por Elio Ronco Bonvehí | Ago 8, 2018 | Críticas, Teatro |
Tras recibir una misteriosa invitación por carta, cuatro personas sin relación aparente embarcan clandestinamente en el Arctic Serenity, un crucero que quedó inutilizado por una supuesta acción terrorista durante su viaje inaugural, diez años atrás, y que ahora está a punto de ser remolcado hasta Groenlandia para ser reconvertido en hotel de lujo. A partir de este escenario clásico -la novela Diez negritos de Agatha Christie sería su antecedente más célebre- Anne-Cécile Vandalem desarrolla Arctique, una compleja historia de venganza con elementos de thriller político, denuncia medioambiental, humor y un toque de surrealismo.
La autora y directora belga es también la responsable de la puesta en escena, que combina de forma inteligente teatro y cine: en escena se nos muestra la sala de fiestas del crucero, mientras que un circuito cerrado de televisión permite seguir, en directo, lo que sucede en otros rincones del buque a través de una gran pantalla situada encima del escenario. Vandalem usa este recurso narrativo de forma muy efectiva para mostrar tanto acciones secuenciales como paralelas, además de algunos flashbacks que ayudan a clarificar (o no) la trama. A medida que avanza la obra, sueños y escenas imaginarias se infiltran en las imágenes, mientras que la misma realidad deviene cada vez más inverosímil, lo que lleva al espectador a cuestionarse qué debe considerar real y qué no. El pasado y el presente entran en contacto a medida que los personajes ahondan en su propia historia y, en el proceso, reescriben la del barco y su accidente. La música en directo, además de proporcionar una sugerente ambientación, simboliza esta presencia del pasado: la banda, situada en el escenario de la sala de fiestas del barco e invisible para los personajes, es la misma que actuó en la fiesta de inauguración del barco diez años atrás.
El espectáculo en si es un auténtico reto por la coordinación que requiere y su presentación en el Festival d’Avignon fue un rotundo éxito. El buen ritmo de la trama, la gran labor de los actores y los aspectos escénicos ya comentados consiguen mantener en vilo al espectador durante las poco más de dos horas de duración. Desconocemos si esta producción llegará a España en algún momento. Si fuera así, no se la pierdan.
por Carlos Ibarra Grau | Mar 1, 2018 | Cine, ENTREVISTAS, MujeRes, Teatro |
“Hay que darle espacio a las personas para que se sientan representadas, para que se sientan parte de un algo y para eso una tiene que hacer concesiones, pararse y decir “esto no va a entrar en la obra”. Aunque te gustaría, es más importante que la persona se sienta bien”
La bonaerense Lola Arias tenía solo seis años cuando se inició la Guerra de las Malvinas en abril de 1982, que dejó mil muertos y más vivos con cicatrices de todo tipo. En Teatro de guerra junta a seis veteranos -tres argentinos y tres ingleses- quienes narran y recrean sus vivencias treinta y cinco años después del conflicto. El documental es un cruce entre realidad y ficción y fue uno de los protagonistas de la Berlinale, obteniendo el premio de la Confederación de Cines de Arte y Ensayo (Cicae) y el premio del Jurado Ecuménico, otorgado a películas que “crean conciencia sobre los valores espirituales, humanos y sociales.”.
Esta entrevista tuvo lugar una semana antes de conocerse a los premiados, a finales de febrero. El término artista multidisciplinar encaja en ella como anillo al dedo: es escritora, compositora, música, actriz, curadora, performer, directora de teatro y de cine. Estudió dramaturgia en la Escuela de Arte Dramático de Buenos Aires, la Royal Court Theatre de Londres y en la Casa de América de Madrid.
