Música en el Museu Marès

Música en el Museu Marès

 

Las fotografías son cortesía de Verónica Ibáñez

El pasado 19 de junio asistí al último concierto del ciclo «Musicant el Museu Marès» que tenía como principal protagonista al compositor catalán Frederic Mompou, a cargo de la pianista serbia Maria Ivanovich. El ciclo, llevado a cabo en colaboración entre el Museu Marès y la Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC), busca mostrar un vínculo entre las distintas salas de exposición del Museu y la música.

Los vínculos de relación entre espacio y música no fueron demasiado imaginativos, y a veces incluso algo forzados, mirando la propuesta general del ciclo. Concretamente en el caso de este concierto, la veracidad del encuentro entre Mompou y Marès en el espacio del Estudi pareció siempre teñida de una cierta hipoteticidad. Sin embargo es cierto que ambos intelectuales no solamente coincidieron en nacionalidad y contemporaneidad, sino en ciertos círculos comunes, como las vanguardias parisinas o la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi. Las estrechas coincidencias entre personajes relevantes (a pesar de su mayor o menor corroborabilidad) siempre gustan como argumento para los ciclos de conciertos, y este recurso tampoco debería menospreciarse, especialmente cuando no se pretende decididamente ofrecer una reconstrucción histórica sin cumplir con unos mínimos requisitos de veracidad. Por suerte la programación de eventos de música “clásica” aún no están totalmente subyugada a la necesidad de un argumento historicista para abrirse paso en la estrecha franja que se le deja cuando se aparta de sus claustros más habituales, en los que la perenne protección aburguesada y la seguridad de un repertorio y una propuesta estética tan infalibles como inermes la mantienen exenta (en el mejor de los casos) de estas necesidades propagandísticas. Una función análoga tuvo la presencia casi subsidiaria de la única obra de Mompou en el programa, situación que contrastó significativamente con el protagonismo ofuscante que se le había concedido en la narrativa general del ciclo.

Con todo, el concierto valió mucho la pena y da un poco de lástima que se tenga que recurrir a tantos estratagemas para convencer al público —que ya se espera de antemano acotado y reducido— para asistir a un evento como este. La obra única de Mompou, Cants màgics, estaba inserta dentro de un programa construido al gusto clásico, combinando una linealidad cronológica con una concordancia tonal y conceptual. Dentro de esta tendencia más bien esperada, la pianista Maria Ivanovich tomó decisiones coherentes y sinceras en su propuesta de programa. El concierto comenzó con dos sonatas de Domenico Scarlatti, compositor cuya presencia en territorio español no dudó en mencionarse al inicio del evento, en una suerte de afán por las coincidencias redundantes. El programa no incluía los números de catálogo de las sonatas, sino solamente sus tonalidades; sin embargo diría que se trataba de las sonatas K.466 en fa menor y K.531 en mi mayor. La interpretación de Ivanovich se alejaba de las pretensiones de fidelidad estilística que muchas veces se sugieren a lxs intérpretes de música “clásica”, y en mi opinión lo hizo con legitimidad y congruencia. Su articulación se alejaba declaradamente de la concreción consonántica y el timbre perlato a que tan habitualmente se recurre en las interpretaciones de música del siglo XVIII con piano. Utilizaba el pedal con una licencia que apoyaba su concepción bastante libre y distendida del ritmo y el pulso. Estas características se vieron subrayadas en el tempo y el carácter tranquilo y profundo de la sonata en fa menor. En cambio, la sonata en mi mayor contrastó notablemente con la anterior en todos los aspectos y aun con el afecto general del programa, pero funcionaba como enlace tonal a los Cants màgics, que comienzan con un retumbante acorde de mi menor. Pese a ser mi primera escucha de esta obra de Mompou, me pareció muy familiar dada la reconocible marca de su lenguaje: la concepción relativa del ritmo, las marcadas notas pedal y un predominio sutil de la melodía, envuelta por armonizaciones muy cercanas al impresionismo francés con tintes especialmente ravelianos. El estilo del compositor catalán parecía acomodarse a la sensibilidad e intuición musical de la pianista, que tocó sin abusar de los clichés tan adheridos a las interpretaciones de su música. Ivanovich no solamente mostró una lectura atenta y dedicada de los Cants, sino que —en una muestra de gratitud cercana a un ritual diplomático— respondió con las Siete danzas balcánicas del compositor serbio Marko Tajčević, contemporáneo de Mompou y cercano a las líneas de composición que a inicios del siglo XX buscaban la inspiración para la creación musical en los ámbitos tradicionales y rurales, mecanismo mediante el cual construían una identidad a la vez local, nacional y cosmopolita. La obra, pese a las evidentes marcas locales, guarda semejanzas con la escritura de Mompou: presencia subrayada de intervalos de quinta, utilización de ostinati, ciertos colores armónicos. La apuesta de la pianista resultó bastante sugerente, tanto por los rasgos comunes entre ambos compositores como por los distintos. Finalmente, Maria Ivanovich hizo alarde de su dominio técnico con el arreglo de Ferruccio Busoni de la Chacona de la partita 4 en re menor de J.S. Bach. Una interpretación coherente con el resto del programa emocionó sobremanera al público, y no sin razón, pues su ejecución fue excelente evaluada desde los cánones artísticos propuestos por la misma artista. Aparte de los posibles o imposibles encuentros entre Mompou o Marès, tiene un encanto particular escuchar un concierto con obras de músicos contemporáneos al escultor y coleccionista en el espacio del Museu Marès. Pasear por el Gabinet del col·leccionista es siempre fascinante, y encontrarse a la música, —arte abarrotada de ideas sobre lo perecedero y transitorio— expuesta entre todos estos objetos de la cotidianeidad pasada sugiere verla al mismo tiempo desde una perspectiva museística en tanto que objeto conservable, como desde una mirada antropológica en tanto que actante en la vida cotidiana de los seres humanos a través de tiempo y latitudes. Puesta allí no se sabe al lado de qué —si de las esculturas de Marés, los versos de Espriu, la legión de cachibaches, pipas, cartas y relojes, o cercana a la vida orgánica del público— se encuentra en un más debido sitio.

