por Elisa Pont Tortajada | Jun 28, 2016 | Críticas, Libros, Literatura |
«Entonces, ¿qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso».
Discurso de Caracas, Roberto Bolaño.
La trayectoria vital y literaria de Roberto Bolaño (Chile, 1953-2013) está llena de claroscuros y de ambigüedades, de cierto dramatismo por su pronto fallecimiento, y hasta de un halo de admiración continua. Quienes le trataron en vida no han cejado en su empeño de dar a conocer a este grandísimo autor, poeta ante todo, que un día decidió convertirse en novelista, y que pasó del desconocimiento de la mundanidad a convertirse en un mito de la literatura latinoamericana y mundial. ¿Qué hizo que Roberto Bolaño ascendiera al panteón de los autores venerados en tan poco tiempo? ¿Fue su calidad literaria, su estatus de exiliado político aunque él jamás se considerase como tal, o quizás el golpe de suerte que supuso ganar aquel año de 1999 el Premio Rómulo Gallegos por su obra Los detectives salvajes (1998)? Puede que todo ello, junto a algunos otros factores, ayudase a consolidar la carrera artística del que es ya, sin duda alguna, uno de los autores de referencia de la narrativa contemporánea.
Uno de los puntos de inflexión en la vida de Bolaño, como él mismo reconocerá posteriormente, fue la mudanza que emprendió junto a su familia a México DF en 1968. Fue allí donde, a los diecisiete años, decidió abandonar definitivamente los estudios. Y fue allí también, donde comenzó su andadura como escritor, donde conoció a los poetas Mario Santiago y Bruno Montané, y juntos formaron el grupo literario conocido como Infrarrealismo. Daba comienzo así enero de 1974, el gran período de producción poética para Bolaño, que fue plasmado por él mismo en un poema titulado Los perros románticos y publicado en una antología con la que comparte nombre. A continuación incluimos el poema:
En aquel tiempo yo tenía veinte años/ y estaba loco. / Había perdido un país / pero había ganado un sueño./ Y si tenía ese sueño / lo demás no importaba. / Ni trabajar ni rezar,/ ni estudiar en la madrugada / junto a los perros románticos. / Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu. / Una habitación de madera, / en penumbras, / en uno de los pulmones del trópico./ Y a veces me volvía dentro de mí/ y visitaba el sueño: estatua eternizada / en pensamientos líquidos ,/ un gusano blanco retorciéndose / en el amor./ Un amor desbocado./ Un sueño dentro de otro sueño. / Y la pesadilla me decía: crecerás. / Dejarás atrás las/ imágenes del dolor y del laberinto / y olvidarás. / Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen. / Estoy aquí, dije, con los perros románticos / y aquí me voy a quedar.
En 1975 publica su poemario, Gorriones cogiendo altura, y pocos años después, en 1977, se instala en Barcelona definitivamente tras viajar una temporada por África y Francia. «Y a veces la patria de un escritor no es la gente que quiere sino su memoria. Y otras veces la única patria de un escritor es su lealtad y su valor. En realidad muchas pueden ser las patrias de un escritor», dijo al recibir el premio Rómulo Gallegos en 1999 por Los detectives salvajes. La nostalgia no era un sentimiento que le perteneciese a Bolaño, quien llegó a afirmar que carecía de él, y que echaba tanto de menos Chile como Inglaterra o Noruega. «Sólo siento nostalgia por los lugares en los que nunca estaré», confesó a la prensa en su primer viaje a Chile tras el exilio. Y aunque Bolaño conservó a lo largo de su vida la nacionalidad del país que le vio nacer, el escritor se sintió parte de cada una de los lugares en los que vivió, y sobre todo de Catalunya, concretamente de Blanes, ciudad en la que conoció a la que sería su mujer, Carolina, en aquel pueblo que imaginó a través de las páginas de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé.
Según el teórico Pierre Bourdieu en su conocida obra Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario (1995), los conocidos como «principios de jerarquización» son los que provocan la subordinación del campo literario al campo de poder. Y esta relación desigual se aprecia en la trayectoria literaria de Bolaño. Un ejemplo de ello, fue la gran acogida por parte de la crítica de Estrella distante (1996), novela que por el contrario no tuvo su correlación en el mercado y produjo un escaso volumen de ventas, al igual que le ocurrió en su momento a otros grandes autores como Jorge Luis Borges o Frank Kafka.
