por Carlos Ibarra Grau | May 22, 2016 | Cine, Críticas, Música, Sin categoría |
Pocos medios más potentes que la música como creadora y desarrolladora de ideas, sentimientos, sensaciones…y de vida. John Carney (Dublín, 1972) tenía que haber sido músico (The Frames, 1991-1993) irremediablemente antes que director para conseguir dotar a sus películas de ese amor y esa pasión por la música que se refleja en ellas. Con mucho talento y un presupuesto de apenas 160,000$ – algo más de 140,000€- salió adelante en el 2007 y rodada en su ciudad natal “Once”, su cuarto largometraje y el proyecto por el cual el artista irlandés se hizo un nombre en el panorama internacional; el filme recaudó más de seis millones de euros en apenas tres meses y entre decenas de galardones, un Oscar bajo el brazo a la mejor canción original por la maravillosa pieza “Falling slowly”. Su protagonista, Glen Hansard, es en la vida real cantante y guitarrista de la arriba mencionada banda, lugar donde Carney y él se conocieron.
El cine irlandés viene gozando en las últimas dos décadas de una salud envidiable, gracias a una generación de oro de realizadores que nos regalan pequeñas grandes historias y un mimo a la hora de abordarlas muy diferenciable de la habitual impostura del cine americano actual y la sobriedad del inglés. Neil Jordan, Jim Sheridan, Ken Loach, Steve Mcqueen, Lenny Abrahamson, John Carney…una lista en continuo crecimiento.
Carney estudió en la escuela de secundaria Synge Street CBS de Dublín, homenajeando con su nombre a este último film, en el que plasma sus propias experiencias de la adolescencia. Sing Street (2016) -ambientada en la capital irlandesa de los 80- recita acerca del poder de la música como conductor de vida entre personas humildes y mundanas, con sus problemas y sus miserias, siendo el salvavidas para su protagonista, el empuje de un soplo de aire puro para encontrar un sentido y una vía de escape, donde las relaciones humanas lo son todo pero siempre con la música como actor principal.
Once fue una romántica artesanía musical indie, que desbordaba sentimientos con un reparto anónimo y que nos encandiló con sus canciones, convirtiéndose desde el primer instante en película de culto. Su debut norteamericano Begin Again (2013) tomaba Nueva York como sede y con actores de altura, dejándose impregnar por el sello Carney, para conquistarnos otra vez y cantarnos con la colaboración de Adam Levine -Maroon 5- que todos somos estrellas tratando de iluminar la oscuridad (Lost Stars). Sing Street vuelve a casa, a Dublín, relatando en claves de humor e ingenio la historia de Conor -interpretado por Ferdia Walsh-Peelo– un introvertido joven de 14 años de una familia humilde en plena crisis. En el filme, el muchacho decide formar un grupo musical para impresionar a la modelo enigmática (The Riddle of the Model), una guapa chica mayor que él, quien se planta cada día maquillada y provocativa en las escaleras de una calle delante de su colegio, con expresión de esperar a alguien, desconociendo el ingenuo Conor la verdadera profesión de la “modelo”.
Carney repite una vez más con éxito la fórmula “vamos a montar una banda”; con un talento notable, consigue envolver de nuevo a una historia que nos es familiar de un aire novedoso y sin pretensiones. Abandona en esta ocasión su característico tono esbelto y melancólico del amor en la madurez, pues su protagonista está en edad entre niño y proceso de adulto; enfoca el filme desde el prisma del humor tierno que generan las primeras relaciones, en las que nos vemos reconocidos en nuestra propia adolescencia. Las continuas referencias a los grupos e hits estadounidenses de los años 80 encajan a la perfección en la ambientación de la película, donde parte importante de su triunfo lo tiene Brendan (Jack Reynor), el hermano mayor de Conor, cuya habitación se asemeja a un museo de la música de la época.
Si bien la primera mitad de la película respira un aire fresco a través de un humor imaginativo y desenfadado, en su segunda retoma el dramatismo indie que Carney tan bien sabe hacer, pero los clichés y algunos altibajos en el ritmo de la historia le restan unos puntos de potencia visual y auditiva que hasta el momento venía acumulando: durante el progreso de la historia, la falta de autenticidad entra en escena, en parte por un desarrollo demasiado acelerado del crecimiento de su protagonista. Remonta sin embargo la cinta y consigue mantenerse alto gracias a la evolución del papel de la modelo (Lucy Boynton), quien se marca una recta final de película excelente y pasa a soportar el peso del relato.
