Jaroussky se atreve con Scarlatti en la Konzerthaus

Jaroussky se atreve con Scarlatti en la Konzerthaus

Si alguno de ustedes piensa, como yo -normalmente-, que los conciertos son un acto único en los que, aunque una pieza sea repetida hasta la saciedad, el discurrir de la música en el tiempo hace que siempre sea cualitativamente diferente aquello que sucede sonoramente, lo de ayer en la Konzerthaus de Berlín confirma esta teoría y, además, la potencia por la rareza del repertorio y las formas.  Philipe Jaroussky, que es el artista en residencia en la temporada 2015/2016 de la Konzerthaus tiene el don de nunca defraudar y de atreverse con repertorios aún por escuchar o poco explorados. Ayer le tocó el turno a Colpa, Pentimento e Grazia. Oratorio per la Passione di nostro Signore Gesù Cristo (1708), de Alessandro Scarlatti. Es una pieza compuesta para orquesta de cuerda, trompetas, trombones, timbal, clave y tres voces, normalmente interpretadas por dos sopranos y una contralto. Ustedes dirán que lo normal sería que Jaroussky cantase la parte de contralto y esperan que nombre a las otras dos cantantes. Pues aquí se encuentra el primer punto de la unicidad del concierto de ayer: Jaroussky asumió el papel de La Culpa, Valer Sabadus el de La Gracia y Sonia Prina el del arrepentimiento. Les Folies Françoises, dirigidos por el violinista Patrick Cohën-Akenin se ocuparon de la parte instrumental.

¿Qué tiene este oratorio de especial? El primer aspecto, que fue revolucionario en su momento, fue la exploración emocional de los personajes de manera -al menos- paralela al contenido religioso. Si normalmente el oratorio estaba pensado para tratar, en música, temas morales, hacia 1700 Scarlatti y sus contemporáneos quisieron ir un poco más allá y trabajar la caracterización de los personajes. Por eso, en esta obra vemos, por ejemplo, una Culpa llena de matices, que va evoucionando a lo largo de la pieza: con dudas, con preguntas. Saber captar la complejidad de su personaje fue, quizá, lo mejor de la interpretación de Jaroussky, que creció junto a su rol hasta el momento culminante, desde mi perspectiva, de la pieza: la rotundidad de una revisión del dies irae que representa el aria «Trombe, che d’ogni intorno». Que estos personajes no sea ya meras figuras alegóricas (aunque también), supone el segundo punto de novedad. En oratorios anteriores, las figuras alegóricas asumían un papel menor, casi como el angelito y el diablo de algunos dibujos animados que aconsejan al personaje principal qué hacer. Aquí, de lleno en la naciente Ilustración, Scarlatti trabaja lo alegórico como entidades en sí mismas, no meramente simbólicas de una idea, sino que en cierto modo las desmoraliza para humanizarlas, y encontramos en ellas, encarnadas, las mismas preguntas y el mismo sufrimiento que inspiran el texto, las Lamentaciones de Jeremías. Por no captar todo esto, la actuación de Sonia Prina no estuvo a la altura. Ella, que se encargaba de humanizar el Arrepentimiento (esa experiencia tan dolorosa de la propia condena y de la espera del herido por el perdón), convirtió el patetismo de su melodía en tosco y vulgar. Una insuficiente concepción de la composición le hizo estar siempre distanciada de sus dos compañeros. Aparte de algunos problemas técnicos que, especialmente en la segunda parte, se hicieron notar más de lo admisible, su trabajo vocal era bastante adecuado al estilo, con un vibrato muy moderado y un correcto cierre de frases, quizá su punto más fuerte. Pero la corrección vocal, por sí misma, no vale. No consiguió llevarnos con ella a ningún lado, su personaje se mantuvo estático de principio a fin. Una lástima. Pero sigamos. Otro de los aspectos significativos de Scarlatti es su tratamiento del texto. Si la música barroca, aprovechando la riquísima retórica musical desarrollada en esos años, podía explotar algunos recursos de forma más o menos estandarizada y aceptada por el público, vemos en Scarlatti un uso moderado de la retórica, es decir, los primeros pasos de la emancipación de la música con respecto a la poesía, que había marcado los pasos de aquélla desde hacía siglos. Aunque respeta la extensión y sentido poético del texto, la música nunca tiene un carácter de mero acompañamiento: esto es evidente cuando en los recitativos la música no sólo está en los bajos, el clave y la tiorba, sino que también aparece en las cuerdas. Esto acerca el oratorio a la ópera clásica. Asimsimo, Scarlatti  comienza a explorar el mundo de la fantasía melódica, lo que a veces le hace estirar el texto de una manera antinatural a nivel poético pero más potente a nivel musical. Aquí, al contrario de lo que decía antes, es un elemento crítico con el modelo ilustrado, ya que se trata de potenciar lo sensual frente a lo ideal, es decir, al emoción por encima de la razón. Vemos una riquísima composición musical, en la que pese a la abundancia de da capo no nos hace, realmente, percibir la repetición como si se repitiera sin más: al volver a empezar todo ha cambiado y, en esto, fueron especialmente sensibles JarousskySabadus que, junto a la orquesta, supieron aprovechar la riqueza d ela oportunidad de la repetición. Muchos de los grandes momentos de la noche fueron en la ocasión de la repetición, algo no habitual.