Ha declarado que no le interesa la guerra, sino la posguerra. “Me importa qué le pasa a una persona que pasó por esa experiencia. Me importa qué hizo la memoria, qué borró, qué transformó” Con esta directriz en mente entramos en la sala de entrevistas. Lola se levanta del sofá con una sonrisa cordial, nos saluda y se vuelve a acomodar tranquilamente, sentada sobre una pierna que cruza por debajo de la otra. Le brillan los ojos de una curiosidad arrebatadora y es la entrevistada la que dispara primero. Nos pregunta acerca de nuestro medio y nuestro interés por entrevistarla.
Cultural Resuena es una revista donde abarcamos todo tipo de artes: ópera, teatro, cine, literatura, artes plásticas…La idea de entrevistarte surgió tras ver Teatro de Guerra, la obra con la que compites en esta Berlinale, al observar que tu arte es asimismo multidisciplinar. Muchas felicidades por esta película.
Muchas gracias.
Circula por la red un poema tuyo sobre Berlín, en el que no consta fecha. En él escribes “estoy tan sola en Berlín” y hay palabras como huérfano, suicidio, tragedia…
Es un poema muy viejo (se ríe)
Queríamos saber cómo estás ahora. ¿Tienes una relación de amor/odio con Berlin?
No, es una relación totalmente de amor, en una ciudad donde viví muchos años y en la que probablemente vuelva a vivir el año próximo. Es una ciudad en la que creé muchos proyectos. Por ejemplo, Atlas del comunismo que se estrenó el año pasado en el teatro Gorki -histórico teatro berlinés de rebeldía social y política- hice también muchos proyectos en el HAU -espacio de diferentes disciplinas artísticas- así como obras argentinas y otras que creé especialmente en Alemania. Es por lo tanto una ciudad con la que tengo una relación muy buena, es mi segunda casa.
¿Qué hay de diferente en estrenar en la Berlinale a por ejemplo en el teatro Gorki que ahora mencionas?
Bueno, es diferente estrenar una película que una obra de teatro. Como yo trabajo, con personas que no son actores profesionales, el estreno es siempre una situación muy limite y de mucha tensión porque no sabes como van a reaccionar con el público. En cambio, en el estreno de una película ya sabes lo que vas a ver. Esta película empezó como una videoinstalación en el 2014, con veteranos argentinos que hablaban de sus memorias de la guerra (Veteranos) y reconstruían en su lugar de trabajo una historia. Por ejemplo, un veterano que ahora es psicólogo reconstruía la explosión de una bomba en el hospital donde hoy trabaja. Otro veterano, que es ahora cantante de ópera, reconstruía el hundimiento del barco Belgrano y después cantaba…eran como representaciones visuales de flashbacks: la idea de que uno está en su vida presente y de repente el pasado irrumpe. A partir de eso tuve la idea de juntar en un proyecto a veteranos argentinos con ingleses: así surgió Campo Minado, que es la obra de teatro y paralelamente hicimos esta película, Teatro de Guerra. Con lo cual, el proyecto tiene casi ya 5 años, la película es el punto final de un proyecto que tuvo una videoinstalación, una obra de teatro, también un libro que recogía todas las historias y ahora una película. Es un proyecto multiformato.
Creemos entrever en la película un intento de acercar a la gente del cine al teatro, ¿Es premeditado? La manera poco convencional en la que mezclas géneros hace al teatro muy atractivo a la gente que suele ir más al cine.
No era exactamente esa la intención, pero sí creo que uno puede ver como hay un camino que va del uno al otro. Vemos primero las audiciones, después los primeros encuentros entre los veteranos, con escenas que muestran los conflictos que hubo durante la creación de la película y avanzamos lentamente hacía la ficción que es la secuencia final, en la que los jóvenes… (servidor decide evitar el spoiler). Este recorrido muestra un proceso de trabajo, donde se ve como el teatro sirve para volver a representar algo del pasado. Entonces uno puede pensar que hay un camino del teatro al cine, porque las primeras escenas son muy teatrales y evolucionan hacia otras mucho más cinematográficas en términos narrativos…es un recorrido en la forma de trabajar en un mismo medio.
¿Te consideras una terapeuta de la performance?
