La presente edición del mayor festival de música clásica del mundo, los BBC Proms 2017, empezó con fuerza, concentrando en el primer fin de semana algunas de las propuestas más interesantes. Nos referimos a la presencia de la Staatskapelle de Berlín, una de las mejores orquestas del mundo, que junto a su director titular, Daniel Barenboim, ofreció las dos sinfonías de Edward Elgar. A pesar de ello, el Royal Albert Hall presentaba una asistencia moderada el pasado domingo, cuando la formación alemana ofreció un programa íntegramente británico, con una nueva obra de Harrison Birtwistle complementando la segunda sinfonía de Elgar.
La obra de Birtwistle, Deep Time, es un encargo conjunto de la BBC y la Staatskapelle Berlin, estrenada por esta última el pasado 5 de junio en Berlín. El concepto de tiempo geológico o tiempo profundo refleja la inmensidad de las escalas temporales usadas en geología en comparación con la percepción humana del tiempo. Birtwistle ha dejado claro que no pretende describir ningún proceso geológico. Sin embargo su interés en el flujo del material musical y, en particular, sobre cómo reflejar en la partitura un estado de discontinuidad permanente, conecta de forma natural con la visionaria idea del padre de la geología moderna, el escocés James Hutton, que afirmó que en los procesos geológicos «no encontramos vestigio de un comienzo, ni prospecto de un final». De modo que en Deep time no debemos buscar un discurso musical que fluya a lo largo de la pieza como en una sinfonía, sino que más bien encontramos una serie de elementos que se suceden o que suenan en diferentes capas de forma disconexa. La pieza transmite la sensación de que algo avanza inexorablemente pero sin mostrar evolución alguna, como si del mismo tiempo se tratara, y no podemos señalar ni un principio ni un fin más allá de los que marcan formalmente el comienzo y el final de la ejecución de la pieza. A pesar de que el compositor admite que no se trata de una obra descriptiva y por lo tanto queda eximido de toda exigencia de rigor científico, en mi caso debo reconocer que el título me creó una expectativa que chocó con la realidad de la obra y me desconcertó: la gran cantidad de cosas que suceden en la pieza transmite una sensación de velocidad muy superior a la que sugiere la noción de tiempo profundo. El público recibió la obra con entusiasmo y premió con largos aplausos tanto al compositor como a la orquesta, que interpretó a la perfección la exigente partitura.
La segunda parte estuvo dedicada por entero a la Segunda sinfonía, en mi bemol mayor, de Edward Elgar. Barenboim abordó con pericia la inmensa obra (casi una hora de duración) consiguiendo una interpretación vibrante e intensa, en la que destacó el voluptuoso sonido de la excelente orquesta. Juzguen ustedes mismos: el audio del concierto estará disponible para escuchar en streaming hasta mediados de agosto.
El discurso de Barenboim
No hay duda que Daniel Barenboim es un músico excelente, pero su ego y su inagotable ansia de protagonismo (incluso hay quien piensa que trata desesperadamente de hacer méritos para ganar el Nobel de la Paz) a menudo ensombrecen su labor. Esto mismo sucedió al final de su segundo y último concierto en los BBC Proms 2017, cuando después de la deliciosa versión de Nimrod que ofreció de propina, interrumpió los aplausos del público para pronunciar unas simpáticas palabras sobre la orquesta que derivaron en un largo sermón anti-brexit. El problema no es el contenido del discurso, con el que es casi imposible no estar de acuerdo (precisamente porque se trata de un discurso fácil, lleno de tópicos, por muy ciertos que sean, como que «el principal problema de la actualidad es que no hay suficiente educación»), sino que Barenboim se aproveche de su ventajosa posición, delante de 5000 espectadores y con micros y cámaras retransmitiendo en directo sus palabras por radio y televisión. Todos los conciertos de los Proms se retransmiten por la radio, y muchos de ellos también por televisión, ¿qué pasaría si todos los directores y solistas decidieran seguir el ejemplo de Barenboim y aleccionarnos con sus elevadas reflexiones sobre los problemas del mundo? ¿Y si el próximo discurso es pro-brexit? ¿Donde está el límite?
