Es el segundo año consecutivo que el ensemble y coro Balthasar Neumann visitan el FIS. En esta ocasión, el pasado 18 de agosto pudimos escuchar, en la primera parte, el Stabat Mater y la Inacabada de Schubert; y, en la segunda, la (gran) Misa en Do Mayor de Beethoven.
Un emocionante minuto de silencio por las víctimas del atentado en Barcelona preparó el ambiente del concierto, que comenzó rotundamente con el Stabat Mater. Esta pieza, que se aleja de la teatralidad de otros Stabat Mater, como el de Pergolesi, es un trabajo de la oscuridad a la luz, algo en lo que incidió la dirección de Thomas Hengelbrock. Sin embargo, tal luminosidad era fragil: conectó el Stabat Mater con el comienzo de la Inacabada, con esa melodía en los contrabajos que cambió la forma de concebir la construcción de las sinfonías (compositores como Mahler siguen esa estela en su Primera Sinfonía, en la cual se abre el tercer movimiento con el “Frere Jacques” en menor en los contrabajos), con lo cual el acorde final del Stabat Mater, que parece una pregunta abierta, dejó la luz que lo había guiado hasta entonces por la oscuridad, creando así una sensación circular.
El primer movimiento se concentró, en la primera parte, en el trabajo de los planos sonoros, remarcando la aparición del tema en las diferentes voces. La repetición de la misma fue muy orgánica gracias a que la melodía inicial operó en la construcción de Hengelbrock como una especie de ritornello. En el plano dinámico, fue radical, potenciando así la tensión entre pianos y fortes, aunque eso incidió en que las grandes pausas generales no operasen como irrupción, sino como detención del discurrir del movimiento. El segundo movimiento estuvo marcado por la claridad de los pasajes rápidos y en control del volumen en los fortísimos y crescendo, que permitieron un dominio absoluto de la tensión. Destacaron en ambos movimientos los deliciosos solos de la flauta y el clarinete, aunque la afinación de la flauta se vio resentida por el aire acondicionado de la sala.
La Misa de Beethoven estuvo marcada por la intervención de tres cuartetos de solistas en el coro: el primero intervino del Kyrie al Credo, el segundo del Et incarnatus ets al Sanctus y el último del Benedictus al Dona nobis pacem. Cada grupo de solistas destacó, especialmente, por un aspecto. El primero, por el excelente empaste y el cuidado de las voces. De entre los solitas, la soprano Agnes Kovacs fue una de las sorpresas de la noche. El segundo, llamó la atención por el énfasis en la teatralidad de algunos movimientos, como el Et incarnatus est. Por último, el tercero, por el cuidado en la expresividad en los últimos movimientos, en los que Beethoven derrocha optimismo -estado que caracteriza solo algunas de sus obras-. Echamos en falta más potencia en la última contraltoAlmira Elmadfa, pues había que hacer grandes esfuerzos por escucharla con claridad. En la orquesta, de nuevo, destacaron muy significativamente las maderas, aunque en general el nivel interpretativo de la orquesta y el coro fue excelente. El concierto se cerró con la propia Denn er hat Seinen Engeln befohlen, del oratorio Elías, de Mendelssohn, una pieza relativamente poco programada y que puso el broche final a una velada de altísimo nivel musical.
No quiero privarme de terminar estas líneas con la solicitud de un mayor esmero en la redacción de las notas al programa, que estaban llenas de frases vacías como la que reza que el Stabat Mater, es una “joya musical que a pesar de su corta duración convence con belleza musical y sentimientos profundos” o inexactitudes como que “hoy, la Inacabada, con su maravillosa melodía [como si solo tuviera una] y su audacia armónica [algo que no se entiende muy bien qué es] es una de las obras más importantes del repertorio sinfónico”.
Fotografía bajo copyright de Javier Cotera para el FIS
Dentro del Festival Internacional de Santander (FIS), el pasado 16 de agosto se acogió el estreno absoluto de la última obra de Tomás Marco, La isla desolada, que pone música a un texto de Luciano González Sarmiento. Se trata de una cantata profana, como él mismo la subtitula, para narrador (Manuel Galiana), mezzosoprano, que asume el rol de Sombra (Marina Rodríguez Cusí), tenor, en el rol de Crespúsculo (Eduardo Santamaría), dos pianos (Gustavo Díaz-Jerez y Javier Negrín), percusión (Antonio Domingo y Pedro Terán) y coro (Camerata Coral de la Universidad de Cantabria). Raúl Suarez se encargó de la dirección coral y José Ramón Encinar llevó la batuta del conjunto.
