El nombramiento de Simon Halsey como director del Orfeó Català ha tenido una repercusión claramente positiva en la calidad de los conciertos de la formación coral y en su proyección internacional. Es más que probable que Halsey -también director del London Symphony Chorus- haya ayudado a que el Orfeó participara en los Gurrelieder, que este verano se interpretaron en los BBC Proms, uno de los eventos más esperados del festival londinense que suponía además el debut de Simon Rattle como nuevo director titular de la London Symphony Orchestra.
La inauguración de la temporada del Orfeó Català ha reforzado de nuevo este vínculo internacional, con el estreno europeo de Considering Matthew Shepard, del estadounidense Craig Hella Johnson. Se trata de una desgarradora cantata-musical escenificada que cuenta la historia de Matthew Shepard, un joven homosexual de Wyoming que fue secuestrado, torturado y asesinado en 1998. La reacción pública, con numerosas manifestaciones de carácter homófobo, así como el hecho que la legislación no permitia considerar el crimen como delito de odio, desató una polémica que puso en evidencia el desamparo de la comunidad LGBT.
La partitura de Hella Johnson es una de las múltiples reacciones artísticas que surgieron para condenar el crimen y mantener viva la memoria de Shepard. Y lo hace desde una perspectiva positiva, apostando por la tolerancia y el amor como armas contra el odio, con un libreto especialmente conmovedor que empieza glosando el carácter amable y las esperanzas de un «joven ordinario, que vive días ordinarios en una vida ordinaria que vale mucho la pena vivir«. Musicalmente pretende ser una «pasión moderna», con una sección central claramente inspirada en esa tradición coral, con la participación de un bajo-barítono solista y con referencias explícitas a la crucificción. Junto a estas referencias a Bach (además de la parte central, la obra empieza y acaba con el preludio n.1 del Clave bien Temperado intepretado al piano) la partitura contiene alusiones a distintos generos como el musical (Matthew es interpretado por un tenor, con ciertas similitudes con la música del joven Lloyd Webber, especialmente su Joseph), el gospel o el bluegrass. El resultado musical es un pastiche que no contiene aportaciones demasiado relevantes en cuanto a forma o lenguaje, pero que cumple perfectamente su función expresiva.
La obra es exigente en cuanto a efectivos. Además de un gran coro requiere numerosos solistas (soprano, mezzosoprano, tenor, bajo-barítono, tenor pop, mezzo jazz, y varios solistas del coro) e instrumentistas (clarinete, violín, viola, violoncelo, contrabajo, piano, percusión y guitarra). Los tres coros de la casa (Orfeó Català, Cor Jove de l’Orfeó Català y Cor de Noies de l’Orfeó Català) fueron los grandes protagonistas de una obra principalmente coral, y deslumbraron con su sólida interpretación, luciendo un sonido compacto y trabajado que augura grandes resultados en lo que sigue de temporada. Como solistas destacaron especialmente Marta Mathéu y Joan Martín-Royo, así como la siempre espléndida Big Mama Montse. El reducido grupo instrumental logró una presencia sonora equiparable a una orquesta gracias a la amplificación, siguiendo el método usado en los musicales. Por suerte, la amplificación estaba mucho más cuidada que en Broadway o el West End londinense (donde últimamente parece que la calidad del sonido ya no es necesaria para justificar los abusivos precios), y pudimos disfrutar de la música sin distorsiones. Merece una mención a parte la cellista Laia Puig, para quien la partitura reservaba numerosas intervenciones solistas.
Considering Matthew Shepard en el Palau de la Música de Barcelona. Los coros del Orfeó Català ocuparon el grueso del escenario y las galerias del órgano. En el lateral derecho se pueden ver los integrantes del conjunto instrumental, y a la derecha los solistas vocales sentados alrededor de una mesa, en la que unos técnicos manipulan y graban en directo las imágenes que se proyectan. Vemos en la pantalla la figurilla de juguete que representaba a Matthew. Foto: Lorenzo di Nozzi.
