por Ainara Zubizarreta Gorostiza | May 19, 2016 | Críticas, Música |
Tabakalera. Centro Internacional de Cultura Contemporánea
Donostia-San Sebastián
14/05/2016 a las 20:00
Michael Pisaro: composición y electrónica
Stéphan Garin: percusión
Didier Aschour: guitarra
El evento se presentó como una más de las iniciativas de la controvertida capitalidad cultural europea que este año se le ha concedido a Donostia-San Sebastián, junto con la ciudad polaca de Wroclaw. Donostia 2016, actúa como un agujero negro, absorbiendo cualquier acontecimiento cultural que se lleve a cabo en la ciudad. Y es que, cuando ya ha pasado prácticamente la mitad del año, una va abandonando la duda para acercarse a la certeza de que (casi) todo evento cultural que se ha llevado a cabo durante estos meses habría sido posible igualmente sin el título europeo.
Nos reunimos no más de veinte personas en una sala tímidamente iluminada para escuchar hablar a Michael Pisaro (Buffallo, Nueva York, 1961) sobre el paisaje sonoro y el field recording, técnicas que conforman la base de sus composiciones. Resulta estimulante escuchar a un compositor hablar de su obra, sobre todo cuando el discurso es honesto. Michael Pisaro cree en lo que hace, pero se trata de una fe casi religiosa y de una devoción irracional hacia una idea, la de escuchar la experiencia de la escucha, que sería lo mismo que escucharse a una misma escuchando. Pisaro busca, por un lado, la paradoja entre los conceptos, en un principio contradictorios, de escucha y silencio y, por otro lado, le atribuye al silencio la característica de serlo aunque no lo sea. Es decir, el silencio no es tanto la ausencia de ondas acústicas, sino una posición en la escucha. El silencio puede, por lo tanto, existir aunque exista sonido.
La música de Pisaro juega constantemente con ese límite entre el sonido y el silencio. Así es como funcionan Transparent City 6 y A Wave and Waves, cuyos fragmentos ejemplificaron las ideas del discurso. El compositor utiliza para su obra sonidos grabados del entorno, pero de un entorno entendido de manera rousseauniana, ya que la intención es situar al oyente en una naturaleza preindustrial, asumida como el verdadero lugar en el que el ser humano puede conectar con su estado natural, creando la experiencia de “estar en”. Además, las constantes alusiones a cuestiones antropológicas hacen que podamos entender la música de Michael Pisaro como una especie de “etnomusicología del entorno”, ya que se trata de una investigación a través de la grabación de los sonidos de la naturaleza como herramienta para el conocimiento del ser humano en su relación esencial con lo que le rodea. Sin embargo, ésta es una relación individual e introspectiva, que tiene como objetivo más el autoconocimiento que el propio conocimiento del entorno, más la conexión con uno mismo que la conexión con la naturaleza que refleja, reafirmando la idea religiosa del acto de escuchar que he mencionado anteriormente.
Pero las discusiones estéticas alrededor del silencio no son nuevas. De hecho, Pisaro abrió la conferencia con la casi obligada referencia al 4’33’’ de John Cage (1912-1992) y con una reflexión respecto del silencio como material compositivo irrepetible, ya que “dos sonidos pueden sonar igual, pero dos silencios no” (una afirmación, por otro lado, más que cuestionable). Hasta aquí todo en orden. Pero, lo que me llamó la atención es que la referencia a esta obra de Cage, escrita en 1952, fuera la única en una conferencia de casi una hora. “Cage abrió una puerta”, afirmó Pisaro, y no podemos sino darle la razón. Sin embargo, aunque hay que reconocer que el paisaje sonoro, entendido como fotografía sonora del entorno, ya sea buscando armonías en el mismo o creando armonías con el mismo, a través de grabaciones de los sonidos de la naturaleza que después se procesan (o no), en los años setenta del pasado siglo fue una corriente vanguardista y rompedora, lo cierto es que, a día de hoy, resulta ciertamente complicado valorarlo como música contemporánea o experimental.
