Walter White o Las trampas de la virtud. Reconsideraciones filosóficas en torno a Breaking Bad – 1.

Walter White o Las trampas de la virtud. Reconsideraciones filosóficas en torno a Breaking Bad – 1.

(Foto sacada de: http://www.popsugar.com/moms/photo-gallery/34333506/image/34333515/Breaking-Bad-Walter-White)

Ningún acto o suceso es en esencia bueno o malo. Partiendo de esto, que parecería ser un axioma spinozista, se puede desenredar hasta cierto punto la intrincada trama de la aclamada serie norteamericana Breaking Bad. Sin embargo, el decir esto implica que tal vez los hechos más atroces y más violentos puedan ser, bajo ciertas circunstancias y bajo ciertos puntos de vista, catalogados como ‘buenos’. Al aceptar esto llama uno automáticamente al escándalo y esto ocurre sencillamente porque va en contra de nuestro código moral: “No matarás”; “No irás en contra de la ley”, etc. El acto ético se realiza en un momento en el que las comillas de estas leyes morales toman valor, es decir, se relativizan: ¿Por qué no debo matar? ¿Debo atenerme siempre a la ley? En un país en el que la ley parece no cumplir con su deber de asegurar el bienestar de cada uno de los individuos, la segunda pregunta parece remitir a una respuesta negativa: “No, debo violar la ley si esto me lleva a crecer más, a subsistir”. Todo aquello es bueno cuando nos ayuda a crecer y a mantenernos en la existencia. Es por eso que la sociedad es el ámbito más adecuado para esto: la sociedad es buena cuando esta lo ayuda a uno a crecer, cuando es posible vivir y subsistir en ella. Detrás de la virtud se esconde entonces algo que los moralistas llaman “egoísmo” pero es sencillamente “la vida”.

Dejando esto de lado por un momento, quisiera referirme a un caso muy anterior al de Walter WhiteLa Orestiada, la famosa tragedia de Esquilo, presenta esta doble valoración del acto del asesinato, en la cual hay en total dos: uno bueno y uno malo. Pero el acto es el mismo o uno equiparable: el asesinato de Agamenón a manos de su mujer Clitemnestra y el asesinato de esta última por su hijo Orestes. El primer acto (siguiendo la lectura spinozista de Gilles Deleuze en sus cátedras sobre el filósofo holandés) descompone, destruye y está motivado sencillamente por un deseo de venganza y de poder. En el caso del asesinato de Clitemnestra por otro lado, se restituye, se recompone por un acto de justicia el bienestar de todo el estado y de la familia. Este último acto, que en su superficie es moralmente inaceptable, lleva al juicio (el juicio de la razón ética) al final de la tragedia, en donde la inocencia de Orestes es rescatada por medio de un acto de conocimiento y reconocimiento ético y divino. Es entonces aquel acto que compone, el acto que está premeditado y que resulta de un conocimiento o reflexión, uno que trata de restituir y salvar la vida, ese es el acto ‘bueno’. Para Spinoza, el conocimiento es aquel que nos lleva a actuar de forma correcta cuando sabemos de qué forma podemos crecer y componer (no descomponer) en nuestra naturaleza. Esta reflexión es aquella que lleva a ver que la sociedad es el ambiente para el mayor crecimiento; no hay nada más productivo para el hombre que los otros hombres, diría Spinoza. Pero para crecer hay a veces que descomponer y allí radica el problema ético, la praxis reflexiva. Nietzsche recurre entonces a su pregunta parafraseada: “¿Quieres que esto suceda y se repita una y otra vez por toda la eternidad?” Es entonces el acto con un trasfondo, con una profundidad el que es ‘bueno’, el que compone.