El núcleo canónico de autores y obras está blindado por dos instituciones que aúnan sus estrategias para mantenerlo y detentarlo en el tiempo: la academia y la crítica literaria. La literatura de Roberto Bolaño ejemplifica el choque entre la «alta cultura», aquella que se ha insistido en relacionar con lo canónico y lo normativo; la «cultura media», la del gusto y en consonancia con la clase burguesa; y la controvertida «cultura de masas». A este respecto, algunos críticos literarios, entre ellos Rodrigo Fresán y Juan Villoro, no dudaron en situar a Los detectives salvajes como un heredera contemporánea de On the Road (1957), de Jack Kerouac. Y fue precisamente la crítica literaria −y en parte también la académica−, quienes auspiciaron a Bolaño hasta las primeras posiciones de la literatura mundial. Así pues, su internacionalización, aunque tardía, fue imparable. Y para ello el papel de la prensa fue determinante.
El pasado año 2011 se publicó la última obra póstuma de Roberto Bolaño que hay actualmente en el circuito literario, Los sinsabores del verdadero policía, otra novela inacabada, al igual que lo fue 2666 (2004). Terminamos con las que fueron, literalmente, sus últimas palabras; su epitafio: «El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte».
Bibliografía consultada:
BOLAÑO, Roberto. Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Barcelona: Anagrama, 2004.
——— ‘Los perros románticos’. Los perros románticos. Barcelona: Anagrama, 2006.
——— Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, 2000.
——— 2666. Barcelona: Anagrama, 2004.
BOURDIEU, Pierre. Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama, 2010.
Fotografía: Retrato de Roberto Bolaño. Fuente: Biblioteca Nacional de Chile: http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-73142.html
por Marina Hervás Muñoz | Jun 28, 2016 | Críticas, Música |
Con una atrevida programación, la monumental novena de Mahler, cerraba el pasado 24 de junio la Orquesta sinfónica de Tenerife su temporada 2015-2016. El aún joven Eiji Oue, que dirigía sin partitura, sacó de la orquesta un sonido y color excelentes y demostró la originalidad de su concepción de Mahler.
En el primer movimiento, el tema que inician las violas y que abre el movimiento adopta carácter estructural de pseudo tema de rondó. Oue fue edificando el movimiento como una especie de contraste entre tema y desarrollo, aunque destacando la genialidad de la mano de Mahler al modificar el tema hasta su desintegración, en la última aparición en el solo de violín. Esto demuestra la consciencia del tiempo que comenzaría a funcionar desde la prosa musical wagneriana: nada puede simplemente repetirse, el tiempo cotidiano penetra en la música y hace que ésta no pueda dominarlo, sino adaptarse a su devenir. Por eso, el tema estructural no puede simplemente reaparecer, sino que cada vez que lo hace es a costa de poner en jaque su propia existencia. Así apareció ante nuestros oídos, y así se constituyó también la dinámica. El tema, cada vez, aparecía como sin querer, de las ruinas que dejaban a su paso los pseudo desarrollos. No sé si es verdad eso que decía Alban Berg al considerar las apariciones del tema como premoniciones de la muerte, que hacen contrastar los pasajes delicados reumáticos y la explosión de su desarrollo. Pero, sea o no la muerte la que aparece, el tema es, desde el principio, como un herido que se aferra a la esperanza más mínima para seguir viviendo. Es la batalla del que ya sabe que ha perdido. El segundo movimiento, en el que Mahler recupera su gusto por la música de banda de pueblo y el folclore, es marca también de la ironía de esa música, que parece de otro mundo. Tal toque irónico fue marca de los vientos metales. El color que adoptó la orquesta fue a là Bartók, el del sabor de lo popular modificado, de lo popular, en realidad, inexistente, en cierto modo construido para trabajar sobre la fuerza de lo perdido. Siempre pienso en este movimiento de forma gráfica. No quiero contagiarles de mi interpretación sino a invitarles a que la consideren como una forma más: para mí, siempre aparece al oír esta música una calle de algún pueblo remoto en el día de carnaval de un tiempo indeterminado, en el que bufones, brujas y brujos , trileros y juglares juegan a ser otros con máscaras que terminan siendo terroríficas. Pero este lugar remoto y sus personajes, en realidad, no existen. Se desvanecen al terminar la fiesta, como en la corte de los milagros de Víctor Hugo. El tercer movimiento, quizá uno de los más queridos, destacó por la oscuridad del color, ya de por sí en la partitura. Este movimiento está construido, según los especialistas, como un intercambio de voces solistas. Bajo la batuta de Oue, este carácter solístico adquirió el carácter fragmentario. En realidad, cada voz solista era parte de lo mismo, de una construcción común de la que solo se relataba, poco a poco, su totalidad. Una pequeña decepción supuso el cuarto, que comenzó con una sección de primeros violines muy desafinada, descoordinada en la subida glissando y con imperfecciones en el agudo. El problema de afinación no mejoró hasta los niveles esperados de la interpretación ofrecida hasta entonces a lo largo de la sinfonía, quizá por cansancio, quizá por desconcentración, espero que no por falta de estudio. En cualquier caso, fue una lástima, pues podría haber comprometido al movimiento completo y dejar un sabor agridulce tras el concierto. Sin embargo, el buen hacer del resto de secciones compensó tales problemas.
