Goerne canta sobre la soledad en Vilabertran

Goerne canta sobre la soledad en Vilabertran

La Schubertíada de Vilabertran cumplía 25 años y como era de esperar no faltó a la cita Matthias Goerne, su más fiel y esperado participante. Acompañado por Alexander Schmalcz al piano, ofrecieron un fascinante programa alrededor de la soledad, dominado por una selección del Cancionero de Hollywood de Hans Eisler.

Alumno de Schoenberg y el primero en aplicar las técnicas dodecafónicas de su maestro, Eisler despliega en su Cancionero una gran variedad estilística y una eficaz concisión, que retratan de forma punzante la soledad de quien tuvo primero que exiliarse a Estados Unidos huyendo de los nazis, solo para ser deportado más tarde de vuelta a Alemania a causa de su vinculación con el partido comunista, donde la censura tampoco lo dejó tranquilo. Seis canciones de Hugo Wolf y cuatro de Robert Schumann complementaron el programa, explorando una visión más romántica de la soledad.

Goerne hizo gala una vez más de su inmensa musicalidad, arropado por un expresivo Schmalcz al piano. Ambos extrajeron todo el jugo posible de las partituras, con una interpretación basada en un sonido profundo y cuidado y un fraseo que surge de forma natural de la respiración y el silencio. A diferencia del recital del año pasado, una breve pausa ayudó a combatir el intenso calor habitual en la canónica Vilabertran, lo que permitió que el público siguiera con gran concentración la música y los poemas. Un nuevo éxito para la Schubertíada de Vilabertran, que este año contó también con la integral de los cuartetos de Beethoven a cargo del Cuarteto Casals como evento excepcional.

 

El cuarteto Casals renueva a Beethoven en el FIS

El cuarteto Casals renueva a Beethoven en el FIS

Algo maravilloso sucedió el pasado 21 de agosto en el concierto del Cuarteto Casals en el Festival Internacional de Santander:  por un lado, esa sensación deliciosa de que un concierto supere las expectativas y, por otro, el inenarrable momento que nos dan a veces las obras de arte: que nos permiten salir del mundo cotidiano, y nos hacen creer que quizá, un día, el mundo será como esa música. La lástima es que todo eso sólo funciona dentro del marco del concierto y, con el primer aplauso, se desvanece.

El Cuarteto Casals, que lleva veinte años cosechando éxitos, demostró en su concierto el porqué de todos ellos. Con un repertorio centrado en un recorrido por los cuartetos de Beethoven, demostraron su versatilidad, elegancia y profunda comprensión de las obras. El programa lo conformaron el Cuarteto en La Mayor n. 5 op. 18, el  n. 10, en Mi bemol Mayor, op. 74 y el Cuarteto n. 15, en la menor, op. 132. Tres cuartetos seleccionados de sus 16, integral que están preparando para celebrar este aniversario.

Aunque en teoría lo que se pretende es mostrar obras de la primera, media y última etapa, pudimos escuchar desde el primero cómo Beethoven quería ya salirse, en pequeños gestos y detalles aparentemente insignificantes, de lo aprendido por los maestros Haydn y Mozart. Esto es algo evidente, por ejemplo, en las variaciones del tercer movimiento del n. 5 op. 18, cuya ironía final será rescatada muchos años después por Mahler.

Hay algunos teóricos de la música que defienden que una buena interpretación es aquella que permite seguir al oyente con formación musical el análisis que subyace a la partitura, que le hace comprender lo que va ocurriendo en la construcción de la pieza. Como en todas las obras importantes, nunca hay un análisis suficiente, pero sí al menos aproximado. Y esa interpretación analizante, si me permiten llamarla así, es lo que ofreció el Cuarteto Casals, que son muy conscientes de lo que se esconde detrás de la complejidad constructiva de Beethoven. Es decir, pusieron todo de su parte para combatir esa creencia de que Beethoven es simplemente relajante, bonito, o algo por el estilo. En su interpretación, hicieron un homenaje a un compositor que desarrolló uno de los pensamientos musicales más complejos que han existido. Por eso, por ejemplo, el adagio del tercer movimiento del último cuarteto del programa, que permite rápidamente caer en interpretaciones con exceso de vibrato y dilatadas por su edulcoración, en el concierto, sin embargo, se convirtió en el momento más importante del mismo, donde se concentró toda la tensión. Todos los allí presentes respiramos con aquella música, tan moderna, pensada en planos, como en el siglo XX harían los compositores al fijarse en la pintura. Es de agradecer, en estos tiempos en los que Beethoven se ha convertido en un producto más de consumo, que el Cuarteto Casals haga  un gran esfuerzo de contención con una interpretación que nos ayude a escuchar todo eso pequeño que hizo de Beethoven uno de los compositores más grandes de la historia de la música.