La conferencia dio paso a un concierto de una hora en el que se interpretaron dos obras de las que no se dio título y que fueron impecablemente interpretadas a cargo de Stéphan Garin a la percusión y Didier Aschour a la guitarra, mientras el propio Pisaro lanzaba la electrónica. La calidad musical fue intachable y la precisión de la ejecución, admirable. La primera obra se basaba en una nota pedal sobre la que se construían interesantes armonías a través del juego entre segundas menores que creaban vibraciones mensuradas. El sonido del vibráfono tocado con arco se confundía con los sonidos electrónicos creando un verdadero diálogo entre lo “artificial” y lo acústico.
La segunda obra consistía en un colchón armónico denso entre la guitarra y la electrónica sobre el que el percusionista “jugaba” con diferentes materiales para hacer sonar el bombo. A través de lijas de diferentes rugosidades, granos de arroz lanzados de diferentes alturas y pelotitas que rebotaban en el bombo, se creó un espectáculo minimalista visualmente más atractivo. No obstante, no puede decirse que el resultado ni la técnica sorprendieran al oyente, ya que, tanto los juegos de los instrumentistas con sus instrumentos para generar sonidos diversos, como el material electrónico a base de sonidos de masas de agua, aviones despegando y viento procesados, son algo ya bastante trillado en las composiciones de paisaje sonoro. Quizá lo más sorprendente y estimulante del concierto fueran las campanas de alguna iglesia cercana que se oyeron repicar a las diez de la noche, imponiéndose el entorno real al entorno artificial que dentro de la sala se había creado.
por Marina Hervás Muñoz | May 12, 2016 | Artículos, Música |
El pasado 9 de mayo, el siempre agudo El Roto publicó la viñeta que ven más arriba en El País. Sencilla y clara, dirán algunos (e incluso añadirán: ¡y muy cierta!). Otros, los musicólogos sobre todo, se lanzaron a las redes sociales a dedicar grandes párrafos incendiarios contra su autor y el contenido. A mí, como me parece que algo que agita discusiones ya merece tener en cuenta (siempre que no sean las aventuras de la vida privada de nadie) y, porqué no decirlo, en esta revista nos va la polémica, me he decidido a lanzarme con este texto.
Bien. Comencemos por la sencilla frase. Tiene dos lecturas evidentes. Por un lado, la que se comprende inmediatamente, en la que podríamos seguir aquel diagnóstico de Th. W. Adorno que señalaba que, en los últimos tiempos, la sociedad sufría de una “regresión de la escucha”. Ésta implica un retroceso de la capacidad de escuchar y reconocer estructuras complejas en relación al desarrollo de las posibilidades musicales. El pobre Schönberg pensaba que su música se tararearía, según dicen las malas lenguas, cien años después de su composición. Algunas ya los han pasado y todavía mucha gente ni siquiera sabe quién fue ese tipo. Y tampoco les cambia demasiado su vida saberlo. Muchos, incluso músicos profesionales, siguen considerando a este hombre como creador de basuras musicales y otras lindezas que he escuchado entre los pasillos de conservatorios. En cualquier caso, sí que parece que hay un elemento regresivo en la escucha, no tanto por capacidad sino por lo permitido u ofrecido por las instituciones. La música que más triunfa en España sigue siendo el reggaetón (que, más allá de que musicalmente es nefasta, su contenido político es todo lo contrario a lo que desearíamos como sociedad no barbárica) y la música es cada vez más retirada a un elemento de entretenimiento o de bien cultural, como una especie de bien museístico más. Cuando algunos colegas de profesión quieren defender la música, sus argumentos suelen dirigirse a señalar que es buena para el cerebro, que los niños que estudian música son más inteligentes y organizados, etc. Pocos defienden la música en sí misma, mucho menos -doy fe que somos realmente pocos- como una forma de conocimiento alternativa, como un conocimiento no proposicional. Pero esto es harina de otro costal y no puedo alargarme demasiado por motivos de formato y por la paciencia que atribuyo a mis lectores.