 

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La música y el agua: Become Ocean de Luther Adams abre el Sónar 2016

La música y el agua: Become Ocean de Luther Adams abre el Sónar 2016

Ayer se abrió el Festival Sónar en L’Auditori, en colaboración con el Sampler Sèries, con un doble concierto. El primero consistió en la interpretación de Become Ocean (2014) de John  Luther Adams Dice Adorno que «ninguna frase de ocho compases puede sincronizarse realmente con un beso filmado». Algo similar sucedió ayer con el intento de John Luther Adams de poner en música el océano. De hecho, desde el principio el tictictic de metrónomo de pinganillo que llevaba el director, Brad Lubman, hacía complicada la inmersión en la construcción sonora que propone esta obra, por no decir la contradicción de base de medir en un tempo estricto lo orgánico y cambiante del agua. Galardonada con el Premio Pulitzer 2014 y con un Grammy en 2015, además de vanagloriada por críticos como el ya conocidísimo Alex Ross, Become Ocean  promete, como explicó el compositor, hacer que el oyente no escuche el agua, sino que se convierta en el agua: de ahí el título de la pieza. Sin embargo, y quizá porque soy poco amiga de las explicaciones cercanas a la mística musical y creo que la pieza tiene que ser capaz de contar cosas por sí misma, me sobró el vídeo inicial en la que se explicaba, de alguna forma, el posicionamiento más adecuando para escucharla y no herramientas de escucha que permitan al oyente entender -y no tanto ratificar lo que se supone que aparece en la obra-. A nivel musical, Become ocean no la dividiría, como sugiere Serafín Álvarez en las notas al programa, por su dinámica (crescendo, clímax, diminuendo), sino por las dos grandes capas sonoras con las que articula el discurso musical: el del ostinato de la percusión (y en concreto, de las marimbas) y las melodías exiguas que se iban pasando los diferentes instrumentos. La complejidad de la melodía era mínima no sólo por su construcción, sino también porque en la cuerda se limita a los tremolo, a los trinos medidos y a variolaje, mientras que los vientos tomaban las notas de la melodía de la cuerda en tenuto, formando así el colchón armónico de la obra. Se trata, entonces, de un trabajo de unión entre un lenguaje minimalista más cercano a Glas que a Reich, por ejemplo, y de una especie de espectralismo que termina diluyéndose en acordes pseudotonales. La interpretación, por parte de la OBC, fue lacónica y algo descafeinada.

