por Ixai Salvo Borda | Ene 26, 2017 | Sin categoría |
Suena el despertador y uno abre los ojos mientras miramos a nuestro alrededor lentamente y con una desorientada sorpresa nos preguntamos varías cosas: ¿qué hago despierto tan pronto? ¿Por qué esta cama es tan estrecha, se mueve tanto y… donde está mi almohada? Y sobre todo ¿Cómo es que hace tanto frío? Escuchamos ruidos rodeándonos y eso empieza a ubicar a nuestro cerebro poco a poco. La niebla “matinal” se va abriendo camino y empezamos a localizar puntos comunes en nuestro entorno. ¡Espera! Esta no es mi habitación, ¿dónde están mis fotos y posters? Dioses… que sueño. Intentando darle más sentido miramos el reloj y descubrimos que…. Horror, son la 1:30 de la mañana. El cerebro derrapa y se asienta mientras recuerda que nos encontramos en las entrañas de la adorable Helmer Hanssen, navegando hacia el norte de Noruega. Estando ya de vuelta a la realidad hasta el frío es sencillo de entender ahora, antes de irte a dormir no encendiste la calefacción y claro, al estar en la cubierta 2, que roza con el nivel del agua y se sumerge, el frío es intenso.
Hagamos un breve inciso para explicar el sistema calefactor de nuestra belleza (el barco). Teniendo en cuenta que el barco no tiene calefacción per se (menudo derroche) cada sala se calienta individualmente mediante termostatos según el uso que se le vaya a dar. En el caso de las cubiertas superiores el sistema de calefacción es casi continuo dado que se hace más vida en ellas. Los pasillos, para evitar hielo y congelación, se mantienen a 15 grados (Temperatura habitacional) mediante un sistema de calefacción separado que coge aire caliente del motor (de ahí que a veces más que a pescado huela a hoguera, y si vamos muy rápido a chimenea).
Foto 1. Habitáculo “camarotiense” (Foto por Ixai Salvo Borda).
Tras una ducha rápida (en un 1 metro cuadrado o así), vestirnos con ropa abrigada pero cómoda (esto es, calcetines de lana gorda, pantalón de chándal de invierno, camiseta, sudadera y unos cómodos zuecos) nos dirigimos a… desayunar. Sí, es la 1:30 de la mañana del segundo día de navegación y hay que empezar a acostumbrar al estómago a los nuevos horarios de comidas. Esto es, con el turno de noche se pre-desayuna a las 1:30, se desayuna (o se cae de cansancio) a las 8 de la mañana, se come a las 13:30 y se cena a las 20 horas. Un ciclo bastante normal la verdad ¿no? Claro, que hay que decir que la comida de la 1:30 es la más divertida de todas ya que a esas horas, con el sueño y la desorientación, las combinaciones son únicas. Tanto, que un día un confundido Jahn (oficial de arrastre, ya hablaremos de él en otro momento) “desayunó” una tostada de arenques con tomate (que esto es normal) con mermelada de naranja (que ya no lo es). Su respuesta fue, está rico, suave, refrescante y suaviza el café.
Y ahora viene la gran duda, estamos navegando hacia los bancos de pesca, nos quedan aún 3 días para llegar al mar de Barents y…. como no estamos pescando, ¿qué se puede hacer? Pues, ¡de todo! Los turnos se siguen manteniendo por algo. Por parte de los marineros y tripulación, las actividades para los próximos días serán: Reparar redes, coser cuerdas, atar cabos, limpiar, limpiar, limpiar y echar aceite en los mecanismos. Además se arreglan desperfectos y se va preparando el barco para los experimentos que vamos a realizar. Y aquí es donde entran nuestras actividades. Preparar los experimentos, comprobar que todo el material embarcado está en su sitio y buenas condiciones, y sobre todo, ayudar en todo lo que se pueda a la marinería (la tripulación de la que somos parte ya que no vamos de pasajeros). Claro que también hay que decir que se trabaja tranquilos. Hay momento para las bromas, las enseñanzas y sobre todo, para estudiar noruego en conversaciones un poco ilógicas donde vamos contando nuestra vida (con Ivan de traductor paciente y las risas de los marineros). Porque sí, la tripulación ha decidido que como ya van 2 expediciones con ellos (sin contar las ya realizadas en otros barcos de la Universidad) en esta expedición nos van a hablar lo máximo posible en Noruego. Y qué mejor que aprovechar los días tranquilos de navegación… ¿no?