Siempre aparece una pregunta en muchos de mis proyectos acerca del aspecto terapéutico que éstos tienen sobre los protagonistas. Creo que la sala de ensayo o set de filmación tiene muchas veces algo de espacio utópico donde la gente comparte historias muy personales; eso tiene efectos impredecibles en la vida de las personas, en general buenos, pero también desestabilizadores. Son procesos muy largos, por eso comparto mucho tiempo con ellos para que entiendan que ellos son los responsables de todo lo que hacen y dicen frente a la cámara…ahí está la diferencia entre generar un espacio de colaboración artística y el usar simplemente lo que te sirve de cada uno para hacer luego lo que tú quieres.
¿Qué quieres decir con responsables de lo que hacen y dicen?
Responsabilidad en el sentido ético y político. En el sentido de que yo digo lo que quiero decir. Mucho de lo que compartimos o hablamos no está finalmente en la película o en la obra de teatro porque ellos no quisieron, no les parecía bien o había ciertas cosas que se preferían guardar. Todo lo que dicen y hacen es porque ellos querían hacerlo, eran autónomos. Son tan parte del proceso que no hay una manipulación donde se conviertan en objetos de algo que no quieren hacer. Eso para mí es muy importante.
¿Qué has aprendido, que gran lección sacas de cara a futuros proyectos de ese camino que iniciaste en 2014 y termina ahora en Teatro de Guerra?
Lo importante que es darle espacio a las personas para que se sientan parte de algo, se sientan autores. Hay veces que uno tiene que hacer concesiones, hacer y decir cosas de otra manera a la que desearías para que la persona se sienta bien. Y en este proyecto en particular, porque ha sido el más largo y complejo que he hecho, fue algo con lo que me enfrenté muchas veces: pararse y decir “esto no va a entrar” aunque me gustaría, porque prima que la persona se sienta bien, se sienta representada por lo que está haciendo. Creo que para una artista es difícil a veces hacer estas concesiones.
Vamos con la última pregunta, ¿te imaginas un escenario, dentro de unos 25 o 30 años, donde seas la propia protagonista de tu documental y hables de los traumas de la guerra, pero de la guerra con The Square 1?
Fui protagonista de un proyecto teatral que hice llamado Melancolía y Manifestaciones sobre la historia de mi madre en la Argentina de la dictadura y la depresión…fue un proyecto muy personal, que me costó mucho pero también muy hermoso, porque tomé mi propia medicina al trabajar con tu propia experiencia y hacer público algo doloroso y difícil. Sobre The Square, es muy simple: alguien usó mi nombre sin pedir autorización, lo que es antiético y no se puede hacer. Ahora estamos en acciones legales contra la productora y Robert Östlund (director de la película) y esperemos que paguen por lo que hizo, simplemente.
Terminada la entrevista, Lola se levanta y nos vuelve a agradecer nuestra presencia con su sonrisa franca. Charlamos unos segundos y le reconozco que es la primera entrevista que hago en mi vida, que he tenido un día muy largo, que estaba nervioso y que espero que todo eso no se haya notado demasiado. Reacciona ampliando la sonrisa, ahora bellísima y me dice que lo he hecho bien, que puedo estar tranquilo. Ojalá en la guerra todos los enemigos fueran como ella.
1 Lola Arias es mencionada como autora de una obra de arte en The Square, película ganadora de la Palma de Oro en Cannes. Utilizaron su nombre sin su consentimiento para una obra que ni siquiera era suya. Previamente la habían llamado para hacer un papel que luego no apareció en el film.
por Irene Cueto | Feb 21, 2018 | Críticas, Música, Teatro |
El Teatro Real está apostando esta temporada por obras que se salen del canon clásico de ópera, como Street Scene (1946) de Kurt Weill, la cual está basada en la obra de teatro homónima de Elmer Rice de 1929 por la que este escritor ganó el Premio Pulitzer. En ella se muestra la vida de norteamericanos de clase obrera y su convivencia con emigrantes que también luchan por subsistir y sacar a sus hijos adelante, pasiones y amores prohibidos, y las bajezas del ser humano. La acción se desarrolla en un edificio en el East Side Manhattan de Nueva York.