Las impresiones que deja esta cinta tras su desenlace son un tanto contradictorias. A este respecto y un tiempo posterior al estreno del filme, el director irlandés expresaba su opinión en una entrevista, donde se lamentaba de que la audiencia no había parecido entender su intención en la manera de terminar la historia, a lo que añadía que a una parte de él le gustaría haberla rematado de otra manera bien distinta. Estos apuntes me parecieron muy reveladores para apreciar las bifurcaciones de su todavía corta pero ya destacada carrera.
Durante los siete años que separan a Once de Begin Again, John Carney rodó dos películas más: una comedia de humor absurdo y una de terror que bailaba entre el pavor y la sensualidad; dos géneros muy distintos, dos filmes que no entusiasmaron donde abandonó a la música como leitmotiv, tras lo que decidió retomar la fórmula del éxito rodando esta vez en Estados Unidos. Ahora, parecería que su paso por aquellas tierras le ha inoculado parte de esa impostura americana de la que hablábamos al principio y que podría aproximarle al artificio en futuras cintas.
Pese a todo, deberíamos y debemos mantener el foco y las expectativas, porque así se la ha ganado a pulso, en el artista dublinés, creador de un género único en un mercado abarrotado de filmes de géneros ya creados; en definitiva, nos muestra en Sing Street una vez más una historia que nos suena, pero con un sello emotivo y encantador; canciones y personajes llenos de vida y de un potente transmisor de sonrisas de cansancio tranquilo. Un relato que recompensa con gratitud su visionado y una filmografía, la de su director, que merece un adentramiento para quienes ahora le han descubierto. Intuimos que no olvidará cual es el verdadero protagonista de sus películas. Ya lo decía Nietzsche: la vida sin música sería un error, así como el cine actual contemporáneo sin la pasión por la música de John Carney.
Fuentes: The Verge, entrevista de Tasha Robinson a John Carney el 16 de abril de 2016
www.indiepedia.de
www.filmaffinity.com
por Elio Ronco Bonvehí | Abr 14, 2016 | Cine, Críticas, Música, Sin categoría |
No es nada nuevo que las bandas sonoras suban a los escenarios de conciertos, la propia OBC ha realizado numerosos programas dedicados a ellas. La novedad estriba en llevar también la película a la sala e interpretar su banda sonora simultáneamente a la proyección. Sin duda eso supone un reclamo estupendo para atraer un tipo de público que no está acostumbrado a acudir a conciertos orquestales y que de este modo vivirá su primera experiencia sinfónica en directo. Algunos de ellos quedarán enganchados y, con suerte, se atreverán con otros programas sinfónicos. Otros no repetirán, pero por lo menos serán más conscientes del importante papel de la música en el cine así como del duro trabajo que conlleva. (más…)
por Juan Evaristo Valls Boix | Mar 2, 2016 | Sin categoría |
He entrado en la librería y me he encontrado con algo que ya vi el pasado junio, entre los aires fríos de Oxford: a Javier Cercas hablando sobre literatura y sobre historia de la novela y sobre sus trabajos en este género, y sobre los de Melville, Borges, Cervantes. Allí lo vi sentado en unos sofás dispuestos en una vieja tarima, en una sala del St. Anne’s College, entre dos profesores ingleses, discutiendo Soldados de Salamina. Aquí lo he encontrado convertido en un libro de tapa dura, con una ilustración de Moby Dick que me ha convencido para llevarlo a casa y seguir viéndolo. Transformándolo.
Me parece que esta anécdota no es baladí, si acaso sucediera. Me parece que las lecciones de Cercas, reescritas para adaptarse al público español y tejidas con la fluidez, el sentido del ritmo y la aguda sensatez de sus artículos de prensa, son una brisa de aire refrescante –me pregunto si como el de Oxford– en las buhardillas a veces enrarecidas del lector de este país desintegrado. Y es que me parece –y me aferro a la ambigüedad y no resuelvo el embrujo de los enigmas, me distancio de las certezas, sigo aquí también el aire británico de Cercas–; me parece, insinuaba, que la sencillez de estas notas en torno a lo que se llama novela –un nombre único para un género singular en su pluralidad- pueden desmontar tópicos, romper prejuicios y abrir el trastero de los lectores al mar abierto de las preguntas. Creo que las lecciones Weidenfeld de Cercas pueden regalarnos la conciencia de que la novela es un género más libre de lo que creemos, más híbrido. Sobre todo, creo que podría convencernos de que es el género de las preguntas, el género del enigma irresoluble. Podría llegar a seducirnos con el atrevido pensamiento de que se trata de un género profundamente filosófico, materia esencial para el pensamiento, gran sustento del debate, la discusión, el intercambio de ideas.
