por Marina Hervás Muñoz | Mar 7, 2018 | Críticas, Música |
La Staatsoper de Berlín, después de años de obras, ha vuelto a su sede original, en Unter den Linden. El regreso a su sede original está siendo celebrada por todo lo alto, con una programación que intenta renovar la imagen de la Staatsoper, considerada junto a la Deutsche Oper un centro más bien conservador en cuanto a escenografía y programación. El punto medio lo encontraron en Salome, de Richard Strauss. Es una de las óperas más emblemáticas del repertorio y sabe contentar a todos los públicos: no es demasiado transgresora para los más aficionados al repertorio previo al siglo XX y, a los seguidores de la contemporánea, como esta que escribe, la entendemos como una obra fundamental para conocer los derroteros posteriores de la música y su unión con el teatro. Su estreno el pasado 4 de marzo ha causado un gran revuelo entre melómanos en la capital alemana.
Una puesta en escena (Hans Neuenfels) bastante sobria y fría acompañó toda la función. La escala de grises era predominante en la escenografía y el vestuario, dando una sensación de continuidad visual. Al principio, los personajes se presentaban casi como parias que poco a poco iban adquiriendo su dignidad. Salome (Ausrine Stundyte), se desprendió pronto de una gran falda de tules que le daban un toque aniñado, cambiando así, con peinado de los años 20 y mono, de paria a business woman. Su imagen era una suerte de cuadro de Tamara de Lempicka. Herodias (Marina Prudenskaya), estaba caracterizada como una femme fatale en un traje de noche -similar al que llevaban muchas mujeres entre el público (siguiendo la falsa asociación de que ir a la ópera tiene que significar ir de punta en blanco y luciendo, por tanto, gala y status)- y Herodes (Gerhard Siegel) como un pobre hombre con mucho dinero. Algunos lugares comunes caracterizaban a los demás. La guardia vestía trajes coloniales, aunque no queda claro si tratando de crear un vínculo entre ellos y la situación del reino de Herodes, en la actual Jordania, o si se trataba de guardar una estética que podría haberse encontrado en algunas películas de cine clásico situadas en países africanos, como Casablanca. Los judíos vestían esmoquin y sombrero, creando su perorata sobre la naturaleza divina en una conversación de señores en un salón y no en una discusión teológica. Jochanaan (Thomas J. Mayer), junto a Narraboth (Nikolai Schukoff) eran los dos personajes más interesantes a nivel de vestuario. El primero, con un toque andrógino, no obedecía a ningún estereotipo como los anteriores personajes. Narraboth, aunque exotizado -imitaba la estética gitana-, cooperaba a romper la lógica de los años 20 que seguían los demás personajes, que rezumaban algo de lo burgués que el propio Strauss puso en jaque con la obra.
El uso del escenario fue bastante limitado y muy básico. La celda en donde estaba Jochanaan era, a primera vista, una especie de nave espacial suspendida en el escenario. Luego se evidenció su forma fálica, algo que en apariencia cooperaría a poner sobre la mesa el carácter erótico de la pieza (algo que no hace falta explicitar de una forma tan burda). Resultó un tanto monótono y no ayudó a explorar espacios aún por descubrir de la pieza que se podrían revelar en la escenografía. El momento más trágico fue el ausente baile de los siete velos, unos de los hits de la pieza y motivo del escándalo que ocasionó en su estreno. En la segunda escena apareció allí un absurdo personaje extra, totalmente innecesario a mi gusto, el propio Oscar Wilde (Christian Natter), con dos testículos sin pene colgando por fuera del pantalón. Él, vestido con un atuendo entre el fantasma de la ópera y el sadomasoquismo, fue el que «bailó» con Salomé en los siete velos. Creo que, de todas las opciones posibles, quizá esta sea una de las peores. Aunque parece que se perscindió del baile para no objetualizar a Salomé o, en términos generales, a la figura femenina por parte de Sommer Ulrickson, a cargo de la coreografía, creo que hay una falsa comprensión de esa escena si se entiende como una objetualización. Aunque esta discusión podría llevarnos muy lejos, la danza de los siete velos es la primera aparición explícitamente erótica en la que una mujer sigue su deseo sin condena moral. Es decir, aquí, la relación con el cuerpo se modifica. Éste se vuelve explícito: ya no es portador de algo espiritual. En el cuerpo no se explicita lo problemático o no problemático de la acción. En acciones moralmente reprobables según la moral de la época, la palabra tenía que aclarar en qué sentido se mostraba “la perversión”. Lo vemos, por ejemplo, en el II acto de Cosi fan tutte de Mozart, Fiordiligi se lamenta por desear a otro hombre, por dejarse llevar.