Street Scene se estrenó en febrero en el Teatro Real y tanto la obra como su interpretación nos plantea: ¿es una ópera o un musical? Este planteamiento ya apareció con Dead Man Walking de Jake Heggie. Sin embargo, Street Scene se trata de una obra con una música impresionante en la que Kurt Weill recogió las fuentes de la ópera europea y las de la música que se desarrolló durante las primera décadas del siglo XX y en esta partitura también aparecen giros de blues y jazz, guiños a los aires italianos hasta de tarantela y uno de los músicos más influyentes mezclando estilos: George Gershwin y su Rhapsody in Blue. Además, uno de los momentos más álgidos fue la increíble interpretación de Sarah-Marie Maxwell y Laurel Dougall de una peculiar nana en la que se mezcla el realismo y su desvirtuación que va pareja con la de la música, junto con la ironía, la frustración mezclada con agresividad y grandes dosis de humor.
Uno de los hilos conductores es el incesante cotilleo por parte de los vecinos en relación a todo lo que ocurre en su edificio. Aquí hay dos vecinas muy destacables que se interesan por la vida ajena para tapar sus propias miserias: Greta Fioretino (Jeni Bern) y Emma Jones (Lucy Schaufer). Esta última hizo una interpretación sensacional a nivel escénico y vocal, de manera que la mezzosoprano le dio auténtica vida a la ubicuidad de esta singular mujer.
La versión presentada el pasado día 16 estuvo dirigida por Tim Murray y la dirección de escena de John Fulljames. Además, Nueva York destaca por sus luces y el diseño de James Farncombe fue muy inteligente reflejando esta característica y el paso del tiempo. La efectiva y realista escenografía estuvo a cargo de Dick Bird. Esa es una de las principales señas de identidad de esta magnífica obra: el realismo. Está presente en el decorado, el vestuario, los personajes y en determinadas interpretaciones. En cuanto a estas, en el primer acto fue un inconveniente la amplificación, especialmente con los instrumentos de viento metal. En relación a las voces, destacó la esposa sufridora Anna Maurrant, interpretada por la soprano Patricia Racette y especialmente el barítono Paulo Szot en el papel del peligroso marido Frank Maurrant, quien también pasa por toda una serie de estados de ánimo y vitales que logró transmitir con expresividad. No así la dubitativa hija, Rose Maurrant, a cargo de Mary Bevan, ya que a esta soprano le faltó adentrarse en el amplio registro de emociones que su personaje ofrece, al igual que sucede con el de su enamorado judío Sam Kaplan (Joel Prieto). Estos tres protagonistas se debaten entre lo que deben hacer y lo que en realidad desearían llevar a cabo. Pasiones encontradas con el amor familiar que los entrelaza y condena, mediante el teatro y la ópera.
Estos personajes contrastan con la alegría de vivir que se exalta en el número de baile por las calles de Nueva York con el que se contagió el escenario de entusiasmo y características de los musicales de Broadway, tanto en la pareja principal en ese momento como en el pequeño grupo de baile que la acompaña. No en vano esta obra fue compuesta para este famoso lugar aunque fue pensada desde un principio por Kurt Weill como una ópera aunque el influjo de los musicales aparece en números como este.
Fue tal la importancia de esta obra, que aparecen matices de ella en West Side Story (1957) de Leonard Bernstein. Además, Street Scene tiene la peculiaridad de acabar igual que comenzó: con la misma música y el ajetreo diario de los vecinos, sus preocupaciones y continuar su vida como si nada aunque hayan acontecido en ese edificio desahucios y asesinatos. En este círculo vital se acogen las tragedias y las comedias con una banda sonora que recoge las peculiaridades de las personas que palpitan en ella.