A parte de la excelente interpretación y la vibrante dirección de Simon Halsey, otro de los grandes aciertos fue la puesta en escena de La Brutal. Impactante pero sin sensacionalismos, transmitió con delicadeza y sensibilidad la dureza de la historia. El protagonismo escénico era de los coros y los instrumentistas, tanto por cuestiones prácticas (apenas sobraba sitio en el escenario del Palau) como por la estructura de cantata de la partitura. Los solistas vocales se encontraban reunidos alrededor de una mesa, a la izquierda del director, como si se tratara de un grupo de apoyo que compartia sus experiencias sobre el terrible crimen. Por último, por encima de todos ellos una pantalla mostraba en imágenes lo que el texto contaba. Lo interesante es que esas imágenes eran una grabación en directo de figuras de juguete manipuladas desde el escenario. El encuentro de Matthew con sus agresores en un bar se nos mostraba de esta forma en la pantalla, igual que su secuestro, hasta llegar a la turbadora imagen de la figurilla de Matthew tumbada en el suelo en un charco rojo, frente a la valla a la que estubo atado durante horas mientras se desangraba. Era una imagen necesaria, la obra no tiene sentido sin ella, pero la solución escénica permitió transmitir su dureza sin caer en el mal gusto.
En definitiva, Considering Matthew Shepard es una obra que pone de manifiesto el papel fundamental que debe tener el arte en nuestra sociedad. Los documentales, los reportajes, incluso las crudas imágenes que llenan los telediarios, son solo frios testimonios de los hechos. El arte, ya sea mediante la literatura, la poesía, el cine o la música, permite que el espectador haga suyos los hechos como si los estuviera viviendo, y empatize de verdad con el sufrimiento y el conflicto de los protagonistas. Solo de este modo podremos lograr eso tan ansiado de aprender de la Historia para no repetir sus errores.
Ficha artística
Marta Mathéu,soprano Marina Rodriguez Cusí,mezzosoprano Manu Guix,tenor Joan Martín-Royo,barítono Els Amics de les Arts, tenor pop Big Mama Montse, mezzo jazz
Orfeó Català(Pablo Larraz, subdirector) Cor Jove de l’Orfeó Català (Esteve Nabona, director) Cor de Noies de l’Orfeó Català(Buia Reixach, directora) Josep Buforn,piano
Formación instrumental: Francesc Puig, clarinete Eduard Iniesta, guitarras Laura Marín, violín Albert Romero, viola Laia Puig, cello Mario Lisarde, contrabajo Paco Montañés, percusión
David Espinosa,artista visual La Brutal (David Selvas y Norbert Martínez) dirección escénica
El pasado 27 de octubre tuvo lugar en la Komische Oper berlinesa una de las representaciones del Pelléas et Mélisande de Debussy, sin duda una de las grandes apuestas de esta temporada. A pesar de lo que pudiera parecer, llevar a cabo la puesta en escena de esta ópera es siempre un reto comprometido del que es difícil salir sin la sombra de la duda o del reproche. La obra de Debussy, ya blanco de innumerables críticas el día de su estreno -mejor no digamos quién y como, no sea que se nos caigan un par del pedestal- revolucionó la concepción de narración en el género, haciendo de cada escena pequeños versos que nos revelan anécdotas de una trama que ocuparía un acto entero de cualquier ópera coetánea. Esa discontinuidad, ese asomarse a fragmentos de actos enteros nunca compuestos, se suma a un texto de Maurice Maeterlinck donde el drama solo se sugiere y ningún símbolo se vuelve irrebatible. Con estas premisas, parece difícil pensar que el hecho de añadir cualquier cosa de cosecha propia -por muy original que sea- va a reforzar necesariamente la sinergia del conjunto. En una obra como el Pelléas, ir con pies de plomo no es suficiente.
La orquesta de la Komische, dirigida por Jordan de Souza, fue probablemente lo mejor de la noche. El director canadiense supo dar continuidad y frescura a cada escena, destacando la plasticidad de la cuerda y una homogeneidad que nunca se rompía. Es sobretodo a partir del cuarto acto cuando se perciben más intensamente los colores, que hasta entonces de Souza no quiso subrayar demasiado. En cuanto a lo vocal, la calidad de los fraseos y atención al detalle fueron la tónica de todo el elenco. Mención especial merece el Arkel de Jens Larsen, que confirmó la importancia de contar con un rey de Allemonde carismático; y también el Golaud de Günter Papendell, que poco a poco fue imponiendo su rol hasta cargar con todo el peso del drama en las escenas finales.
