclos de lieder más celebres de la historia. Me refiero al Italienisches Liederbuchde Hugo Wolf y que su propio autor definió como: “mi trabajo más original y artísticamente logrado”. Escritos sobre textos de antiguos poemas italianos traducidos por Paul Heyse, constituyen una de las más bellas muestras del lied de finales del siglo XIX. Organizadas en dos libros de 22 y 24 Lieds cada uno, en ellos Wolf muestra todo su oficio y maestría como compositor de una de las más depuradas formas musicales de tradición alemana. Para poder entender cabalmente ante lo que estamos, y dejar de escuchar comentarios como “a mí me gustan más las napolitanas de toda la vida” tenemos que ver el peso que tiene el Lied como quinta esencia del arte musical alemán por excelencia. Si tiráramos del hilo del tiempo, veríamos que estos lieder beben de una tradición iniciada por los Minnesänger en Alemania durante los siglos XII y XIII a imagen de los trobadours (trovadores) provenzales. Ellos cantaban generalmente al amor cortés, o sobre grandes gestas heroicas, entre otros temas,pero siempre a través de poemas muy bien elaborados, donde la música suele complementar o enfatizar lo dicho por la palabra escrita. Es en el siglo XIX cuando el Lied logra un grado de refinamiento hasta ese momento no conocido, F. Schubert, R. Schumann, o J. Brahms entre otros grandes nombres, producen auténticas joyas en los innumerables ciclos de canciones donde el común denominador es la poesía de altísimo nivel por la cual estos maestros se expresan.
J.W.von Goethe, F. Schiller, J. Mayrhofer o J.von Eichendorff entre otros ilustres autores, son la fuente de la que parten los compositores para crear pequeñas obras de arte, donde la música solo remarca, ahonda, sensibiliza aún más la profundidad de la obra poética. Cuando escuchamos por ejemplo, «Der Erlkönig” de F.Schubert, la obra nos comunica muy vívidamente la angustia de un padre que sabe que un ser fantástico está literalmente arrancándole de los brazos la vida de su hijo enfermo, mientras cabalga por en medio de una noche oscura y cerrada. El poema original de Goethe se ve potenciado por la música de Schubert, desvelando todo su potencial dramático.
Wolf, personaje lleno de claroscuros. Polémico, siempre insatisfecho, hipersensible a la más mínima critica, pero de una sensibilidad exquisita, aporta a esta tradición, grandes títulos entre los que destacan mucho los italienisches Liederbuch por su sencillez y al mismo tiempo por la perfección técnica con que une hasta el más mínimo detalle en un todo lleno de vida y emoción. Son pequeñísimas gotas de un perfume muy delicado que cuando es percibido por los sentidos, logra cautivarte profundamente.
Para ejecutar estas obras, hay que estar realmente en estado de gracia. Damrau, Kaufmann y Deutsch lo estaban. Los cantantes, mostraron un soberbio dominio tanto del escenario como de la canciones, hasta en sus mínimos detalles. Recreando los breves poemas que lo mismo hablaban del amor más profundo, como lo hacían sobre la muerte. Actuando y atrapando al público con sus gestos, demostraron por qué tienen la estatura artística que tienen. Deutsch al piano, por otra parte, siempre en el lugar justo, dando soporte, acompañando, impulsando en la medida justa tal o cual frase, dando pie a que la magia ocurriera, completando el círculo virtuoso que las voces tejían lentamente. Por momentos, y permítanme la licencia poética, era como sin en el recinto el ambiente se percibiera casi perfumado ante la ambrosia que en el aire flotaba.
Sería injusto decir quién de los cantantes brilló más sobre el escenario, porque los dos lo hicieron. Pero quizás, el momento más hermoso del concierto lo viviéramos muchos cuando, Kaufmann, haciendo un alarde de musicalidad y profundidad, cantó el hermoso lied “Sterb’ ich, so hüllt in Blumen meine Glieder” (cuando muera, cubran mi cuerpo con flores) lleno de frases lentas y muy sentidas, que exigen ser cantadas pausadamente, construyéndolas nota a nota con un fino hilo de voz.
Por la misma época en que Wolf escribía este ciclo de lieder, en París, el poeta mexicano Amado Nervo, escribía en memoria de su difunta esposa los versos arriba citados, y que tras terminado el concierto vinieron a mi memoria. Realmente los tres intérpretes estaban llenos de gracia y tras escucharlos esa noche será muy difícil olvidarlos.