Foto 2.1. Detalle de la factoría (Foto por Ixai Salvo Borda).
Foto 2.2. Detalle de la factoría (2) (Foto por Ixai Salvo Borda).
Otra parte importante de la expedición es la planta procesadora. Nuestra Helmer no es un barco de investigación al uso, sino que antes de estos más nobles propósitos, se dedicaba en la pesca de gambas de manera industrial. Y de aquellos tiempos no solo conserva la actitud, sino también las instalaciones. Y eso, la hace aún mejor para la investigación. Las técnicas extractivas (de captura) que se van a estudiar suben a bordo entre 3 y 10 toneladas como mínimo de pescado por arrastre. Esto es, mucho pescado. Y claro, este producto, y más siendo el bacalao nuestra especie objetivo, no se puede desperdiciar y tirar por la borda. Es por eso que a bordo se lleva una planta procesadora en la cual se preparan los pescados para su ultra-congelación. Después, estos productos serán vendidos y el dinero recaudado se utiliza para financiar expediciones, combustible y nuevo material. Parte de la pesca también se destina a la cocina del barco (proteínas de calidad y frescas frescas) y una parte, tras procesarla, se guarda para donarla a comedores sociales y la cantina de la Universidad. Además, cada marinero tiene derecho a llevarse 50 kg de pescado si quiere. Claro, que el procesado de estos lo tendrá que hacer uno mismo por su cuenta. Eso sí, contamos con un congelador privado para nosotros.
Bueno, y como les iba contando, al ser una parte importante la planta procesadora, hay que probarla y comprobar que todo funciona correctamente (cosa que también se hace en tierra antes de zarpar, pero en los barcos todo es triple check, triple check). Para ello se anegan los depósitos, se enciende el congelador (ver mapa del barco: Cubierta 1, Freezer. Por delante del Cooler, donde está la pista de Ping-Pong, y del Gimnasio), se prueban las cintas y claro, se afilan cuchillos, preparan cestas, libros de anotaciones y en el caso de los investigadores, las tablas de medir y la sala de procesado de muestras. Qué ustedes se preguntaran, no estaba todo eso preparado antes de zarpar? Sí, pero otra vez triple check, triple check.
Y en eso estábamos, tras 6 horas de navegación (a la altura de Sandland) cuando uno de los congeladores falla. Y lo hace de manera exponencial, soltando líquido congelante y vapor de agua. Esto es, convierte la sala de la factoría en una especie de baño turco fresquito y con cristales de hielo. Aparte del estupor general, la escarcha en el pelo y las sonrisas torcidas, la estoicidad de los noruegos les hace tomar la decisión rápidamente. Se llama a la línea de repuestos, se piden piezas nuevas (todo tiene arreglo a bordo, tenemos ingenieros muy mañosos) y se traza nuevo rumbo hacia el puerto más cercano donde nos las puedas entregar. En este caso, Hammerfest, donde el buque de línea Hurtigruten puede subir la pieza desde Tromsø para la mañana siguiente. Llevamos 6 horas navegando, hora arriba, hora abajo desde la salida a mar abierto, (3 más si se cuenta la salida del punto de repostaje (Diario III) y 2 más si cuenta la salida desde el puerto (Diarios I y II)) y nos faltan 6 horas hasta Hammerfest, el Hurtigruten no zarpa hasta las 6 de la mañana de Tromsø y tarda 14 horas en llegar, lo cual hace que nos vaya a tocar esperar (la avería fue sobre las 4 de la mañana, asique hagan ustedes el problema matemático y solucionen cuando llegaría el Hurtigruten).