 

 

El ensemble y coro Balthasar Neumann llenan de luz el FIS

El ensemble y coro Balthasar Neumann llenan de luz el FIS

Es el segundo año consecutivo que el ensemble y coro Balthasar Neumann visitan el FIS. En esta ocasión, el pasado 18 de agosto pudimos escuchar, en la primera parte, el Stabat Mater y la Inacabada de Schubert; y, en la segunda, la (gran) Misa en Do Mayor de Beethoven.

Un emocionante minuto de silencio por las víctimas del atentado en Barcelona preparó el ambiente del concierto, que comenzó rotundamente con el Stabat Mater. Esta pieza, que se aleja de la teatralidad de otros Stabat Mater, como el de Pergolesi, es un trabajo de la oscuridad a la luz, algo en lo que incidió la dirección de Thomas Hengelbrock. Sin embargo, tal luminosidad era fragil: conectó el Stabat Mater con el comienzo de la Inacabada, con esa melodía en los contrabajos que cambió la forma de concebir la construcción de las sinfonías (compositores como Mahler siguen esa estela en su Primera Sinfonía, en la cual se abre el tercer movimiento con el “Frere Jacques” en menor en los contrabajos), con lo cual el acorde final del Stabat Mater, que parece una pregunta abierta, dejó la luz que lo había guiado hasta entonces por la oscuridad, creando así una sensación circular.

El primer movimiento se concentró, en la primera parte, en el trabajo de los planos sonoros, remarcando la aparición del tema en las diferentes voces. La repetición de la misma fue muy orgánica gracias a que la melodía inicial operó en la construcción de Hengelbrock como una especie de ritornello. En el plano dinámico, fue radical, potenciando así la tensión entre pianos y fortes, aunque eso incidió en que las grandes pausas generales no operasen como irrupción, sino como detención del discurrir del movimiento. El segundo movimiento estuvo marcado por la claridad de los pasajes rápidos y en control del volumen en los fortísimos y crescendo, que permitieron un dominio absoluto de la tensión. Destacaron en ambos movimientos los deliciosos solos de la flauta y el clarinete, aunque la afinación de la flauta se vio resentida por el aire acondicionado de la sala.

La Misa de Beethoven estuvo marcada por la intervención de tres cuartetos de solistas en el coro: el primero intervino del Kyrie al Credo, el segundo del Et incarnatus ets al Sanctus y el último del Benedictus al Dona nobis pacem. Cada grupo de solistas destacó, especialmente, por un aspecto. El primero, por el excelente empaste y el cuidado de las voces. De entre los solitas, la soprano Agnes Kovacs fue una de las sorpresas de la noche. El segundo, llamó la atención por el énfasis en la teatralidad de algunos movimientos, como el Et incarnatus est. Por último, el tercero, por el cuidado en la expresividad en los últimos movimientos, en los que Beethoven derrocha optimismo -estado que caracteriza solo algunas de sus obras-. Echamos en falta más potencia en la última contraltoAlmira Elmadfa, pues había que hacer grandes esfuerzos por escucharla con claridad. En la orquesta, de nuevo, destacaron muy significativamente las maderas, aunque en general el nivel interpretativo de la orquesta y el coro fue excelente. El concierto se cerró con la propia Denn er hat Seinen Engeln befohlen, del oratorio Elías, de Mendelssohn, una pieza relativamente poco programada y que puso el broche final a una velada de altísimo nivel musical.

No quiero privarme de terminar estas líneas con la solicitud de un mayor esmero en la redacción de las notas al programa, que estaban llenas de frases vacías como la que reza que el Stabat Mater, es una “joya musical que a pesar de su corta duración convence con belleza musical y sentimientos profundos” o inexactitudes como que “hoy, la Inacabada, con su maravillosa melodía [como si solo tuviera una] y su audacia armónica [algo que no se entiende muy bien qué es] es una de las obras más importantes del repertorio sinfónico”.