El texto que sirve de base a La isla desolada se resume de la siguiente manera: “Estructurada en cinco episodios, la isla desolada es una descripción del hombre en su ocaso (Crepúsculo), su soledad (la isla) y el agónico dilema de vivir o morir (Sombra), resuelto por la opción de vivir reconstruyendo la vivencia amorosa desde el mar de las Nereidas”. Sin embargo, nada de eso se evidencia en la escucha, donde más bien aparece, por un lado, un texto abigarrado, excesivo (la abundancia de palabras «biensonantes» rozaba la pedantería), recargado y con poco calado narrativo y, a nivel musical, un horror vacui compositivo que impide entender la estructura de la cantata, pese a su división -artificial a mis oídos- en cinco partes (más introducción).
La música de esta cantata es de Tomás Marco y de muchos otros: se cuelan en su composición muchos rostros conocidos: Stravinsky, Satie, Glass, Gesualdo, Bach, etc. No lo oculta, solo hay que tener los oídos abiertos para ir siguiendo estos préstamos estilísticos. Sin embargo, eso provoca que su voz se desvanezca, sin saber muy bien dónde está Marco en esa reunión de amigos. Y, al mismo tiempo, esta técnica de collage provoca que se difuminen los posibles hilos conductores, resultando en una pieza -simplemente- deshilachada: no funcionan la mayor parte del tiempo las transiciones, ni la unión de voces, ni la lógica constructiva. Dicho en breve: no se entiende nada, incluyendo la unión música-texto. Destacan, por interpretación (tocadas con mucho gusto y delicadeza) y construcción (las únicas con personalidad idiomática y verdaderos pilares de la pieza), las partes de piano y percusión. Sin embargo, vimos a un coro inseguro, con problemas en los agudos y más necesidad de empaste, aunque es muy meritorio que un coro amateur se enfrentase a esta partitura, de gran complejidad por esa lógica de collage que la caracteriza. Enfrentó notablemente los exigentes glissandi a los que se le expuso. No era de esperar, por el contrario, ver comprometidas las voces solistas. Mientras que Santamaría estuvo correcto pero con un vibrato, a mi juicio, inapropiado en esta pieza, Rodríguez mostró su incomodidad en el poco cuidado de los finales de las frases. El trabajo dinámico de ambos, además, fue prácticamente inexistente, manteniéndose en un cómodo binomio mezzoforte-forte. Es una lástima que el FIS haya limitado en esta edición su programación de contemporánea a esta pieza, poco representativa, a mi juicio, de lo mejor de la composición española actual.
Spotify ha retirado de su catálogo a los grupos supremacistas blancos y neonazis tras el ataque ocurrido hace unos días en Charlottesville (Virginia, Estados Unidos), con la controversia añadida de los mensajes difundidos por el presidente Donald Trump. Según las declaraciones de esta empresa de streaming, «no toleramos contenido ilegal o material que incita a la violencia y el odio por raza, religión o sexualidad». Esto ha ocurrido después de queSouthern Poverty Law Center, una organización no gubernamental de defensa de los derechos civiles, haya identificado estos grupos musicales.
La música ha acompañado cada una de las etapas del hombre a lo largo de la historia y durante toda su vida a través de diferentes manifestaciones. Esto incluye que también se ha utilizado durante las campañas de guerra, la propia guerra y para establecer la supremacía frente al adversario. Hay numerosos ejemplos. Baste recordar cuando en 1954 Marilyn Monroe fue a Corea para cantarle a las tropas norteamericanas y levantarles el ánimo.