Y así como nuestro barco cambia el rumbo y se dirige hacia un nuevo puerto, nosotros nos vamos a dormir otra vez, que ya son las 6 de la mañana y se acaba de acabar nuestro turno. Hasta la próxima entrega de: Diario de expediciones pasadas: Cómo se experimenta en el Ártico
Foto 3. Ruta y modificaciones (Dibujo por Ixai Salvo Borda)
por Pablo Mato Cano | Oct 12, 2016 | Críticas, Sin categoría, Teatro |
Cuando tengo que escribir una crítica negativa recuerdo las palabras de Volodia, el personaje de Juan Mayorga en su obra El Crítico, a modo de justificación cobarde o de vano consuelo:
“Yo no voy al teatro a derrotarlo. Quiero que la obra me guste y recomendarla a mis lectores, si es que todavía tengo alguno. Hasta donde el espectáculo me lo permite, practico la admiración. Me cuesta escribir algo negativo sobre nadie. Me repugnan esos compañeros míos que de un manotazo tiran al suelo años de trabajo, indiferentes al dolor que pueden causar, o regodeándose en él. Son felices cuando golpean, y sufren, notas que sufren cuando tienen que elogiar algo. No aman el arte, sino su pequeño poder.” (Teatro 1989-2014, pág. 581)
Es mucho más difícil escribir sobre los errores de un montaje que sobre sus aciertos y, además, mucho menos satisfactorio. Quiero pensar que todo espectador de teatro se siente identificado con estas palabras cuando sale decepcionado de una obra, sean cuales sean las circunstancias. Esto nos ocurrió a muchos de los asistentes (las sensaciones del público siempre son palpables) a la función de Escuadra hacia la muerte de Alfonso Sastre, del sábado 8 de septiembre en el Teatro María Guerrero. Esta obra se presentaba como uno de los platos fuertes de la programación del CDN en este principio de temporada.
El montaje dirigido por Paco Azorín presenta muchas deficiencias que podríamos justificar de varias maneras: quizás el texto ha perdido vigencia (recordemos que se escribió en 1953 y que fue censurado por la administración franquista) o las pocas jornadas de ensayos con las que suelen contar los montajes en los teatros profesionales, pueden explicar la falta de fluidez y de tensión de las que adolece la obra. Además la segunda función, dicen los teatreros, es la más difícil, tanto si el estreno ha sido un éxito como si fue una decepción, igualar o levantar lo ocurrido en la primera se demuestra todo un reto. Por eso confío que en las próximas representaciones se limen asperezas y la obra crezca a base de perseverancia.
Alfonso Sastre escribe, cuatro años después de la publicación de 1984 de Orwell, una distopía situada en la Tercera Guerra Mundial. Aislados en un búnker, esperando órdenes, se encuentra un grupo de soldados que, por distintas razones, han sido castigados a la reclusión y posterior sacrificio (deben desactivar, con sus cuerpos, un campo minado) bajo la supervisión de un cabo del ejército, también apartado tras haber asesinado a tres soldados (desertores, según su testimonio) de su regimiento. La espera, la desesperanza, el miedo, las frustraciones, los arrepentimientos y el horror de la guerra son los temas que predominan a lo largo del texto.
Pasemos pues a analizar los diferentes elementos del montaje. En general la obra carece de tensión dramática por completo, aunque el texto se presta a ello. Los actores, encorsetados, declamaban sin pasión o con pasión forzada, sin que pudiéramos apreciar a los personajes por la constante sensación de sufrimiento de los actores (la mayoría conocidos por sus papeles en el cine), incómodos en su piel. Especialmente notable en el caso de Julián Villagrán que no consigue hacer creíble el personaje del cabo miserable. Decepciona también Unax Ugalde que, en al menos tres ocasiones se adelantó en el diálogo, creando momentos de confusión evidentes y forzado en su interpretación del soldado machirulo. Muy laxos también Carlos Martos y Agus Ruiz. Sorprendentes, en cambio, y sólidos en sus respectivos papeles Jan Cornet e Iván Hermes (un desconocido para mí, al que deberíamos prestar atención de ahora en adelante).