Es cierto que el Brexit afecta al mundo de la música de forma especial ya que, igual que pasa con la comunidad académica, la movilidad de sus miembros es crucial para la calidad de su trabajo. La diversidad cultural de una orquesta contribuye a su riqueza, y el brexit, especialmente con la actitud xenófoba que propagan algunos de sus promotores, es una amenaza directa. Pero encima del escenario hay otras maneras más elegantes y efectivas de protestar, como demostró dos días antes en la primera noche de los Proms el pianista Igor Levit sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Luciendo un pin con la bandera europea en la solapa, su significativa y emocionante interpretación como propina de la Oda a la Alegría de Beethoven (que en un arreglo de von Karajan se usa como himno europeo) fue mucho más elocuente que todo el discurso de Barenboim.
El 20 de julio por la tarde me quedé estupefacta al enterarme de la muerte de Chester Bennington, cantante del grupo Linkin Park. Muchísima gente está mostrando sus condolencias con diferentes tipos de homenajes, lo que demuestra el cariño que le tiene el público. Sin embargo, parece que en determinados medios se intenta ahondar en los motivos de su inesperada muerte. Esto me recuerda otros casos de artistas a los que se escudriña post mortem, en ocasiones cual aves carroñeras. Desde mi punto de vista, lo realmente importante es que un gran cantante nos ha dejado y vamos a rendirle un pequeño homenaje con algunos de sus mejores trabajos.
Linkin Park forma parte de mi banda sonora desde hace muchos años, prácticamente desde sus inicios en 1996 aunque para mí su despegue comenzó con la incorporación de Chester Bennington en 1998. Es un grupo que abarca una diversidad de estilos y consiguen un sonido muy particular que les identifica, quedando patente ya en su primer álbum Hybrid Theory en 2000 y en Meteroa en 2002, en los que mezclan sintetizadores, rock y hip hop (gracias además al otro vocalista y MC, maestro de ceremonias, Mike Shinoda). Esta banda tiene carácter y personalidad, cualidades que no son tan fáciles de encontrar en el mundo musical. Además, la voz de Bennington es inconfundible e inigualable con esa potencia y expresividad desgarradora. No me resulta sencillo pensar en algún/a cantante que pudiera hacer un gran dúo con él pero voy a destacar algunas canciones, como con el también fallecido cantautor Chris Cornell (en, por ejemplo, Hunger Strike) o la colaboración con Evanescence en Brig me to life (2003) y ese duelo vocal con Amy Lee que pone el vello de punta.
Otra de sus colaboraciones más memorables y conocidas es la que hicieron con el rapero, empresario y productor todopoderoso Jay Z. Consiguieron hacer un magnífico bastard pop (combinación de dos canciones), también conocido como mash up aunque este término suele aplicarse cuando se combinan más de tres canciones. El resultado fue el mítico Numb/Encore en 2004 con su tan famoso comienzo con solo unas notas. Para mí es uno de los mejores bastard pop que se han hecho, junto con Wonderwall de Oasis y Boulevard of Broken Dreams de Green Day. He aquí una de sus actuaciones en directo donde se puede apreciar el resultado:
Chester Bennington también creó su propia banda: Dead By Sunrise. Desde 2013 a 2015 además recorrió un nuevo camino como vocalista del grupo Stone Temple Pilots. Diferentes proyectos con varios grupos en los que aportó su música y su voz interpretando desde temas tradicionales hasta synthrock o rock electrónico y grunge.