Por otro lado, y aquí es donde los colegas musicólogos se encendieron, parece que El Roto desprecia, de alguna forma, la aparente simplicidad del tambor. Eso le pone contra las cuerdas. Fue considerado como elitista, anticuado, conservador, etc. En la misma línea que parecía estar El Roto estaba la interpretación, por ejemplo, de Ernst Bloch, que consideraba que la música comienza a emanciparse de su función ritual cuando aparece la flauta. Para él, el tambor no ofrecía música en sí, sino para sí. El tambor, según esta segunda línea, sería lo más básico y arcaico para la escucha. Los percusionistas, claro, se sintieron atacados, y denunciaron -con razón si seguimos este argumento- todas las posibilidades de los tambores, que exigen de una altísima (por seguir en los términos del dibujante) sensibilidad musical. Por no decir, aunque quizá sea una exageración un poco oportunista por mi parte, que el piano es, en esencia, también una especie de tambor: al menos hereda de él la lógica de su mecanismo.
¿Qué significa esta viñeta en abstracto? Encontramos otras dos posibilidades. Por una parte, la constatación de que no saber de música y demostrarlo no se condena ni social ni culturalmente. De hecho, eso es lo normal. Dudo que El Roto se hubiese atrevido a poner eso en términos, por ejemplo, de pintura o literatura, donde se espera que la persona media (sea lo que sea), tenga otros conocimientos. Es decir, El Roto ha caído en su propia trampa. Él mismo ha caído en su propia asensibilidad musical y se ha puesto, a sí mismo, entre la espada y la pared. Con esta frase, hace un flaco favor a los que intentamos desestabilizar el statu quo, también existente en la música (con la fijación del repertorio, la repetición hasta la saciedad de los mismos hits musicales, el desarrollo de una industria cultural cada vez más alejada de la creación contemporánea de ámbitos menos comerciales…). Y, por otra -y por último-, El Roto abre una pregunta que me parece esencial para comprender el mundo que nos toca vivir. ¿Qué significa sensibilidad? No es momento aquí de ponernos con reflexiones sobre el asunto. Simplemente, dejo apuntada la cuestión bajo la luz de que parece que, desde hace unos cuantos años, sensibilidad se ha opuesto a razón y ésta se ha asociado tanto a elementos objetivos (como capacidad de percibir, aisthesis) como a subjetivos (como el gusto o como cualidad: “esta persona es muy sensible, se emociona siempre que ve perritos” -o lo que sea-). También, como defiende el filósofo francés J. Rancière, a estructuras políticas que posibilitan percibir, o no, la realidad, algo que él llama “la división de lo sensible”. J. Attali, por ejemplo, decía que la música era una organización política del ruido, esto es, algo que en determinado momento, bajo determinadas circunstancias, se ha denominado como música y que la oponía -como algo rechazable- al ruido. En los últimos años, nos encontramos con que se ha despertado la conciencia de que somos seres ruidosos, y así se ha puesto en marcha el mecanismo que comienza a interpretar las estructuras que condicionan nuestra escucha en términos biopolíticos. Piénsenlo: en nuestra cultura, la de esta esquina del mundo, no se debe eructar en público, ni sorber la sopa, ni cantar por la calle. Hay un control de nosotros como seres ruidosos. En todo esto participa cierto concepto de la sensibilidad. Me parece a mí que El Roto no sabía lo que se escondía detrás de su tan aparente sencilla viñeta…
por Daniel G. Camhi | May 12, 2016 | Artículos, Libros, Música, Recomendaciones |
Ayer lunes 11 de mayo de 2016 la biblioteca de la Esmuc (Escola Superior de Música de Catalunya) cambió su disposición usual para un evento especial: Sílvia Martínez García, Áurea Domínguez Moreno y Luca Chiantore presentaron su libro Escribir sobre música. Este libro, editado apenas el mes pasado, inaugura el proyecto editorial Musikeonbooks y es, tal y como dicen lxs autorxs “un texto sin precedentes en lengua española, que ofrece a estudiantes y profesionales un marco coherente para la redacción de textos en torno a la música, en todas sus dimensiones, partiendo de la heterogénea tradición musical y musicológica de los países de habla hispana.”