La lectura y actualización de Paco Azorín se ha limitado a limar el lenguaje costumbrista del original para adaptarlo al gusto actual y a la inclusión de interludios protagonizados por poemas de Bertolt Brecht (maravillosos) que reflexionan sobre la miseria de las generaciones condenadas por las guerras de los poderosos y por la decadencia de un mundo caracterizado por la preeminencia de lo masculino. Creo que la inclusión de estos poemas es uno de los grandes aciertos de la versión del director, además de una escenografía extraordinaria y muy bien aprovechada para la proyección de diferentes vídeos, palabras claves y elementos paratextuales, y para la creación de un espacio secundario que daba profundidad y fisicidad a la ambientación futurista y perturbadora que exige el texto. Pero estos elementos se demuestran mudos en una representación laxa, aburrida, incapaz de combinar con acierto los momentos de tensión y distensión, en la que los actores no encuentran su lugar sobre el escenario, por el que deambulan incómodos o donde se quedan parados, hieráticos, con la intención de que su presencia pase desapercibida.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Sep 4, 2016 | Libros, Literatura, Sin categoría |
(Foto sacada de: https://en.wikipedia.org/wiki/Santa_Fe,_Bogot%C3%A1)
Emma Bovary, el Don Quijote de Gustave Flaubert, se dedica a la lectura de novelas movida por el tedio insoportable del pueblo en el que vive. En un mundo donde el ser humano se siente asfixiado, casi como en una cámara de gas, sin aire y muriendo, agonizando lentamente, la literatura, la lectura y la escritura son aquel ámbito liberador que logra resquebrajar el aire tóxico que se respira. En las novelas de amor busca Emma Bovary su antídoto, su fuga, la cual encuentra finalmente en el arsénico. De una manera similar se siente Boris Manrique, el héroe anti-heroe de la primera novela del escritor colombiano Andrés Felipe Solano Sálvame, Joe Louis (2007). Su historia es la de un ahogado, un náufrago en medio de la árida cotidianidad bogotana.
Bogotá puede entenderse entonces como aquella cámara de gas gigante, donde el veneno emerge en forma de tedio y de una monotonía que es justamente el ambiente en el que suele brotar muchas veces lo literario. Boris Manrique, un fotógrafo de la sección de eventos sociales de una revista de pacotilla llamada Control Remoto (que hace pensar tal vez en la revista machista y de mal gusto en la que solía trabajar el mismo autor, la revista Soho), se ve sumergido en un tedio existencial que viene a explotar al enterarse de la muerte del hombre más longevo del mundo. Al enterarse de una vida más larga que un centenario, el protagonista se siente confrontado ante una pesadilla, una larga vida como una muerte extendida, un suplicio y una tortura en esa meseta andina. Sin embargo, la novela es todo lo contrario a tediosa; la imaginación de Boris, su prosa delirante y extremadamente fresca como narrador, sirven de escape a una realidad que está mucho más cerca de la muerte que de la vida. El mar de su imaginación sin embargo, los enlagunamientos de sus visiones apocalípticas, sus digresiones vallejudas despotricantes, hacen de la realidad bogotana una colorida y al mismo tiempo violenta, hacen de la ciudad el ambiente perfecto para una vida llena de altibajos, de aventuras y de historias apasionantes; la imaginación es el salvavidas y el puerto para salir de esa ciudad sin mar y sin río. La imaginación de Boris hace de su cotidianidad una de subidas y bajadas como las de una rueda de Chicago, Bogotá se convierte de pronto en un parque de diversiones.
El escapista de Boris es ante todo un romántico deshauciado, un pesimista lleno de ilusiones. Además de esto es un colombiano con todo el significado de la palabra: violento, homófobo, soñador, destructor, apasionado, nihilista, religioso, etc. De pronto, el amor aparece en su vida como un elemento más del paisaje tricolor, pero sin lograr liberarlo finalmente del suplicio colombiano. Pareciera que la muerte es la única salida, el único antídoto, el arsénico de Bovary al filo de la demencia. Sin embargo el amor con toda su potencia literaria hace que el deambular de este nihilista se convierta en una aventura, la aventura quijotesca en busca de una ilusión que se sabe falsa desde un comienzo. En el romanticismo desesperanzador de Boris la realidad encuentra en su paradójica estructura un impulso, una fuga, pero una escencialmente literaria.
En el centro de la novela de Solano está una pregunta sobre el quehacer literario, sobre la literatura y la vida. Esta temática hace que la obra no se limite a un contexto cultural regional, se trata más bien de un aporte a la literatura universal. La reconocida revista Granta ya ha puesto sus ojos muy acertadamente en lo que parece ser el futuro de la narrativa colombiana al señalar a Solano como una de las voces jóvenes prometedoras de la actualidad. Solano nos presenta con su primera novela (ya seguida de una segunda llamada Los hermanos Cuervo que será prontamente reseñada para Cultural Resuena) una grandiosa muestra de la nueva narrativa latinoamericana, una que se aparta del más serio y clásico tono de Juan Gabriel Vásquez, del tal vez un poco patético grito de Fernando Vallejo, y propone un nuevo lenguaje que se une al de Antonio Ungar y al de la generación de latinoamericanos que se ha denominado Post-Boom. Debo reconocer finalmente que he devorado la novela en una sentada y que su lectura ha sido alucinante.
por Daniel G. Camhi | Jun 27, 2016 | Críticas, Música, Sin categoría |
Las fotografías son cortesía de Verónica Ibáñez
El pasado 19 de junio asistí al último concierto del ciclo «Musicant el Museu Marès» que tenía como principal protagonista al compositor catalán Frederic Mompou, a cargo de la pianista serbia Maria Ivanovich. El ciclo, llevado a cabo en colaboración entre el Museu Marès y la Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC), busca mostrar un vínculo entre las distintas salas de exposición del Museu y la música.
