Palabra y música, la eterna relación discutida entre dos grandes facetas expresivas del hombre. ¿Se puede expresar todo a través de las palabras? ¿Y quizás a través de la música? ¿Muchas veces, no es mucho más significativo un silencio? ¿O quizás un ruido?
La obra de Beckett está llena de palabras, pero también llena de silencios, de aquellos expresivos silencios entre conceptos que les otorgan su verdadero significado. A veces las palabras, en cambio, se tropiezan las unas a las otras en veloces discursos cargados de intensidad, donde, no son más por lo que dicen, sino por como lo dicen, por el ritmo en qué son proyectadas y articuladas.
Samuel Beckett parió Words and Music en 1961 como pieza radiofónica para la radio BBC. Parece ser que la insatisfacción de Beckett con el resultado mantuvo esta pieza en silencio durante aproximadamente veinte años, hasta que en 1987 Beckett sugirió al compositor norteamericano Morton Feldman componer la música para esta pieza.
La música de Feldman daría nueva voz al mundo de Bob, el personaje identificado como “Music” a través de un discurso musical que es diegético en algunos casos y mimético en otros, convirtiéndose en la misma voz narrativa del personaje Bob. Ahora sí, una vez el resultado gustó a Beckett, los dos personajes, Joe (“Words”) y Bob (“Music”) poseían ambos sus herramientas para la creación, para vestir juntos su principal tarea, la de producir piezas en las que palabra y música fueran de la mano, y es que, al parecer, Joe y Bob trabajan en una misma misión, crear mundos expresivos a través de la palabra y la música y enigmáticamente inspirados por Croak. La pieza, así se convierte en una narración que vincula directamente a Beckett y a Feldman no solo a nivel artístico sino también a un profundo nivel filosófico.
Durante el transcurso de la obra se abre el comentario y la reflexión sobre tres temas abstractos: el amor, la edad y el rostro, temas propuestos por el anciano Croak quien pide reiteradamente que música y palabra se pongan de acuerdo para crear una unidad de significado y expresividad entre ellas. Esta lucha, a veces violenta, entre ambos personajes nos conduce a un proceso de sugestión y aparente improvisación en el que los dos personajes se expresan sobre el amor, la edad y el rostro.
Sobre el amor se expresa Joe de forma hiperbólica y rítmica mientras que Bob lo hace a través de estructuras musicales imitativas que han sido calificadas como la “fuga de Bob”. Así mismo, en la reflexión sobre la edad y el rostro, empieza a desaparecer el antagonismo entre los dos personajes principales y esta simbiosis naciente entre ambos da lugar a dos poemas musicalizados que la crítica literaria Vivian Mercier ha venido calificando como “arias”.
Más allá del tema y la reflexión que propone esta obra, más allá de la violencia inicial entre música y palabra, más allá de su final abierto (en el que el anciano Croak deja de atender a Bob y Joe y se retira progresivamente de escena, como si su objetivo hubiera sido pacificar la relación entre los dos personajes), el discurso musical de Morton Feldman toma especial interés en esta pieza. Dicho interés viene acentuado por las particularidades de un personaje que se expresa exclusivamente a través del lenguaje abstracto de la música, Bob, y también por el lenguaje y estética empleados por el compositor Morton Feldman.
Feldman, injustamente olvidado tanto por los especialistas como por el gran público, fue a lo largo de su vida un compositor versátil, líquido, que integró en su estética los planteamientos más contemporáneos, que contradecía constantemente sus obras mediante sus nuevas creaciones. Finalmente, en los últimos años de su vida, elaboró una estética ligera, flotante, llena de matices sonoros que precisan de una escucha atenta para descubrir en ellos toda su profundidad, riqueza y volumen. Este estilo, que abarcaba una gran extensión musical, desde elementos incidentales hasta construcciones harmónicas, pasando por la libre atonalidad fue sabiamente organizado y entregado al personaje de Bob en la obra de Beckett.
En “Words and Music” la aportación de Feldman está encajada hasta el mínimo detalle y en el resultado se aprecia incluso un esfuerzo previo de precomposición. La composición de Feldman se divido en breves y múltiples fragmentos, que funcionan como intervenciones teatrales en el conjunto de la obra. Así, mientras que se aprecia un perfecto equilibrio entre palabra y música, esta última, la música, fue escrita sin acotaciones de tempo, de manera que este puede adaptarse al mismo ritmo que el texto.