Serafín Álvarez señala que «no sería desacertado asociar la idea romántica de sublime con Become Ocean, en un espacio suspendido en el tiempo […] y que nos provoca emociones placenteras y aterradoras al mismo tiempo». Incluso lo compara con el mar de El monje de Caspar Friedrich. A diferencia de La mer de Debussy, que deja que la música hable de lo desconocido del mar, de todo lo que esconde a las limitaciones del ser humano, Luther Adams repite en su música algunos estereotipos sobre el mar, algo que hacía que después de algunos minutos ya nada aterrase, sino que la música se convirtiera en un bálsamo. El resultado recordaba a lugares comunes del concepto de mar, con una herencia muy acentuada de la música de cine. Lo que el título y la explicación del compositor sugerían aparecía sin sorpresas, sin novedad, en la pieza: correspondía exactamente a la expectativa que se creaba de encontrar puesta en música cierta idea de mar. Si es cierto que la obra surge con ánimo de hablar en música del cambio climático, y que se podría considerar, como dice Alex Ross, el “apocalipsis más bello de la historia de la música”, creo que se impone el concepto de océano de los de aquí, para los que el mar es algo relajante y que ofrece preguntas para meditar con el sonido del agua (quizá así se justifica su cercanía con Caspar Friedrich), pero no se debe confundir con un supuesto “activismo ecológico” del autor -al menos eso no aparece en la pieza, que tiene tendencia a ser bonita, a mostrar lo reconciliado, como si así estuviera nuestra naturaleza maltrecha y maltratada- y mucho menos a hablar de otras realidades sobre otros océanos, el de los de allá, los que se mueren en pateras y encuentran en el agua su tumba.

Mientras otros conciertos de Sampler Sèries se celebran en las salas pequeñas de L’Auditori, el casi lleno de la sala 1, repleta de abonados al Sónar, demuestra que el hecho que muchos lamentan de que los conciertos de música contemporánea siempre están vacíos y sin gente joven tiene que más que ver con la campaña de markéting que hay detrás y el empaque del concierto. Algo similar sucedió con el que venía a continuación, el de Down in midi, en la pérgola y con cerveza gratis: lo de menos era la música, lo importante era la actividad social y supongo que el postureo en las redes sociales. A las próximas sesiones de conciertos de contemporánea fuera del Sónar, volveremos los mismos de siempre, mirándonos con complicidad, como se miran los raros del cole al salir al patio.

Por cierto: según el autor, la obra está pensada para ser escuchada desde una grabación. Aquí se las dejo

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

 

Idioma original: inglés
Título original: Instrumental

Editorial: Blackie Books

La publicación en España del libro autobiográfico de James Rhodes (Londres, 1975) ha sido recibida, tanto por la crítica como por los lectores, con gran entusiasmo. Para encontrar reseñas, opiniones y críticas sobre el libro y ver la magnitud de este “fenómeno”, no hace falta más que escribir el título del mismo o el nombre de su autor en cualquier buscador y pasearse por las diferentes y variopintas plataformas que le han dado cobertura. Periódicos, blogs personales o revistas dedicadas a la cultura pop, entre otros, contienen las más diversas piezas periodísticas en las que se subraya la crudeza, la valentía y la honestidad de la autobiografía de este joven pianista de música clásica.

Por lo tanto, teniendo en cuenta las limitaciones de quien esto escribe en lo que a crítica literaria se refiere y deseando que este artículo no se pierda entre las cientos de reseñas que se han publicado, mi intención no es tanto la de someter este libro a análisis, sino la de realizar un breve acercamiento al propio “fenómeno Rhodes”. Sin embargo, para conseguirlo, he creído conveniente obviar lo que inevitablemente se ha impuesto sobre cualquier valor literario o musical del libro y ha anulado, quizá, la posibilidad de encontrar diferentes perspectivas en su lectura: los abusos sexuales (o las violaciones, como él prefiere llamarlos) que Rhodes sufrió durante su infancia por parte de su profesor de boxeo y los consiguientes daños físicos y psicológicos que le han llevado a una constante entrada y salida de psiquiátricos y adicciones varias. Pasaré por alto también cualquier comentario sobre el poder sanador y de salvación que el autor atribuye a la música y que va adquiriendo importancia a medida que avanza la narración, hasta rozar, en algún momento, el tono pseudo-espiritual propio de algunos libros de autoayuda.