En cuanto a si se trata de una ópera o de un musical, en el programa de esta obra el mismo compositor nos puede dar la respuesta:
El concepto de ópera no puede interpretarse en el sentido limitado de lo que predominaba en el siglo XIX. Si lo sustituimos por la expresión teatro musical, las posibilidades de desarrollo aquí, en un país que no debe asumir una tradición operística, se vuelven mucho más claras. Podemos ver un campo para la construcción de una nueva (o la reconstrucción de una clásica) forma.
por Carles Samper Seró | Feb 19, 2018 | Críticas, Teatro |
Al entrar al teatro el programa rezaba «Pretender hacer de nuevo El ángel exterminador sería una tarea tan banal como imposible: El ángel exterminador ya existe, está ahí como una de las más grandes películas de Buñuel, forma parte de la historia del Cine y del Arte en general.»
Lo mismo podría llegar a pensar uno sobre la crítica de dicha obra, pero considero necesaria cierta valentía para no quedar abrumado por la tarea y atrapado en una especie de impotencia. Atrapados como los personajes de la obra. Atrapados en sus delirios de grandeza, atrapados en sus pecados.
Esta producción del Teatro Español deslumbra por todos lados. Nada más entrar a la sala queda ya uno cautivado por el impresionante despliegue realizado. Un pequeño vértigo se apodera de uno: gran despliegue escénico y gran obra. Surge la pregunta: ¿quedarán los actores atrapados por una obra demasiado grande?
Para la tranquilidad del público, disipan esa duda incluso antes del comienzo marcado por la sala. Tanto Don Julio, Camila y Lucas aportan un gran saber hacer en la caracterización de sus personajes, demostrando el resultado de un laborioso trabajo.
El resto del elenco no es para menos. A pesar de las exigencias de una obra dónde constantemente están en el escenario (aunque el foco no siempre reside en éstos), realizan un gran trabajo artístico con sus personajes. Me gustaría decir que mantienen el alto nivel del comienzo, aunque la verdad es que se van degradando. Un proceso en paralelo a lo que sienten sus personajes quienes, al ser incapaces de salir del comedor, acaban abrumados por el peso de sus pecados. Lo digo como algo extremadamente positivo, como un reconocimiento de ese trabajo.
Viven toda una experiencia religiosa a medida que avanzan por la senda del pecado, regocijándose en ellos alienadamente, sin ser conscientes. La desesperación les corroe incluso llegan a la adoración de falsos ídolos (¿sabremos jamás quiénes son?) llegando a querer ofrecer como sacrificio la carne del hombre.
Y al final la redención llega; y éstos personajes son capaces de escapar y recuperar su libertad. Magnífico, una vez más, el esfuerzo de los actores externalizando ese proceso y esa penitencia posterior a tamaña experiencia mística.
El conjunto está a la altura, aunque no dejan de haber un par de sorpresas. No sé si son decisiones de dirección, exigencias del guion o consecuencia de la inmersión en el personaje. No me pareció igualado el trato entre el cuerpo masculino y el femenino, aunque me quedé con la duda de si se trata de alguna especie de representación de algún instinto reprimido del autor de la obra. A pesar de eso, no llega a sobreponerse al resto del trabajo.
Al acabar salí satisfecho por saberme libre. La reflexión me llevó a creer mejor que esos personajes atrapados por sus miserias. No me daba cuenta como, a medida que avanzaba por el sendero de este pensamiento, me hundía más y más en esa misma actitud denunciada en la obra. A modo de cierre, se debe elogiar la obra, pues me hizo salir atrapado. Atrapado por mis propias miserias.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 16, 2017 | Críticas, Teatro |
Fotografías con copyright de Lovis Osternick
La obra comenzaba con un estruendo. Una sombra fantasmagórica se convierte en la silla de ruedas, iluminada brevemente y rodeada por figuras estáticas de Clov. Se apagan las luces, vuelve el estrueno, vuelve la luz. Solo la postura de Clov ha cambiado. Y así se repite unas veinte veces: se trata de una reinterpretación de la construcción del espacio claustrofóbico que abre Final de partida.