Y todo ello porque la novela –al menos la novela que al autor le interesa, como se puntualiza–, se construye en torno a una falta, un vacío que, en su inaprensibilidad, confiere todo su vigor al relato: las buenas novelas son aquellas que se plantean un enigma que se obstinan en resolver durante todas sus páginas. El resultado de esta obstinación no es una respuesta, sino el recorrido explorativo, la búsqueda siempre frustrada de un punto concluyente. El producto final son las páginas del libro, la materialización del enigma con una textura y una complejidad con las que antes no se había –quizá– formulado. El deber del novelista consiste en hacer difíciles las cosas, en ver los entresijos en lo que parece plano: la ironía es su mejor arma –pienso en Kierkegaard y Climacus, no sé ya si son (es) o no novelista(s). Y su misión es opuesta a la del economista o el político: ellos deben optimizar, agilizar, concluir, resolver. Este debe demorar, detenerse, empezar siempre, no terminar nada nunca. La novela es el género del desconcierto, el libro constituido por un punto ciego, el arte de plantear cuestiones laberínticas.
Es esta persistencia en el enigma –algo que ya Adorno destacaba de la prosa kafkiana– lo que hace de la novela un género no solo complejo, sino heterogéneo, plural: una caja en la que cualquier género cabe, un tapiz tejido con las más variadas telas: ensayo, epístola, periódico, crónica. El libro reivindica la tradición novelística de ascendencia cervantina, inauguradora de la modernidad en su capacidad para armonizar tan y tantos dispares géneros, y la contrapone a la novela decimonónica, estilización del género a través de la preponderancia de la trama y la linealidad de carácter histórico en detrimento de su hibridismo fundacional. Ante estas dos clases de novela –cada una con “su verdad”–, la novela posmoderna, la de nuestro tiempo, se enfrenta como género al desafío de encontrar su verdad como una síntesis de aquellas dos, con el albedrío y mestizaje propios de su nacimiento y la perfección de la trama propia de su consagración como género dominante del ochocientos. En esta posmodernidad novelística Cercas incluye sus propias novelas, y destaca el trabajo pionero de Vargas Llosa en el ámbito hispanoparlante (así como el de Calvino, Kundera o Perec más allá), especialmente con La ciudad y los perros, obra a la que dedica todo un capítulo.
Tras aquella reflexión sobre la evolución del género, una crítica casi exhaustiva de Anatomía de un instante, el análisis del trabajo de Vargas Llosa y la aproximación a algunos maestros de las novelas del punto ciego –James, Conrad, Kafka–, el libro quiere acabar con unas reflexiones sobre la figura del intelectual y sobre la compatibilidad del trabajo del novelista con el posicionamiento político en la esfera pública, dos figuras que el propio Cercas reconocía como opuestas en sus funciones. Pero no en vano el propio escritor gerundense destaca tanto por sus novelas como por sus opiniones en prensa a propósito del independentismo catalán, la Unión Europea o el tenso clima español de pactos e investiduras. La única respuesta que en este atolladero se ofrece no es sino una cita de Ezra Pound: “Haré declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrían en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y solo están al alcance de un escritor por libre. Puede que sea un tonto al usar esta libertad, pero sería un canalla si no lo hiciera”.
Vuelvo a la librería. Guardo el sabor de estas conferencias Weidenfeld, leídas ya dos veces, y reverenciadas ante la talla de los protagonistas de sus anteriores ediciones –Steiner, Chartier, Eco, Nussbaum, etc. –. Ojeo las novedades y los libros de siempre, consulto el estante de las novelas. Me veo reflejado en todos los libros, interrogado por todos los títulos. Urgido por fracasar en la aventura de dar caza a esa gran blancura, a esa enigmática ceguera.
Javier Cercas, El punto ciego. Las conferencias Weidenfeld 2015. Barcelona: Literatura Random House, 2016, 139 pp. ISBN 978-84-397-3117-7
por Camilo Del Valle Lattanzio | Feb 19, 2016 | Cine, Críticas, Sin categoría |
(Foto sacada de: http://www.dw.com/tr/cartas-da-guerra/a-19018110)
El género epistolar es por naturaleza deseoso y la carta de amor es su mayor expresión: escribimos una carta con la imagen del destinatario en nuestra mente, nos dirigimos a una instancia totalmente muda, una instancia lejana como la Laura de Petrarca a la que le dirigimos nuestras palabras como lanzas al vacío, como palabras dichas cuando se está mudo, cuando se siente que la otra instancia no tiene capacidad de escucha. Las cartas de amor son gritos que tratan de mantener una promesa y ese deseo, el desespero de gritar fuertemente y así exigir una respuesta, de hacer llegar como dardos nuestras palabras, hacen de las cartas de amor poesía intensa: el lenguaje se vuelve vivo, trata de transportar los besos, los abrazos que no se pueden dar en persona, el verbo deviene carne.