Asistimos a través de diferentes medios de comunicación y las redes sociales a la retransmisión prácticamente en directo de atentados contra la población occidental, como los sucedidos ayer en Cataluña (España). Nos horroriza, apoyamos en la medida de lo posible a las víctimas y a sus familias, estamos totalmente en contra de estas muestras radicales de supremacía terrorífica. Pero, aun así, y a pesar de las medidas de seguridad, parece que cada vez hay más atentados en nuestro seguro y confortable mundo occidental. Debido a esta gran información, también nos llegan noticias sobre a qué grupos pertenecen estos desalmados, cómo son, qué han hecho en su vida y con ello tratamos de contestar a la gran pregunta: ¿por qué?
Desde el punto de vista cultural, tenemos por un lado que esos fanáticos además escuchan música, que es otra manera de sentirse vinculados a un grupo e identificarse con sus ideas, las cuales quieren imponer. La música aquí cumple el papel de ayudar a la formación de la identidad colectiva como una forma de la cultura con la que se identifican, por lo que o bien crean sus propios artistas que ayuden a difundir su ideología o cogen a músicos que consideran que apoyan sus ideas, sea así o no. Con esto se establece una relación de tres niveles:
La del individuo con la música y su identificación con ella.
La del individuo con los demás miembros de su sociedad, en este caso a través de la música.
La identidad grupal o colectiva en relación con la música.
Sin embargo, por otro lado, parece que estamos ante el planteamiento filosófico desvirtuado de Aristóteles, ya que este consideraba que escuchar cierto tipo de música hacía que el carácter del hombre se reconvirtiera a la ética y la moral de la región de la música que le imbuía. Es decir, llevado a la actualidad, si escucháramos música racista, acabaríamos siendo racistas. O si escucháramos la canción Puto de Molotov, nos convertiríamos en homofóbicos. Menos mal que hay organizaciones e instituciones -estadounidenses- que nos dicen que estemos tranquilos, que ya se encargan ellos de quitar este tipo de música de los medios que puedan para que ese odio no se extienda entre la población democrática.
En el libro Música de mierda, Carl Wilson explica la experiencia de los artistas rusos Vitaly Komar y Alexandir Melamid sobre una aproximación a la objetividad sobre las canciones más y menos deseadas en Estados Unidos. Llegaron a una serie de conclusiones, entre ellas que el arte no es democrático porque quienes crean sus criterios y sus leyes son quienes realmente tienen el poder, lo que nos llevaría a la conclusión de estar inmersos en una sociedad musical totalitaria.
Si a todo lo anterior le añadimos la censura aparándose en un bien supremo, ¿qué conclusión general podríamos sacar? Porque podemos plantearnos que todo esto no versa sobre usted o sobre mí, ni sobre lo que nos guste o no, ni de protegernos a nivel musical y social. Esto trata de poder. Porque quien ostente el poder, dictamina qué es lo que está bien y mal, qué debemos escuchar y qué no.
¿Se habrán enterado ya Las Vulpes, el grupo punk de los años ochenta, de que una institución gubernamental ha incluido su canción Me gusta ser una zorra en una lista de reproducción de canciones “adecuadas” para las fiestas de verano de las ciudades y los pueblos de Euskadi? ¿Tomarán como un triunfo el hecho de que su subversivo mensaje haya conquistado el terreno de lo políticamente correcto o, por el contrario, lo vivirán como la derrota definitiva del punk y de lo que quisieron representar? Más aún, ¿estaría la canción original de Iggy PopI wanna be your dogen esta lista?
¿Qué opinará Shakira, si es que le importa, de que su canción Me enamoré, en la que narra su profunda historia de amor con el futbolista Piqué, haya sido considerada peligrosa por estas mismas instancias gubernamentales por avivar el sexismo que tantas formas toma en nuestra sociedad actual? ¿Sentirán ella y Luis Fonsi -cuya canción Despacito también ha sido excluida de la lista de canciones adecuadas- angustia al pensar en el prematuro y amargo final de sus carreras porque, al estar en la lista negra, ya nadie más bailará sus canciones?
¿Estará Calle 13 brindando con piña colada en alguna playa de Puerto Rico para celebrar que esta misma institución pública no haya considerado sexistas versos como “súbete la minifalda hasta la espalda” o “yo también quiero consumir de tu perejil” de su canción Atrévete-Te-Te,sino que haya tenido el privilegio de verlos incluidos en la playlist de canciones empoderadoras y decentes?