El concierto comenzó con la fanfarria de las trompetas naturales exageradamente desafinadas. La orquesta supo reponerse a ese comienzo tan poco a la altura de las circunstancias. En la primera parte faltó compensación del volumen: en muchos momentos la tiorba era inaudible. Esto se corrigió en la segunda parte y la orquesta brilló mucho más y demostró su buen hacer como conjunto instrumental casi de cámara. La complicidad  entre sus miembros era un elemento clave. En la primera parte vimos a un Jaroussky un tanto sobrepasado, cantando en tensión, aunque la calidad de su timbre y concepción melódica no se vio afectada. En la segunda parte algo de esa tensión se había esfumado y le permitió brillar de la forma a la que nos tiene acostumbrados (espero que no se me note mucho todo lo que me gusta el buenhacer del francés). Sabadus fue uno de los grandes descubrimientos de la noche, estuvo impecable técnicamente en un rol complejísimo para un contratenor, especialmente en el final de la primera parte, «Gerusalem, ingrata», donde concentró toda la energía que había acumulado la primera parte para conseguir una tensión emocionante y deliciosa. Teatralmente, además, se mantuvo entre la ironía y la ingenuidad, una lectura contemporánea muy interesante del sentido de la Gracia. Junto a Jaroussky, fueron miembros más del conjunto de cámara que formaba la orquesta. Quizá algunas horas de estudio más juntos hubiesen terminado por redondear algunas aristas que, en conjunto, tampoco fueron demasiado sobresalientes. Como ya dije arriba, y siento la crudeza, Sonia Prina hizo que encontrásemos sus intervenciones prescindibles, ya que desequilibraban la concepción total que se habían propuesto alcanzar el resto de los músicos. Salvo por ella, la noche fue un regalo auditivo, una propuesta para escépticos de todo lo que aún tiene que contarnos el barroco si lo exploramos más allá de los hits de las colecciones tipo «essencial barroque», una lección para aquellos del star system que, a diferencia de Jaroussky, no se atreven a ponerse a estudiar nuevo repetorio porque creen que su público se conforma con siempre lo mismo.

El hilo frágil de la voz amorosa. Sobre la última película de Charlie Kaufmann, Anomalisa (2015).

El hilo frágil de la voz amorosa. Sobre la última película de Charlie Kaufmann, Anomalisa (2015).

Foto sacada de: http://www.the-numbers.com/movie/Anomalisa/Australia#tab=summary

Al estrenarse en 2015 la última película de Charlie Kaufmann Anomalisa, se hablaba irónicamente de la película más humana del año en la que no aparecía ningún ser humano. El título del filme podría verse como una clara referencia a esta peculiar anormalidad. En efecto, la película de Kaufmann expone al público ante una humanidad innegable, sin embargo una humanidad enajenada, no cualquier humanidad sino la condición humana de nuestros días, la soledad insondable del hombre del presente. La película hecha exclusivamente en stop-motion, muestra al ser humano sumergido en una sociedad donde todos se ven iguales y donde su soledad y el tedio que esta monotonía trae consigo, lo llevan hasta la desesperación. Se trata pues de una película donde sus contenidos kafkianos son multiplicados hasta el infinito: el sujeto naufragando en un espacio impersonal del hotel y del avión hasta mostrar el hogar despojado de todo tipo de personalidad, de estructura. El hombre moderno en su laberinto de soledad, ese es el tema de la película, sin embargo otro tema fundamental, el cual se deriva de este mismo, es la búsqueda del amor, la búsqueda de aquello que devuelva al hombre contemporáneo la vida y lo salve del tedio.