La dirección dramática e interpretación de Nao Albet es una introspección a la esencia más pura y violenta de esta historia, a la vez que su puesta en escena es clarificadora y sugerente. Nao Albet interpreta el papel de “Words” y Bcn216 el papel de “Music”. Así, la coreógrafa Anna Hierro parece dar forma mediante el movimiento y la danza no solo a la expresión de “Music” sinó también a los mismos deseos conceptuales de Croak, interpretado por el actor Jordi Figueras. Toda la secuencia tiene lugar en un espacio indeterminado, bajo los pies de Croak quien se comunica con “Words” y “Music” desde otra dimensión o pantalla, en una escenografía de Max Glaenzel. La versión libre de Albet incluye, además, proyecciones y se interpreta en versión original.
La propuesta es una ventana abierta a la reflexión, es una invitación al mundo estético y filosófico de Samuel Beckett acompañado por las aportaciones de Morton Feldman. “Words and Music” tiende hacia el conflicto, hacia lo incómodo, hacia lo no racional y hacia la reflexión y es en este esfuerzo de comprensión que nos cuestiona también a nosotros mismos.
Donald Trump eligió la canción My way para el tradicional baile con la primera dama que cierra la toma de posesión del presidente de EEUU. La decisión se ha comentado en los medios de manera, aunque superficial, acertada. Los análisis, si pueden llamarse tales, se han centrado en lo evidente del título de la canción elegida, asumida como una muestra más del personalismo del nuevo presidente, quien no ha desperdiciado ocasión de dejar claro que con él comienza una nueva manera de hacer las cosas: la suya. Teniendo en cuenta que el baile en cuestión funciona como una campaña de marketing destinada a enviar un mensaje a la población, no queda sino aceptar que la elección de My wayha sido un acierto. Hace ocho años, Obama envió otro mensaje al son de un romántico y edulcorado soul cantado por Beyoncé -artista que también actuó en la apertura de la segunda legislatura- que el matrimonio escenificó con evidentes y estudiadas manifestaciones de cariño conyugal, mostrándose al mundo como un equipo sólido y dispuesto a permanecer unido ante cualquier adversidad. El matrimonio Trump, en cambio, sustituyó el plural we de los Obama por el singular I de Donald, además de dejar en evidencia que no posee el flow de los anteriores.
Pero, como viene siendo habitual con todo lo que tiene que ver con el nuevo presidente, la elección de la canción para este baile publicitario no estuvo exenta de polémica. De nuevo -cómo no-, fue Twitter el campo de batalla. Cuando se hizo público que los Trump bailarían al ritmo de My way, Nancy Sinatra escribió en esa red social que su padre, Frank Sinatra, no habría estado de acuerdo con que su canción sonara en esa ceremonia. Ante la avalancha de críticas que recibió del sector pro-Trump, decidió borrar el tuit zanjando así la polémica. Lo primero que hay que dejar claro a este respecto es que My way no es una canción “de” Frank Sinatra, sino la adaptación al inglés que realizó Paul Anka en 1969 de una canción francesa, Comme d’habitude, compuesta por Claude Françoise y Jacques Revaux en 1967 y que el artista ítalo-americano popularizó. Frank Sinatra sólo compraría los derechos de la canción más adelante. Y es aquí donde se plantea la pregunta: ¿a quién pertenecen las canciones?
Si Nancy Sinatra considera que la canción es “de” su padre por el mero hecho de ser el dueño de sus derechos, tendríamos que pasar a considerar My Way solamente como mercancía comercial. En tal caso, quien pague los derechos pertinentes para realizar una comunicación pública de la misma, sea en una fiesta de discoteca o en otra emitida por televisión a nivel mundial, será el propietario de la canción durante el tiempo que ésta suene. Dudo mucho que a los dueños de cualquier bar se les pida el carnet ideológico para poner ciertas canciones en su local. Es decir, si el hecho de haber pagado por la canción le hace a Sinatra dueño de la misma, por la misma razón Trump lo fue durante su baile y no tiene que dar explicaciones a nadie. La cuestión es si una canción, en su dimensión, digamos, simbólica, pertenece a alguien más que a su propio autor o si, al entrar en el circuito comercial, pertenece ya “a todos”. Porque, más allá de eso que llamamos “las intenciones del compositor”, lo que ocurre con las canciones es que las hacemos nuestras y les adjudicamos significados propios, individuales y personales. Por lo tanto, habrá tantos My Ways como oyentes tenga la canción.