Estoy ardiendo
y ese ardor mío ya no es efecto
de un amor virtuoso,
es inquietud, afán, remordimiento,
arrepentimiento, ligereza,
perfidia y traición.
Por piedad, amor mío, perdona
el error de un alma enamorada;
entre estas sombras y estas
plantas siempre quedará escondido,
oh Dios.
Salomé es el deseo sin culpa, y la danza de los siete velos no la baila para Herodes, sino para sí misma. Así que la eliminación del baile, sustituido por movimientos coreográficos absolutamente naïves, pusieron en jaque el propio sentido de la obra. En un intento de no cosificar a Salomé, se diluyó el potencial radicalmente antiburgués de la obra. Un pequeño guiño al tango fue, simplemente, una asociación simplista que quería calmar la mala conciencia de prescindir de algo tan fundamental como es esta danza. En fin, que habría que recordar la obviedad que el baile puede ser radicalmente transgresor y, por supuesto, también feminista -si esa era la intención. Al final de la obra irrumpe una instalación de lámparas con la forma de la cabeza de Jonachaan, como único elemento distinto a la línea escenográfica mantenida hasta entonces, que permiten a Salomé besar a varios Jochanaan y, como acción creo que con un talante compensatoria por la supresión de la danza, que una de esas cabezas le haga un cunnilunguis. Es lo que pasa cuando se confunde lo erótico con lo sexual.
Un atropellado director tuvo que sustituir dos bajas de directores invitados previamente. El que salvó el pato fue el joven Thomas Guggeis, asistente de Barenboim, que hizo un trabajo impecable para las condiciones en las que tuvo que ponerse al frente de tal evento. Pero se notó en la falta de ensayos con los cantantes y un abuso del cómodo plano entre mezzofortes-fortes. Salome (Ausrine Stundyte) estuvo bastante justa en los graves, fue algo arbitraria la alternancia entre voz impostada y el Sprachgesang, pero tenía muy clara la dirección y presencia de su personaje. Suelo perdonar fallos técnicos si se justifican por las exigencias teatrales, aunque en el caso de Stundyte creo que, simplemente, el papel le quedaba algo grande. Marina Prudenskaya, Gerhard Siegel y Thomas J. Mayer, por su parte, mostraron mucho más aplomo. Mayer fue un Jochanaan de una elegancia extrema, que mantuvo un excelente nivel vocal pese a las exigencias coreográficas de este montaje, que implicaban cantar en posiciones muy extrañas y con un apretado corpiño. Prudenskaya supo brillar y sobresalir más de lo explicitado en su rol y fue, quizá, la más expresiva a nivel teatral. Siegel estuvo soberbio, trabajando el registro del viejo verde que quiere ver a su hijastra bailar y al tirano que manda asesinarla a sangre fría casi como si de dos personajes se tratase, pero manteniendo la continuidad teatral, algo que mostraba a su personaje como algo tan real y doloroso como la convivencia contradictoria entre lo racional y lo irracional con la que tenemos que lidiar y de la que no siempre nos gusta asumir las consecuencias. La orquesta, salvo el trabajo dinámico escaso -especialmente al principio, que hizo algo monótona la puesta en escena junto a la sobriedad del escenario- mantuvo un nivel excelente, especialmente en los complicadísimos solos de oboe y clarinete bajo.