La dirección de escena por parte de Barrie Kosky sacó gran partido al escenario de plataformas en movimiento, creando muchas momentos de potencia visual indiscutible -en parte también gracias al discreto diseño e iluminación de Klaus Grünberg– y estructurando cambios de escena muy elegantes sin esfuerzo alguno; de estos que casi ni se notan pero sí se notan. Aunque sin lugar a dudas, y a pesar de esas virtudes, lo decepcionante se vinculó al aspecto más puramente teatral -responsabilidad que comparten, dudo que por igual, el propio Kosky y la dramaturga Johanna Wall-. Me sorprende como el texto y la música pudieron ser tratados con tanto automatismo, como si se tratara de crear una dirección de escena para Norma o La Traviata. Todo lo que el texto de Maeterlinck sugiere, Kosky lo concreta. Todas las emociones que Debussy insinúa y refleja como en un juego de espejos, Kosky las explicita y subraya; y si es con caída al suelo de Melisande (Nadja Mchantaf) ensangrentada mejor aún. La consecuencia de esa exaltación desde el minuto uno de la ópera es una pérdida general de empatía y la disminución considerable del efecto dramático en las últimas escenas.
Lo triste de un proyecto de esta envergadura, es ver como un buen reparto estorba constantemente. Cada gesto exaltado parece acabar con la magia y remar una y otra vez contra corriente. Pero lo más sorprendente es advertir la ironía que comporta. Hace ya años que las puestas en escena más “modernas” rompen todo tipo de estándares y fascinan y horrorizan por igual a todo tipo de público -sobra decir que siempre respetable-. Lo increíble de esta unión Debussy-Kosky es el carácter abiertamente reaccionario que muestra éste último en la dirección de escena; que se acerca a provocar el mismo impacto que los Don Giovanni ochenteros llenos de traficantes de heroína, solo que a la inversa. Lo más trivial y evidente hizo acto de presencia, echando a perder la oportunidad de hacer algo mucho más estimulante. Pero no es solo lo puramente interpretativo: la concepción de los roles y su psicología parece fallar irremediablemente. Un Pélleas aniñado y paranoico desde su entrada -que recuerda a un típico ayudante secundario de villano de Marvel- donde casi todo es ambiguo, no consigue tener la más mínima química con Melisande. Se confirma posteriormente de forma traumática, cuando en la escena del beso -como no, sustituida por sexo salvaje- da la sensación de estar asistiendo a un incesto bastante incómodo; que interrumpe Golaud para alivio del público.
Si hay algo que no se puede perdonar facilmente es la sensación de que “te” han mancillado un “clásico”. Mucho peor es la sensación de hacerte creer que ese “clásico” realmente no merece serlo. Eso sí que es imperdonable. Pero no hay que ponerse dramático, que de eso ya hubo bastante. Quizá solo fue que tomaron demasiado al pie de la letra esa famosa frase de Debussy durante los últimos ensayos de la ópera: “Por favor, olvidad que sois cantantes”. En todo caso, no sería un mal comienzo.
Carmen de Georges Bizet es una de las óperas más conocidas por el público. Se trata de una ópera dramática en cuatro actos con libreto de Henri Meilhac y Ludovic Halévy, el cual está basado en la obra homónima de Prosper Mérimée de 1845.
Actualmente está representándose en el Teatro Real hasta noviembre, con Marc Piollet a cargo de la dirección musical, Calixto Bieito como director de escena y Alfons Flores es el escenógrafo. En la representación del 27 de octubre los papeles principales fueron interpretados por Francesco Meli como don José, Kyle Ketelsen como el torero Escamillo, Eleonora Buratto como Micaëla (enamorada de don José) y Gaëlle Arquez como la femme fataleCarmen. Además contaron con el trabajo del Coro y Orquesta del Teatro Real y los Pequeños Cantores de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (ORCAM).