Al margen de esto, habría que analizar por qué Trump eligió esta canción para su baile. En este sentido digo que la superficialidad de los artículos aparecidos en prensa es acertada. Hay dos razones fundamentales por las que el nuevo presidente se decantó por ella. Por un lado, su universalidad y conexión emocional con el oyente medio. En este punto es en el que podemos sentirnos decepcionados, no ya con Trump, sino con nosotros mismos. Qué rabia da que alguien a quien detestas, alguien que consideras que reúne los peores defectos que puede tener una persona, se sienta identificado con una canción que tú has coreado con la copa en la mano, cantado en la ducha o bailado con tu pareja. Se te agolpan un sinfín de sentimientos contradictorios porque no sabes si eso te hace a ti peor persona o al monstruo, más humano. «Cómo puede llegar a ser que tenga yo algo en común con este fantoche», te preguntas. Porque puede ocurrir, -y de hecho ocurre, como en la película de José Luis Cuerda Amanece que no es poco con los clásicos de la literatura leídos por gente no intelectual-, que, según quién las escuche, las canciones se estropeen y ya jamás vuelvan a ser las mismas. Por otro lado, Trump parece haberse fijado sólo en el título de la canción, en ese “a mi manera” que funciona tan bien como eslogan publicitario. Seguro que no tuvo en cuenta que la canción está narrada por una persona que, al final de su vida, hace un balance agridulce de su paso por el mundo y cuyo único consuelo, por encima de errores y decepciones, es el de haber hecho las cosas “a su manera”. Aunque, visto de otro modo, cabría interpretarlo como una declaración de intenciones del nuevo presidente, que quizás esté diciendo que hará las cosas a su manera y que esa es razón suficiente para que cualquier error o mala decisión esté justificado. ¡Pretenderá, con eso, que le perdonemos!
El escritor y crítico cultural Carl Wilson sorprendió con un libro diferente con un título distinto, Música de mierda (2016), en el que va desentrañando una serie de cuestiones que se fue planteando a nivel personal y que a su vez plantea al lector. En mi caso esta podría ser una historia de amor en la que libro ve a chica, chica ve a libro con título atrevido, sonríen y acaban juntos, ya que el título Música de mierda es más que llamativo pero la verdadera intención del autor está en su subtítulo: Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasicismo y los prejuicios en el pop.
Este libro comienza con un prólogo de Nick Hornby, autor de High Fidelity (Alta fidelidad), quien ensalza el trabajo de Wilson. Eso no me dijo demasiado porque aunque sé que Hornby es un gran melómano, después de leer su obra tengo mis reservas con él. Sin embargo, Wilson nos descubre su odio -tal cual- hacia Céline Dion por ser como es y sobre todo por la música que interpreta, por lo que nos cuenta sus motivos para albergar esos sentimientos. Aquí en parte le entendí porque quien no haya padecido durante todo un año My Heart Will Go On -tema principal de la película Titanic (1997)- en todas partes sin cesar, no puede apreciar el bombardeo musical exacerbado que hizo que a día de hoy esa canción sea probablemente la única que no soporto escuchar.
Para ello, el autor se plantea una serie de cuestiones en relación al gusto que le hacen indagar en diferentes aspectos. Comienza este ensayo planteándonos el entorno familiar y social de la joven de la preciosa ciudad de Quebec (Canadá) que inicia su carrera como cantante y gana concursos internacionales. También nos descubre el entorno musical en el que creció y el particular mundo musical de esa ciudad que le ha aportado características que, según el autor, no han sido comprendidas por mucha gente.