Walter White emprende una actividad criminal, se dedica a la cocción de metanfetaminas, para así recomponer, sostener y salvar a su familia en medio de una situación de precariedad absoluta (en la antesala de la muerte y sumido en la pobreza): su motivación para emprender este proyecto es meramente el amor a su familia. En primera instancia Walter White es un héroe disfrazado de villano, pero a medida que la serie avanza su disfraz se comienza a fundir con su cuerpo. Walter White deviene superficialidad, pierde ese trasfondo y su metamorfosis es lenta y larga. La serie es la odisea de ese devenir malvado, es lo que el título ya avisa, el “breaking bad” del héroe. Las trampas de la virtud del héroe lo llevan a los vicios del villano. Su error radica en caer en la superficialidad, en confundir los medios por los objetivos: si bien el primer impulso de White es ver más allá de lo inmediato y buscar por todos los medios la forma más eficaz y adecuada de salvarse a sí mismo y a su familia, el trasfondo se va contaminando y solamente queda, como él mismo lo asegura en la última temporada, el negocio, el mero negocio, la inercia absoluta de seguir, porque se ha perdido el rumbo y solamente el camino guarda el sentido. Su egoísmo final radica en ignorar el trasfondo de su vida, y contentarse con la inmediatez de lo vivido: al quedarse ciego deja de ver que es justamente la familia lo único que lo hace crecer y la superficialidad, cuando la vida se deja de divisar, hace que todo converja en la muerte. Walter White muere mucho antes de la balacera final y no precisamente por cáncer. En el momento en el que el acto pierde su motivación amorosa, deviene maldad, veneno, autodestrucción. Walter White se siente más vivo pero estaba muerto desde hace mucho tiempo, ya que el amor, aquello que lo hacía crecer y curarse en primera instancia, se evapora. Es por eso mismo que uno se ve confrontado al final de la serie con un Walter White distinto, uno que ya no ve, uno que no ve las razones de sus actos, solamente una inercia incontrolable, un zombie sin rumbo, un cuerpo sumergido en las aguas movedizas del mal.

La ignorancia es la ceguera y la esclavitud al mismo tiempo. Si hacemos los actos por inercia, solamente porque es lo único que queda, no estamos actuando por razón sino que estamos deslizándonos por la superficie. Las drogas son una especie de mal acto o acto inadecuado, ya que se hace por el momento, es un acto sin trasfondo, un acto ciego y opaco. Sin darse cuenta, la superficie deja brotar vicisitudes de vida que no son más que vaticinios de muerte. Lo interesante es que la tragedia de Walter White es justamente cuando éste se entrega al automatismo de la criminalidad, cuando se entrega a la moral, cuando es a la ley a la que tiene que responder y ya no a los motivos detrás de la ilegalidad, al amor. La ilegalidad se vuelve, en su superficie legal, la razón de la existencia de Walter White. Es entonces lo policial, la sociedad misma la que lo corrompe. No el acto crítico-ético del comienzo de la serie, sino el placer por estar fuera del orden social. Hay varias escenas de la serie en las que Walter White es seducido, cae en la trampa de la ilegalidad y se deja perder en el hecho superficial del poder: cuando siembra la duda en su cuñado detective de que él es el mayor villano de todo el cartel de metanfetaminas; cuando sin razón alguna quiere embriagar a su hijo y muestra el poder que tiene sobre todos; cuando le confiesa a su esposa que él es el único peligro que existe. El acto ético se corrompe cuando pierde el horizonte y se queda enredado en la superficie. Algo así como las revoluciones venidas a menos (como la cubana o la colombiana en sus principios románticos), un acto ético que se nutre al final solamente de su poder explosivo, de su poder heroico, de su ego embriagante. Lo que Walter White ignora es que es justamente este mundo del tráfico de drogas, el que nunca podría componerse positivamente con él, tomando en cuenta el gran ego y el íntimo resentimiento que guarda, el ámbito de las drogas solamente lo destruiría ya que expondría así su talón de Aquiles. Su error entonces fue ético, no saber qué puede alcanzar él y qué no, claramente el negocio de las drogas fue venenoso y lo lleva a la muerte al final de su odisea….

La pregunta política que se gesta de esta maravillosa serie es la del cómo mantener el acto ético, el amor y la amistad en medio de un contexto social que lo va a revertir en vicio. ¿Cómo resistirse al vicio? Gertrud Koch ya señaló acertadamente en su libro sobre la serie, que es justamente el vicio (dentro y fuera de la serie, en su consumo) uno de los temas centrales. Walter White es un personaje esencialmente humano, un personaje que no deja de ser simpático hasta el final de la serie, un personaje que es un espejo claro de nosotros mismos.

‘El perro que comía silencio’, de Isabel Mellado

‘El perro que comía silencio’, de Isabel Mellado

Llego tarde a celebrar las letras de Isabel Mellado. Pero llegué -que parece que es lo que importa-, gracias a mi gran amigo Luis, que a su vez llegó a Isabel Mellado por consejo de Margarita, que tiene un proyecto que vale la pena conocerEl perro que comía silencio es el libro debut de Isabel Mellado, editado por Páginas de Espuma en 2011.