Los abucheos y bravos finales del público son expresión de mi propia impresión: que hubo momentos muy buenos, otros lamentablemente prescindibles. Desde luego, es un paso fundamental en la búsqueda de una Salomé memorable en la capital berlinesa, después del desastre de la Deutsche Oper. Quizá habría que revisar algunas de las aportaciones que, ya desde los años 70, como el trabajo de Pina Bausch, muestran que es posible repensar temas como lo erótico y una visión crítica de lo bíblico sin caer ni en lugares comunes, sin pecar de buenismo y sin tener miedo de asustar a aquellos visitantes de la ópera, que se marcharon el día del estreno y hoy van para tomar un champán antes y después de la representación, que es para ellos lo de menos. Es decir, creo que se trataría de reubicar la ópera en general y este tipo de piezas, transgresoras y contestarias, en particular, en una nueva tesitura, donde su potencial se explore poniéndonos frente a nuestros tabúes y terrores sociales.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Feb 28, 2018 | Artículos, Música |
El pasado día 14 de febrero en Got Talent, el programa de talentos de Tele 5 que cuenta con las expertas voces y juicios de Risto Mejide, Edurne, Eva Hache y Jorge Javier Vázquez, actuó Sonakay, un grupo de flamenco proveniente de Euskadi. Extrañados, los miembros del jurado levantaron sus cejas y un espontáneo “andá” salió de la boca de Edurne, acompañado todo ello de un sonoro murmullo y tímidos aplausos del público. Normal. Cuando una ve a un vasco espera, al menos, que le dé una pista llevando una txapela o soltando algún “aibalaostia”. Pero eso de que te aparezcan de repente cinco hombres gitanos que dicen venir de Donostia y que cantan flamenco hace falta digerirlo.
El cantante del grupo, que hacía las veces de portavoz, dejó claro desde el principio de qué iba la historia: Sonakay es un grupo musical de gitanos vascos que se sienten muy orgullosos de sus dos culturas y se dedican a hacer versiones flamencas de canciones en euskara de consagrados artistas vascos como Mikel Laboa o Benito Lertxundi. Lo primero que deberíamos matizar aquí es que el flamenco no es un género musical gitano en sí mismo, sino que se trata de un tipo de música que nace, como la conocemos hoy, en el siglo XVII entre la población marginal y pobre de Andalucía. Es cierto que la aportación de los gitanos andaluces a esta música ha sido muy grande, pero el hecho de relacionar a gitanos con flamenco es más bien una reducción que, a base de repetirla, se ha convertido en una creencia universal. Volviendo al tema que nos incumbe, lo que en el escenario de Got Talent pudimos escuchar en aquella ocasión fue la versión que el grupo interpretó de la canción “Txoriak txori” del propio Laboa que, más que una canción, es ya un himno en Euskal Herria. Los integrantes de Sonakay se llevaron un sí unánime del jurado porque “ojalá en este país todo el mundo se fusionara tan bien” o “tenéis un sonido muy limpito, como muy Donosti”.
Llama la atención, o quizá no tanto, la sorpresa con la que el jurado de Got Talent recibió a este grupo, teniendo en cuenta que los gitanos llevan instalados en territorio vasco desde el siglo XV. Parece que esos primeros gitanos, además, fueron bien recibidos por las altas esferas de la sociedad. Con el tiempo, sin embargo, al no encajar en el modelo social local, comenzó un proceso de marginación popular que terminó en un brutal rechazo institucional. Legislativamente, el caso de los gitanos en las provincias de Euskadi fue especial si lo comparamos con el resto de España, ya que, directamente, no podían existir dentro de sus límites jurisdiccionales. Las instituciones evitaron su entrada y ordenaron su expulsión cuando fue necesario. Y esta situación duró hasta el siglo XIX.
En este proceso, no es difícil imaginar que una de las pérdidas que sufrió el pueblo gitano fuera su lengua, la romaní, asimilando las lenguas hegemónicas del territorio, el euskara y el castellano, en este caso. El de los gitanos vascos es, pues, un claro caso de integración por asimilación cultural. Es decir, la única posibilidad de integración pasa por la asimilación de las características culturales del territorio en el que se encuantran, no siendo, por tanto, verdadera integración. El revuelo mediático que la actuación de Sonakay ha generado en Euskadi, -donde diferentes medios de comunicación se han lanzado a realizarles entrevistas elogiosas y los aplausos han sido generalizados en redes sociales-, no es más que la prueba de que ese mismo grupo cantando por bulerías en castellano o en romaní, no habría sido recibido con tanto aplauso. Dudo mucho, también, que se les hubiera recibido como un grupo vasco, por muy de Donostia que fueran. Parece, pues, que continuamos instalados en el discurso bipolar de aplaudir la diversidad sólo cuando se adapta al discurso cultural hegemónico, de aplaudir a los gitanos sólo cuando deciden asimilar unas características asociadas al ser vasco. Esto, además, ocurre en un territorio en el que tanto valor se le da a la tradición y a las características culturales propias, y que tanto se esfuerza en mantenerlas vivas allá donde vaya.