Esta ópera se estrenó en 1875 en la Opéra-Comique de París bajo la influencia de los paisajes, las costumbres y la música de países considerados exóticos, como España. Gran parte de esa atracción la ejercía lo que se denomina españolismo andaluz, en el que son importantes las tradiciones populares, el folklore y los estereotipos exaltados por la influencia del romanticismo. Es decir, que de diversas maneras lo que se enaltece es el nacionalismo que surgió como movimiento político y cultural en aquella época pero desde la visión de un artista francés. Además, supuso una innovación poner como protagonista a una mujer andaluza gitana absolutamente libre que hace con su vida lo que considera y utiliza a los hombres para obtener su felicidad. Ella encarna los roles típicos asociados a lo masculino, incluido el fumar en el siglo XIX (características aún más acentuada en la escritora George Sand), mientras que llegados a determinado punto de la narración, don José encarnaría los asociados a lo femenino con las súplicas, el llanto y la desesperación.
En las dos partes en que se dividió esta obra hubo dos grandes símbolos: la bandera española y el toro de Osborne. En esta ópera, el símbolo patrio de la bandera -tan en boga últimamente- fue testigo de la vida militar, de la importancia de las cigarreras que desatan pasiones entre los legionarios -desenfrenadas y malogradas en algunos casos- y de las intrigas amorosas de Carmen.
La escenografía fue minimalista y nos trasladó a un universo alejado del siglo XIX en el que los gitanos son contrabandistas de la década de los 60-70 que van de un lado a otro en coches de la época, los cuales literalmente nos deslumbraron con sus luces. Estos personajes viven su libertad al límite y se nos muestra unas gitanas atípicas inmersas en la cultura del desenfreno hippy pero en una escena llegan a vestirse como sevillanas aunque el mundo del flamenco sea mucho más amplio y sí que se nos muestre en el baile de una pequeña gitana. En esa sociedad doblemente libre, incluso se llegan a representar escenas de sexo en las que ellas son la mercancía por su propio interés. En esta puesta en escena nos adentramos en la época de finales de la dictadura franquista cuando se nos vendía una España ideal para el turismo, donde hubo guiños de Bieito a los tópicos sobre los extranjeros en nuestro país (sol, suvenir, etc.) y el fenómeno fan de ese periodo con el famoso torero Escamillo. Es precisamente en relación a esta figura cuando asistimos a una de las escenas más hermosas: cuando el torero se desnuda por fuera pero sobre todo por dentro, de noche, para estar frente al toro y ser uno con él en los pases que da. Esta no deja de ser una adaptación de una visión lorquiana romántica.
Una de las ventajas de utilizar una escenografía minimalista es que en esta representación permitió que la música brillara aún más. Estuvo exquisitamente dirigida por Marc Piollet y tuvo unas magníficas interpretaciones tanto de los coros como de cada uno de los intérpretes. Eleonora Buratto hizo que su Micaëla nos llevara a la emoción más pura al cantar al amor y, sobre todo, en su aria sobre el desamor. Kyle Ketelsen le dio presencia y carácter a un torero al que vemos más fuera de la plaza, ya que solo intuimos su trabajo dentro de ella. Los protagonistas, Francesco Meli y Gaëlle Arquez, nos imbuyeron en esa historia apasionada de amor, riesgo, libertad y traición mutua. Nos presentaron a un don José enérgico que a la vez es sumiso porque quiere conservar el amor de su gitana y estar a su lado aunque tenga que renunciar a todo, incluido su honor. Carmen fue seductora, descarada, expresiva, burlona, apasionada y libre. Estos cantantes en sus respectivas arias y en sus dúos nos deleitaron con sus interpretaciones acompañados por una magnífica orquesta.
El resultado fue el triunfo de la música que emocionó al público, el cual recibió a todos los artistas con una gran ovación tras haber caído completamente seducido por la enigmática y expresiva Carmen.