Escribir sobre este libro, que es tan delicado y delicioso, me parece casi sacrílego. No tanto porque sea un objeto sagrado, sino porque todo está tan bien puesto, tan bien escrito, que faltar al don de la escritura sería algo así como mancharlo. Cuando empezamos a leer los cuentos (y microcuentos) de El perro que comía silencio, ya sabemos que nos estamos adentrando en las cosas más serias de la vida, pero contadas con ese sentido del humor cargado de tristeza, es decir, de verdad; como ya supo hacer el viejo Charlot. Algunos dicen que es surrealista. Ella dice que no, que es hiperrealista. Sus cuentos tienen la fuerza de toda buena literatura: absorben, transfiguran, rompen y recomponen; y una es diferente cuando acaba de leer. Yo suelo decir que sé cuando estoy delante de un texto bueno cuando me obliga a cerrarlo por la fuerza de sus letras. E Isabel Mellado me obliga a cada rato, y a intentarlo de nuevo, a releerla y a paladearla, para no perderme nada. Aunque ella siempre gana, y yo siempre me he perdido algo, porque sus cuentos son poliédricos pero al mismo tiempo de una sencillez radical, la de la palabra justa. Va a las entrañas de lo que más duele: «De nuevo dormí como una piedra: rígida, machacada, sola». También dijo, con tan pocas palabras, tantas cosas: «Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha»

«Mi primer recuerdo es mi madre y su voz de galleta remojada en leche. Nunca vi su rostro, nací ciego», empieza «Perspectiva», y de pronto Mellado te obliga a pensar en la voz de una madre, que es de los sonidos que nunca se olvidan si se han escuchado alguna vez, y si es posible que el de la propia no sea más bien fresas con zumo de naranja o a manzanilla en los campos del pueblo. También, Mellado nos habla del olvido, y dice «Llevo días tratando de olvidarte. Ya al menos te borré la nariz». Esa experiencia, que todos pasamos, de no conseguir borrar lo que hay que borrar, y que cuanto más se intenta más fuerte aparece. Lo cifra así también «Lucía se fue hace dos años. Desde entonces era yo un lamentable estribillo de mí mismo», en donde un pintor se queda sin colores por la pena. Es la impotencia, el agotamiento, ¡como si fuera tan fácil!. Porque no es fácil, precisamente, aparece en los cuentos (o microcuentos -o incluso aforismos) de Mellado. se pone también en la piel de algunos que no suelen tener voz, y habla desde el cuerpo de un perro, y del de un chelo, y la del número cinco, y un largo etcétera de ser enmudecidos. Recuerdo que a Mozart le criticaban que era capaz de ponerle música a todo, incluso a las «cosas normales» de la vida, aquellas que no tienen, de por sí, potencial… lírico. En su Le nozze di Figaro, comienza poniéndole música al proceso de medir una habitación para poner un cama, y es una música fantástica. Algo parecido le pasa a Mellado. Ella saca fuerza literaria (que me gusta más que eso de lírico) de las albóndigas, de los estornudos, de las rebajas. Mellado desbarata el mundo, desordena el pelo y se marcha; y deja a sus lectores con otros ojos y otros oídos para enfrentarse a una realidad donde la tarde puede oler a moras y el día puede tener la piel suave. Sí, también se oye diferente, porque estos cuentos están escritos por una violinista, y divididos en tres partes, como un concierto clásico, y suenan y resuenan. Si se atreven al viaje, es un libro que se volverá imprescindible aunque, como muchas veces, no figure en los círculos habituales donde se supone que habita la cultura.

La ‘Fundación Résonnance’ o el reto de «llevar la música allí donde no la hay»

La ‘Fundación Résonnance’ o el reto de «llevar la música allí donde no la hay»

Hay algunos lugares por los que se cuela la luz de la utopía. Uno de ellos es la Fundación Résonnance.  Nació en Suiza en 1998 gracias a la labor filantrópica (si esa palabra se puede usar todavía hoy en día) por Elisabeth Sombart con un objetivo claro: «llevar la música allí donde no la hay». Sus principios son también bastante diáfanos: la gratuidad, el rechazo a los exámenes (es decir, el rechazo a la lógica que suele brillar en los conservatorios, la fascista premisa de que «la letra con sangre entra») y el rechazo al límite de edad.