Si hay algo fundamental al dirigir a Mahler es no hacer de su música algo bonito ni recrearse en los restos románticos de algunas de sus melodías. Es extraordinariamente difícil, además, mantener la tensión en una composición tan larga, tan compleja estructuralmente. La música de Mahler es grieta, es irrupción, es ruina. Ninguna melodía es meramente bella, sino que esconde un trasfondo oscuro. Esconde su propia desintegración. Se suele citar mucho por ahí una frase de Mahler que dice que componer es crear un mundo. Yo siempre he pensado, escuchando sus composiciones, que Mahler crea muchos mundos, y cuenta su génesis, su miseria y su apocalipsis. De todo esto habló Oue con la frescura del que aún cree en lo que hace.
La interpretación de la Novena de Mahler, justo un día después del cierre del Festival de Música contemporánea protagonizado por la música para percusión, demuestra que algo está cambiando en Tenerife. En una isla que se había acomodado a programas alto insulsos y sin demasiada gracia, y que demostraba el tedio con una sala a media asta cada semana, el cambio de programación y la inclusión de gente más joven, con nuevos proyectos, ha sido -creo, eso parece- un aliciente para el público. Por supuesto, aún queda mucho para volver a situar a la sinfónica de Tenerife donde estaba hace ya unos cuantos años, pero parece que comienza a despertar de su letargo afrontando programas más atrevidos, más parecidos a los de otras salas y orquestas importantes del país, muchos nunca escuchados en las islas.
por Débora Madrid Brito | Jun 20, 2016 | Cine, Críticas, Recomendaciones |
Al final de la calle hay un grupo de chicos que miran. Al final de la calle hay un coche con las luces encendidas. Al final de la calle hay una farola fundida. Al final de la calle hay un callejón. Al final de la calle hay soledad y silencio. Lo que aparece siempre, para una mujer, en cualquier calle nocturna, es el miedo. Au Bout de la Rue (Al final de la calle), de Maxime Gaudet, es un cortometraje francés que se ha hecho viral en redes sociales y del que se han hecho eco numerosos medios en España a comienzos de este mes. La película sugiere en poco más de tres minutos la situación de una joven que tiene que regresar a casa sola en la noche. Y digo sugiere porque, como mujer, me he sentido enormemente identificada desde incluso antes de darle al play y, sin embargo, enormemente irritada al ver que ese corto que tanto había llamado la atención se quedaba, no obstante, muy muy corto. Tras despedirse de sus amigos al salir de una fiesta la protagonista cruza dos o tres calles, recorrido en el que es increpada por un joven de esos que creen que intimidar a una chica es la mejor forma de ligar. A continuación se desvía de la acera para esquivar a otro joven, todo ello habiendo apagado la música que escuchaba para poder estar alerta. Al llegar a casa saluda a su pareja afirmando que le ha ido muy bien el día.
La cotidianidad de esta situación es tan abrumadora que, efectivamente, no merece ni mención al llegar a casa. Lamentablemente hemos asumido el miedo como una situación “normal”, inherente a nuestra condición de mujeres. Pero no lo es. El miedo ha tomado tanto las riendas de —entre otras cosas— nuestro regreso a casa, que al pulsar el play, esperaba ver a una chica corriendo sin motivo aparente, con un montaje trepidante de planos cortos y desde diferentes ángulos insinuando casi la locura, y la banda sonora de Psicosis acechando en cada esquina mientras cada hombre con el que se cruza la mira con los ojos inyectados en sangre, aparentemente dominados, cual zombies, por el impulso de matar, violar, golpear, increpar o robar. Sí, esperaba una película de terror. Lo que encontré, sin embargo, es una mucho más ligera representación de ese terror. Una cuidada fotografía, eso sí, y un silencio necesario y completamente acertado para la situación.