A lo largo de su carrera, Linkin Park ha abordado una gran variedad de temas que abarcan desde lo personal a lo social, como en el álbum Minutes toMidnight (2007) donde abordaron la guerra de Irak y las consecuencias del huracán Katrina. Cabe plantearse qué harán en un futuro y si alguien intentará cubrir el enorme vacío que ha dejado Chester Bennington, tal y como intentó hacer Queen cuando murió el gran Freddie Mercury. En cualquier caso, siempre nos quedará su música y su talento para que podamos seguir disfrutando con él.
Luciano Berio afirmó en una ocasión que Puccini había inventado la mitad del musical americano, y Andrei Serban parece querer añadir la otra mitad en su vistosa propuesta escénica para Turandot, llena de movimiento, color y acrobacias. En general, la producción es muy recomendable para aquellos que deseen ver una Turandot tradicional, de ambientación oriental y de gran impacto visual. La cuestión es si tiene sentido repetir la misma producción 16 veces en 33 años, por muy espectacular que esta sea, ya que el público habitual de la Royal Opera House difícilmente repetirá por enésima vez a no ser que el reparto sea excepcional, y este no fue el caso.
La estética es claramente oriental, con un vestuario inspirado en el tradicional hanfu y la presencia constante de máscaras que remiten a las máscaras chinas (aunque los rasgos grotescos sugieren una influencia balinesa en el diseño). Precisamente uno de los elementos estéticos más interesantes de la producción es el uso de mascaras gigantes para representar las cabezas de los pretendientes ejecutados. El primer acto es el más logrado en todos los sentidos, con un ritmo trepidante que iguala al de la partitura. Serban traduce en movimientos casi la totalidad de los ritmos que se escuchan, ya sea con las coreografías de los bailarines que llenan el escenario o con los saltitos -algo ridículos- de los ministros Ping, Pang y Pong, imitando el martilleo del xilófono y el picado de la flauta que los acompañan. De echo, estos últimos, con ropas de vistosos colores, caras pintadas a lo payaso y movimientos llenos de saltos y piruetas, se convierten en manos de Serban en unos simples bufones, a diferencia de la también tradicional pero más ingeniosa propuesta de Mario Gas que comentamos hará casi un año, en la que adoptaban un rol de observadores y comentaristas críticos. En el resto de actos coro y bailarines tienen menos presencia, dejando todo el peso escénico a una dirección de actores cumplidora sin más. Tampoco el impacto visual del primer acto tiene continuidad en el resto, con algunos elementos innecesarios y más bien risibles, como la especie de ciclorama que se despliega mientras los ministros recuerdan con nostalgia sus hogares (como si la música de Puccini no fuera lo suficientemente descriptiva), o la aparición del Emperador Altoum montado en un trono en forma de nube que desciende del cielo. Dos únicos detalles, pequeños pero importantes, dan interés a la propuesta más allá de lo visual: para golpear el gong con el que desafía a Turandot, Calaf arrebata el bastón a Timur, su anciano y ciego padre, arrojándole al suelo sin contemplaciones; por último, mientras el coro entona su canto triunfal para celebrar la victoria del amor y Calaf y Turandot se besan apasionadamente, el anciano Timur cruza lentamente el escenario arrastrando el carro con el cadaver de Liù, para recordarnos el precio del «final feliz».
El rol de Turandot es de gran dificultad, además de ingrato. Solo canta en la segunda mitad de la obra, con pocas pero exigentes intervenciones, y el personaje no inspira precisamente simpatía, al contrario que la otra soprano en escena, la esclava Liù. Por desgracia no es extraño que más que cantada, la parte de Turandot sea gritada. Pero este no fue el caso, con una Christine Goerke tan impactante como precisa. Igual que pasa con Iréne Theorin -otra notable Turandot de la actualidad-, el repertorio natural de Goerke es el germánico, especialmente los roles de Elektra y Brünhilde. Esto marca su interpretación, con un sonido que tiende a ser más agresivo, a diferencia de la aproximación más belcantista de grandes Turandots del pasado como Sutherland, Callas o Caballé. Su entrada en escena con In questa reggia impresionó por el volumen de su voz y la seguridad en la emisión, aunque resultó algo monótona. Más interesante resultó la escena de los enigmas, con un fraseo sugerente y una actitud que reflejaba el progresivo temor de la princesa ante los aciertos de Calaf. Pero donde Goerke se mostró más inspirada fue en el dúo final con Calaf, con gran cantidad de matices que lograron hacer creíble la rápida capitulación de Turandot.