Hay un capítulo especialmente interesante, «Hablemos de gustos», en el que hace un visionado -tal vez demasiado general- sobre la estética del gusto tomando como referencia la experiencia de los artistas rusos Vitaly Komar y Alexandir Melamid sobre una aproximación a la objetividad mediante una votación por Internet sobre las canciones más y menos deseadas pero solo en Estados Unidos, en el que llegaron a una serie de conclusiones como que el arte no es democrático porque quienes crean sus criterios y sus leyes son quienes realmente tienen el poder, lo que nos llevaría a la conclusión de estar inmersos en una sociedad musical totalitaria. O también se basa en filósofos como David Hume, Immanuel Kant y cómo estos allá por el siglo XVIII trataron de definir en qué consiste el gusto. Basándose en algunas de las ideas de Kant, el crítico de arte Clement Greenberg dijo que la ideología del Romanticismo sobre el arte lo había dotado de un estatus sagrado, además de añadir que nos gusta aquel tipo de arte que nos proporciona placer.
Entonces ¿este libro aclara al fin en qué consiste el gusto? No. Wilson le intenta dar una explicación basándose primero en su experiencia, tanto musical como personal hasta el punto de rozar en determinados pasajes un (auto)psicoanálisis. También en ocasiones tuve la sensación de estar leyendo a uno de esos pseudoculturetas que proliferan sobre todo en las redes sociales (estos son, para mí, aquellos seres que critican de manera generalmente cruel y tosca cualquier tipo de expresión -aunque en este contexto me refiero a la artística- sin haber sido estudiosos de aquello que critican ni dedicarse a ello). Porque tal y como él nos cuenta, este autor caía en muchos estereotipos y prejuicios musicales (y de qué manera) antes de ser uno de los objetos de su ensayo. Sin embargo, dejando esos párrafos a un lado, el autor expone de manera general teorías y planteamientos sobre todo de filósofos (aunque en el caso de Theodor Adorno, me pareció que se quedaba más en la superficie que con otros autores) que van enriqueciendo su descubrimiento y acercamiento personal en lo concerniente al gusto ejemplificado en las canciones de Céline Dion para acabar admitiendo la evolución estilística y musical de la cantante, así como su acercamiento a determinados temas de su compatriota. Además, en la última parte del libro podemos leer la interesante crítica que hizo sobre la reedición del disco Let’s Talk About Love para la revista 33 1/3. En ella también podríamos plantear que los engranajes (de la industria discográfica) de cualquier interpretación no solo pasan por los productores y los artistas, sino que intervienen otros muchos profesionales, como los olvidados por Wilson: los compositores y los arreglistas, quienes saben perfectamente por qué, para qué y para quién componen.
Al final este libro me sirvió para (re)plantearme cuestiones en relación a una serie de temas y me quedo con la reflexión que pueda surgir con la siguiente cita del filósofo Boris Groys: «hoy no es el observador quien juzga la obra de arte, sino la obra de arte la que juzga -y a menudo condena- a su público».
¿Saben esa sensación -extrañísima- cuando algo en lo que habíamos puesto muchas expectativas es mejor que la promesa de esas expectativas? Pues eso es lo que ha sucedido en Tenerife y Gran Canaria con la representación de una obra fundamental para la historia de la música, los Gurrelieder de Schönberg en la que se han unido por primera vez la Orquesta Sinfónica de Tenerife con la Orquesta Filarmónica de las Palmas de Gran Canaria y con el Coro de la ópera de Tenerife y el Coro Filarmónico eslovaco.
Josep Pons, a la batuta, comenzó en sendos escenarios de las islas capitalinas, con gran rotundidad, pese a la facilidad que tiene el inicio de convertirse en un tema pastoral. Creo que en la interpretación de Pons hay una tendencia a encontrar la circularidad entre el inicio y el final de la obra de Schönberg, en la medida en que la obertura y el preludio precedente a “Des Sommers Wilde Jagd” presentaban gran continuidad. Asimismo, rechazar el inicio como pastoral hace que también se vincule con el sonido de las flautas de “Tauben von Gurre!”, donde nos percatamos que Schönberg pinta la tragedia desde el inicio mismo de la partitura.