Escribir sobre música nace de varias necesidades. Primero una necesidad académica, destinada a resolver algunas de las preguntas más relevantes, de entre las tantas que hay, sobre las convenciones a la hora de escribir sobre música. Y no se trata solamente de disquisiciones eruditas sobre formas correctas de citar bibliografías especializadas y documentos históricos (aunque hallaremos también algo de esto), sino de mostrar así mismo posibles soluciones para algunos de los problemas más actuales de la escritura académica en general aplicándolos al caso musical. Problemas que van desde el sexismo en la escritura hasta la autoedición, y herramientas que nos ayudarán a decidir cómo citar desde un artículo científico hasta un tweet o un programa de televisión.
También existe una necesidad editorial, dada la precariedad a la que se ven sometidxs lxs autorxs de libros especializados, y tratándose de música ni qué decir. El sector editorial llega a ser ejemplar en su injusta distribución de las ganancias y su valoración del trabajo. Tal y como nos explicaban lxs autorxs la tarde del lunes, de haberse decantado por seguir un camino usual según las reglas del sector editorial, las compañías de distribución habrían percibido por lo menos un 40% de las ganancias mientras que ellxs (que han dedicado nueve años de trabajo e investigación para lograr la aparición de Escribir sobre música) habrían comenzado a recibir unos 50 céntimos por ejemplar después de haberse vendido unos cuantos miles.
Por eso Escribir sobre música no es solamente el primer manual de esta clase escrito en lengua castellana, sino el primer resultado del proyecto editorial Musikeonbooks. Después de las colaboraciones con la editorial Nortesur en la colección Nortesur Musikeon, lxs iniciadxres del proyecto decidieron correr el riesgo y seguir por libre. Musikeonbooks es un proyecto que pretende poner en práctica “un nuevo concepto de relación entre el autor y el editor, basado en una estrecha colaboración a la hora de la producción y la distribución de cada libro, que se concreta en unas condiciones económicas inimaginables en una editorial convencional.”
Escribir sobre música es también un intento de inclusión de las formas no peninsulares del castellano. Además de buscar ejemplos ilustrativos en el ámbito latinoamericano, también han buscado tomar en cuenta (en la medida de lo posible) algunas variantes y matices que podrían afectar las formas de escritura en otros países. De hecho, dentro de las próximas actividades que tienen en su agenda Escribir sobre música se va de gira a México desde el 12 hasta el 18 de mayo, donde además se harán presentaciones en Ciudad de México (CENIDIM y UNAM) y Xalapa (Universidad Veracruzana) los días 13 y 16 de mayo respectivamente. Además de la inminente visita a México, Escribir sobre música viajará a Valencia (Musikeon) el 28 de mayo y luego a Colombia del 18 al 30 de agosto. Además de estas presentaciones confirmadas, lxs autxres esperan poder presentar el libro prontamente en la Universidad de Helsinki, así como en una gira por varias universidades españolas.
Un anuncio importante es que, dado el modelo de distribución adoptado por la editorial, el libro no estará poblando grandes y numerosas librerías. En caso de que hubiesen interesadxs en conseguirlo, hará falta ponerse en contacto con la editorial, o bien pedirlo desde el portal en línea.
Es realmente un gusto que investigadores con la trayectoria de lxs autorxs de Escribir sobre música hayan decidido dedicarse a la confección de este libro, que será tan útil para todxs lxs que nos dedicamos a la apasionante tarea de escribir sobre música.