Algo similar ocurre con la imagen cinematográfica: la proyección abre un espacio, nos confronta con un otro, participamos de sus afectos. Tanto las cartas como el cine son maquinarias que juntan dos entidades, dos imágenes, puentes poéticos que entablan una relación afectiva entre dos seres, una promesa, un puente. Roland Barthes escribe respecto a la carta: “lo que entablo con el otro es una relación, no una correspondencia: la relación pone en contacto dos imágenes. Usted está en todas partes, su imagen es total, escribe de diversas maneras Werther a Carlota.” (1993, p. 39) La última película del director portugués Ivo Ferreira Cartas da guerra, la cual participa en este momento en la competición del festival de cine de Berlín (Berlinale), trata de desentrañar justamente este familiaridad genérica entre estas dos artes, entre el cine y la carta amorosa: el cine se presenta entonces como el lugar para el discurso amoroso, para ese discurso que en la precariedad de la soledad del amante, en su desespero solitario revela sus entrañas poéticas. La película se basa en las cartas del escritor portugués António Lobo Antunes publicadas en su libro D’este viver aquí neste papel descripto: cartas da guerra, hecho el cual revela ya el carácter literario y poético de la película. La película utiliza las cartas de amor de este escritor durante la guerra, remitiendo así a un topos común, el escritor que parte, el enamorado en la lejanía, el hombre en riesgo de muerte que trata de encontrar en sus palabras la eternidad. Uno piensa por ejemplo en los hermosos poemas de John Donne o en toda la tradición de la lírica amorosa en la cual el poeta recurre a la poesía para fijar el amor hasta la eternidad. La voz que se perpetúa en la distancia, la botella con la carta que mandamos a un destinatario, las palabras que guardan a los amantes juntos hasta la eternidad. La película consta de pocos diálogos y su mayoría es solamente una voz en off, la voz de su mujer leyendo las cartas de su marido mientras se muestran las imágenes de este en la guerra, el amante en su travesía a blanco y negro. El blanco y negro, y la voz de ella que asentúa la ausencia de él, expresan efectivamente ese abismo entre los cuerpos y al mismo tiempo su comunión en el arte, en la película y en la poesía. La lejanía, la nostalgia es justamente aquello que permanece latente en el género epistolar y que viene a ser revelado, expuesto hermosamente en la película ante nuestros ojos.
La guerra no es la temática central del filme, por más de que la película se limite a mostrar imágenes de ella. No se narra, la película solamente celebra, presenta imágenes poéticas. La guerra incrementa el deseo amoroso considerablemente, hace de la situación del amante lejano una más precaria. Pero es la situación del amante en general la que está en el centro, aquella posición que proyecta una imagen del ser amado, justo como Roland Barthes lo entendería; el amante proyecta esta imagen como salvavidas, como aquello que le da sentido a su vida. Y es la proyección misma, la relación que sus cartas entablan con su amada lo que lo mantiene a flote, no la correspondencia, ya que en la película el amante nunca recibe una respuesta. Las imágenes no se tocan, no corresponden, su relación es sin embargo una intensa. En una escena memorable del filme, la proyección de una película romántica que observan los soldados en el campamento en repetidas ocasiones, de pronto es la película es proyectada no en la pantalla como de costumbre sino en la cara del protagonista, el cual con los ojos llorosos es devuelto violentamente a su soledad: la fantasmagoría de la carta y de la película se muestra entonces con ese sinsabor intrínseco que deja de igual forma el sueño de amor al despertar.
Referencias:
Barthes, Roland (1993): Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo XXI.
por Marina Hervás Muñoz | Feb 17, 2016 | Sin categoría |
Ivan Fischer ya ha iniciado su camino para ser uno de los directores más recordados en los libros de historia de la dirección que traten sobre las primeras décadas del siglo XXI. Sus interpretaciones de Mahler, Dvorak y Bártok, sobre todo, le han blindado como un imprescindible. Muestra de su valentía interpretativa fue el último concierto en Tenerife, dedicado al desaparecido Manuel Feo, dentro de la 32a edición del Festival Internacional de Música de Canarias, dirigiendo a la Orquesta del Festival de Budapest, la cual fundó y de la que está al cargo desde su creación. Por eso, todo el concierto hablaba de complicidad y de entendimiento íntimo.