Mi mayor sorpresa fue cuando leía ciertos comentarios masculinos en la red acerca de cómo el corto no era más que, como otras muchas reivindicacones, una exagerada victimización de las mujeres. A esos hombres les digo que puede que sean unos inocentes ignorantes, pero, aunque no lo crean, seguro que más de una vez han sido uno de esos zombies terroríficos por el simple hecho de caminar detrás de una chica, bajarse detrás de ellas en el metro o el autobús, mirarlas de arriba abajo, tocarles la pita al pasar con el coche, o incluso, reírse de cualquier otra cosa mientras una de ellas pasaba por su lado. Efectivamente, salir del metro detrás de una chica no es reprochable, casi siempre se trata de un hecho casual, pero que ella se sienta atemorizada cuando esto ocurre significa que algo está pasando, que algo no funciona bien. Que apaguemos la música al salir del autobús, que saquemos las llaves del bolso con mucha antelación, que tengamos pre-marcado el teléfono de nuestros padres “por si acaso” mientras caminamos por la calle, que cerremos a toda prisa el portal del edificio con el corazón a punto de salir de nuestro pecho, no es, y esta vez sí que no hay duda, nuestra culpa. Así que Au Bout de la Rue no solo no es una victimización de las mujeres, sino que, además, deja muy bien parados a los hombres; quienes, por cierto, deberían asumir la responsabilidad social de estar atentos para no ser percibidos con los ojos inyectados en sangre (si verdaderamente no los tienen) por quienes somos incapaces de dejar de escuchar la banda sonora de Psicosis cuando vamos solas, de noche, por la calle.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 17, 2016 | Críticas, Música |
Ayer se abrió el Festival Sónar en L’Auditori, en colaboración con el Sampler Sèries, con un doble concierto. El primero consistió en la interpretación de Become Ocean (2014) de John Luther Adams Dice Adorno que «ninguna frase de ocho compases puede sincronizarse realmente con un beso filmado». Algo similar sucedió ayer con el intento de John Luther Adams de poner en música el océano. De hecho, desde el principio el tictictic de metrónomo de pinganillo que llevaba el director, Brad Lubman, hacía complicada la inmersión en la construcción sonora que propone esta obra, por no decir la contradicción de base de medir en un tempo estricto lo orgánico y cambiante del agua. Galardonada con el Premio Pulitzer 2014 y con un Grammy en 2015, además de vanagloriada por críticos como el ya conocidísimo Alex Ross, Become Ocean promete, como explicó el compositor, hacer que el oyente no escuche el agua, sino que se convierta en el agua: de ahí el título de la pieza. Sin embargo, y quizá porque soy poco amiga de las explicaciones cercanas a la mística musical y creo que la pieza tiene que ser capaz de contar cosas por sí misma, me sobró el vídeo inicial en la que se explicaba, de alguna forma, el posicionamiento más adecuando para escucharla y no herramientas de escucha que permitan al oyente entender -y no tanto ratificar lo que se supone que aparece en la obra-. A nivel musical, Become ocean no la dividiría, como sugiere Serafín Álvarez en las notas al programa, por su dinámica (crescendo, clímax, diminuendo), sino por las dos grandes capas sonoras con las que articula el discurso musical: el del ostinato de la percusión (y en concreto, de las marimbas) y las melodías exiguas que se iban pasando los diferentes instrumentos. La complejidad de la melodía era mínima no sólo por su construcción, sino también porque en la cuerda se limita a los tremolo, a los trinos medidos y a variolaje, mientras que los vientos tomaban las notas de la melodía de la cuerda en tenuto, formando así el colchón armónico de la obra. Se trata, entonces, de un trabajo de unión entre un lenguaje minimalista más cercano a Glas que a Reich, por ejemplo, y de una especie de espectralismo que termina diluyéndose en acordes pseudotonales. La interpretación, por parte de la OBC, fue lacónica y algo descafeinada.
Serafín Álvarez señala que «no sería desacertado asociar la idea romántica de sublime con Become Ocean, en un espacio suspendido en el tiempo […] y que nos provoca emociones placenteras y aterradoras al mismo tiempo». Incluso lo compara con el mar de El monje de Caspar Friedrich. A diferencia de La mer de Debussy, que deja que la música hable de lo desconocido del mar, de todo lo que esconde a las limitaciones del ser humano, Luther Adams repite en su música algunos estereotipos sobre el mar, algo que hacía que después de algunos minutos ya nada aterrase, sino que la música se convirtiera en un bálsamo. El resultado recordaba a lugares comunes del concepto de mar, con una herencia muy acentuada de la música de cine. Lo que el título y la explicación del compositor sugerían aparecía sin sorpresas, sin novedad, en la pieza: correspondía exactamente a la expectativa que se creaba de encontrar puesta en música cierta idea de mar. Si es cierto que la obra surge con ánimo de hablar en música del cambio climático, y que se podría considerar, como dice Alex Ross, el “apocalipsis más bello de la historia de la música”, creo que se impone el concepto de océano de los de aquí, para los que el mar es algo relajante y que ofrece preguntas para meditar con el sonido del agua (quizá así se justifica su cercanía con Caspar Friedrich), pero no se debe confundir con un supuesto “activismo ecológico” del autor -al menos eso no aparece en la pieza, que tiene tendencia a ser bonita, a mostrar lo reconciliado, como si así estuviera nuestra naturaleza maltrecha y maltratada- y mucho menos a hablar de otras realidades sobre otros océanos, el de los de allá, los que se mueren en pateras y encuentran en el agua su tumba.