La autobiografía de Rhodes tiene estructura de disco: los capítulos se llaman “tracks” y llevan por título diferentes versiones de obras para piano pertenecientes al canon musical occidental realizadas por los “grandes pianistas” y que, de alguna manera, han sido importantes en la vida del autor. Tras una breve introducción a la obra/intérprete/compositor, Rhodes narra un capítulo de su vida que el lector no puede evitar intentar relacionar, no siempre con éxito, con la obra o la versión que le da título al fragmento. De hecho, el propio Rhodes recomienda leer cada capítulo escuchando la pieza en cuestión, para lo que pone a disposición del lector una lista de reproducción en Spotify titulada también “Instrumental”. Hay que reconocer que se trata de una idea original y efectiva para facilitar el acceso a la música clásica al lector no especializado. Y es que parece que Rhodes se ha propuesto romper ciertas barreras que a día de hoy siguen pesando sobre la música clásica, para así poder llegar a un público más amplio.

Como cualquier personaje que adquiere cierta notoriedad pública, James Rhodes ya tiene su etiqueta. En este caso, se refieren a él como un “renovador de la música clásica”, aunque nadie explica realmente qué significa eso (sirva de ejemplo el breve espacio que le dedicaron al pianista en el programa “Atención Obras” de RTVE). El propio término “renovar” resulta un tanto confuso, tal como se puede comprobar en las distintas acepciones de la RAE. Por lo tanto, después de hacer un esfuerzo por imaginar qué es exactamente lo que quieren decir quienes utilizan esta etiqueta, quizá lo más adecuado en este caso sea hablar de ruptura, de reinvención o de modernización de la música clásica. Sin embargo, ¿cuánto hay en James Rhodes de modernizador y cuánto de mercadotecnia?

Rhodes fue en 2010 el primer pianista de música clásica que firmó un contrato con Warner Bross Records, la mayor discográfica de rock del mundo. El propio libro del que estamos hablando lleva por subtítulo “memorias de música, medicina y locura”, una especie de eslogan análogo al “sexo, drogas y rock&roll” en estructura y conceptos. Pero el aura pop del pianista no termina ahí, sino que se sienta ante el piano encorvado, escondiendo el rostro detrás de su cabello despeinado y sus grandes gafas de pasta, y viste zapatillas de deporte y camisetas con nombres de compositores clásicos, a la manera de los «grupies» que homenajean a las estrellas del rock. Se trata, por lo tanto, de una especie de modernización estética del intérprete de música clásica, más que de la modernización (aunque fuera sólo estética) de la música clásica en sí. Porque, si nos molestamos en escuchar al pianista, nos encontramos con una digitación más bien atropellada e interpretaciones algo distorsionadas, en las que el propio intérprete pesa más que la obra.

Además, Rhodes ha realizado programas de televisión y documentales para la BBC y Channel 4, escribe en el The Guardian Music Blog y, a través de su página web oficial (llena de imágenes de tazas de café y pastillas), una puede comprarse los zapatos que él usa (además de sus CDs y DVDs, claro), así como contemplar las portadas de los seis discos que ha grabado y que no desentonarían en las estanterías de música electrónica, hip-hop o funky de las cada vez más escasas tiendas de discos. Es innegable que Rhodes controla el medio, o los medios, y los utiliza para lanzar su mensaje. Y este libro, al final, es una vía más para hacer llegar un mensaje.  Aunque quizá, diría McLuhan, tanto el mensaje como el medio sean, en este caso, el mismo James Rhodes.

The Fairy Queen: microrrelato y carnaval

The Fairy Queen: microrrelato y carnaval

Henry Purcell vivió durante un tiempo único en la historia y desarrollo de la música inglesa. Nacido tan sólo un año antes de la restauración de la Monarquía, posterior a la República del Commonwealth y encabezada con severidad de 1649 a 1660 por Oliver Cromwell; Purcell fue cómplice de una transición musical donde la música adquiría nuevos significados por medio del mecenazgo real y el nacimiento del publico de concierto. De igual forma, la música en el teatro incrementaba su popularidad y audiencia. Las representaciones del Musical Theater en la era de Purcell, se distinguían por ser espectaculares producciones de elaborado montaje y maquinaría, cuya doble influencia se remonta a la ópera veneciana y la Tragédie en musique de Lully.

Previo a cualquier impresión sobre el concierto Purcell: The Fairy Queen bajo la dirección de Jordi Savall en l’Auditori de Barcelona el pasado día 7, es interesante reconocer el proceso de redescubrimiento de la obra y su valor literario, ya que nos situamos en un tiempo donde la función del texto es crucial para el desarrollo del drama en la música. Purcell escribió sus primeras tres semi-óperas (entre ellas The Fairy Queen) para el teatro de Dorset Garden en Londres. El estreno de ésta obra fue durante la primavera de 1692; un año después sería revisada y alterada por el compositor. A pesar de su éxito, The Fairy Queen pronto se esfumó del repertorio debido a la desaparición de la partitura. Seis años después de la muerte de Purcell, en 1701, la London Gazette todavía publicaba una nota de recompensa de 20 guineas por su recuperación. No fue hasta 200 años después que la música fue encontrada en la Biblioteca de la Royal Academy y su primera edición moderna vio la luz en 1903.