En ambos conciertos, la orquesta huyó del color atmosférico -típico de algunas versiones- para tener su propio protagonismo. Al igual que el corcel desbocado de Waldemar, a veces el sonido era más potente de lo que las voces de los solistas podían resistir, especialmente en el fortissimo de “Ross, mein Ross!”, en el que Nikolai Schukoff, como Waldemar, al compartir tesitura, era casi inaudible. Schukoff mostró su color más delicado en “Du wunderliche Tove” (a mi parecer una de las intervenciones más bellas de la partitura), con un especial énfasis en el nombre de Tove como premonición de su muerte. Irene Theorin, en el papel de Tove, demostró la contundencia de su voz, aunque teatralmente quedó por debajo de Schukoff, mucho más entregado a su papel de enamorado. En ese sentido, faltó complicidad entre ambos. Aunque no sea una ópera sensu stricto, se agradecen ciertos guiños gestuales a la narración. La aparición de Charlotte Hellekant fue uno de los momentos estelares de ambas noche, con una interpretación de la paloma del bosque llena de dramatismo, patética en su justa medida (de pathos, ¿eh?), con una excelente construcción de su tema de quasi-rondo (“Weit flog ich, Klage sucht’ ich, fand gar viel!”).
Irene Theorin como ToveNikolai Schukoff como Waldemar
Eché de menos que la pausa hubiera sido entre la segunda y la tercera parte, algo con más sentido por la historia y la música, pues la intervención de la paloma termina de la misma forma en la que comienza la intervención monográfica de Schukoff en la segunda parte “Herrgott, weisst du, was du tatest”. Ésta, también construida con grandes forti, fue mucho más equilibrada a nivel de volumen sonoro en ambos escenarios , con un tono desesperado, cercano al desgarro, de nuevo haciendo que el tenor austriaco demostrase sus mejores armas dramáticas. De forma similar aconteció la llamada a levantarse a sus vasallos. Andrew Foster-Williams destacó con un carismático campesino, demostrando su capacidad de cambiar de carácter a la perfección al ocupar el puesto también de narrador. Éste, pese a que parece que cuenta una fábula a niños pequeños, adoptó un tono como el de los charlatanes de feria, que invitan cariñosamente al público a acercarse para timarles. Aquí no había tal timo, sino la amenaza de que el amanecer con el que concluye la obra no sea luminoso, sino una pantomima hasta que vuelva a caer la noche y el ejército de Waldemar vuelva a arrasar con todo lo que se les cruce por delante. El canario Gustavo Peña hizo brillar a uno de mis personajes predilectos, Klaus Narr, el bufón. Vocalmente estuvo magistral (aunque quizá me faltó un poco más de sprech en la Sprechstimme), al igual que teatralmente. Junto con Schukoff, hicieron hacernos querer a sus personajes y hacernos vivir con ellos sus miserias.
El coro, en Tenerife, no pudo demostrar sus mejores armas porque la acústica del Auditorio “Adán Martín”, con la concha metida hacia dentro, hacía un efecto de sordina. No obstante, destacaría (en ambas islas) la delicadeza de los tenores, especialmente al final de “Der Hahn erhebt den Kopf”. Afortunadamente, en Gran Canaria exhibir mejor su capacidad, de forma clave en el pseudofugato de “Gegrüsst, o König”.
La orquesta destacó, principalmente, en una excelente comprensión de la obra como una gran pieza de cámara. El trabajo por grupos separados de músicos, que se va intercalando a lo largo de toda la obra, y la finura de Pons por tejer una trama sonora que crece muy poco a poco, como si fuera una bufanda que sólo vemos que es tal cuando hemos terminado la labor, hizo que el sonido de ambas orquestas juntas fuese muy empastado y de gran potencia tímbrica. Lástima que en Gran Canaria el preludio orquestal previo al final estuviera marcado por una irregularidad en el tenuto de las flautas, de gran expresividad. Sin embargo, en el otro gran solo orquestal, después del “Du wunderliche Tove”, se pusieron todas las cartas sobre la mesa en ambas islas: ambas orquestas, juntas, han sido uno de los grandes aciertos de este festival. No sólo, claro, por la novedad, sino porque demostraron estar a la altura de cualquier otra orquesta de quizá más renombre por aquello de los azares de la vida.