Por su parte, Aleksandrs Antonenko fue un Calaf absolutamente insuficiente, con evidentes signos de fatiga vocal. Si el pasado diciembre contamos como logró salir relativamente airoso de una función de Manon Lescaut a pesar de encontrarse indispuesto, esta vez los problemas vocales no pueden achacarse -que sepamos- a una enfermedad. Su voz suena gastada ya desde la primera nota, con constantes oscilaciones, cambios de timbre, una afinación imprecisa y enormes problemas en la zona del pasaje (especialmente en el fa), donde invariablemente se le rompía la voz. Tampoco su interpretación pudo disimular sus carencias vocales. El tenor letón nunca ha sido un prodigio de sutileza, pero en la citada Manon Lescaut demostró una importante mejora en este aspecto. Sin embargo, el personaje de Calaf es menos agradecido en este sentido y Antonenko, posiblemente condicionado por su estado vocal y más preocupado por terminar la función sin problemas mayores, se limitó a ofrecer un príncipe intrépido y orgulloso, pero que rivalizó en frialdad con la mismísima Turandot. En la tanda de aplausos parecía más aliviado que satisfecho.
El público dejó claro que, para ellos, la gran triunfadora fue Hibla Gerzmava en el papel de Liù. Es evidente que el carácter trágico del personaje así como la bellísima música que Puccini le proporciona incita a una respuesta entusiasta, a veces en exceso. Gerzmava tiene una voz atractiva, rica y dúctil, de una dulzura ideal para Liù. El problema es que no siempre la controla adecuadamente, mostrando cambios demasiado bruscos de dinámica y timbre, especialmente cuando pasa de piano a mezzoforte. Sus primeras intervenciones, incluida la esperada aria Signore ascolta, fueron algo irregulares por culpa de estas imperfecciones. En el tercer acto y con una emisión más cuidada, Gerzmava demostró su verdadero potencial, con una conmovedora aria final cantada, esta vez si, con una elegante y sólida linea vocal. Muy correctos y ágiles Michel de Souza, Aled Hall y Pavel Petrov como Ping, Pang y Pong respectivamente, en la acrobática e histriónica versión del trio de ministros que propone Serban. Muy bien In Sung Sim como Timur y correcto Robin Leggate como Emperador.
Impecable el coro de la Royal Opera House, en una partitura especialmente exigente. La orquesta aportó la densidad y el carácter necesarios para desplegar la suntuosa paleta de colores pucciniana (¡como se echa de menos en el insatisfactorio final de Alfano!). Dan Ettinger tuvo algunos problemas para mantener a los metales sincronizados en un par de fragmentos del primer acto. Por lo demás, su lectura fluyó con naturalidad entre la delicadeza de los momentos más íntimos y la grandiosidad de los más solemnes.
La función del viernes 14 de julio de Turandot estará disponible en el canal de Youtube de la Royal Opera House hasta mediados de agosto, con un reparto alternativo que contó con Roberto Alagna, Lise Lindstom y Aleksandra Kurzak.
El gran arte moderno es siempre irónico, al igual que el antiguo era religioso. Del mismo modo que el sentido de lo sagrado enraizaba las imágenes al margen del mundo de la realidad, dándoles fondos y antecedentes preñados de significado, la ironía descubre bajo las imágenes y en su interior un vasto campo de juego intelectual, una vibrante atmósfera de hábitos fantásticos y raciocinantes que convierte a las cosas representadas en otros tantos símbolos de una más significativa realidad.