El texto de The Fairy Queen es una libre adaptación de la obra Un sueño de una noche de verano de William Shakespeare, cuyo 400 aniversario luctuoso se ha conmemorado el pasado 23 de abril. En cuanto a su carácter literario, el texto de Shakespeare en The Fairy Queen, queda reducido a una secuencia de bromas y guiños entre los seres feéricos y humanos. Es probable que estas decisiones se tomaran en cuenta considerando la diferencia de gustos entre las audiencias del teatro de Shakespeare y el de Purcell. Del resultado final se obtiene un juego carnavalesco de microrrelatos musicales distribuidos en cinco actos de simétrica estructura: inicio con obertura o preludio y cierre con su act tune, salvo el acto quinto cuya chacona fue desplazada para anticipar el coro final: The shall be as happy as they’re fair.

Retomando el concepto del carnaval, encuentro una conexión aplicable a la construcción musical de The Fairy Queen y la teoría del El Carnaval y la Literatura de Mijaíl Bajtín: “El carnaval festeja el cambio, su proceso mismo, y no lo que sufre el cambio… No hace nada absoluto sino proclama en la felicidad la relatividad universal”. De igual forma, “el carnaval es rico en imágenes geminadas que siguen la ley de los contrastes”; los contraste son perceptibles en la paleta de emociones musicales. El poeta ebrio, las figuras alegóricas del sueño, misterio, secreto y sueño, la personificación de las cuatro estaciones, los dioses y los amantes, el himeneo y el exotismo de un jardín del Edén situado en la china; son elementos de carnaval, de mascarada y de una locura musical racionalmente construida en pequeñas estructuras musicales que juntas son un terrible todo.

La tarea de revivir esta partitura no es sencilla, su volatilidad y riqueza emotiva son un reto sonoro (inclusive para el escucha). El resultado del trabajo de la Capella Reial de Catalunya, le Concert des Nations y los finalistas de l’Acadèmia Vocal, todos bajo la dirección de Jordi Savall, fue una interpretación modesta (debido a su formato de concierto y no teatral) asimismo de gran precisión. Suelo debatirme ante las implicaciones del lema “El So Original” y llego a la conclusión de que Savall ha llegado a su sonido original, el cual indiscutiblemente lo caracteriza.

Otro aspecto interesante (al menos en mi caso como cantante) fue la selección de los solistas, cuyos diversos orígenes, escuelas vocales y generaciones imprimían una interesante diversidad vocal. De mayoría inglesa: Rachel Redmon (soprano), Alex Potter (contratenor) y Malcom Benett (tenor), junto a los españoles Lucía Martín-Cartón (soprano), Víctor Sordo (tenor), Julián Millán (barítono), la noruega Ingeborg Dalheim (soprano) y el alemán Benjamin Appl (barítono), formaron un buen y ecléctico equipo. Tras la pausa no pude evitar escuchar murmuraciones sobre preferencias o decepciones vocales; admito que yo también tengo mis favoritos, sin embargo, conservaré el secreto ya que busco una aproximación objetiva del concierto.

No he de olvidar, a la Capella Reial de Catalunya y le Concert des Nations, cuyo trabajo en equipo es crucial para el funcionamiento del discurso musical; la relación coro/solista acentúa las diferencias orgánicas en los microrrelatos musicales. En su aspecto instrumental, The Fairy Queen integra como particularidad el uso de la percusión, ésta siempre acompañada de trompetas naturales. Podría afirmarse que existe una necesidad percutiva en las interpretaciones de Savall, al igual que una coloración particular en el desarrollo del continuo por medio de la cuerda pulsada (en este caso por Xavier Díaz-Latorre) que a su vez define el carácter emotivo de la pieza mediante juegos tímbricos. El equipo compacto de Le Concert des Nations, que integra músicos de gran trayectoria en la música antigua, es sin duda un elemento de precisión.