por Marina Hervás Muñoz | May 11, 2016 | Críticas, Música |
Morgen und Abend © 2015, Clive Barda
El pasado noviembre de 2015 se estrenó en la Royal opera House Covent Garden de Londres Morgon og kveld de Georg Freidrich Haas (1953-) inspirada en el texto homónimo (arreglado como libretto por el mismo escritor) de Jon Fosse. Ahora se encuentra en la Deutsche Oper, que coparticipó en el montaje de la obra, donde vimos el pase del pasado 3 de mayo. Se trata de una obra corta (90 minutos), poco ambiciosa. Es una pieza dividida en dos partes, aunque no hay ningún corte entre ellas. Cuentan el nacimiento y la muerte de Johannes (Christoph Pohl), el protagonista de la pieza. La música comienza con tres solistas de percusión y la orquesta respondiendo a las llamadas de tambor con melodías típicamente espectralistas. El primer acto, por llamarlo así, correspondiente a la mañana («Morgon»), o al inicio de la vida, una metáfora típicamente romántica, recuerda a Beckett y a Grisey. La música de la orquesta trata de captar la atmósfera de Olai (Klaus Maria Brandauer), que espera la noticia del nacimiento de su hiijo. sin embargo, su espera es similar a la de Godot del clásico de Beckett: una espera de la espera. Habla y describe, de forma lacónica, sus inquietudes. Cuando el niño llega al mundo, anunciado por una exageradísima matrona (Sarah Wegener), Olai no se atreve a ir a verlo. El segundo acto, «Kveld» o noche (en sentido de evening inglés, para la que no tenemos traducción) Johannes ya es adulto, yse desierta con una sensación de ingravidez. Le visita su esposa fallecida, Erna (Helena Rasker) y su mejor amigo, también muerto, Peter (Will Hartmann), al estilo del señor Scrooge de Un cuento de navidad de Charles Dickens. Pero, en lugar de mostrarle a Johannes sus errores del pasado, le invitan a acompañarles. Es decir, le anuncian su muerte. Signe (Sarah Wegener), la hija de Johannes y Erna, esta vez moderada y delicada, una de las grandes sorpresas de la noche, aparece varias veces en escena y no es capaz de ver a su padre, ya muerto, que intenta hablar con ella, decirle que todo está bien aunque él se vaya. Haas une el principio y el final de la vida con el grito del recién nacido y el grito del que se queda en la tierra viendo cómo sus seres queridos se van.
Quizá uno de los puntos fuertes de esta obra sea precisamente su capacidad de tratar temas peliagudos y normalmente apaciguados por las herramientas del arte, como la muerte y el dolor. Aunque Haas no es crudo, sí que es diáfano, algo que hace destacar la radicalidad de la experiencia de un nacimiento y una muerte. Olai espera al nacimiento como el que sabe que esa buena noticia sifgnifica que uno ha crecido, que uno ya es suficientemente mayor como para ser capaz de ser reproductor, para ser padre, es decir, para no ser ya sólo hijo. La muerte, por su parte, puede entenderse a là Heidegger, como la dirección de nuestras vidas, no tanto porque es evidente que nos vamos a morir algún día, sino porque todo lo que consideramos único o irrepetible lo es proque nuestra experiencia del tiemppo es finita, y porque cuando algo único nos pasa no es por el evento en sí, sino porque nuestra capacidad del aquí y el ahora se limita con nuestra muerte. Aunque intuyo que Haas no quería llegar tan lejos, sí que hay algo relevante: y es tratar de captar musicalmente o, al menos, desde la música, el momento del nacimiento del otro (quizá me parecería más coherente la pieza con el nacimiento de uno mismo) y la muerte propia. Si bien sus figuras de los seres queridos que ya nos han dejado nos recogen y nos arropan en la muerte es bastante manida y se desteñían algunos toques pseudocristianos, como la luz, la vida eterna y una serie de figuras por el estilo, me parece interesante como ejercicio, como camino a explorar. Si normalmente la ópera ha contado historias que pasan entre el nacimiento y la muerte de sus personajes, aquí la obra se centra en los dos extremos, en los límites de los propios protagonistas. Este es sólo el principio, por eso decía que no parece una pieza muy ambiciosa.