Clov (Georgios Tsivanoglou) es un payaso -parece un tema recurrente en esta temporada del Berliner Ensemble– con tendencia a mimo, Hamm (Martin Schneider) una especie de encarnación del Papa Inocencio X de Francis Bacon. Nell (Traue Hoess) y Nagg (Jürgen Holz) dos parias, como unos teleñecos agotados.
Había, además, dos protagonistas más: las visuales y, sobre todo, la música, que se convirtió en un personaje más. Bajo la firma de Hans Peter Kuhn, al principio era solo un complemento para caracterizar a los personajes. Por ejemplo, casi cada vez que Clov se movía, sonaba una melodía circense, él andaba tambaleante y se chocaba con la puerta. Pero, poco a poco, consiguió su nombre propio. Una completa instalación sonora y visual enmarcó las dos intervenciones largas de Hamm. O bien con un fondo marino, que sumía la escena en la soledad de la inmensidad acuática o bien tras una cortina de luces móviles. Esto sería casi decorativo salvo porque solo enmudece el escenario cuando Clov, al final del texto, dice uno de los textos más terribles de los que han salido de la pluma de Beckett:
Me digo algunas veces, Clov, es necesario que sufras más que ahora, si quieres que se cansen de castigarte algún día. Me digo, a veces, Clov, es necesario que estés allá mejor que aquí, si quieres que te dejen partir, un día. Pero me siento demasiado viejo, y demasiado lejos, para lograr adaptarme a nuevas costumbres. Bien, esto no terminará nunca, nunca partiré. (Pausa.)
Luego, un día, de repente, esto termina, cambia, no lo comprendo, se muere, o yo, no lo comprendo, ni esto tampoco. Lo pregunto a las palabras que quedan, sueño, despertar, noche, mañana. Nada saben decir. (Pausa.) Abro la puerta del calabozo y me voy. Voy tan encorvado que tan sólo veo mis pies, si abro los ojos, y entre mis piernas un poco de polvo negruzco. Me digo que la tierra se ha extinguido, aunque nunca la haya visto viva. (Pausa.)
No hay problema. (Pausa.) Cuando caiga lloraré de felicidad.
Se marca así, gracias a la música, el punto culmen de esta concepción de la obra. Así se articula la obra desde los seres sufrientes, desde la soledad del sometido. Es curioso, porque en ocasiones Fin de partida ha sido concebida como una especie de relectura deformada de la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana. Para Hegel amo y esclavo se vuelven mutuamente indispensables para cada uno -y no, como se pensaba en la tradición, solo el esclavo necesita a su amo-, en esta interpretación Clov ha salido de tal dialéctica porque ha conseguido articular su sufrimiento y lo asume. Es decir, como si Clov tuviera alguna clave contra lo claustrofóbico de su existencia, pero se resignase a su suerte. Una lectura más que se sume al misterio de esta obra.
Sin embargo, pese a lo afortunado del trabajo sonoro y el excelente trabajo de interpretación de los actores (especialmente de Jürgen Holz, carismático hasta el extremo), el montaje (Robert Wilson) fue un tanto simplista en su caracterización de los personajes, especialmente de Clov. La relación con el clown (una de las interpretaciones canónicas del nombre del personaje), tanto por la musiquita que le perseguía, como por su forma de andar, como su tropiezo incesante (y absolutamente esperable) con la única puerta de la estancia (que no lleva a ningún lado) o un bailecito con chasquido de lengua cuando se topa con la escalerilla simplifican a un personaje que ya tiene todo potencial en el diálogo beckettiano. Parece un innecesario y casi en exceso obvio recubrimiento de un personaje que pareciera que, por sí mismo, no da para mucho más. No me convence tampoco como estrategia para hacerlo destacar en su monólogo final enmarcado en el silencio. Lo mismo sucede con las escenas en las que se proyecta un fondo acuático. Se rompe precisamente lo claustrofóbico de la estancia y ni siquiera encaja con el bloqueo de la realidad que se percibe en las palabras de Beckett:
HAMM: Mira el mar.