En una paleta de formas musicales, Purcell invita al carnaval. The Fairy Queen es la síntesis del virtuosismo vocal italiano evocado en sus arias, las danzas de un puro origen francés, el lamento (eco de Monteverdi) observado en The Plaint y la riqueza del contrapunto inglés. La mascarada y diversidad de formas musicales se extrapola en los diversos orígenes y generaciones de sus intérpretes. Considero loable la integración de nuevas generaciones a un proyecto ambicioso como lo es el sello Savall. Ante la constante vacilación estética de The Fairy Queen, el desafío ha concluido. Shakespeare y Purcell se reconcilian y yo me voy a casa.

Conciertos de Brandemburgo y la Akademie für Alte Musik Berlin: Primera parte

Conciertos de Brandemburgo y la Akademie für Alte Musik Berlin: Primera parte

Los Conciertos de Brandemburgo (o Six concerts à plusieurs instruments) son un ejemplo fascinante de las posibilidades para la instrumentación en el género del concierto barroco. En esta búsqueda creativa, Bach se aleja de sus contemporáneos y “se revela a sí mismo como un compositor que está consciente de la historia, que confronta al presente y al mismo tiempo está interesado en explorar sistemáticamente todas las posibilidades compositivas” (breve punto de vista del biógrafo Martin Geck). Compuestos en un período entre 1718 y 1721 (aún se debate sobre la exactitud de la fecha individual de su creación) generan asombro al oyente contemporáneo; como una detallada pintura, cada escucha es la posibilidad de descubrir nuevas sutilezas.

Era un jueves 19 de mayo, la Sala Pau Casals de l’Auditori se encontraba llena. Como primera parte de su propuesta musical, la Akademie für Alte Musik Berlin presentaba una selección de dos de las obras más importantes del catálogo orquestal de Bach: las suites (o “Ouvertures”) orquestales 1 y 3, y los conciertos de Brandemburgo 2, 4 y 5; obra central del concierto. Previo a narrar mis impresiones sobre la ejecución y a forma de un juego disperso, me agradaría hacer una pequeña digresión sobre el desarrollo de la forma de concierto barroco. Prometo brevedad y leves barroquismos.

La forma de concierto se consolidó como la forma instrumental dominante del final del período barroco, cuyo resultado es la contribución de los compositores Corelli, Torelli, Vivaldi y Albinoni; siendo los últimos aquellos que codificaron su forma, la división en tres movimientos y las posibilidades de instrumentación. Ante estas prácticas musicales, Bach se hallaba profundamente informado y emplea dos formas para la composición de los conciertos de Brandemburgo: el concerto grosso (donde un grupo de solistas hacen función de concertino junto a un grupo mayor de instrumentos) y el ripieno concerto (el cual es un trabajo de ensamble sin distinciones ni facetas solistas). El catálogo de los Conciertos de Brandemburgo puede dividirse en dos: los conciertos 1,3 y 6 que caen dentro de la categoría de ripieno concertos y los 2,4 y 5 cómo concertos grossos; los cuales precisamente fueron seleccionados para la primera parte de la propuesta musical de la Akademie für Alte Musik Berlin.

Ahora quisiera narrar de la segunda mitad del programa a su inicio, esto como un ejercicio de memoria y de percepción. Considero a la música barroca similar a un gusto adquirido; a veces agrada, a veces es portadora de excesos musicales y fatiga. Sin embargo, Bach fascina al oyente y se incrusta en el oído con o sin permiso. La insistencia del discurso musical se había amansado en mi cabeza con una pausa formal de veinte minutos y el gusto de la malta en el bar de la Llanterna; no esperaba un inicio tan brillante. Ante los grandes intérpretes, las expectativas al ser altas curiosamente suelen ser limitadas, ¿qué se puede decir de tanta limpieza y perfección? Son similares a habitaciones blancas en perfecto orden. Sin embargo, a veces trascienden (sí, más perfección, aunque se lea absurdo) y sólo pueden provocar una inmensa sensación de gratitud. La segunda parte del programa comienza con el concierto de Brandemburgo no. 5 para violín, flauta travesera y clave como solistas. Una pequeña frase introductoria (sin la flauta) abre el Allegro y establece la tonalidad de Re mayor. El concertino emerge para fundirse entre el resto de los instrumentos y en una exposición cada vez más dominada por la flauta, se crea un diálogo entre ambos solistas. El segundo movimiento: Affettuoso, me resulta uno de los logros más bellos del programa dónde se puede percibir un discurso musical emotivo y claro. Esperando en las sombras discretas del continuo, se encontraba el clave, para hacer su entrada solista en el tercer movimiento con presencia de acertijo. Una introducción importante para la promoción y uso del clavecín solista en la obra de Bach, cuya influencia sería abordada en la serie de conciertos compuestas entre 1720 y 1730. Aproximados veintiún minutos después (léase el estimado temporal en el programa de mano), la Akademie aborda la Suite no. 3 también en Re mayor (tonalidad de lógico uso para las trompetas naturales). Trompetas naturales reforzadas con la presencia del timbal y haciendo malabares musicales; sin pistones estos instrumentos son un juego de azar. El resultado fue una rica textura, posibilidades tímbricas bien logradas y un discurso emotivo ante una pieza canónica. El segundo movimiento o aria (deformada por los gustos o la mala suerte en un cliché musical), alejada de mis ideas preconcebidas propuso una narrativa musical distinta e inclusive un color nuevo para el discurso permutado.