Sirvan estos ejemplos para retratar la aleatoriedad con la que Emakunde-Instituto Vasco de la Mujer, a través de su plataforma Beldur Barik (Sin Miedo), ha seleccionado una lista de reproducción en Spotify de unas doscientas canciones “libres de sexismo” con la intención de concienciar y evitar ataques machistas durante las fiestas. El hecho de que una institución pública pretenda decidir, con un criterio absolutamente sesgado y casi azaroso, lo que debemos o no bailar en estas fiestas populares debería, antes de a abrazar la decisión con entusiasmo por el discurso buenista bajo el que se escuda, incitarnos a la reflexión.
Dicen en la página web de Beldur Barik que “la música no es machista. Ahora, otro cantar es la utilización que hacemos [de ella].” Y añade más adelante que “(…) si quieres bailar twerk… ¡hazlo! Pero que tengan clarito que lo haces por ti, porque tú quieres. Y si quiero bailar para seducir a alguien, para entrarle, porque quiero que me miren… ¡ya te vas a enterar!… y lo haré porque yo quiero”. El problema no parecería estar, por tanto, en la música, sino en el uso que hacemos de ella. Pero, por otro lado, no parece haber inconveniente en que las mujeres hagamos el uso que nos dé la gana de esa música. Si esto es así, el problema no estaría ni en Despacito ni en cómo la bailo, sino en que no tengo por qué ser acosada ni por mi gusto ni por el modo de bailarla. Entender, pues, ciertas canciones como las causantes del machismo y de la desigualdad entre sexos, más que una denuncia del problema, es un planteamiento reduccionista y simplista. Pretender, además, con su veto, que este gravísimo problema desaparezca y dar a entender que, al ritmo de Paquito el Chocolatero o Pajaritos -que sorprende que no están en la lista-, o al de Las Vulpes o Calle 13, el problema de la violencia sexista en las fiestas va a verse disminuido es, además de muy ingenuo, bastante peligroso.
Por un lado, se criminaliza a las personas que disfrutan con un cierto tipo de consumo cultural, llegando así a la simplificación más absoluta del problema al reducirlo al absurdo silogismo de “si te gusta Despacito, eres un acosador en potencia”. En la misma lógica, se premia a las personas que encajan en lo que la institución vasca ha declarado ser el consumo musical que fomenta la cultura igualitaria y democrática, llegando al mismo reduccionismo de que “si te gusta Skalariak, eres mejor persona”. Y se olvida, de este modo, que el problema del machismo es transversal y que, al englobar a personas de todas las clases sociales y gustos culturales, se revela como un fenómeno hondamente arraigado y enquistado en la sociedad.
Por otro lado, nos encontramos con el peligro que suponen los vetos y las censuras. Y es que, cuando las instituciones públicas se toman la licencia de hablar desde un púlpito y asumir un papel cuasi-religioso, enviando mensajes morales sobre lo que está bien y lo que está mal en cuanto al consumo cultural, se plantea un problema de mayor calado. Si Despacito es la canción más reproducida de la historia, habrá que analizar por qué sucede, pero optar por la vía del veto y la censura no parece ser la mejor idea. La solución, más compleja y de más a largo plazo, parecería, más bien, consistir en educar el pensamiento crítico de los jóvenes, en tratar de que desarrollen las herramientas necesarias para desenvolverse en el mundo de manera libre y hacerse conscientes de lo que consumen y cómo lo consumen. Otras maneras de querer atajar el problema podrían derivar en otro mayor. Porque, tal y como puede comprobarse aquí, la playlist de Emakunde es un batiburrillo de canciones que ciertas personas consideran adecuadas para la construcción de un Zeitgeist a su medida. Y este es el gran problema: el hecho de que la institución se atribuya, de un lado, la capacidad de distinguir entre lo bueno y lo malo, arrogándose una función moralista que no le corresponde, y, de otro, abuse de su poder, imponiendo el consumo cultural que considera adecuado. Cuando, según están las cosas, la cuestión es, creo yo, que las mujeres podamos bailar lo que queramos y como queramos, sin miedo a que nadie nos acose. Si no, que se lo pregunten a Las Vulpes, que, como dicen en esta entrevista, hubo quienes “entendieron mal” el mensaje de su canción y, entre otras lindezas, las llamaban zorras. No se trata, pues, de que la música sea o no machista, sino de que son los machistas los que utilizan hasta la música -y todo tipo de músicas- para comportarse como tales. Y esto ni se arregla ni se reduce recomendando arbitrariamente canciones.