La Isla Desolada de Tomás Marco en el FIS

La Isla Desolada de Tomás Marco en el FIS

Fotografía bajo copyright de Javier Cotera para el FIS

Dentro del Festival Internacional de Santander (FIS), el pasado 16 de agosto se acogió el estreno absoluto de la última obra de Tomás Marco, La isla desolada, que pone música a un texto de Luciano González Sarmiento. Se trata de una cantata profana, como él mismo la subtitula, para narrador (Manuel Galiana), mezzosoprano, que asume el rol de Sombra (Marina Rodríguez Cusí), tenor, en el rol de Crespúsculo (Eduardo Santamaría), dos pianos (Gustavo Díaz-Jerez y Javier Negrín), percusión (Antonio Domingo y Pedro Terán) y coro (Camerata Coral de la Universidad de Cantabria). Raúl Suarez se encargó de la dirección coral y José Ramón Encinar llevó la batuta del conjunto.

El texto que sirve de base a La isla desolada se resume de la siguiente manera: “Estructurada en cinco episodios, la isla desolada es una descripción del hombre en su ocaso (Crepúsculo), su soledad (la isla) y el agónico dilema de vivir o morir (Sombra), resuelto por la opción de vivir reconstruyendo la vivencia amorosa desde el mar de las Nereidas”. Sin embargo, nada de eso se evidencia en la escucha, donde más bien aparece, por un lado, un texto abigarrado, excesivo (la abundancia de palabras «biensonantes» rozaba la pedantería), recargado y con poco calado narrativo y, a nivel musical, un horror vacui compositivo que impide entender la estructura de la cantata, pese a su división -artificial a mis oídos- en cinco partes (más introducción).

La música de esta cantata es de Tomás Marco y de muchos otros: se cuelan en su composición muchos rostros conocidos: Stravinsky, Satie, Glass, Gesualdo, Bach, etc. No lo oculta, solo hay que tener los oídos abiertos para ir siguiendo estos préstamos estilísticos. Sin embargo, eso provoca que su voz se desvanezca, sin saber muy bien dónde está Marco en esa reunión de amigos. Y, al mismo tiempo, esta técnica de collage provoca que se difuminen los posibles hilos conductores, resultando en una pieza -simplemente- deshilachada: no funcionan la mayor parte del tiempo las transiciones, ni la unión de voces, ni la lógica constructiva. Dicho en breve: no se entiende nada, incluyendo la unión música-texto. Destacan, por interpretación (tocadas con mucho gusto y delicadeza) y construcción (las únicas con personalidad idiomática y verdaderos  pilares de la pieza), las partes de piano y percusión. Sin embargo, vimos a un coro inseguro, con problemas en los agudos y más necesidad de empaste, aunque es muy meritorio que un coro amateur se enfrentase a esta partitura, de gran complejidad por esa lógica de collage que la caracteriza. Enfrentó notablemente los exigentes glissandi a los que se le expuso. No era de esperar, por el contrario, ver comprometidas las voces solistas. Mientras que Santamaría estuvo correcto pero con un vibrato, a mi juicio, inapropiado en esta pieza, Rodríguez mostró su incomodidad en el poco cuidado de los finales de las frases. El trabajo dinámico de ambos, además, fue prácticamente inexistente, manteniéndose en un cómodo binomio mezzoforte-forte. Es una lástima que el FIS haya limitado en esta edición su programación de contemporánea a  esta pieza, poco representativa, a mi juicio, de lo mejor de la composición española actual.

Música, supremacía y terrorismo

Música, supremacía y terrorismo

Spotify ha retirado de su catálogo a los grupos supremacistas blancos y neonazis tras el ataque ocurrido hace unos días en Charlottesville (Virginia, Estados Unidos), con la controversia añadida de los mensajes difundidos por el presidente Donald Trump. Según las declaraciones de esta empresa de streaming, «ntoleramos contenido ilegal o material que incita a la violencia y el odio por raza, religión o sexualidad». Esto ha ocurrido después de que Southern Poverty Law Center, una organización no gubernamental de defensa de los derechos civiles, haya identificado estos grupos musicales.

La música ha acompañado cada una de las etapas del hombre a lo largo de la historia y durante toda su vida a través de diferentes manifestaciones. Esto incluye que también se ha utilizado durante las campañas de guerra, la propia guerra y para establecer la supremacía frente al adversario. Hay numerosos ejemplos. Baste recordar cuando en 1954 Marilyn Monroe fue a Corea para cantarle a las tropas norteamericanas y levantarles el ánimo.