No sé si el famoso axioma pitagórico que afirma eso de «el orden de los factores no altera el producto» funcionará en el inabarcable universo matemático. De lo que estoy segura es de que no lo hace en el igual de inabarcable mundo del lenguaje. Ocurre esto, precisamente, cuando, al alterar el orden de las palabras, éstas adquieren otra función gramatical, convirtiéndose en adjetivos las que habían sido sustantivos y viceversa. Y ya sabemos que no es lo mismo acompañar al nombre que ser el nombre. Por lo tanto, volviendo la vista al título de este artículo, podemos entender que no es lo mismo ser un gitano vasco que un vasco gitano. De hecho, si nos tomamos en serio eso de que lo que no se nombra no existe, diríamos que el primero puede existir, mientras que al segundo deberíamos incluirlo en el mundo de la fantasía.
por Jose Luis Perdigon | Feb 22, 2018 | Críticas, Música |
El pasado 17 de febrero se celebró en la sede de la Akademie der Künste (adK) berlinesa uno de los encuentros organizados por el festival AFEKT. Desde sus inicios allá por el 2001, estos encuentros han promovido la música contemporánea estona, expandiendo sus fronteras más allá de los límites nacionales. Aparte de renombrados compositores estonios, como Jüri Reinvere o Helena Tulve, en esta ocasión contaron también con la participación de la compositora de origen londinense Rebecca Saunders. Este carácter, tanto reivindicativo como aperturista, ha cristalizado siempre en programas estimulantes -que permiten introducirse en música poco transitada y ponerla en valor junto a compositores más consolidados en el panorama internacional-. Como próximas colaboraciones anuncian las de la propia Saunders y Lachenmann para este próximo otoño y las de Märt-Matis Lill o Toshio Hosokawa para 2019.
El Requiem (2009) para flauta, cuatro voces masculinas, cinta y vídeo de Jüri Reinvere abrió el concierto. La obra de este compositor, escritor y ensayista estonio, discurre en un diálogo constante entre las reflexiones del narrador, las imágenes de deportados estonios de la primera mitad del siglo XX y la línea virtuosa de la flauta solista- enriquecida esporádicamente con vaporosas intervenciones de las cuatro voces. Este conjunto cargado de tristeza, lleno de reflexiones sobre el tiempo, la espiritualidad, la impermanencia o la fragilidad de las esperanzas humanas, consigue su propósito en parte. El texto -del propio compositor- y la nostalgia de las imágenes no logran formar un todo con los intérpretes en vivo, que parecen siempre estar en un extraño plano paralelo, que no seduce ni a modo de contraste. La interpretación de la flautista Monika Mattiesen destacó, a pesar de las dificultades, por su intensidad y expresión -al igual que la de los cuatro miembros de los Neue Vocalsolisten, que demostraron mucho mimo y precisión incluso con un papel tan exiguo.-
La propia compositora Helena Tulve, se hizo cargo de sus Klangobjekte en la siguiente obra del programa. Con el silences/larmes (2006), para mezzosoprano, flauta, copas musicales y la mágica campana de viento nacarada –Perlmutt-Windglocke– se abrió el breve repaso por la obra de esta autora. Su interés por el canto gregoriano y mucha música de transmisión oral, así como su familiaridad con lo orgánico, los patrones e impulsos de origen natural y las transformaciones energéticas; no queda solo en los programas de mano. Desde el comienzo de su silences -con texto sobre fragmentos del poemario Hai Kai de la madre Immaculata Astre- Tulve despliega con naturalidad dos melodías hermanas en mezzosoprano y flauta, con el foco constructivo basado en la pura horizontalidad -reforzada por el reflejo lineal de las copas-. Este diálogo trenzado es interrumpido en dos ocasiones por la campana de viento, generando en la primera ocasión un momento de contraste; sin embargo no obvio, sino pudoroso y lleno de lirismo. A pesar de la sinergia en escena, gran parte del efecto logrado fue posible gracias a la destacada interpretación de la mezzo, también miembro de los Neue Vocalsolisten, Truike van der Poel.