La presente edición del mayor festival de música clásica del mundo, los BBC Proms 2017, empezó con fuerza, concentrando en el primer fin de semana algunas de las propuestas más interesantes. Nos referimos a la presencia de la Staatskapelle de Berlín, una de las mejores orquestas del mundo, que junto a su director titular, Daniel Barenboim, ofreció las dos sinfonías de Edward Elgar. A pesar de ello, el Royal Albert Hall presentaba una asistencia moderada el pasado domingo, cuando la formación alemana ofreció un programa íntegramente británico, con una nueva obra de Harrison Birtwistle complementando la segunda sinfonía de Elgar.
La obra de Birtwistle, Deep Time, es un encargo conjunto de la BBC y la Staatskapelle Berlin, estrenada por esta última el pasado 5 de junio en Berlín. El concepto de tiempo geológico o tiempo profundo refleja la inmensidad de las escalas temporales usadas en geología en comparación con la percepción humana del tiempo. Birtwistle ha dejado claro que no pretende describir ningún proceso geológico. Sin embargo su interés en el flujo del material musical y, en particular, sobre cómo reflejar en la partitura un estado de discontinuidad permanente, conecta de forma natural con la visionaria idea del padre de la geología moderna, el escocés James Hutton, que afirmó que en los procesos geológicos «no encontramos vestigio de un comienzo, ni prospecto de un final». De modo que en Deep time no debemos buscar un discurso musical que fluya a lo largo de la pieza como en una sinfonía, sino que más bien encontramos una serie de elementos que se suceden o que suenan en diferentes capas de forma disconexa. La pieza transmite la sensación de que algo avanza inexorablemente pero sin mostrar evolución alguna, como si del mismo tiempo se tratara, y no podemos señalar ni un principio ni un fin más allá de los que marcan formalmente el comienzo y el final de la ejecución de la pieza. A pesar de que el compositor admite que no se trata de una obra descriptiva y por lo tanto queda eximido de toda exigencia de rigor científico, en mi caso debo reconocer que el título me creó una expectativa que chocó con la realidad de la obra y me desconcertó: la gran cantidad de cosas que suceden en la pieza transmite una sensación de velocidad muy superior a la que sugiere la noción de tiempo profundo. El público recibió la obra con entusiasmo y premió con largos aplausos tanto al compositor como a la orquesta, que interpretó a la perfección la exigente partitura.
La segunda parte estuvo dedicada por entero a la Segunda sinfonía, en mi bemol mayor, de Edward Elgar. Barenboim abordó con pericia la inmensa obra (casi una hora de duración) consiguiendo una interpretación vibrante e intensa, en la que destacó el voluptuoso sonido de la excelente orquesta. Juzguen ustedes mismos: el audio del concierto estará disponible para escuchar en streaming hasta mediados de agosto.
El discurso de Barenboim
No hay duda que Daniel Barenboim es un músico excelente, pero su ego y su inagotable ansia de protagonismo (incluso hay quien piensa que trata desesperadamente de hacer méritos para ganar el Nobel de la Paz) a menudo ensombrecen su labor. Esto mismo sucedió al final de su segundo y último concierto en los BBC Proms 2017, cuando después de la deliciosa versión de Nimrod que ofreció de propina, interrumpió los aplausos del público para pronunciar unas simpáticas palabras sobre la orquesta que derivaron en un largo sermón anti-brexit. El problema no es el contenido del discurso, con el que es casi imposible no estar de acuerdo (precisamente porque se trata de un discurso fácil, lleno de tópicos, por muy ciertos que sean, como que «el principal problema de la actualidad es que no hay suficiente educación»), sino que Barenboim se aproveche de su ventajosa posición, delante de 5000 espectadores y con micros y cámaras retransmitiendo en directo sus palabras por radio y televisión. Todos los conciertos de los Proms se retransmiten por la radio, y muchos de ellos también por televisión, ¿qué pasaría si todos los directores y solistas decidieran seguir el ejemplo de Barenboim y aleccionarnos con sus elevadas reflexiones sobre los problemas del mundo? ¿Y si el próximo discurso es pro-brexit? ¿Donde está el límite?