El pasado 19 de octubre el Palau de la Música inauguraba la temporada Palau 100 con un concierto en el que la violinista Isabelle Faust ofreció un programa puramente clásico junto al conocidísimo ensemble de música historicista Il Giardino Armonico. Las obras a interpretar fueron los conciertos número 1, 4 y 5 de W.A. Mozart, con el inciso de la sinfonía núm. 49 «La Passione»de F.J. Haydn interpretada sólo por la orquesta.
La orquesta de cámara, dirigida por Giovanni Antonini, característica por su sonido equilibrado y enérgico en sus Monteverdis, Castellos, Corellis etc., ofreció un acompañamiento en los conciertos de violín cargado de ideas musicales muy claras y efectivas, propias del estilo clásico, y que -de manera muy acertada- no tenía ninguna otra pretensión que la de enfatizar al fraseo de la solista.
Isabelle Faust impresionó por la naturalidad y sencillez con que interpretó los conciertos de Mozart, con un estilo libre, ligero y brillante que danzaba sobre el acompañamiento de la orquesta y acentuaba con su lenguaje corporal. Es posible que la elección de la violinista de tocar sin almohadilla (pieza acolchada que sirve para sujetar el instrumento) fuera para adecuarse al estilo, ya que sin esta pieza el instrumento tiene una resonancia más amplia y permite más movilidad al intérprete. La violinista tocó en prácticamente todos los tutti, y el sonido de «solista» sólo sobresalía cuando era totalmente imprescindible. Todo lo que tocaba estaba completamente integrado en el sonido orquestal. La ornamentación -acordada en todo momento con la orquesta- tenía un punto improvisado. Los pasajes que se repetían no lo hacían siempre de la misma forma, sino con alguna que otra variación en los adornos.
Al mismo tiempo, también hubo otro elemento interesante de su versión: sus cadencias. Usualmente la mayoría de violinistas que tocan los conciertos de Mozart se decantan por las cadencias compuestas por el estadounidense Sam Franko o el húngaro Joseph Joachim (en menor medida las de Ysaÿe y Kreisler). Sin lugar a dudas, la gran popularidad de las mismas ha hecho que se consideren parte de las obras. Así que los oyentes conocedores que fueron al concierto y no escucharon la grabación del mismo concierto de harmonia mundi, pudieron ser gratamente sorprendidos por las sofisticadas y dinámicas cadencias del compositor y clavecinista especialista en Mozart Andreas Staier, que fueron compuestas expresamente para Faust. Al parecer,en la grabación del CD, Staier le proporcionó algunas indicaciones a la violinista de cómo quería que se interpretaran.
De forma improvista hubo un pequeño desajuste entre el primer y segundo movimiento del concierto nº5 de Mozart; la afinación de la clavija de la cuerda mi de la solista bajó de forma inesperada, y al no poderla cambiar en el momento, Faust se las apañó tocando en posiciones altas y en pianísimo cuando no había más remedio que tocar la cuerda al aire. Todas estas dificultades, incluída la interpretación de la cadencia -que tenía un desafortunado bariolaje [footnote] Técnica que consiste en la alternancia entre varias cuerdas de forma repetida.[/footnote] con la cuerda mi-, fueron superadas con una gran dosis de humor y buena disposición.
La sinfonía de Haydn «La Passione» en comparación resultó bastante más rutinaria, con una dirección correcta y tocada jovialmente, remarcando sus pequeños detalles y matices contrastantes, pero resultó menos interesante globalmente que los conciertos de Mozart. En cualquier caso la actuación de Isabelle Faust acompañada por Il Giardino Armonico fue digna de elogio y por lo tanto, recomiendo esta versión para todo aquél que quiera escuchar -de una forma atenta y agradable- una interpretación que se sale del guión usual, espontánea y con una pincelada de improvisación.
Antonio Lizana interpretó con su quinteto en el ciclo «Coliseo jazz» del Real Coliseo de Carlos IIIsu tercer disco, Oriente, el pasado 21 de octubre. Esta formación está compuesta por Mawi de Cádiz (baile, percusión corporal y coros), Shayan Fathi (batería), Jesús Caparrós (bajo eléctrico), ese día también contaron con Daniel García Diego (piano) y Antonio Lizana, quien es un saxofonista cantaor o un cantaor saxofonista además de compositor.