Mientras otros conciertos de Sampler Sèries se celebran en las salas pequeñas de L’Auditori, el casi lleno de la sala 1, repleta de abonados al Sónar, demuestra que el hecho que muchos lamentan de que los conciertos de música contemporánea siempre están vacíos y sin gente joven tiene que más que ver con la campaña de markéting que hay detrás y el empaque del concierto. Algo similar sucedió con el que venía a continuación, el de Down in midi, en la pérgola y con cerveza gratis: lo de menos era la música, lo importante era la actividad social y supongo que el postureo en las redes sociales. A las próximas sesiones de conciertos de contemporánea fuera del Sónar, volveremos los mismos de siempre, mirándonos con complicidad, como se miran los raros del cole al salir al patio.
Por cierto: según el autor, la obra está pensada para ser escuchada desde una grabación. Aquí se las dejo
por Elisa Pont Tortajada | Jun 7, 2016 | Artes plásticas, Artes visuales, Recomendaciones |
La fotografía le acompañó durante toda su vida. Vivian Maier (Nueva York, 1926 – Chicago, 2009) , niñera de profesión y fotógrafa de vocación, murió en la indigencia y sin ser consciente de que hoy sería reconocida como una de las fotógrafas más relevantes del siglo XX. De los 120.000 negativos que abandonó sin relevar en un sótano oscuro, la Fundación Foto Colectania de Barcelona expone cerca de 80 de sus mejores tomas, todas ellas incluidas ya en los anales de la historia de la street photography al mismo nivel que los consagrados Helen Levitt, William Klein y Garry Winogrand.
‘In her own hands’ colgará de las paredes de la Fundación hasta el próximo 10 de septiembre, una muestra que se realiza en consonancia con la que la Fundación Canal de Madrid inaugurará el próximo jueves 9 de junio, y que posteriormente viajará a Italia y Canadá. La exposición reúne algunas de aquellas escenas callejeras que protagonizó Maier como transeúnte habitual de Nueva York y Chicago a lo largo de las décadas de 1950 a 1980, primero en blanco y negro y posteriormente también en color. Son instantes captados en una sola toma, escenas cotidianas y espontáneas que constituyen el mejor archivo documental de la ‘América urbana’ de la segunda mitad del siglo pasado. Como apunta Anne Morin, comisaria de la muestra, la gran habilidad de Maier fue saber comunicar tanto el humor como la tragedia a través de la composición, la luz y el entorno específico en cada fotografía.
El gran archivo personal de Vivian Maier se descubrió por pura casualidad. Fue el historiador John Maloof quien en 2007 compró el almacén de Maier, subastado por impago, y comenzó a investigar en busca de imágenes antiguas de la ciudad de Chicago. No fue hasta 2009 cuando abrió aquellas cajas y empezó a vender las fotografías por internet, hasta que el también fotógrafo y cineasta Allan Sekula le alertó del gran valor de aquellas obras. Para el momento en el que se comenzó a reunir toda su obra, Maier falleció. Era el 21 de abril de 2009.
Niños que nos miran interrogantes, parejas que se besan en medio del bullicio del tráfico, la ciudad solitaria de noche y apabullante de día. Observar las fotografías de Vivian Maier es adentrarse en una época perdida, pero no olvidada, que desde el presente se recuerda con la nostalgia de quien no la ha vivido. También sus incontables autorretratos, el reflejo enigmático en espejos y vitrinas, son utilizados a menudo para realizar juegos de contraste y sombras. Su figura altiva y potente contrasta con la media sonrisa de su rostro, haciendo patente que su presencia está allí, tras la cámara, atenta a cualquier movimiento. Su apariencia casi invisible le valió a Maier la intromisión en la privacidad de aquellos paseantes anónimos −o no tanto− de los que tomó prestados algo más que instantes momentáneos de sus vidas.
Vivian Maier, in her own hands. Del 6 de junio al 10 de septiembre de 2016. Foto Colectania, Barcelona.