Los amantes de la música perdida hemos tenido finalizando este último año un regalo inigualable. La apuesta del sello Deutsche Harmonia Mundi por presentarnos La scuola de’ gelosi (1778), en la primera grabación que podemos disfrutar de su historia, no hace más que confirmar muchas de las tendencias sobre este repertorio que se viven en los últimos tiempos. Por un lado, llevar a cabo un proyecto de rescate de esa magnitud no deja de ser en nuestros días un negocio de riesgo, y más si se trata de una obra de ese periodo concreto de la historia musical. Sin embargo, después del esfuerzo de directores como Christophe Rousset o de figuras más mundialmente conocidas como la mezzosoprano Cecilia Bartoli, parece que aún queda hueco para la esperanza. A pesar de los innumerables riesgos, sigue habiendo valientes que se tiran a la piscina y nos obsequian con tesoros como estos.
Antonio Salieri, como tantos otros de sus coetáneos, ha sufrido hasta hace pocos años un olvido amargo. No tanto por injusticia histórica, aunque sería discutible, sino principalmente por prejuicios. No han sido una, sino muchas, las veces que he oído comentarios despectivos de muchos estudiantes de interpretación, y no tan estudiantes, repletos de ignorancia o de repulsión hacia el repertorio desconocido. Salieri, Cimarosa, Martín y Soler o Paisiello; o incluso figuras algo posteriores como Mèhul o Cherubini, no tienen una “novena sinfonía” escondida para nosotros, aparentemente. Sin embargo, sobretodo en el periodo clásico, éste hecho último produce un especial y marcado desprecio hacia éstos coetáneos de la primera escuela vienesa. Es como si la existencia de las sinfonías de Brahms me impidieran escuchar con gusto un ballet de Tchaikovski. ¿Y para que molestarse con Sibelius? ¡Si ya tenemos a Mahler! O cuando se hacen, por ejemplo, claras referencias a Hummel o Spohr como “marcas blancas” de Beethoven. ¿Imaginan a alguien atreviéndose a hacerlo abiertamente con Dvorak o Saint Säens respeto a Brahms? Que escándalo.
Evidentemente las razones de este intenso rechazo, en especial sobre lo que rodea al período clásico, son muy variadas y probablemente no podamos llegar a una conclusión exacta sobre las mismas. Independientemente de las filias y fobias personales, el sano juicio previo y la curiosidad hacia lo desconocido son mejores aliados para un viaje por la historia de la música edificante y lleno de dulces sorpresas que el prejuicio, la desgana o el desinterés. Esa es otra de las razones por las que tanto batallamos en el mundo de la música contemporánea, desgraciadamente otro ámbito ampliamente dañado por una cuestión similar. De esas dulces sorpresas que uno puede encontrar, sin bucear demasiado hondo, en el entorno musical de finales del siglo XVIII europeo; L’arte del mondo bajo la batuta de Werner Ehrhardt nos trae una muestra.
Mantenida en el repertorio habitual hasta bien entrado el siglo XIX, La scuola di gelosi (la escuela de los celosos) fue estrenada en Venecia en 1778, siendo uno de los mayores éxitos en el género cómico de Salieri junto a La Grotta di Trofonio (1785). La temática de las pasiones y los celos, tan típica en las obras de ese período, preside una trama llena de humor, donde estos sentimientos se presentan de mil formas junto a situaciones de enredo y confusión. A pesar de la posterior revisión del libreto por Lorenzo da Ponte y la reorquestación de la partitura por el mismo Salieri en 1783, Ehrhardt nos presenta la versión original de la obra, con solo dos pares de oboes y trompas en la sección de vientos y un fagot opcional. Esta instrumentación, bastante escuálida para una obra de tanta extensión y complejidad, es debida probablemente a las circunstancias de su estreno veneciano. A este respecto, la indicación de highlights en en el pack de tres CD’s, que no deja de ser una lástima, nos da una idea de la extensión original de la obra; de la que de esta edición grabada fueron suprimidas solo algunas arias.
Después de la deliciosa obertura, también conocida como Sinfonia Veneziana, el primer número, Introduzione: “Zitto! Alcun sentir mi parve”, es suficiente para comprobar que no estamos ante un compositor menor. Los paralelismos con la introducción de Las Bodas de Figaro (1786) nos resultarán finalmente anecdóticos si logramos verdaderamente obviarlos y sumergirnos en el universo musical propio de este autor. En un estilo más ligero y enérgico, bastante alejado del dulce cromatismo y perfecto dibujo melódico mozartianos, Salieri introduce de manera sorprendente acción dramática dentro del primer número de la obra. La curiosa hazaña de incluir varios sucesos de la trama en los números orquestales, cuya maestría absoluta es atribuida con justicia al genio de Salzburgo, da aquí sus primeros y nada tímidos pasos.