El título del disco es una declaración de intenciones y de raíces por algo que el propio Lizana explicó, ya que las fronteras delimitan no solo las zonas físicamente, sino que contribuyen a crear fronteras humanas. Además, el título de Oriente refleja los sonidos que culturalmente hemos recibido durante siglos de Oriente (sobre todo de Oriente Medio) y de África y que se han asentado en nuestro folklore -incluido el flamenco- y en nuestra música popular, así que pudimos deleitarnos con un concierto con influencias de la música árabe perfectamente fusionada con el jazz y el flamenco.
La formación de este grupo es ecléctica porque cuenta con un bajo en vez del tradicional contrabajo y en la sección de la batería pudimos escuchar además el darbuka, uno de los instrumentos árabes más importantes que insufla esos aires orientales. Esto se ve enriquecido con el trabajo de Mawi de Cádiz, quien es capaz de mostrar su arte en sus solos y también con el acompañamiento de cualquier instrumento. Transmite una gran expresividad racial con todo el cuerpo y sus solos como bailaor dejaron extasiado al público.
En cuanto al piano, quisiera destacar un solo de Daniel García Diego, que comenzó con prácticamente una nota hasta ir creándose una melodía con su acompañamiento para dar paso al tema con el que arrancó todo el grupo. Fue uno de los momentos que causaron más expectación por su inicio tan atípico y su gran evolución. Otro de los momentos memorables que nos brindaron fue a cargo de Jesús Caparrós con un solo de bajo virtuosístico a la par que expresivo.
La interpretación de melodías y sobre todo de ritmos que fusionan estilos como palos del flamenco, jazz y música árabe es muy complejo pero en la batería de Shayan Fathi no lo parece porque suenan como si fueran un todo, con lo que consigue crear una base impresionante para el conjunto. He de confesar que es uno de los baterías que más me han fascinado hasta el momento.
Por si esto fuera poco, con Antonio Lizana se desdibujan esas líneas que delimitan las especialidades artísticas porque es un gran saxofonista y también un gran cantaor que pasa de una especialidad a la otra con una asombrosa facilidad. En el tema Nos quisimos así me recordó al gran Camarón de la Isla y consiguió emocionarme con esta canción, la cual es aún más desgarradora en directo.
En este teatro no solo estuvimos en un concierto, sino que vivimos una fiesta con un fantástico anfitrión que derrocha simpatía y en ella hubo espacio para la meditación, la emoción, el baile y la fiesta de la mano de las bulerías finales (relacionadas con la fiesta y la burla), tan importantes en la provincia de Cádiz (tierra de este polifacético artista) y sobre todo en Jerez de la Frontera.
Dentro de esta agrupación no hay ningún tipo de fronteras porque los estilos y sus sonidos se fusionan creando un mundo original, profundo en unas ocasiones y divertido en otras. Si tienen la ocasión, no se los pierdan. Nos obsequian con un directo vibrante con el que nos dejan con ganas de más.
El pasado 15 de octubre llegó al Berliner Festspiele el estreno de la segunda parte de un proyecto articulado conjuntamente entre esta institución y el Wiener Festwochen. En Viena, en junio, se interpretó ParZeFool/MONDPARSIFAL ALPHA 1-8. La segunda parte se tituló ParZeFool/MONDPARSIFAL BETA 9-23. El título y el compositor firmante, Bernhard Lang, ya no dejaban lugar a dudas. El objetivo del proyecto era revisitar (algo que se encuentra presente en prácticamente toda la obra de Lang con respecto a la tradición musical) desde una perspectiva crítica a Parsifal de Richard Wagner, estrenada hace 135 años, en 1882. Parsifal fue una pieza compuesta expresamente para la acústica de Bayreuth y responde a la creencia wagneriana de la Gesammtkunstwerk, la obra de arte total, algo que él, implícitamente, sólo veía posible desde la institucionalización total del su Gesammtkunstwerk. Fundamentalmente es como crítica a tal institucionalización (en este caso, la que subyace a que ciertas obras están pensadas para sonar óptimamente solo en un espacio concreto y, por tanto la fetichización de la escucha) como creo que se ha articulado este trabajo, firmado a tres por Jonathan Meese (escenografía), Bernhard Lang (música) y Simone Young (dirección musical). Así, al menos, nos invitaban a adentrarnos en el mundo de un Wagner ironizado. El Berliner Festspiele había sido tomado por las instalaciones de Jonathan Meese, que mostraban frases grandilocuentes sobre el arte, a modo de panfleto, pintado a brochazos en las paredes y en conjuntos escultóricos construidos con figuras pop de toda índole. Estas instalaciones trataban, aparte de «crear ambiente» de actuar como hilo conductor en la ópera.