(Cesare Pavese. El oficio de vivir)
A pesar de la teórica vuelta de la New Sincerity, en la actualidad —época del frameo, el meme y Yung Beef en el Sónar— somos, a la manera de Kierkegaard, sujetos irónicos. Entendida como distancia y gesto autoconsciente, la ironía es hoy la clave para interpretar muchas actitudes y la lingua franca de lugares como Twitter, Reddit o 4chan. Pero no basta con tuitear u opinar irónicamente, sino que hay quien viste irónicamente, come irónicamente y, por supuesto, hace o escucha música también de manera irónica. Aunque en la producción de música académica hay una serie de tipos formales asociados a la ironía —registros muy agudos, alteraciones radicales de la textura, elipsis o yuxtaposiciones modales— algunos de los cuales desglosa Benet Casablancas en El humor en la música. Broma, parodia e ironía (2014), es en los ámbitos tradicional y popular donde lo irónico, desde las letrillas satíricas con música del siglo XVII a Die Antwoord o Las Bistecs, es en muchas ocasiones un motivo central.
Más profunda y de límites más ambiguos es la recepción irónica de la música, muy variada y que comprende vertientes como la práctica institucionalizada de bailar música considerada kitsch en bodas, verbenas y otras celebraciones, diversos fenómenos de Youtube (La Tigresa del Oriente, Delfín o Wendy Sulca) y la recuperación de viejas glorias en festivales teóricamente alternativos, algo que quizá se inició con la participación de Kiko Veneno en el FIB de 2007 y que, desde entonces, es relativamente habitual (Raphael y el Dúo Dinámico en los Sonoramas de 2014 y 2016 o Los Chichos en el Primavera Sound de 2016). Evidentemente, la línea entre lo irónico y lo «serio» es ciertamente difusa y algunos de estos fenómenos (Camela en el Sonorama de este año o Lionel Ritchie en el Glastonbury pasado) pueden leerse como parte del discurso de recuperación de lo otro popular defendido por críticos como Víctor Lenore.
Wendy Sulca, de broma de Internet a MTV.
Pero es posible que la condición estética de la música, por varios motivos que trataré de explicar, tenga tendencia a disminuir o romper cualquier tipo de distancia irónica impuesta por el receptor, indistintamente de si su producción tiene o no una intención irónica. Cuando Heidegger señala en El origen de la obra de arte que, a diferencia de un cuadro colgado en una pared, los cuartetos de Beethoven yacen en los sótanos de las editoriales como las patatas en las bodegas, apunta una diferencia fundamental en el régimen estético de la música respecto a otras artes. La música, más que existir como objeto (una partitura, un disco, un archivo informático), sucede. Su ser-obra se realiza con su interpretación, o cuanto menos con su re-producción, algo que la diferencia de un cuadro, una escultura o una instalación y la acerca a regímenes representativos como el teatro o un recital de poesía.