Los vínculos de relación entre espacio y música no fueron demasiado imaginativos, y a veces incluso algo forzados, mirando la propuesta general del ciclo. Concretamente en el caso de este concierto, la veracidad del encuentro entre Mompou y Marès en el espacio del Estudi pareció siempre teñida de una cierta hipoteticidad. Sin embargo es cierto que ambos intelectuales no solamente coincidieron en nacionalidad y contemporaneidad, sino en ciertos círculos comunes, como las vanguardias parisinas o la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi. Las estrechas coincidencias entre personajes relevantes (a pesar de su mayor o menor corroborabilidad) siempre gustan como argumento para los ciclos de conciertos, y este recurso tampoco debería menospreciarse, especialmente cuando no se pretende decididamente ofrecer una reconstrucción histórica sin cumplir con unos mínimos requisitos de veracidad. Por suerte la programación de eventos de música “clásica” aún no están totalmente subyugada a la necesidad de un argumento historicista para abrirse paso en la estrecha franja que se le deja cuando se aparta de sus claustros más habituales, en los que la perenne protección aburguesada y la seguridad de un repertorio y una propuesta estética tan infalibles como inermes la mantienen exenta (en el mejor de los casos) de estas necesidades propagandísticas. Una función análoga tuvo la presencia casi subsidiaria de la única obra de Mompou en el programa, situación que contrastó significativamente con el protagonismo ofuscante que se le había concedido en la narrativa general del ciclo.
Con todo, el concierto valió mucho la pena y da un poco de lástima que se tenga que recurrir a tantos estratagemas para convencer al público —que ya se espera de antemano acotado y reducido— para asistir a un evento como este. La obra única de Mompou, Cants màgics, estaba inserta dentro de un programa construido al gusto clásico, combinando una linealidad cronológica con una concordancia tonal y conceptual. Dentro de esta tendencia más bien esperada, la pianista Maria Ivanovich tomó decisiones coherentes y sinceras en su propuesta de programa. El concierto comenzó con dos sonatas de Domenico Scarlatti, compositor cuya presencia en territorio español no dudó en mencionarse al inicio del evento, en una suerte de afán por las coincidencias redundantes. El programa no incluía los números de catálogo de las sonatas, sino solamente sus tonalidades; sin embargo diría que se trataba de las sonatas K.466 en fa menor y K.531 en mi mayor. La interpretación de Ivanovich se alejaba de las pretensiones de fidelidad estilística que muchas veces se sugieren a lxs intérpretes de música “clásica”, y en mi opinión lo hizo con legitimidad y congruencia. Su articulación se alejaba declaradamente de la concreción consonántica y el timbre perlato a que tan habitualmente se recurre en las interpretaciones de música del siglo XVIII con piano. Utilizaba el pedal con una licencia que apoyaba su concepción bastante libre y distendida del ritmo y el pulso. Estas características se vieron subrayadas en el tempo y el carácter tranquilo y profundo de la sonata en fa menor. En cambio, la sonata en mi mayor contrastó notablemente con la anterior en todos los aspectos y aun con el afecto general del programa, pero funcionaba como enlace tonal a los Cants màgics, que comienzan con un retumbante acorde de mi menor. Pese a ser mi primera escucha de esta obra de Mompou, me pareció muy familiar dada la reconocible marca de su lenguaje: la concepción relativa del ritmo, las marcadas notas pedal y un predominio sutil de la melodía, envuelta por armonizaciones muy cercanas al impresionismo francés con tintes especialmente ravelianos. El estilo del compositor catalán parecía acomodarse a la sensibilidad e intuición musical de la pianista, que tocó sin abusar de los clichés tan adheridos a las interpretaciones de su música. Ivanovich no solamente mostró una lectura atenta y dedicada de los Cants, sino que —en una muestra de gratitud cercana a un ritual diplomático— respondió con las Siete danzas balcánicas del compositor serbio Marko Tajčević, contemporáneo de Mompou y cercano a las líneas de composición que a inicios del siglo XX buscaban la inspiración para la creación musical en los ámbitos tradicionales y rurales, mecanismo mediante el cual construían una identidad a la vez local, nacional y cosmopolita. La obra, pese a las evidentes marcas locales, guarda semejanzas con la escritura de Mompou: presencia subrayada de intervalos de quinta, utilización de ostinati, ciertos colores armónicos. La apuesta