CLOV: Es igual.
HAMM: ¡Mira el océano!
(Clov desciende de la escalerilla, avanza unos pasos hacia la ventana de la izquierda, se vuelve para coger la escalerilla, la coloca bajo la ventana de la izquierda, se sube, apunta el catelejo hacia el exterior, mira un buen rato. Se sobresalta, baja el catalejo, lo examina, apunta de nuevo.)
CLOV: ¡Nunca vi cosa igual!
HAMM (inquieto): ¿Qué? ¿Una vela?
¿Una aleta?
¿Humo?
CLOV (sigue mirando): El fanal está en
el canal.
HAMM (aliviado): ¡Bah! Ya estaba.
CLOV (igual): Quedaba algo.
HAMM: La base.
CLOV (igual): Sí.
HAMM: ¿Y ahora?
CLOV (igual): Nada.
HAMM: ¿No hay gaviotas?
CLOV (igual): ¡Gaviotas!
HAMM: ¿Y el horizonte? ¿Nada en el
horizonte?
CLOV (baja el catalejo, se vuelve hacia Hamm, exasperado): Pero, ¿qué quieres que haya en el horizonte?
(Pausa.)
HAMM: Las olas, ¿cómo son las olas?
CLOV: ¿Las olas? (Apunta el catalejo.)
De plomo.
HAMM: ¿Y el sol?
CLOV (sigue mirando): Nada.
Quizá es que a mí me parece que Beckett no necesita más que la fuerza de sus palabras, como en esta representación de Esperando a Godot, donde solo estaban los personajes con su soledad, en un tiempo que ya no es el de aquí -aunque tampoco es simplemente estático, sino cualitativamente otro-, donde la pieza es un hueco donde respirar, aunque solo (paradójicamente) a través de la asfixia. Fue una propuesta algo plana, aunque original en dar herramientas alternativas al lenguaje cotidiano, como la música y lo visual, a un texto que tiende al enmudecimiento -según la lectura de Th. W. Adorno-.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 7, 2017 | Críticas, Literatura, Teatro |
El cambio de dirección del Berliner Ensemble, uno de los teatros míticos de Berlín -fundado en 1949 por Bertolt Brecht- ha sido muy comentado en el mundillo cultureta de la capital alemana. Oliver Reese releva a Claus Peymann, octagenario que ya llevaba doce años en el cargo. Para ello, Reese apostó por abrir las puertas del teatro con Calígula, de Camus, con dirección escénica de Antú Romero Nunes.
Un título muy atrevido, que espero no sea agorero. En Calígula, Camus se pregunta por cómo podemos dirgir nuestras acciones si ya no hay ni Dios ni razón que nos guíen. Calígula, tras la muerte de su amante y hermana Drusila, ha pasado de ser un hombre tranquilo, bueno y comprensivo, a su opuesto: se convierte en un tirano que quiere controlar todo con su poder. Por eso pide lo imposible: la luna, la inmortalidad o la felicidad.
Lo que prima en la propuesta de Romero es la ironía. Los personajes son viejos diablos, payasos venidos a menos que, a lo largo de la obra, van descomponiendo sus disfraces (el vestuario, por cierto, está en manos de Victoria Behr). Caen pelucas, se manchan de sangre, rompen las vestiduras. Es decir, se caen los velos de la propia construcción de los personajes, que se sitúan en un punto intermedio entre la ficción del escenario y la realidad que se cuela en el texto. Es como si el vestuario y el maquillaje tratase de ocultar eso que denuncia Helicón: “[…] vosotros los virtuosos […] he visto que tenéis un aspecto repulsivo y un olor triste, el olor insulso de los que no han sufrido ni se han arriesgado nunca”.