Continuando a lo largo de todo primer acto, llama la atención la naturalidad con la que se suceden arias y recitativos, dotando al conjunto de una fluidez rara en la ópera buffa de esos años. Esto es debido en gran parte al uso de ariosos y al intento de difuminar los abruptos cortes entre los números. De este acto destacan sobretodo los conjuntos, como el Duettino: “Al gran Can di Tartaria” o el Terzetto: “Eh via, saggia Penelope”, en los que sorprende la capacidad del compositor de sacar colores de una orquesta tan reducida. También brilla con luz propia el aria para bajo “Fate buonna compagnia”, otro ejemplo de lo cruel y reduccionista que puede llegar a ser el canon del repertorio actual. El Finale primo: “Son le donne sopraffine” sorprende por su poderosa inventiva y su ritmo frenético incluso en los últimos acordes.
El segundo acto abre con el aria para mezzosoprano “Il cor nel seno balzar mi sento”, cuya melodía nos transporta directamente a alguna de esa veladas vienesas donde los grupos de Harmoniemusik interpretaban las melodías más pegadizas de las óperas de moda. Lo mismo podría decirse del aria que le sigue “Lumaca giudizio!”. Aparte del hermoso aria para bajo “Adagio… allor potrei” de una serena belleza; y del brillante y elaborado quinteto “Ah, la rabbia mi divora”; la gran joya de este último acto es reservada, como no podía ser de otra forma, para la soprano principal. Con el aria “Ah, sia già de’ miei sospiri” Salieri se corona sin lugar a dudas, si no lo había hecho ya, como un maestro absoluto de la poesía y el drama musical. Este aria, ya recogida por Cecilia Bartoli en su álbum dedicado al compositor, se erige casi finalizando la obra como su momento cumbre, sobre el que parece orbitar todo el último acto.
En cuanto a la dirección, Werner Ehrhardt hace un papel inmejorable sabiendo sacar infinitas posibilidades a los pocos componentes que conforman L’arte del mondo. Destaca la labor del fortepiano, cuyas referencias a otras obras en los recitativos y sus originales intervenciones durante los números orquestales le permiten brillar con luz propia. Del elenco hay que destacar la labor de la sección femenina, sobretodo de la soprano Francesca Mazzulli Lombardi. El punto débil del disco es quizás la sección masculina, concretamente los tenores. Es una lástima que Emiliano D’Aguanno y Patrick Vogel no hayan tenido más cuidado en su fraseo y sobretodo en su afinación. Solo hay que echarle una ojeada al making off del proyecto, cuyo enlace se encuentra al final del artículo, para comprobar cómo se pueden empobrecer y romper unas líneas melódicas tan llenas de posibilidades. Como decía el mismo D’Aguanno en el citado reportaje: “Mucha gente cree que esta música es muy fácil de cantar, pero no es cierto”. Bueno, en su caso, queda más que demostrado su esfuerzo infructuoso.
Puede que esta grabación, y la revitalización que supone, no pase efectivamente a la historia. Aunque, sin embargo, ya forma parte de una historia más pequeña. La recuperación de tanta música que aún sigue durmiendo en bibliotecas estatales o privadas, y sobretodo tesoros de esta magnitud, que hicieron las delicias de generaciones enteras, debe ser siempre motivo de alegría y contar con nuestro apoyo incondicional. Nos están ofreciendo, ciertamente, algo difícil de definir. Esa magia que hace a la música volver a ser, resucitar después de siglos y plantarse ante nosotros como inmutable ante el tiempo, no deberíamos obviarla nunca. Forma parte, sin lugar a dudas, del gran misterio que esconde este arte.
El pasado 21 de diciembre, Alina Ibragimova nos sorprendió con su elección de repertorio, poco usual por su dificultad y virtuosismo, en su concierto del ciclo de cámara del Auditori: repertorio de violín solo de J.S. Bach e Ysaÿe.