Es cierto que el Brexit afecta al mundo de la música de forma especial ya que, igual que pasa con la comunidad académica, la movilidad de sus miembros es crucial para la calidad de su trabajo. La diversidad cultural de una orquesta contribuye a su riqueza, y el brexit, especialmente con la actitud xenófoba que propagan algunos de sus promotores, es una amenaza directa. Pero encima del escenario hay otras maneras más elegantes y efectivas de protestar, como demostró dos días antes en la primera noche de los Proms el pianista Igor Levit sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Luciendo un pin con la bandera europea en la solapa, su significativa y emocionante interpretación como propina de la Oda a la Alegría de Beethoven (que en un arreglo de von Karajan se usa como himno europeo) fue mucho más elocuente que todo el discurso de Barenboim.
El 20 de julio por la tarde me quedé estupefacta al enterarme de la muerte de Chester Bennington, cantante del grupo Linkin Park. Muchísima gente está mostrando sus condolencias con diferentes tipos de homenajes, lo que demuestra el cariño que le tiene el público. Sin embargo, parece que en determinados medios se intenta ahondar en los motivos de su inesperada muerte. Esto me recuerda otros casos de artistas a los que se escudriña post mortem, en ocasiones cual aves carroñeras. Desde mi punto de vista, lo realmente importante es que un gran cantante nos ha dejado y vamos a rendirle un pequeño homenaje con algunos de sus mejores trabajos.
Linkin Park forma parte de mi banda sonora desde hace muchos años, prácticamente desde sus inicios en 1996 aunque para mí su despegue comenzó con la incorporación de Chester Bennington en 1998. Es un grupo que abarca una diversidad de estilos y consiguen un sonido muy particular que les identifica, quedando patente ya en su primer álbum Hybrid Theory en 2000 y en Meteroa en 2002, en los que mezclan sintetizadores, rock y hip hop (gracias además al otro vocalista y MC, maestro de ceremonias, Mike Shinoda). Esta banda tiene carácter y personalidad, cualidades que no son tan fáciles de encontrar en el mundo musical. Además, la voz de Bennington es inconfundible e inigualable con esa potencia y expresividad desgarradora. No me resulta sencillo pensar en algún/a cantante que pudiera hacer un gran dúo con él pero voy a destacar algunas canciones, como con el también fallecido cantautor Chris Cornell (en, por ejemplo, Hunger Strike) o la colaboración con Evanescence en Brig me to life (2003) y ese duelo vocal con Amy Lee que pone el vello de punta.
Otra de sus colaboraciones más memorables y conocidas es la que hicieron con el rapero, empresario y productor todopoderoso Jay Z. Consiguieron hacer un magnífico bastard pop (combinación de dos canciones), también conocido como mash up aunque este término suele aplicarse cuando se combinan más de tres canciones. El resultado fue el mítico Numb/Encore en 2004 con su tan famoso comienzo con solo unas notas. Para mí es uno de los mejores bastard pop que se han hecho, junto con Wonderwall de Oasis y Boulevard of Broken Dreams de Green Day. He aquí una de sus actuaciones en directo donde se puede apreciar el resultado:
Chester Bennington también creó su propia banda: Dead By Sunrise. Desde 2013 a 2015 además recorrió un nuevo camino como vocalista del grupo Stone Temple Pilots. Diferentes proyectos con varios grupos en los que aportó su música y su voz interpretando desde temas tradicionales hasta synthrock o rock electrónico y grunge.
A lo largo de su carrera, Linkin Park ha abordado una gran variedad de temas que abarcan desde lo personal a lo social, como en el álbum Minutes toMidnight (2007) donde abordaron la guerra de Irak y las consecuencias del huracán Katrina. Cabe plantearse qué harán en un futuro y si alguien intentará cubrir el enorme vacío que ha dejado Chester Bennington, tal y como intentó hacer Queen cuando murió el gran Freddie Mercury. En cualquier caso, siempre nos quedará su música y su talento para que podamos seguir disfrutando con él.