de la pianista resultó bastante sugerente, tanto por los rasgos comunes entre ambos compositores como por los distintos. Finalmente, Maria Ivanovich hizo alarde de su dominio técnico con el arreglo de Ferruccio Busoni de la Chacona de la partita 4 en re menor de J.S. Bach. Una interpretación coherente con el resto del programa emocionó sobremanera al público, y no sin razón, pues su ejecución fue excelente evaluada desde los cánones artísticos propuestos por la misma artista. Aparte de los posibles o imposibles encuentros entre Mompou o Marès, tiene un encanto particular escuchar un concierto con obras de músicos contemporáneos al escultor y coleccionista en el espacio del Museu Marès. Pasear por el Gabinet del col·leccionista es siempre fascinante, y encontrarse a la música, —arte abarrotada de ideas sobre lo perecedero y transitorio— expuesta entre todos estos objetos de la cotidianeidad pasada sugiere verla al mismo tiempo desde una perspectiva museística en tanto que objeto conservable, como desde una mirada antropológica en tanto que actante en la vida cotidiana de los seres humanos a través de tiempo y latitudes. Puesta allí no se sabe al lado de qué —si de las esculturas de Marés, los versos de Espriu, la legión de cachibaches, pipas, cartas y relojes, o cercana a la vida orgánica del público— se encuentra en un más debido sitio.
por Marina Hervás Muñoz | May 22, 2016 | Sin categoría |
La doble sesión de conciertos del festival Sampler Series del pasado 21 de mayo tenía como protagonistas de la segunda parte los músicos Otomo Yoshihide (guitarra) y Paal Nilssen-Love (percusión). La sala 2 de L’Auditori, la Tete Montoliu, estaba dividida en dos: una parte no sorprendía, sólo había la habitual grada con asientos. Por su parte, la otra mitad había tomado forma de bar, con barra para bebidas incluidas. Una proyección de una luna, rodeada de colores algo psicodélicos, daba la bienvenida a los oyentes. Tal disposición del escenario quería hablar por sí misma, quería tomar distancia con un concierto clásico, avisar a los despistados que allí pasaría otro tipo de evento.
Con tal disposición afectiva del público aparecieron sobre el escenario los dos músicos y, sin decir nada, comenzaron a tocar. Todos los temas (largos y densos) tuvieron la misma estructura, que podremos entender gráficamente con un rombo. Los comienzos eran tenues, lentos, meditativos, que poco a poco iban creciendo en intensidad, velocidad y complejidad para volver a cerrarse, a encontrar un lugar similar al del inicio. Tal estructura, además, estaba construida basándose en algunas premisas de dudosa calidad musical, como la ingenua y, hasta cierto punto, inmadura creencia de que el piano es lento y el fuerte es rápido o que el contraste sólo aparece mediante cambios evidentes de dinámica y de tempo. Esto no sería tan problemático si el diálogo entre ambos músicos hubiera sido coherente, pero aquello no rozaba ni siquiera la discusión. Se trataba, simplemente, de dos líneas separadas que mostraron la indiferencia por encontrarse. Había dos discursos divergentes, un todo abigarrado, que además de no aportar, impedían que alguno de los dos pudiera contar correctamente lo que estaba construyendo. Yoshihide estaba más preocupado por explorar incansablemente todos los registros de los efectos de su guitarra, a veces tan en exceso que hacía que los efectos ya no pudieran considerarse como tales, sino como elementos constructivos que no llevaban a ningún sitio. Cuando todo es efecto, se pierde su fuerza. Algunos de ellos, como la utilización del arco de violín, sólo ocasionalmente estuvo justificada dentro de su discurso. Parecía, en muchas ocasiones, que su interpretación era más un juego de ensayo y error. Esto hacía que mucho de lo que probaba, si bien podría encajar bien en otro ámbito, no acababa de funcionar: mucho me temo que más bien lo contrario. Por su parte, Nilssen-Love, en general con construcciones mucho más atractivas que las de su compañero, trabajaba con pequeñas estructuras rítmicas que conseguían todo su sentido al final de la pieza, cuando conseguía deconstruirlas hasta un sonido más íntimo, con el trabajo minimizado de sus baquetas en algunos rincones de la batería. Tales momentos era en los que más brillaba su impecable dominio técnico del instrumento, por lo general protagonizado por una especie de horror vacui sonoro. No creo que la divergencia de discursos se debiera a falta de trabajo común, sino a un concepto subyacente del significado de dúo en el que uno más uno no suman dos, sino que se quedan como entidades tocando juntas, pero no unidas.