La primera parte se cerró con otra obra de Tulve: There are tears at the art of things (2017/18). Estreno absoluto -para flauta, clarinete bajo, arpa y percusión- en la partitura se percibe una evolución estilistica con respecto a la obra anterior. La base inspiradora de la pieza se encuentra en una cita de La Eneida de Virgilio: “sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt” (Hay lágrimas en las cosas y tocan a lo humano del alma). Tratada como una revelación humana primordial- y muy unida también al mono no aware japonés- de esta cita, y también de un epitafio de In a Dark Time de Thodore Roethke a modo de cierre, hace surgir Tulve el paisaje sonoro de su obra. Los embistes obsesivos del comienzo van dando paso poco a poco a momentos contemplativos, donde el color es trabajado en detalle. Al contrario que en su silences – y a pesar de lo concreto de las citas en las que se inspira- no se siente en la obra tanta homogeneidad, habiendo algunos momentos menos integrados que parecen sabotear lo conseguido. La interpretación por los miembros del Ensemble Adapter sacó partido a los momentos de más violencia y densidad, sobretodo por parte de la flautista Kristjana Helgadóttir.
Después del pequeño coloquio, el Stasis Kollektiv (2011/2016) de Rebecca Saunders ocupó la segunda mitad del programa. Esta nueva versión de la obra original está dedicada al Ensemblekollektiv Berlin, una agrupación formada por la suma de veintitrés miembros de los ensembles más famosos de la capital alemana- Ensemble Adapter, ensemble mosaik, Sonar Quartett y Ensemble Apparat-. Como muchos de los trabajos de la compositora, la inspiración parte de un breve y esquelético texto de Beckett, Still (1974), donde se describe a un protagonista desconocido observando un atarceder y aguardando algún sonido, con la cabeza entre sus manos temblorosas. Esa ambivalencia entre luz y oscuridad, silencio y sonido, movimiento y quietud; es una constante en toda la obra de Saunders, que encuentra en las infinitas interpretaciones e intensidad -pero a la vez sobriedad y fugacidad- de los últimos textos de Beckett un paralelo ideológico a muchos niveles. Como un collage articulado sobre el espacio, los músicos se reparten formando pequeños grupos de cámara y se posicionan en diferentes lugares, dependiendo de en que edificio se interprete la obra. En esta ocasión, a lo largo de los cuatro niveles de la sede de la AdK, público y músicos se mezclaban en aparente desorden. Desde el bombo de la entrada hasta el violín de la cuarta planta, el espectador se sentía rodeado y con la sensación de poseer un verdadero protagonismo, incluso tras el apagado de las luces. Los susurros de la flauta baja y la cuerda grave rompieron el “vacio” y anunciaron el trazo que supone la pieza.
Sobre una paleta de sonidos muy reducida, Saunders amplía y reduce a su antojo los enfoques del objeto en la obra; donde se suceden momentos de pura poesía junto a otros minutos de agresividad que nunca estalla del todo aunque lo parezca. Por si fuera poco -y a modo de coreografías teatrales- muchos de esos pequeños grupos de cámara se trasladaban silenciosamente por los niveles, haciendo de ese collage algo vivo y difuminando así en parte su connotación firme y plástica. El Ensemblekollektiv Berlin se sintió en todo momento como una gran unidad, a pesar de lo difícil que pudiera parecer. El trabajo de diálogo entre los diferentes pisos y grupos -así como la precisión y el balance en las dinámicas- fueron piezas fundamentales para que esa imponente arquitectura sonora no se viniese abajo. Cuando los cincuenta minutos de obra terminaron, la familia, que ya formabamos todos los presentes, aplaudimos, nos levantamos y nos fuimos. Así, sin más. A veces asomarse a un vacío puede llenar de cosas otro vacío. O, dicho de otro modo, si se trataba de mover algo, prácticamente nada parecía estar en su sitio al terminar la obra. Tal vez, solo Beckett podría ponerlo en palabras: “Una noche mientras estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos se vio levantarse e irse. Una noche o un día. Porque cuando su propia luz desapareció no quedó a oscuras”.