Pero antes de hablar de esta acentuación de la temporalidad del ser —en términos heideggerianos— propia de la música, hemos de entender una característica común a la experiencia estética que Schiller condensó en el término Spiel (juego) y que más tarde sería sistematizado en el análisis de Kant y recuperado en la estética de Gadamer. Lo que define la esencia del juego es que no tiene otro fin que él mismo y que somete al sujeto a sus propias reglas, ajenas a las del existir cotidiano y que, por tanto, suponen la suspensión temporal de este y la imposición de una esfera de experiencia distinta. Como hizo notar Gadamer en Verdad y método, la experiencia estética comparte esta forma de ser del juego. Pero además, tienen otra cosa en común. Tanto en el juego como en la experiencia estética no hay una contraposición clara entre sujeto y objeto. Cuando jugamos formamos parte del juego, este es jugado por nosotros pero nosotros a su vez somos jugados por el juego. Lo estético es, en esto, idéntico al juego, solo existe como experiencia cuando es jugada, cuando el espectador, oyente, receptor, se abstrae de la cotidianidad, deja de considerar lo percibido un simple objeto y se abre a ser transformado por ello. Esto, en el caso de la música, puede implicar desde la escucha activa de Verklärte Nacht (Noche transfigurada) de Schoenberg a bailar un tema de minimal techno o cantar una nana. Aunque, por supuesto, cualquiera de estas prácticas puede realizarse desde la distancia, la música reclama el juego (la participación, el dejarse-llevar-con o sentirse parte) de lo que se escucha, baila o canta. Frente a esto, entendemos la ironía frente a la música como la oposición o negación parcial a que el receptor pueda dejar de ser sujeto-espectador para ser parte-participante en el juego. Por supuesto, de igual manera que uno puede ver un partido de rugby sin necesidad de jugarlo, también es posible establecer frente a la música la misma distancia en forma de ironía o análisis frío, aunque, como veremos, es mucho más difícil conservar este espacio como cesura. En absoluto se trata de entender la música como algo universal y todopoderoso a la manera de cierta estética romántica, sino más bien todo lo contrario. La música es tanto una práctica cultural como una experiencia subjetiva y la mejor forma de interpretar cómo nos afecta de forma diferente tiene más que ver con la semiótica cognitiva o el discurso fenomenológico de Merleau-Ponty que con la estética de Schopenhauer.
No es casual que en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 dos de los iconos británicos que participaron en las ceremonias de apertura y clausura fueran, respectivamente, James Bond (interpretado por Daniel Craig) y las Spice Girls, que llegaron en cabs con luces de colores y finalizaron su actuación en unos podiums instalados sobre ellos. Dado que es un grupo en decadencia —sus mayores éxitos fueron entre 1996 y 1998 con el repunte de su gira en 2007-2008— y seguido sobre todo por adolescentes bailar un tema suyo puede suponer una especie de guilty pleasure que se disimula a través de una falsa ironía quebradiza. Algo parecido sucede con ciertos hombres heterosexuales que bailan Y.M.C.A. o I will survive —himnos gays clásicos— con la ironía impostada que sirve, sobre todo, para exculparlos (¿?) simbólicamente por hacerlo. En la misma línea puede verse, por ejemplo, la aparición de los Backstreet Boys en la última escena de This is the End que además sucede en Cielo, en el cual por supuesto rigen unas reglas diferentes a las terrenales. ¿Y qué sucede con la música que se ha hecho expresamente con una intención irónica? Excluyendo la música que se ha concebido como burla o antimúsica —de Vexations de Satie a algún disco del sello Warp— el efecto sobre la ironía, ya sea la canción del verano o un éxito eurovisivo, es esencialmente el mismo. Tomemos, por ejemplo, cierto trap y rap, conocido a veces —despectivamente— como meme rap, cuyos exponentes más conocidos son Lil B, Yung Lean o Tyler, The Creator y que tiene sus réplicas aquí en Bejo, Cecilio G o Pimp Flaco. Aunque pueden señalarse como precedentes los Beastie Boys o Goldie Lookin Chain, estos planteamientos solo han podido crecer al calor de la ironía de Internet y discursos como el vaporwave, que son siempre susceptibles de ser des-ironizados por el oyente. La ironía sería en este caso, a la manera del Schlegel de Fragmentos críticos, una dialéctica contradictoria entre creación y destrucción que hace a los autores plantearse su propia posición y papel sobre lo que crean y que sitúa al espectador, obligado a reconstruir este planteamiento, en una posición parecida que muchas veces se salva tomándose en serio la obra.
https://www.youtube.com/watch?v=PArTdhNda7k
Las Spice Girls, guilty pleasure de la edad adulta.