De la experiencia de asombro partamos al inicio. La propuesta de la Akademie fue un programa cronológico, la mía una narración ucrónica cercana a la memoria que se fragmenta y recuerda en relación a sus impresiones inmediatas. Los desafíos del Concierto No. 2, se encuentran en su instrumentación. La primera impresión del programa fue la lucha por el balance entre cuatro solistas de personalidades musicales muy particulares: violín, trompeta, oboe y flauta de pico. Bach confía en la naturaleza tímbrica de las voces para crear una sensación de independencia y en la búsqueda de balances puede llegar a ser peligroso. Los motivos melódicos se reparten por medio de diferentes combinaciones y algunas paridades (por ejemplo: trompeta/violín, oboe/flauta), así mismo el ripieno evita motivos significantes. Detrás de la sensación de densa textura, Bach logra un respiro con el segundo movimiento Andante, la sala inhala la sensación de intimidad da camera. Sin embargo, la paz tiene un fin y la competencia instrumental se reanuda con un tema fugado; el Allegro Assai es la guerra virtuosa que terminará de tajo.

Sobre el siguiente concierto en el programa, Brandemburgo no. 4, existen teorías sobre la jerarquización musical en Bach debido al empleo de sus instrumentos solistas: violín y flautas de pico, las últimas consideradas cómo instrumentos para diletantes (lectura recomendada para aquellos que deseen profundizar: Micheal Marissen, The Social and Religious Designs o J.S. Bach Bandremburg’s concertos disponible en JSTOR). De igual forma, por medio de una ecología musical, el destino de este “Brandemburgo” fue la transformación en el concierto para clave BWV 1057 gracias a un ligero cambio de tonalidad, de Sol mayor a Fa mayor voilá!. Destaco la lucha en el tercer movimiento, el presto de tema fugado (al igual que en el concerto anterior) se construye con una jerarquización instrumental, sin embargo, las flautas de pico tienen su momento para reír al final de un discurso estratificado.

Ya próximos al final de la primera parte, la última impresión sonora es la Suite no. 1: una densa pieza orquestal de gran influencia francesa. Existe un evidente “ethos” de grandeza y una construcción concienzuda de la textura, poco a poco más compleja. El placer recae en flotar con las danzas, el encanto maligno de Bach.

A forma de bucle, regresamos a la segunda parte del programa y poco a poco mis antiguas percepciones se permutan. ¿Por qué Bach resulta fascinante al escucha contemporáneo? No tengo la menor idea, sólo espero su segunda parte el 11 de Mayo de 2017 y descubrir recovecos bachianos gracias a la Akademie für Alte Musick Berlin.

Moses und Aron llega al Teatro Real de Madrid

Moses und Aron llega al Teatro Real de Madrid

El Teatro Real acoge hasta junio, en colaboración con la Opéra National de Paris, la obra Moses und Aron de Arnold Schönberg, la cual fue estrenada en el Stadttheater de Zúrich el 6 de junio de 1957. En esta ocasión nos vamos a referir a la representación que tuvo lugar el 28 de mayo.

Schönberg compuso el libreto y la música de la ópera en tres actos Moses und Aron basándose en los capítulos 3, 4 y 32 del libro del Éxodo. Para ello, empleó treinta años: los dos primeros actos los creó entre mayo de 1930 y marzo de 1932, y el tercer acto, que no llegó a terminar, le llevó dos décadas. Solo dejó escrito el libreto y, por tanto, la obra finaliza cuando Moisés exclama «O Wort, du Wort, das mir fehlt!» («¡O palabra, tú palabra, que me faltas!»). Curiosamente, es precisamente ese tercer acto, con esa oración, el que parece darle cohesión a toda la obra. Además, el propio compositor aludió a la semejanza entre esta obra y su propia historia personal, relacionando el misticismo religioso de ambas.