Creo que Bernhard Lang y lo suyos trataban de explicitar lo que la ópera ha sido desde siempre, como los musicales: un espacio para lo imposible, donde se actúa como si eso imposible (entre otras cosas, cantar para comunicarse) fuese lo «normal» y, por ello, lo más serio. Pero claro, esto hay que hacerlo muy bien para que la obra no sea, simplemente algo fallido. Los recursos musicales se mostraron escasos: temas wagnerianos (sobre todo en materia armónica) aparecían aquí y allá con una reelaboración que rozaba lo peor de lo evidente, las típicas repeticiones de la escritura de Bernhard Lang resultaban toscas y forzadas; y una técnica de collage (que también estaba en la propia concepción escénica y lingüística de la pieza, pues aparecían todo tipo de personajes y escenas, y se mezclaban idiomas) que terminaba en pastiche. Según Lang, su intención era hacer saltar por los aires la linealidad que el propio Wagner pone entre paréntesis con su concepto de «melodía infinita» mediante le uso de loops, técnica que usa a menudo y que siempre justifica de una forma u otra; y que, en el caso de la pieza que nos ocupa, parecía que trataban de suplir una carencia del material. Pese a todo esto, hubo dos momentos memorables: el inicio, que era algo así como la recreación deformada de la obertura de Parsifal, como si se mirase en un espejo de los circos y los dos solos de saxofón, interpretados por Gerald Preinfalk, para mí el gran descubrimiento de la noche, y que me dieron la razón en que Lang tiene buena mano en la composición pero no estábamos ante una de sus mejores creaciones.
Los personajes eran planos (regodeándose en su esperpentismo). Las alusiones al sexo, a las drogas (que, según Lang, son fundamentales en Wagner) y otros tabúes eran agotadores pues, en lugar de elaborar el motivo y base de tales tabúes, trataban de forzar una situación de escándalo que ya no va a llegar en esta sociedad que bosteza viendo cómo matan a sirios por la televisión. Todo era como los vestidos de cartón de las muñecas del siglo pasado, que se cortaban y encajaban en la figura sin vida con una lengüeta. Quizá es que no comprendo qué tienen que ver en (y, sobre todo, qué aportan a) la escenografía personajes vestidos como Star Trek, Sailor Moon, un Bob Esponja que desciende del aire o un tipo follándose a un oso gigante. Me inundaba la pereza de lo facilón, de lo que quiere guiñar y criticar -creyéndose separarse a la vez- a la industria cultural. Aprecio, sin embargo, el buen hacer del contratenor Daniel Gloger, que no tenía un papel nada sencillo y se le notó, al final del segundo acto, con la voz resentida; y de Magdalena Anna Hoffmann. Tanto teatral como vocalmente fueron sobresalientes, mucho mejor que sus compañeros de elenco. También habría que destacar la precisión y buen gusto del coro Arnold Schönberg, casi siempre en off.
La conclusión a la que llego es si hace falta tanto montaje y parafernalia para llegar al lugar al que muchas obras llegan por otros medios: el cuestionamiento del lugar actual del arte, el elemento ficticio de sus fronteras, los límites de su alcance. La obviedad del planteamiento político subyacente a la pieza -poniendo en jaque el lugar de la obra pero sin pretender dejar de serlo- resultaba casi insultante tras cuatro horas y cuarto. Nada nuevo bajo el sol.