Eso sí: con su música demostraron la disolución de fronteras entre el free jazz y otros estilos, en este caso el rock progresivo y el noise. De hecho, especialmente en el tratamiento de la guitarra, recordaba más a estos dos estilos que al free jazz de otro corte. Así también lo evidenció el comportamiento del público. Se veían numerosas cabezas haciendo movimientos típicos de un concierto de heavy, esta ondulación que permitía ondear las melenas, dentro de la norma no escrita de ser recatado en los espacios que, oficialmente, sirven para música académica. Así que la ondulación se quedó en un gesto dentro de los límites de lo que tácitamente apropiado. Tal detalle, aparentemente insignificante, es un elemento de dislocación espacial y temático. Mientras colectivos como Ojalá esté mi bici trabajan de forma incansable para llevar (naturalmente, con escasos recursos y apoyos) en pequeños espacios y centros cívicos de la ciudad condal grupos de estilos similares y, en muchas ocasiones, con más fuerza que este dúo, que no han sabido entender como tal, espacios como L’Auditori abren sus puertas a estos conciertos donde el público potencial no acaba de encajar, porque es de suyo poder moverse y mover la cabeza a placer mientras que el público fijo abandona la sala mucho antes de que termine el primer tema, de más de media hora de duración.
Este texto fue publicado en su edición en catalán en http://www.nuvol.com/critica/otomo-yoshihide-i-paal-nilssen-love-dues-veus-divergents/
por Carlos Ibarra Grau | May 22, 2016 | Cine, Críticas, Música, Sin categoría |
Pocos medios más potentes que la música como creadora y desarrolladora de ideas, sentimientos, sensaciones…y de vida. John Carney (Dublín, 1972) tenía que haber sido músico (The Frames, 1991-1993) irremediablemente antes que director para conseguir dotar a sus películas de ese amor y esa pasión por la música que se refleja en ellas. Con mucho talento y un presupuesto de apenas 160,000$ – algo más de 140,000€- salió adelante en el 2007 y rodada en su ciudad natal “Once”, su cuarto largometraje y el proyecto por el cual el artista irlandés se hizo un nombre en el panorama internacional; el filme recaudó más de seis millones de euros en apenas tres meses y entre decenas de galardones, un Oscar bajo el brazo a la mejor canción original por la maravillosa pieza “Falling slowly”. Su protagonista, Glen Hansard, es en la vida real cantante y guitarrista de la arriba mencionada banda, lugar donde Carney y él se conocieron.
El cine irlandés viene gozando en las últimas dos décadas de una salud envidiable, gracias a una generación de oro de realizadores que nos regalan pequeñas grandes historias y un mimo a la hora de abordarlas muy diferenciable de la habitual impostura del cine americano actual y la sobriedad del inglés. Neil Jordan, Jim Sheridan, Ken Loach, Steve Mcqueen, Lenny Abrahamson, John Carney…una lista en continuo crecimiento.
Carney estudió en la escuela de secundaria Synge Street CBS de Dublín, homenajeando con su nombre a este último film, en el que plasma sus propias experiencias de la adolescencia. Sing Street (2016) -ambientada en la capital irlandesa de los 80- recita acerca del poder de la música como conductor de vida entre personas humildes y mundanas, con sus problemas y sus miserias, siendo el salvavidas para su protagonista, el empuje de un soplo de aire puro para encontrar un sentido y una vía de escape, donde las relaciones humanas lo son todo pero siempre con la música como actor principal.