por Irene Cueto | Feb 21, 2018 | Críticas, Música, Teatro |
El Teatro Real está apostando esta temporada por obras que se salen del canon clásico de ópera, como Street Scene (1946) de Kurt Weill, la cual está basada en la obra de teatro homónima de Elmer Rice de 1929 por la que este escritor ganó el Premio Pulitzer. En ella se muestra la vida de norteamericanos de clase obrera y su convivencia con emigrantes que también luchan por subsistir y sacar a sus hijos adelante, pasiones y amores prohibidos, y las bajezas del ser humano. La acción se desarrolla en un edificio en el East Side Manhattan de Nueva York.
Street Scene se estrenó en febrero en el Teatro Real y tanto la obra como su interpretación nos plantea: ¿es una ópera o un musical? Este planteamiento ya apareció con Dead Man Walking de Jake Heggie. Sin embargo, Street Scene se trata de una obra con una música impresionante en la que Kurt Weill recogió las fuentes de la ópera europea y las de la música que se desarrolló durante las primera décadas del siglo XX y en esta partitura también aparecen giros de blues y jazz, guiños a los aires italianos hasta de tarantela y uno de los músicos más influyentes mezclando estilos: George Gershwin y su Rhapsody in Blue. Además, uno de los momentos más álgidos fue la increíble interpretación de Sarah-Marie Maxwell y Laurel Dougall de una peculiar nana en la que se mezcla el realismo y su desvirtuación que va pareja con la de la música, junto con la ironía, la frustración mezclada con agresividad y grandes dosis de humor.
Uno de los hilos conductores es el incesante cotilleo por parte de los vecinos en relación a todo lo que ocurre en su edificio. Aquí hay dos vecinas muy destacables que se interesan por la vida ajena para tapar sus propias miserias: Greta Fioretino (Jeni Bern) y Emma Jones (Lucy Schaufer). Esta última hizo una interpretación sensacional a nivel escénico y vocal, de manera que la mezzosoprano le dio auténtica vida a la ubicuidad de esta singular mujer.
La versión presentada el pasado día 16 estuvo dirigida por Tim Murray y la dirección de escena de John Fulljames. Además, Nueva York destaca por sus luces y el diseño de James Farncombe fue muy inteligente reflejando esta característica y el paso del tiempo. La efectiva y realista escenografía estuvo a cargo de Dick Bird. Esa es una de las principales señas de identidad de esta magnífica obra: el realismo. Está presente en el decorado, el vestuario, los personajes y en determinadas interpretaciones. En cuanto a estas, en el primer acto fue un inconveniente la amplificación, especialmente con los instrumentos de viento metal. En relación a las voces, destacó la esposa sufridora Anna Maurrant, interpretada por la soprano Patricia Racette y especialmente el barítono Paulo Szot en el papel del peligroso marido Frank Maurrant, quien también pasa por toda una serie de estados de ánimo y vitales que logró transmitir con expresividad. No así la dubitativa hija, Rose Maurrant, a cargo de Mary Bevan, ya que a esta soprano le faltó adentrarse en el amplio registro de emociones que su personaje ofrece, al igual que sucede con el de su enamorado judío Sam Kaplan (Joel Prieto). Estos tres protagonistas se debaten entre lo que deben hacer y lo que en realidad desearían llevar a cabo. Pasiones encontradas con el amor familiar que los entrelaza y condena, mediante el teatro y la ópera.
Estos personajes contrastan con la alegría de vivir que se exalta en el número de baile por las calles de Nueva York con el que se contagió el escenario de entusiasmo y características de los musicales de Broadway, tanto en la pareja principal en ese momento como en el pequeño grupo de baile que la acompaña. No en vano esta obra fue compuesta para este famoso lugar aunque fue pensada desde un principio por Kurt Weill como una ópera aunque el influjo de los musicales aparece en números como este.