Asistimos a través de diferentes medios de comunicación y las redes sociales a la retransmisión prácticamente en directo de atentados contra la población occidental, como los sucedidos ayer en Cataluña (España). Nos horroriza, apoyamos en la medida de lo posible a las víctimas y a sus familias, estamos totalmente en contra de estas muestras radicales de supremacía terrorífica. Pero, aun así, y a pesar de las medidas de seguridad, parece que cada vez hay más atentados en nuestro seguro y confortable mundo occidental. Debido a esta gran información, también nos llegan noticias sobre a qué grupos pertenecen estos desalmados, cómo son, qué han hecho en su vida y con ello tratamos de contestar a la gran pregunta: ¿por qué?

Desde el punto de vista cultural, tenemos por un lado que esos fanáticos además escuchan música, que es otra manera de sentirse vinculados a un grupo e identificarse con sus ideas, las cuales quieren imponer. La música aquí cumple el papel de ayudar a la formación de la identidad colectiva como una forma de la cultura con la que se identifican, por lo que o bien crean sus propios artistas que ayuden a difundir su ideología o cogen a músicos que consideran que apoyan sus ideas, sea así o no. Con esto se establece una relación de tres niveles:

  • La del individuo con la música y su identificación con ella.

  • La del individuo con los demás miembros de su sociedad, en este caso a través de la música.

  • La identidad grupal o colectiva en relación con la música.

Sin embargo, por otro lado, parece que estamos ante el planteamiento filosófico desvirtuado de Aristóteles, ya que este consideraba que escuchar cierto tipo de música hacía que el carácter del hombre se reconvirtiera a la ética y la moral de la región de la música que le imbuía. Es decir, llevado a la actualidad, si escucháramos música racista, acabaríamos siendo racistas. O si escucháramos la canción Puto de Molotov, nos convertiríamos en homofóbicos. Menos mal que hay organizaciones e instituciones -estadounidenses- que nos dicen que estemos tranquilos, que ya se encargan ellos de quitar este tipo de música de los medios que puedan para que ese odio no se extienda entre la población democrática.

En el libro Música de mierda, Carl Wilson explica la experiencia de los artistas rusos Vitaly Komar y Alexandir Melamid sobre una aproximación a la objetividad sobre las canciones más y menos deseadas en Estados Unidos. Llegaron a una serie de conclusiones, entre ellas que el arte no es democrático porque quienes crean sus criterios y sus leyes son quienes realmente tienen el poder, lo que nos llevaría a la conclusión de estar inmersos en una sociedad musical totalitaria. 

Si a todo lo anterior le añadimos la censura aparándose en un bien supremo, ¿qué conclusión general podríamos sacar? Porque podemos plantearnos que todo esto no versa sobre usted o sobre mí, ni sobre lo que nos guste o no, ni de protegernos a nivel musical y social. Esto trata de poder. Porque quien ostente el poder, dictamina qué es lo que está bien y mal, qué debemos escuchar y qué no.

¡Bailad lo que yo digo, malditos!

¡Bailad lo que yo digo, malditos!

¿Se habrán enterado ya Las Vulpes, el grupo punk de los años ochenta, de que una institución gubernamental ha incluido su canción Me gusta ser una zorra en una lista de reproducción de canciones “adecuadas” para las fiestas de verano de las ciudades y los pueblos de Euskadi? ¿Tomarán como un triunfo el hecho de que su subversivo mensaje haya conquistado el terreno de lo políticamente correcto o, por el contrario, lo vivirán como la derrota definitiva del punk y de lo que quisieron representar? Más aún, ¿estaría la canción original de Iggy Pop I wanna be your dog en esta lista?

¿Qué opinará Shakira, si es que le importa, de que su canción Me enamoré, en la que narra su profunda historia de amor con el futbolista Piqué, haya sido considerada peligrosa por estas mismas instancias gubernamentales por avivar el sexismo que tantas formas toma en nuestra sociedad actual? ¿Sentirán ella y Luis Fonsi -cuya canción Despacito también ha sido excluida de la lista de canciones adecuadas- angustia al pensar en el prematuro y amargo final de sus carreras porque, al estar en la lista negra, ya nadie más bailará sus canciones?

¿Estará Calle 13 brindando con piña colada en alguna playa de Puerto Rico para celebrar que esta misma institución pública no haya considerado sexistas versos como “súbete la minifalda hasta la espalda” o “yo también quiero consumir de tu perejil” de su canción Atrévete-Te-Te, sino que haya tenido el privilegio de verlos incluidos en la playlist de canciones empoderadoras y decentes?