Se abrió con El cazador furtivo de Carl Maria von Webern. Una obra intensa, de las más queridas entre los alemanes. Aquí Fischer marcó la pauta de lo que sería todo el concierto: fuerza y delicadeza. Pese a lo paradójico de ambos polos, y quizá por su conocimiento de Mahler, demostró que eso es posible. La preparación del solo de las trompas fue exquisito, y la tensión que ocasionó permitió la gestación del gran crescendo que avanza hasta el fortisimo que precede al tema pastoral que pasa de las cuerdas al viento. La coda, que en más de una ocasión se hace pesada por la vuelta del tema o demasiado dura por los acordes del viento que acompañan a la cuerda, fue excelente, y dejó un ambiente delicioso para seguir a la segunda parte de la primera parte (a là hermanos Marx).
Lástima que ese ambiente perfecto para escuchar el Concierto para piano y orquesta n. 1 de Johannes Brahms no se conservara. No tanto por la orquesta, que mantuvo el mismo nivel interpretativo, sino por el solista, el griego y aclamado Dimitris Sgouros. Fue soso, mecánico y tuvo algunos problemas técnicos que no se escapaban a los oídos atentos. Faltó garra, faltó hacer hablar más y mejor a las notas brahmsianas. El primer movimiento fue correcto, es decir, insuficiente; el segundo se llegó a hacer tedioso y, el tercero, cuando empezaba a brillar con el solo inicial, fue decayendo paulatinamente. Lo sostuvo una orquesta muy a la altura de las circunstancias, que hizo brillar el concierto pese a todo. De lo mejor, su bis: Córdoba, de Albéniz. Delicado e íntimo, como esa música que parece que no debería salir de algunos lugares secretos.
La segunda parte se ocupaba de la Sinfonia n. 5 de Sergei Profovfiev. Fue una interpretación estupenda, especialmente por parte de la percusión. El segundo movimiento fue puro fuego y, quizá, lo mejor de la noche. La tensión que Fischer fue acumulando cortaba el aire y las respiración. Las partituras bien compuestas hay que saber también traerlas a la vida, y Fischer lo consiguió de manera mayúscula. También quedará en nuestra memoria auditiva el final de la sinfonía, con una potencia de sonido que hizo retumbar el edificio de Calatrava. Sonoros aplausos y vítores cerraron una velada estupenda. Pero aún los húngaros tenían un as en la manga. Tras salir al escenario varias veces, dejaron sus instrumentos donde pudieron y, de pie, cantaron una canción rusa poplar armonizada (de la que Fischer no dijo el nombre). ¡Qué voces tan fantásticas! ¡Y qué atrevimiento tan delicioso! Siempre se dice que un instrumentista sólo lo es si es capaz de cantar adecuadamente su partirtura, porque es así como se interioriza lo que tiene que tocar. Si esto es cierto, podemos decir que la Orquesta del Festival de Budapest es de un altísimo nivel. Huelga decir que, además, ya lo habían demostrado sobradamente a lo largo del concierto con los instrumentos a cuestas. Ese regalo final fue un broche para una noche que creo que muchos no olvidaremos.
por Elio Ronco Bonvehí | Jun 2, 2015 | Críticas, Música, Sin categoría |
Han pasado ya cinco años desde que un joven Pablo González asumiera la titularidad de la OBC y este fin de semana acabó un ciclo que, como ya viene siendo tradicional en la OBC, ha sido polémico. Martínez-Izquierdo (2002-2006) despertó odio entre público, crítica e incluso, parece ser, entre parte de los músicos (posiblemente por su apuesta por repertorio más contemporáneo). Tras él llegó Eiji Oue (2006-2010). El japonés logró ganarse el apoyo incondicional de un público que llenaba la sala y de una orquesta que bajo su batuta creció y brilló como nunca lo había hecho. A pesar de las continuas muestras de apoyo del público y tras una fuerte campaña de desprestigio por parte de ciertos medios, la dirección de la OBC decidió no renovarle el contrato. El siguiente fue Pablo González (2010-2015). Ni odiado ni querido, sus apariciones al frente de la OBC se han caracterizado por una gran e impersonal corrección. (más…)