La música adquiere un lugar fundamental para la división de actos y para la constitución de la escueta escenografía (Matthias Koch), que simula los tubos de un órgano. Visualmente, la potencia del órgano, que en la penumbra podrían pasar también por columnas romanas -devolviéndonos a la época en la que supuestamente sucede la historia, en el 41- deja a esos personajes diminutos (o que van disminuyendo) en una especie de desnudez. Es algo similar a la sensación de deslocalización y des-pertenencia (¡e incluso im-pertinencia!) cuando nos hacemos selfies frente al Partenón, donde aparte del edificio salen otros quince turistas en la misma posición ridícula que nosotros con nuestro móvil (sin selfie-stick). Pero en este caso, es como si los payasos hubieran sido expulsados de ese paraíso del pasado, de ese lugar del imperio, donde el poder conseguía todos sus caprichos. Ni el tirano Calígula ha conseguido parar la muerte de su amada: “¿Qué gano con una mano firme, de qué me sirve tan tremendo poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que se ponga el sol por el este, si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento y que los seres mueran”. Tampoco podrá contener la suya, aunque en un acto de dignidad (fundamental en la construcción de la obra) al ser apuñalado al final de la obra, Calígula exclama “¡Aún estoy vivo!”. En el montaje de Romero Nunes, Calígula (Constanze Becker) dice la frase cuando ya ha caído el telón: solo su cabeza sobresale por entre las telas. De este modo, automáticamente, se abre la pregunta de si Calígula ha muerto (que es lo que queda detrás del telón, en la ficción) o si aún resiste (que es lo que queda delante, lo real). Este gesto, tan sencillo, parece que intenta homenajear al Camus que creía que la rebelión, incluso la personal, individual -que se sabe derrotada desde el principio- puede dar sentido a esa vida agotada sin dios y sin razón.
Pero, como les decía, la música es la que marca las divisiones entre actos. Y ese es justo el único punto débil de esta propuesta, delicadísima pese a lo toscas que parecen sus formas. Tres son los números musicales: En el primero, Calígula cantando -muy justo- el hit de Marlene Dietricht Wenn ich mir was wünschen dürfte. En el segundo, Drusila en un crucifijo -convirtiéndola así, a là Freud, en tótem y tabú- canta y se eleva. Por último, Calígula vestido de niña al estilo de las de El resplandor toca con una flauta dulce, de esas horrorosas del colegio, otro hit, esta vez de la música clásica, el Ave Maria que ya no se sabe si es de Gounoud, de Bach o de Sony. De este modo, abre el cuarto acto, que Camus pide de la siguiente manera: “Calígula con túnica corta de danzarina, con flores en la cabeza, aparece como sombra chinesca tras la cortina del fondo. Da algunos ridículos pasos de danza y se eclipsa. Inmediatamente después un guardia dice con voz solemne ‘el espectáculo ha terminado”. Si los califico de débiles es porque irrumpen violentamente en la obra y no terminan de encajar. Como si fuesen anuncios de la televisión en medio de un programa.
Pero esta debilidad no resta en absoluto la excelente interpretación de esos parias, de los nadies que dialogan con la angustia de Calgíula, que se convierte en la de ellos mismos. En esta versión de la obra, que fue escrita en 1938 y publicada en 1944, cuando Europa vivía uno de sus mayores traumas de los últimos años, parece que se pone en cuestión si aún tiene sentido preguntarse todo lo que aparece en ella y, sobre todo, la frase que enmarca buena parte del texto: la constatación de que “Los hombres mueren y no son felices”. Para mí, la otra gran cuestión, además, es el «todavía» de la última frase de la obra: ¿Cómo se está «todavía» vivo?
Las reflexiones de Camus, tan urgentes, las sitúa Romero en las voces de payasos, de seres que existen para hacer reír. Debe ser por eso de que toda broma tiene un momento de verdad.