En un mundo en que la cultura ha sido arrebatada por las grandes instituciones, que hacen del arte «bienes culturales» o mera mercancía, que se ha vuelto un producto más de especulación y evidencia la división que aún existe entre los que sí pueden y los que no, en el que todavía tenemos que enfrentarnos a gobiernos para explicar que la cultura no es meramente algo decorativo, bonito o resultón, sino que toca algo muy serio y profundo del ser humano; Résonnance habla de la posibilidad de cambiar el rumbo, de dar también espacios a esos «nadies» (dicho con E. Galeano)  que no pueden ir a conciertos,  de que sientan la música como algo también suyo. Con sus músicos colaboradores, a veces una orquesta sinfónica completa, a veces en formato de cámara, acercan la música a hospitales, geriátricos, prisiones, etc. Con su labor, llevan a cabo una verdaderamente democrática: dar la oportunidad a que la música suene también en esos espacios olvidados, de los que sólo nos acordamos con los programas de donación de navidad. Résonnance está presente en varios países: Francia, Italia, Bélgica, Rumania, Líbano y también en el nuestro, en España y ha sido apoyada por la fundación Ariane de Rothschild. Una vez más, se muestra cómo son entidades de carácter personal-privado las que tienen que cubrir algo que esperaríamos que fuese una tarea de las instituciones públicas si quieren llamarse verdaderamente democráticas.

Además, la fundación ha creado en 2007 el C.I.E.P.R., Centro Internacional de Estudios de la Pedagogia Résonnance, basado en el aprendizaje de Sergiu Celibidache y Hilde Langer-Rühl, en la fenomenología musical, aunque guiado por treinta años de investigación de   Elisabeth Sombart y Jordi Mora. Hoy, con la Orchestre Solidaire Résonnance (OSRé), el director Diego Miguel-Urzanquisigue el trabajo de Jordi Mora. La lectura de la fenomenología musical del CIEPR pasan por dos aspectos: el sonido y el gesto. Según explican en su web:

La fenomenología de sonido abre dos campos de investigación y experiencia. El primero es el orden intrínseco de los fenómenos sonoros y leyes físicas que las gobiernan. El segundo es la relación entre estas relaciones sonoras, cómo nuestra conciencia las percibe  y los efectos que producen en nuestro mundo emocional.

Por su parte,

La fenomenología del gesto [aplicada a cantantes  intérpretes] también abre dos campos de la investigación y la experiencia para los músicos y cantantes. El primero es el estudio de la función muscular, así como el uso del diafragma y la respiración […], y su relación directa con nuestro mundo emocional. La segunda es la unificación del fraseo musical por el gesto y la respiración.

[…] Los gestos del director deben poder materializar, directamente, la misma naturaleza del sonido y su proceso de evolución y la tensión dentro de cualquier obra musical para, así, hacer que el  sonido se convierta en música.

Los conciertos en España se pueden consultar aquí. Si no puedes asistir pero te gusta el proyecto, puedes colaborar aquí. También están en las redes sociales. Résonnance es un tirón de orejas a muchos cultural managers, que firman la paz con aquellos que ponen tan difícil a tanta gente el acceso a su derecho básico de acceder a la riqueza cultural de la sociedad.

Narrativas marginales: La mirada edénica en Tropical Malady.

Narrativas marginales: La mirada edénica en Tropical Malady.

Foto ©Kickthemachine

“Concebida por Apichatpong Weerasethakul

Así comienzan los títulos de crédito de Tropical Malady (2004), cuyo título original, Sud Pralad, se traduciría más bien como animal extraño o desconocido, una desconocida cinta tailandesa designada por Cahiers du Cinéma como uno de los tres títulos más relevantes de la década, junto con Elephant (2003) y Mulholland Drive (2001).

La película arranca con una cita del escritor japonés Ton Nakajima que engloba, según el director, el significado de la obra.

“Todos nosotros somos, por naturaleza, animales salvajes. Nuestro deber como seres humanos es llegar a ser como domadores, que mantienen a sus animales bajo control e incluso les enseñan a hacer funciones más allá de su condición de bestias”

Un grupo de militares encuentran un cadáver en la primera escena un y se fotografían junto a él, mientras un hombre desnudo cruza el encuadre a lo lejos.

Tras este prólogo, una familia cena en la noche, en una casa situada en la selva. Un personaje mira a cámara y comienzan los créditos de la película, a partir del minuto diez, marcando la representación que vamos a ver a continuación.

La primera parte de su estructura binomial ha comenzado: el romance se centra en la relación sentimental que desarrollan Tong, un joven de una aldea situada en la selva, y Keng, soldado de la patrulla forestal. La relación se desenvuelve alternando entre paisajes naturales iluminados por la radiante luz tropical y escenas urbanas, una colisión entre la espiritualidad y la modernidad marca del cine de Apichatpong.