El asedio estético que la música realiza sobre la ironía del receptor y que tiende a forzar en última instancia su participación en el juego gadameriano es posible, en parte, por aquello que distingue la música de otras formas artísticas y a lo que antes nos hemos referido como la acentuación de su ser, puesto que la música sucede, es puesta es marcha. Esta dimensión temporal, su ritmo, está asociada directamente al cuerpo en forma obviamente de baile y movimiento (la producción motora derivada de la música) pero también, como señala Rubén López-Cano (Los cuerpos de la música: Introducción al dossier Música, cuerpo y cognición), a la proyección metafórica de esquemas cognitivos corporales o la semiotización corporal de la música. Aunque quizá este es el elemento más importante, también tienen incidencia la dimensión armónica (a través de la alternancia entre tensión y relajación en el sistema tonal, por ejemplo) y la dimensión emocional que evoca recuerdos asociados lo que se escucha.
Por decirlo con un ejemplo concreto, You Never Can Tell, de Chuck Berry, depende de igual manera para implicar al oyente de su backbeat rítmico, su tensiones armónicas entre dominante y tónica y la escena de Pulp Fiction que le dio una segunda juventud a partir de la década de 1990. Puede decirse que Vincent Vega (John Travolta) encarna perfectamente la quiebra de la ironía de la que hablamos, pues pasa de ser reacio a participar en el concurso de baile a entrar en casa de Marselus Wallace y Mia (Uma Thurman) bailando un tango con ella. ¿Es irónica la forma en la que Mia y Vincent bailan en el Jack Rabbit Slim’s? Es posible que sea una pregunta poco relevante pues, como simboliza el trofeo que consiguen, la música acaba rompiendo cualquier barrera irónica y llevando a ambos a ser partícipes del juego. Por supuesto, lo que pasa a continuación no es más que una forma, tan sarcástica argumentalmente como efectiva, de romper este juego y devolver a sus participantes a la esfera ordinaria de la experiencia —Eros-Thanatos-Eros— desde la sangre, la desesperación y, por último, la adrenalina.
Se respiraba un ambiente de máxima expectación en la sala de la Royal Opera House de Londres antes de empezar la segunda función de Otello de Giuseppe Verdi, con Jonas Kaufmann en el rol titular. Si el historial de cancelaciones del bávaro convierte la compra de entradas para sus esperadas actuaciones en deporte de riesgo, la reciente mala racha de la ROH (incluida la polémica baja de Ludovic Tézier como Jago) no ayudó a tranquilizar a un público que agotó las entradas el mismo dio que se pusieron a la venta. No es extraño que se percibiera una sensación de respiro al ver aparecer al tenor justo antes del triunfal Esultate!(más…)
El pasado 18 de junio se cerraba conjuntamente esta edición del ciclo Sampler Sèries y del Sonar. Ya el año pasado hubo esta unión entre el público fijo del Sampler y los abonados al Sónar (aunque no todas las modalidades del pase incluían el concierto en L’Auditori). Y, al igual que el año pasado conBecome Ocean de Luther Adams, claramente la selección del programa tenía una intención de atraer a un público poco acostumbrado, en general, a pisar L’Auditori y, en particular, conciertos de música contemporánea, por más que el Sónar se subtitule como “festival de música avanzada”. Lo que sucede aquí es una cuestión de marketing que habría que considerar con calma. En cualquier caso, el resultado fue un concierto anodino y con muchas carencias. La primera, las dos piezas de Nico Muhly,Quiet Music y Four studies for keyboard and two violins, dos obras que toman el lado más cursi del minimalismo (aunque Muhly denuncie una y otra vez que en él no caben etiquetas). Quiet music es una obra esquelética que solo a duras penas intenta crear rupturas en un discurso plano de acordes con escaso interés, interpretada por el propio Muhly con muy poca direccionalidad. Four studies for keyboard and two violins es, salvo el segundo movimiento, una obra que se queda con lo peor del romanticismo: frases sencillas que conectan fácilmente con el mundo emocional del oyente con alguna disonancia para crear la ficción de