Uno de los aspectos más destacables es la gran dirección de Lothar Koenigs quien consigue dotar de un vibrante sonido a esta partitura del compositor austríaco mediante un buen equilibrio tímbrico orquestal y del coro del Teatro Real, cuyo sonido envuelve al público de todo el teatro tanto en los fortísimos como en los susurros aprovechando de manera inteligente la acústica de la sala.

Se nos presenta un primer acto que comienza tras una pantalla que permite dilucidar lo que ocurre mientras el pueblo judío aparece esclavizado detrás de ella, tras lo cual se da paso a una serie de debates personales, internos, grupales e ideológicos en los que el pueblo deambula, sobre todo tras los cuarenta días en los que Moses desaparece y sin él, sin el hombre que trae la palabra de Dios, se encuentran absolutamente perdidos en diferentes desiertos.

Sin duda esta versión de Moses und Aron no es fácil de entender porque no solo se basa en la historia bíblica al uso y como el propio Schönberg afirmó en diversas cartas, parte de su vida se ve reflejada en esta obra. Se trata de una apuesta arriesgada por parte de Romeo Castellucci -quien es el director de escena, escenógrafo, figurinista e iluminador- quien trabaja con una amplia gama de simbología, significados y dualidades, las cuales tienen como base la importancia del texto y de la palabra, que aparece reflejada, entre otras maneras, con la proyección de multitud de vocablos a diferentes velocidades relacionados con el texto principal que se está interpretando. En relación a esa dualidad, se consigue un gran efecto dramático con puntos culminantes de tensión en esa discusión entre Moses y Aron por la importancia de la palabra, ya que los hermanos son representados de manera contrastante: Moses, interpretado por Albert Dohmen, se nos presenta como un hombre poco elocuente que se ve incapaz de expresar las palabras que Dios le revela desde las alturas en la zarza ardiente -que en este caso está representada a través de una cinta magnética que sale de un magnetófono que va descendiendo de las alturas y esta le empieza a envolver el cuerpo- y es algo que que se va desarrollando en los dos actos a través del Sprechgesang que caracteriza a este personaje; mientras que Aron, interpretado por John Graham-Hall, se muestra como un gran orador -caracterizado por un canto más lírico- capaz de convencer al pueblo de Israel de la importancia de olvidar a los antiguos dioses e incluso de obrar tres milagros para mostrarles el poder de Dios. Hasta en sus debates esa tensión es llevada a cabo con una gran capacidad vocal muy expresiva que involucra al espectador en el dilema de cómo poder expresar las leyes divinas sin imágenes y posteriormente sin las propias tablas que Dios le dio en el monte a Moses.

Sin embargo, no solo se tiene en cuenta en esta propuesta el debate entre la imagen y la palabra, la necesidad de tener una imagen a la que adorar y el no deber hacerlo, entre los dioses falsos y el Dios verdadero, sino que también hay una alegoría a la ciencia mediante el cayado que crea Aron para primero enfermar a su hermano con lepra y después de la misma manera curarle mediante una especie de cohete. Asimismo, el líquido utilizado para crear el controvertido becerro de oro y reconvertir al pueblo recuerda al preciado petróleo, lo cual nos lleva a destacar los colores utilizados siendo el blanco y el negro los principales con toda la gran simbología que conllevan y, de hecho, el becerro de oro aparece representado de color negro una vez creado. Resulta interesante la representación de la reconversión del pueblo hacia este nuevo falso dios sumergiéndose en el agua que en lugar de ser un agua purificadora, como suele aparecer en los relatos bíblicos, es un agua contaminadora y las personas que se convierten aparecen totalmente contaminadas de ese color negro que lo va absorbiendo todo.

Se trata de una propuesta diferente que en determinados aspectos puede resultar difícil de comprender en parte por esa gran carga simbólica de la que se le ha dotado pero existe una buen equilibrio entre la escenografía y la música destacando las grandes interpretaciones de la orquesta, el coro y sobre todo Dohmen y Graham-Hall consiguiendo imbuir al espectador en una obra emocionante.

Sin duda, es una gran apuesta que no deja indiferente a quien tenga la oportunidad de presenciarla.