Fue tal la importancia de esta obra, que aparecen matices de ella en West Side Story (1957) de Leonard Bernstein. Además, Street Scene tiene la peculiaridad de acabar igual que comenzó: con la misma música y el ajetreo diario de los vecinos, sus preocupaciones y continuar su vida como si nada aunque hayan acontecido en ese edificio desahucios y asesinatos. En este círculo vital se acogen las tragedias y las comedias con una banda sonora que recoge las peculiaridades de las personas que palpitan en ella.
En cuanto a si se trata de una ópera o de un musical, en el programa de esta obra el mismo compositor nos puede dar la respuesta:
El concepto de ópera no puede interpretarse en el sentido limitado de lo que predominaba en el siglo XIX. Si lo sustituimos por la expresión teatro musical, las posibilidades de desarrollo aquí, en un país que no debe asumir una tradición operística, se vuelven mucho más claras. Podemos ver un campo para la construcción de una nueva (o la reconstrucción de una clásica) forma.
por Rubén Fausto Murillo | Feb 20, 2018 | Críticas, Música |
Seguramente estimado lector, alguna vez has recibido un regalo de esos que prometen. La sola vista sobre el paquete perfectamente envuelto anuncia que el regalo será de esos que atolondran los sentidos. Te dispones a abrir el obsequio y sientes palpitar tu corazón lleno de emoción, y tras penetrar en el secreto oculto por tanto adorno, tu alma directamente se va por el sumidero al ver que aquel tan espléndidamente anunciado regalo no es otra cosa más que… un objeto, cosa u articulo más y que además, sinceramente, no sabes dónde vas a colocarlo en tu casa.
Al que escribe, se le quedó cara de ¿de verdad esto es mí regalo? El pasado sábado 9 de febrero al salir del concierto dado por la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Saber que Maria João Pires vendría a tocar Mozart era causa suficiente para llenar, como de hecho sucedió, l’Auditori. Su dilatada carrera la avala como una exquisita intérprete del genio de Salzburgo. Aún recuerdo las tardes que pasé en mis juveniles años de formación en el conservatorio, escuchando sus maravillosas lecturas de las sonatas de Mozart. Esto hacía que el regalo estuviera asegurado, y si además agregamos, que en reciente fecha su agente en Londres anunciará que tras casi 70 años de carrera se retira de los escenarios, la cita era ineludible. Quedan muy pocos mitos vivos para dejar pasar la oportunidad de disfrutar de ellos.
El programa era potente, primero una obra de estreno del maestro Ferran Cruixent comisionada por la FUNDACIÓN SGAE, AEOS y la misma OBC. Deus ex machina es una obra interesante, con un lenguaje atractivo al público, aunque necesitada de más desarrollo en todas sus potencialidades. Nos plantea una serie de reflexiones interesantes sobre lo que el mismo autor denomina “la fascinación por la dependencia humana de la tecnología“. La expresión fue acuñada por Aristóteles, refiriéndose a que dentro de las tragedias griegas, era una maquina quien traía a escena a los actores que, haciendo los papeles de dioses, resolvían el entuerto planteado en la trama de la tragedia. La máquina entonces, se constituía en la portadora de una ayuda resolutiva, externa y divina, en este punto Cruixent se pregunta y nos confronta ante ese constante depender de las máquinas y en concreto, de nuestros móviles, para resolver casi todo en nuestra vida. Utilizando entre otras técnicas el Cyber Singing, los músicos utilizaban durante la ejecución de la obra sus teléfonos móviles donde previamente se habían descargado un archivo MP3 enviado por Cruixent y que es un elemento más de la obra.