Como bien indicó Josep Colomé en su charla previa al concierto, no existe ninguna garantía que J.S. Bach hubiera llegado a tocar bien el violín en vida y sus Sonatas y Partitas para violín solo, pueden ser una demostración de la voluntad del compositor de componer para un gran número de instrumentos, también para violín, incluso sin que hubiera la necesidad de que sus obras fueran interpretadas. Así encontramos en la partitura acordes de hasta cuatro notas, algo impracticable para un arco tanto moderno como antiguo. Al no ser el violín un instrumento polifónico, estos acordes se suelen interpretar dividiendo los acordes de dos en dos notas o arpegiándolos, sin que suenen todas las notas a la vez. Aunque éste sea el único procedimiento para tocarlos, el intérprete corre el peligro de que la línea musical y el fraseo quede fragmentado. Sin embargo, gracias a la perfecta afinación y balance de la interpretación de Ibragimova, el oyente podía oír perfectamente todas las voces e imaginarlas de forma simultánea en todo momento.
Aún tocando con un arco y violín moderno con cuerdas metálicas, Ibragimova se toma muy en serio la interpretación de Bach. Su grabación de las sonatas y partitas de Bach se ha hecho famosa por ser bastante fiel al «ideal historicista» de las obras, aún con material moderno. Por ejemplo, no se le oyó vibrar ninguna nota en toda su interpretación y utilizó el ritmo inégal -desigual en francés: deformación rítmica de dos valores iguales típica del barroco- en el minueto I de la Partita nº3. En general, controló muy bien la velocidad y el peso del arco, simulando tocar con un arco barroco, con el efecto de que el sonido y las articulaciones fueran más ligeros -el arco barroco es bastante más corto y por tanto pesa mucho menos-, y contribuyendo a emfatizar el carácter de los distintos movimientos.
Su ejecución de la sonata y la partita de Bach fue pulcra y nada exagerada. Alina dejó que la música se expresara por ella misma a través de las tensiones de la armonía, la dirección de la melodía, contraste de dinámicas etc. Otro elemento destacable en su interpretación, también en Ysaÿe, fue la forma con que utilizaba los silencios. Su pausas fueron tan elocuentes y expresivas como la propia música. Daba la impresión de que su «interpretación» no era una interpretación en el sentido estricto de la palabra, sino que dejó que la música fluyera y encontrara su camino por iniciativa propia.
Las tres últimas sonatas de EugèneYsaÿe, el gran virtuoso del s.XX en el campo violinístico, no son de las más interpretadas, por ser visiblemente menos atractivas que por ejemplo la Ballade (sonata nº3) o la Obsesión (sonata nº2). Sin embargo, se pueden considerar de las más difíciles. El cambio de obra y de época fue ampliamente perceptible. Esta vez, Ibragimova no se abstuvo de utilizar generosamente el vibrato siempre que fue necesario y la imagen templada y serena de Bach se distorsionó en una imagen nerviosa, muy virtuosa y un poco acelerada del Ysaÿe. Aún así todo fue interpretado con gran sensibilidad, sencillez y lirismo. La elección del bis fue sorprendente y grata para el público: ni más ni menos que la sonata más famosa del compositor -que contiene todos los movimientos en uno- la Ballade.
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Auditori, Sala 2 Barcelona. 21 de desembre de 2016.
Alina Ibragimova, violín Programa:
1/Johann Sebastian Bach
Sonata para violín núm. 3, en Do mayor BWV 1005 Adagio Fuga
Largo
Allegro assai
Partita para violín núm. 3, en Mi mayor BWV 1006 Preludio
Loure
Gavotte en Rondeau
Menuett I
Menuett II
Bourrée
Gigue
2/ Eugène Ysaÿe
Sonata núm. 4, en Mi menor «Fritz Kreisler», op.27/4 Allemanda (Lento maestoso)
Sarabanda (Quasi lento)
Finale (Presto ma non troppo)
Sonata núm. 5, en Sol mayor «Mathieu Crickboom», op. 27/5 L’Aurore (Lento assai)
Danse rustique (Allegro giocoso molto moderato)
Sonata núm. 6, en Mi mayor «Manuel Quiroga», op. 27/6 Allegro giusto non troppo vivo, allegretto poco scherzando