Sirvan estos ejemplos para retratar la aleatoriedad con la que Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, a través de su plataforma Beldur Barik (Sin Miedo), ha seleccionado una lista de reproducción en Spotify de unas doscientas canciones “libres de sexismo” con la intención de concienciar y evitar ataques machistas durante las fiestas. El hecho de que una institución pública pretenda decidir, con un criterio absolutamente sesgado y casi azaroso, lo que debemos o no bailar en estas fiestas populares debería, antes de a abrazar la decisión con entusiasmo por el discurso buenista bajo el que se escuda, incitarnos a la reflexión.

Dicen en la página web de Beldur Barik que “la música no es machista. Ahora, otro cantar es la utilización que hacemos [de ella].” Y añade más adelante que “(…) si quieres bailar twerk… ¡hazlo! Pero que tengan clarito que lo haces por ti, porque tú quieres. Y si quiero bailar para seducir a alguien, para entrarle, porque quiero que me miren… ¡ya te vas a enterar!… y lo haré porque yo quiero”. El problema no parecería estar, por tanto, en la música, sino en el uso que hacemos de ella. Pero, por otro lado, no parece haber inconveniente en que las mujeres hagamos el uso que nos dé la gana de esa música. Si esto es así, el problema no estaría ni en Despacito ni en cómo la bailo, sino en que no tengo por qué ser acosada ni por mi gusto ni por el modo de bailarla. Entender, pues, ciertas canciones como las causantes del machismo y de la desigualdad entre sexos, más que una denuncia del problema, es un planteamiento reduccionista y simplista. Pretender, además, con su veto, que este gravísimo problema desaparezca y dar a entender que, al ritmo de Paquito el Chocolatero o Pajaritos -que sorprende que no están en la lista-, o al de Las Vulpes o Calle 13, el problema de la violencia sexista en las fiestas va a verse disminuido es, además de muy ingenuo, bastante peligroso.

Por un lado, se criminaliza a las personas que disfrutan con un cierto tipo de consumo cultural, llegando así a la simplificación más absoluta del problema al reducirlo al absurdo silogismo de “si te gusta Despacito, eres un acosador en potencia”. En la misma lógica, se premia a las personas que encajan en lo que la institución vasca ha declarado ser el consumo musical que fomenta la cultura igualitaria y democrática, llegando al mismo reduccionismo de que “si te gusta Skalariak, eres mejor persona”. Y se olvida, de este modo, que el problema del machismo es transversal y que, al englobar a personas de todas las clases sociales y gustos culturales, se revela como un fenómeno hondamente arraigado y enquistado en la sociedad.

Por otro lado, nos encontramos con el peligro que suponen los vetos y las censuras. Y es que, cuando las instituciones públicas se toman la licencia de hablar desde un púlpito y asumir un papel cuasi-religioso, enviando mensajes morales sobre lo que está bien y lo que está mal en cuanto al consumo cultural, se plantea un problema de mayor calado. Si Despacito es la canción más reproducida de la historia, habrá que analizar por qué sucede, pero optar por la vía del veto y la censura no parece ser la mejor idea. La solución, más compleja y de más a largo plazo, parecería, más bien, consistir en educar el pensamiento crítico de los jóvenes, en tratar de que desarrollen las herramientas necesarias para desenvolverse en el mundo de manera libre y hacerse conscientes de lo que consumen y cómo lo consumen. Otras maneras de querer atajar el problema podrían derivar en otro mayor. Porque, tal y como puede comprobarse aquí, la playlist de Emakunde es un batiburrillo de canciones que ciertas personas consideran adecuadas para la construcción de un Zeitgeist a su medida. Y este es el gran problema: el hecho de que la institución se atribuya, de un lado, la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, arrogándose una función moralista que no le corresponde, y, de otro, abuse de su poder, imponiendo el consumo cultural que considera adecuado. Cuando, según están las cosas, la cuestión es, creo yo, que las mujeres podamos bailar lo que queramos y como queramos, sin miedo a que nadie nos acose. Si no, que se lo pregunten a Las Vulpes, que, como dicen en esta entrevista, hubo quienes “entendieron mal” el mensaje de su canción y, entre otras lindezas, las llamaban zorras. No se trata, pues, de que la música sea o no machista, sino de que son los machistas los que utilizan hasta la música -y todo tipo de músicas- para comportarse como tales. Y esto ni se arregla ni se reduce recomendando arbitrariamente canciones.