Llegó el plato fuerte, el concierto para dos pianos y orquesta núm.10 en Mi bemol mayor KV 365 de W.A.Mozart y junto a Maria João Pires apareció Ignasi Cambra, estupendo pianista catalán que desde hace años trabaja con la maestra Pires en el proyecto “Partitura”. Kazushi Ono inició la ejecución de la obra y ya desde los primeros compases la sensación de “¿es esto mi regalo?” lo impregnó todo. Por un lado la OBC se tomó literalmente como un bolo más la obra de Mozart, cosa nada extraña por cierto (se ve que el Salzburgués es demasiado clásico para el ecléctico paladar de muchos músicos) en una lectura plana y fría del acompañamiento orquestal. Ciertamente, en el plan original de Mozart, el peso de la obra recae sobre los solistas, restando mucho de su habitual papel a la orquesta. Pero lo que se escuchó en la sala Pau Casals esa noche fue algo absolutamente rutinario y casi burocrático. Se creó sobre el escenario algo realmente sorprendente, en una interpretación, dijéramos a tres niveles: en un nivel muy alto, Maria João Pires, mostró por qué es quien es, leyó la obra dándole una musicalidad y una elegancia maravillosas. A una buena distancia de ella Ignasi Cambra, que pese a todos sus esfuerzos nunca logró hacer un todo con la maestra Pires. Se le notaba nervioso, por momentos apresurado y esto, influyó y mucho en su calidad musical. El resultado fue que el dúo de pianos nunca logró cuajar cabalmente y la obra, en su parte solista, quedó muy deslucida, al ser escrita por Mozart para dos intérpretes en igualdad de condiciones. En un último nivel, la OBC que, como ya apunté, trató a la obra de Mozart como requisito más para dar continuidad al concierto, cosa que preocupa y mucho, porque demuestra que cuando el programa gusta a los músicos, logran interpretaciones de primer nivel, cuando por las razones más peregrinas, el programa o alguna obra no les interesa, el esfuerzo es mínimo y la calidad de la misma orquesta, antes maravillosa, es francamente muy deficiente.
La última obra del programa fue la Primera sinfonía en Do menor, Op. 68 de Johanes Brahms. Obra maravillosa, llena de la energía y el vigor de un Johanes Brahms que se sabe poseedor de una maestría absoluta a la hora de trabajar. Todo está perfectamente meditado y contrastado en esta partitura que su autor trabajó durante casi catorce años. De hecho, la obra sinfónica de Brahms en su conjunto es fruto ya de un compositor muy maduro y con muchas obras a sus espaldas, lo que hace harto difícil poder decantarse por alguna de ellas como la mejor. Todas son perfectas en su escritura y todas son un universo perfectamente bien concatenado en sí mismas. La lectura de Kazushi Ono siguió la tónica del concierto, no logramos escuchar la mejor versión de nuestra orquesta, quizás para hacerlo tengamos que esperar un nuevo programa, dijéramos, más inspirador que saque lo mejor de todos. De cualquier manera, pese a que regresé con cara de “vaya, esto fue mi regalo” la oportunidad de haber escuchado a Maria João Pires en su última gira de conciertos, es un hecho a guardar en la memoria, y muchos lo haremos. Muchos le debemos grandes momentos, de esos que no se olvidan.
por Elio Ronco Bonvehí | Feb 16, 2018 | Críticas, Música |
Hay obras endiabladamente difíciles que requieren un dominio técnico para abordarlas. Si encima juntamos tres de estas obras en un concierto sin pausas, la hazaña es todavía mayor. Pero las tres últimas sonatas de Beethoven son mucho más que un reto técnico, su profundidad empalidece en comparación con su dificultad y una interpretación impecable, como lo fue la de Elisabeth Leonskaia en el Palau de la Música de Barcelona, no sirve de nada si no se asienta en un planteamiento que permita articular su riqueza.
Leonskaia no parecía del todo cómoda en el Palau. Los numerosos ruidos que desde el principio se escucharon en la sala parecieron importunarla, hasta el punto de hacerle demorar el inicio de la segunda sonata a la espera del ansiado silencio. Hace apenas un mes, Barenboim reprendió duramente al ruidoso público que llenaba el Palau. Aunque en esta ocasión el nivel de ruido no era ni de lejos el mismo, es normal que algo así estropee la conexión entre público y artista y podría explicar, al menos en parte, el carácter distante de la interpretación de Leonskaia.
El inicio de la sonata nº 30 Op.109, con un marcado rubato, parecía presagiar una interpretación muy personal, pero la sensación se desvaneció a medida que la obra avanzaba. Los contrastes, las dinámicas, el fraseo… todo parecía obedecer más a la intuición de la intérprete en el momento que a un plan trazado a partir del estudio previo de la partitura, con lo que los efectos puntuales se impusieron al efecto global. El dominio del instrumento y el talento de la intérprete legendaria estaban allí, pero en esta ocasión la inspiración de Beethoven no se vio correspondida en la interpretación.