Carente de ambición lo fue también musicalmente que, en lugar de utilizar leitmotive al uso, Haas tató de trazar atmósferas que terminábamos vinculando a cada personaje o a cada estado de ánimo vinculado a su rol. Así, la espera era siempre caracterizada por melodías espectrales. La hija de Johannes, Signe, y en ocasiones su madre, Erna, tenían asociadas melodías construidas por glissandi muy acusados. Los monólogos de Johannes (cantados) y de su padre, Olai (hablados) se construían mediante efectos en la orquesta de todo tipo. El problema de este recurso es que el efecto sólo actúa como tal si se puede relacionar con algo previo con lo que contraste. Cuando todo es efecto, resulta pobre e insuficiente, algo torpe. En general, la ópera, musicalmente, se quedaba pronto con poco que decir y sólo brilló el final de la ópera gracias a la excelente interpretación de la despedida de Johannes y Signe. La escenografía, por su parte, consistía en un par de muebles (una cama, una silla, una puerta) y un barco, punto de unión en el dúo entre Peter y Johannes, ambos compañeros pescadores (y una excelente excusa para recurrir a otra metáfora romántica del mar como la muerte, presente en Baudelaire, Rimbaud, Poe y otros tantos). Una luz cenital que cada vez era más intensa y un fondo de tela gris completaban el escenario, parco pero muy expresivo en su sencillez. Según acontecía, por decirlo de alguna forma, ya que en realidad no pasaba nada, la pieza, los elementos del escenario quedaban en primer plano, pues eran movidos por una plataforma rotatoria. La escenografía, en su sencillez, fue capaz de dignificar una obra que no termina de brillar por sí misma. Me faltó más trabajo orquestal (de la misma calaña que la fuerza de lo escrito para la sección de percusión), más trabajo compositivo, más trabajo letra-música. Faltaron mejores y más ideas, menos esbozo y más carácter definitivo. La ópera tiene el sabor de lo a medias. Quiere ser moderna, pero no le sale del todo bien. Al mismo tiempo, por texto y por el uso de leitmotive ambientales, por llamarlos de alguna manera, es bastante antigua, repetitiva en muchos aspectos, pero tampoco convence en su retorno a lo pasado. Creo que ahí está su problema: que no se atrevió a salir del punto intermedio, que trató de agradar un poco a todos. Y eso taicionó todo su potencial.
por Daniel G. Camhi | May 10, 2016 | Críticas, Música |
Seguimos con el día 22. La función comenzó poco después de terminada la mesa redonda. La gente se había dispersado, y la situación ya no estaba construida a partir de la confrontación frontal entre un grupo con poder de palabra y otro con obligación de audición. En este paisaje caótico que se da en los intermedios, la gente se segregaba y deambulaba en el espacio y la conversación. Yo seguí cavilando sobre las cuestiones que habían quedado suspendidas tras la discusión anterior. Me era difícil estar allí jugando al espectador iluso, dejándome conducir por la facilidad del itinerario ritual y sus codificaciones. El crítico no deja de ser una pieza en el engranaje de la maquinaria artística. La condición ritual del festival que antes me había parecido una observación curiosa ahora me era incómoda. Las luces azules se volvieron insultantes, con su oscuridad, sus sillas y sus tarimas nubladas. Comencé a sentir alguna especie de repulsión intelectual por la pretensión gandallista de una propuesta artística que enmascaraba sus intenciones de absolutismo cronológico tras un rótulo autojustificativo y de apariencia neutra. Era el inicio de una especie de náusea.
La cortina de humo era el sonido. El sonido era el objeto de contemplación sobre el cual se erigía una estructura ideológica que pretendía despolitizar a la música y “elevarla” al pedestal incontestable de las ciencias formales. La “composición contemporánea” pretendía desligarse de las tramas narrativas para volverse una entidad de belleza más allá de lo humano, autónoma y eterna, indiscutible, pues quedaba fuera del ámbito de todo argumento. Qué sencillo era cubrirse las espaldas con el cuento de la incomprensión, de la ultramodernidad, de la excelencia intelectual.