Once fue una romántica artesanía musical indie, que desbordaba sentimientos con un reparto anónimo y que nos encandiló con sus canciones, convirtiéndose desde el primer instante en película de culto. Su debut norteamericano Begin Again (2013) tomaba Nueva York como sede y con actores de altura, dejándose impregnar por el sello Carney, para conquistarnos otra vez y cantarnos con la colaboración de Adam Levine -Maroon 5- que todos somos estrellas tratando de iluminar la oscuridad (Lost Stars). Sing Street vuelve a casa, a Dublín, relatando en claves de humor e ingenio la historia de Conor -interpretado por Ferdia Walsh-Peelo– un introvertido joven de 14 años de una familia humilde en plena crisis. En el filme, el muchacho decide formar un grupo musical para impresionar a la modelo enigmática (The Riddle of the Model), una guapa chica mayor que él, quien se planta cada día maquillada y provocativa en las escaleras de una calle delante de su colegio, con expresión de esperar a alguien, desconociendo el ingenuo Conor la verdadera profesión de la “modelo”.
Carney repite una vez más con éxito la fórmula “vamos a montar una banda”; con un talento notable, consigue envolver de nuevo a una historia que nos es familiar de un aire novedoso y sin pretensiones. Abandona en esta ocasión su característico tono esbelto y melancólico del amor en la madurez, pues su protagonista está en edad entre niño y proceso de adulto; enfoca el filme desde el prisma del humor tierno que generan las primeras relaciones, en las que nos vemos reconocidos en nuestra propia adolescencia. Las continuas referencias a los grupos e hits estadounidenses de los años 80 encajan a la perfección en la ambientación de la película, donde parte importante de su triunfo lo tiene Brendan (Jack Reynor), el hermano mayor de Conor, cuya habitación se asemeja a un museo de la música de la época.
Si bien la primera mitad de la película respira un aire fresco a través de un humor imaginativo y desenfadado, en su segunda retoma el dramatismo indie que Carney tan bien sabe hacer, pero los clichés y algunos altibajos en el ritmo de la historia le restan unos puntos de potencia visual y auditiva que hasta el momento venía acumulando: durante el progreso de la historia, la falta de autenticidad entra en escena, en parte por un desarrollo demasiado acelerado del crecimiento de su protagonista. Remonta sin embargo la cinta y consigue mantenerse alto gracias a la evolución del papel de la modelo (Lucy Boynton), quien se marca una recta final de película excelente y pasa a soportar el peso del relato.
Las impresiones que deja esta cinta tras su desenlace son un tanto contradictorias. A este respecto y un tiempo posterior al estreno del filme, el director irlandés expresaba su opinión en una entrevista, donde se lamentaba de que la audiencia no había parecido entender su intención en la manera de terminar la historia, a lo que añadía que a una parte de él le gustaría haberla rematado de otra manera bien distinta. Estos apuntes me parecieron muy reveladores para apreciar las bifurcaciones de su todavía corta pero ya destacada carrera.
Durante los siete años que separan a Once de Begin Again, John Carney rodó dos películas más: una comedia de humor absurdo y una de terror que bailaba entre el pavor y la sensualidad; dos géneros muy distintos, dos filmes que no entusiasmaron donde abandonó a la música como leitmotiv, tras lo que decidió retomar la fórmula del éxito rodando esta vez en Estados Unidos. Ahora, parecería que su paso por aquellas tierras le ha inoculado parte de esa impostura americana de la que hablábamos al principio y que podría aproximarle al artificio en futuras cintas.
Pese a todo, deberíamos y debemos mantener el foco y las expectativas, porque así se la ha ganado a pulso, en el artista dublinés, creador de un género único en un mercado abarrotado de filmes de géneros ya creados; en definitiva, nos muestra en Sing Street una vez más una historia que nos suena, pero con un sello emotivo y encantador; canciones y personajes llenos de vida y de un potente transmisor de sonrisas de cansancio tranquilo. Un relato que recompensa con gratitud su visionado y una filmografía, la de su director, que merece un adentramiento para quienes ahora le han descubierto. Intuimos que no olvidará cual es el verdadero protagonista de sus películas. Ya lo decía Nietzsche: la vida sin música sería un error, así como el cine actual contemporáneo sin la pasión por la música de John Carney.
Fuentes: The Verge, entrevista de Tasha Robinson a John Carney el 16 de abril de 2016
www.indiepedia.de
www.filmaffinity.com