En la ciudad contemplamos fragmentos de situaciones: el trabajo en una fábrica de hielo, paseos en moto, un karaoke, cibercafés, un partido de fútbol… Los hechos se van sucediendo en un ritmo pausado y exquisito, de forma natural, no circunscritos a estructura narrativa clásica, simplemente como una serie de fragmentos yuxtapuestos sobre los que se construye la obra.

Esta concepción fragmentaria sitúa la película en la posmodernidad, en tanto que el relato no pretende reflejar la realidad sino establecerse como representación, pues el valor no reside en el objeto sino en la mirada que lo juzga, y sin embargo el ritmo cargado de tiempos muertos acerca la narración al ritmo relajado de la propia vida. Nos encontramos pues, ante una historia más cercana a lo poético que al juego narrativo de expectativas, hilado a través de la casualidad frente a la causalidad aristotélica.

La selva, el motivo natural, es retratado en esta parte como un espacio que permite a los personajes ser ellos mismos, un lugar de tranquilidad, pero a la vez es un espacio fecundo a la leyenda, el mundo del que nacen los mitos y los espectros.

La película da un giro sorprendente a la mitad del metraje, donde comienza la segunda parte del díptico y asistimos a una historia completamente diferente en apariencia. Es imposible (e innecesario) tratar de discernir si esta parte es la “real” y la primera, un sueño dentro de ésta, o se trata de una reformulación en clave mítica de lo anterior. Los amantes podrían no haber existido nunca más que en el sueño del soldado, o quizá estamos ahora en el mundo onírico de la metáfora. El director no lo aclara, aunque hay indicios de que los personajes siguen manteniendo la misma relación en un plano místico, espiritual y metafórico.

En cualquier caso podemos establecer varios nexos entre los dos mundos: las vacas muertas mencionadas en la primera parte, la posibilidad de una bestia legendaria, la selva como telón de fondo que se antoja ahora amenazante, una inquietante maleza oscura de la que puede brotar cualquier peligro, el uso de los mismos actores…

En esta mitad, titulada El sendero del espíritu, se nos introduce a través de grabados e intertítulos en la nueva historia: el espectro de un chamán vaga por la selva, materializado en un gran tigre, y devora los espíritus a su paso. Los aldeanos están asustados, un soldado se adentra en la maleza para dar caza al “espectro”.

Sin más conversación que la de un espíritu-mono, Apichatpong nos introduce progresivamente en la atmósfera asfixiante de una selva mortal, en la tensión memorable del inminente encuentro entre cazador y bestia, a través de un mundo sensorial de sonidos que fluctúan, en un ejercicio técnico y formal sublime donde la luz y los movimientos de cámara se centran ahora en construir una narración más ficcional, sensorial y estética, frente a un cierto realismo documental en la primera parte.

La lucha entre el cazador y la bestia, salvo un breve encuentro previo, es latente: percibimos al tigre por sus huellas, arañazos y rugidos, pero no aparece hasta el final, y sin embargo la inquietud del personaje y la selva amenazante sugieren, hacen presente a la bestia en todo momento.

Finalmente, el cazador es cazado, cazador y bestia se unen a través de la metáfora de devorar: amar es devorar al otro, hacerse uno. ¿Es posible que el cadáver del prólogo fuera el del cazador?

Tropical Malady supone una búsqueda de nuevas pautas narrativas que el director ya ha puesto en práctica en sus otras obras Blisfully Yours (2002) y Syndromes and a Century (2006), donde encontramos el modelo de películas dípticas, donde los mismos actores pasan a ser personajes diferentes en la segunda parte. Se trata de un cine de contrastes, entre lo natural y lo urbano, lo real y la leyenda, lo espiritual y lo mundano, lo narrativo y lo poético, en lo que algunos han calificado como cine impresionista o contemplativo, un cine que no busca golpes de efectos predecibles ni conclusiones grandilocuentes. Simplemente, todo fluye con gran belleza. Frente a las críticas de obra incomprensible, inconclusa, críptica y anti-narrativa, el propio director respondió en una entrevista para The Guardian:

A veces no hace falta entender todo para apreciar una cierta belleza. Y creo que la película opera del mismo modo. El patrón de pensamiento es bastante aleatorio, saltando de un lado a otro como un mono