En tal contexto debe posicionarse el crítico: elegir entre la permisión o la confrontación. Pero la confrontación debía venir desde abajo, desde el principio, precisamente porque se espera que la crítica se inserte en la jerarquía del medio y se limite a hablar de lo sonoro. Una crítica legal es sólo parte de la burocracia. El objeto sonoro está constituído sobre tal armazón ideológico y trazado con tal complicación composicional que cualquier crítica que parta de la experiencia inmediata del concierto peca insalvablemente de ingenuidad e insuficiencia. Se trata de una estrategia de reversión del sentido, o más bien, de espejismo de la dirección: una opinión contraria emitida desde las reglas de juego es una fuerza a favor. Pero qué otra opción hay. Mantenerse declarada y completamente al margen, jugando la partida de la diferenciación, simplemente lleva a anular la capacidad de agencia y de oposición. Se mueve uno en otro escenario con un funcionamiento propio.
Al final el tiempo de espera se hizo corto y enseguida entré al cuadrilátero congelado de la sala. Tras los telones negros todo estaba igual: las bancas de madera en semicírculo, la tarima baja, los altavoces; la luz cuidadosamente seleccionada, la decoración abstracta de paraguas como columnas vertebradas. Pensé que estaban allí para ser una burla al sentido, un desdén hacia el contexto; su presencia era una reivindicación del arbitrio, de la voluntad absoluta, y al tiempo un encarcelamiento del lector dejándolo solo en la llanura.
Pero entonces no supe hacer sino lo que sabía. Tomé asiento y saqué la libreta para jugar al crítico que atrapa sonidos como mariposas. Fanny Vicens entró resuelta al escenario. Se introdujo con los largos y aglutinados conjuntos sonoros de Tremble (2012) del brasileño Januibe Tejera. Siguió una obra que me había predispuesto al desagrado por su título antipático Les obnubilacions ontològiques (2016), de Manel Ribera -de la que nos habló su autor aquí– pero finalmente acabó gustándome mucho. Comenzaba con un coral microtonal de movimiento lento y pausado que acariciaba a veces la tonalidad y sus giros distintivos; paulatinamente iban interrumpiendo episodios intermedios que terminaron por darle a la obra una estructura dispersa. La obra de Mayu Hirano, Instant Suspendu (2014), me pasó bastante desapercibida. Además de una interacción poco clara entre el acordeón y la electrónica, el repertorio sonoro inhibido no despertó demasiado mi curiosidad. El concierto cerró con Natura Morta (2014) de Carlos de Castellarnau, una obra veloz de movimientos granulares, fragmentados, frenéticos, pero no escandalosos; exploraba una interacción muy estrecha entre el timbre del instrumento y la electrónica.
Pasamos casi inmediatamente a la sala contigua para el concierto de Mario Prisuelos. Seguía sintiendo que intentar tomar notas era una actividad innecesaria, pero no pude desistir de ella. Comenzó con el tríptico Visiones (2011) de Joan Magrané, me sorprendió su manejo libre y fluido de la atonalidad, así como la unidad y direccionalidad de que dotaba a las piezas sin recurrir a motivos diferenciables, sino más bien a una coherencia textural. Jerez desde el aire o el aire de jerez (2009) de Mauricio Sotelo no huía de las citaciones y las referencias, haciéndolas más bien continuamente a estilemas como las cadencias frigias o a algunos giros que recordaban al pianismo de Albéniz; se movía continuamente entre las fronteras elásticas de lo conocido y lo extraño, con una predominancia de la textura a dos voces y un uso constante de las imitaciones a dos y tres voces. Siguió la Pianosculpture or Mario Prisuelos (2015) de Josué Moreno, una obra que ejercía notablemente un régimen mayor sobre el cuerpo y la gestualidad que sobre lo sonoro, desarrollándose en un conjunto limitado de combinaciones sonoras más bien moderadamente disonantes. Finalmente la estridente y dispar Shadows (2013) de Rebecca Saunders selló el programa, contrastando tanto con lo anterior como con ella misma, llena de dicotomías diametrales, como el sonido de las teclas contra los armónicos liberados durante los silencios.
La velada había sido intensa y sin pausa hasta entonces. Terminados los conciertos no me quedaban fuerzas ni para escuchar, ni para escribir, ni para pensar. Decidí tomar un descanso antes del último concierto de la velada así que salí solo y apresurado, fuera de los callejones terrosos de Fabra i Coats.