que la música, como dice Jacques Attali, debe tranquilizar el caos previamente creado por ella misma. Fue interpretado con una afinación poco precisa para las exigencias de la partitura y un vibrato excesivo innecesario. El teclado, con un volumen por debajo de los dos violines, disminuyó aún más su presencia hasta lo anecdótico. En la misma línea, escuchamos New Piece for Ayumi de Richard Reed Parry, sobre la que la violinista explicó que es una obra sin tempo fijo. El tempo viene dado por la respiración de algún asistente voluntario. Fue seleccionado un hombre de la primera fila que marcaba con su mano la cadencia de sus pulmones. Aparte de que Ayumi Paul no fue,muy exigente con la precisión siguiendo la mano del oyente, la pieza carecía de interés alguno a nivel musical, pudiendo pasar perfectamente por el esbozo de una obra futura. Paul mostró dificultades para afinar las partes más agudas y prácticamente el trabajo dinámico no estuvo presente en la pieza. Electric Counterpoint for electric guitar and tape, de Steve Reich, es una pieza que, pese a sacarle entre 25 y 30 años a las que componían en programa, demostró a mitad del concierto que lo moderno no es una cuestión cronológica. Aart Strootman no terminó de sentirse cómodo, aunque tuvo buenos momentos. La exigencia rítmica le hizo dejar de lado otros elementos, como la dinámica -algo fundamental en la versión de Mats Bergström y que permite el juego de lo mecánico y lo orgánico. Por último, cerró Death Speaks de David Lang. Esta obra intenta unir el mundo indie con el uso de la voz no impostada con el de la clásica. Se supone, además, que se inspira en los Lieder de Schubert que, en su mayoría de una forma u otra, tratan de la muerte. El resultado de la pieza es, en general, una demostración del horror vacui, pues la voz se mantiene y llena todo el espacio sonoro, algo cuestionable a nivel constructivo, pues no permite que la obra respire. Además, la interpretación resultó muy plana a nivel dinámico y hubo muy poca conexión entre los músicos, pese a formar parte de una banda estable, stargaze.
Hay dos cosas que creo que se encuentran detrás de esta programación. Por un lado, la necesaria reflexión de los compositores que deciden componer con los recursos de la tonalidad como si nada hubiera pasado. No se trata aquí de caer en el tópico del fankfurtiano Adorno -y trágicamente mal traducido- de que ya no se puede hacer poesía después de Auschwitz. La mayoría de los compositores que trabajan con los recursos de Muhly, donde también -aunque en otra liga- puede estar Glass o Nyman, tienen como herramienta teórica cosas como que, en un mundo donde lo que prima es la fealdad, la música tiene que conseguir la ardua tarea de recomponer la belleza sonora. El problema es que la fina línea entre lo bello y lo cursi o lo manido en los asuntos musicales suele ser muy fina. La tonalidad ha quedado dañada desde que en la vanguardia se pusieron en jaque mate sus cimientos, y esta música solo remarca sus fisuras. Por otro lado, estas obras que intentan unir lazos con la música popular urbana, como dicen los musicólogos, tienen el peligro de no estar ni en un lado ni en otro. Pero no por decisión propia, sino porque no hay fuerza en el trabajo compositivo. Algunas obras que no tienen tantas pretensiones del mundo del rock han sabido hacerlo hace décadas, sin intención de parecerse a nada, sino mostrando en sí mismas cómo muchas de las propuestas del mundo académico y del popular (la verdad es que no encuentro categorías mejores) ya se tocan. Solo hay que pensar en la electrónica o en el noise. Creo que esta colaboración entre el Sonar y el Sampler Sèries, que hace que se llenen las salas de L’Auditori destinadas habitualmente al Sampler, tiene que replantearse ser menos amable con el público del Sónar y arriesgarse con el programa que suele caracterizar el interés de los que somos fieles a las citas del Sampler. En esta propuesta se perdió algo de lo mejor de lo que suele ofrecer Sampler Sèries: no dejar a nadie indiferente, hacer que el oyente salga de los conciertos con muchas preguntas y su compromiso con las nuevas propuestas más rompedoras.