La película trata principalmente sobre la estadía de Michael Stone, un escritor popular de libros de marketing, en un hotel. Stone llega a otra ciudad para dar una conferencia sobre servicio al cliente, sin embargo su tedio y su vacío interno lo lleva a acordarse nostálgicamente de una novia del pasado a la cual tuvo que romperle el corazón. Independientemente de la trama hay un aspecto que salta a la vista al ver el filme, un aspecto formal pero tal vez uno de los más importantes de la película: lo que el público no entiende es por qué todos los personajes tienen la misma voz, una voz masculina, todos los personajes son percibidos por Michael de la misma manera, con una indiferencia ácida. Ahora bien, en la película irrumpe la voz femenina como aquel elemento que trae de vuelta, por un momento, la vida, la felicidad y la motivación. La voz femenina proviene de una mujer sin atributos, más bien carente de hermosura e insignificante, pero que por medio de su voz adquiere una anormalidad que hace que Michael quiera dejar el resto de su vida por ella. Sin embargo tanto el público como Michael se dan cuenta de que aquella característica extraña que hace de la fea una bella, es justamente ese delicado hilo de la química que hace que dos cuerpos se encuentren, un hilo tan frágil cuyo rompimiento nos deja caer de nuevo en la tristeza y el sinsentido absoluto. La atracción de Michael es solamente por la voz, por ese pequeño gesto, su amor es fetichista, superficial, vacío. La voz de quien se desea es una voz que no se entiende, es ese olor que se desea sin saber, pero que se desea fuera de la cotidianidad ya que una vez, se unta de cotidianidad, nos sumergimos de nuevo en las aguas venenosas de la indiferencia.

La película de Kaufmann logra a la perfección retratar los miedos y los deseos de nuestra sociedad actual: el miedo al compromiso y el deseo por compañía, la sed de novedad y el miedo a la cotidianidad, el miedo a dejar de sentir y el deseo por sentir cada vez más, la desesperanza absoluta y la esperanza incesante. El problema de mantener el acto inicial del amor, aquel momento de vida pura, esa sería una tarea del virtuoso, una tarea imposible, ya que pareciera que estuviéramos destinados a fracasar constantemente: estamos destinados a vivir en nuestra soledad absoluta en la que buscamos desesperadamente la comunión con un otro. La sociedad post-romántica es una sociedad que vive de la nostalgia de un romanticismo al que se teme y se desea al mismo tiempo. Somos unos románticos post-románticos, unos románticos absolutamente desahuciados. Tal vez esa sea la ironía que señalaba yo al comienzo: somos infinitamente humanos al estar despojados y deseosos de humanidad. Anomalisa es un hermoso y profundísimo retrato de esa sociedad en busca de una anormalidad, de lo nuevo, de la vida, cuya estandarización sin embargo nos hace regresar inevitablemente, en un abrir y cerrar de ojos, todos los días a nuestra soledad y monotonía.

‘Tres estrofas sobre el nombre de Sacher’ de Dutilleux en la Konzerthaus de Berlín

‘Tres estrofas sobre el nombre de Sacher’ de Dutilleux en la Konzerthaus de Berlín

Sigo siendo entusiasta con la propuesta de «2x hören» de la Konzerthaus de Berlín, como indiqué en un artículo anterior. Pero lo que vimos el pasado 4 de abril fue poco menos que una desfachatez.  En este caso, le tocaba el turno a la obra de 1976 Trois Strophes sur le nom de Sacher de Henri Dutilleux.

La obra fue compuesta a petición del chelista Mstislaw Rostropovitch, que quería regalarle un conjunto de piezas de compositores de la época al director y mecenas Paul Sacher. Por eso, algunas de las obras tienen como material,  en algunos momentos, la transcripción musical del apellido del director, eS-A-C-H-E-Re (D), es decir, mi bemol, la, do, si, mi y re. Segun explicó Christian Jost, estas seis notas se tomaban como material de la misma forma en que Schönberg tomó los doce tonos para componer sin la sujeción jerárquica a un tono fundamental, que es la base de la técnica dodecafónica. Esta explicación, no obstante, es por un lado errónea y, por otro, oportunista. Es errónea porque lo que Schönberg hacía con las serie de doce tonos construida para cada caso no tiene nada que ver con lo que hizo Dutilleux. La utilización de esas seis notas no tiene sentido como ‘serie’ ni es el único material que aparece en la pieza (ni en el primer movimiento, donde en realidad se usan iniclamente esa secuencia de notas), algo que contradiría en esencia lo que schönberg proponía. Su referencia es, claramente, la ‘firma musical’ que ya desde Bach, al menos, aparece en las composiciones. De hecho, en el caso del compositor alemán, se estudia como ‘motivo BACH’. Por otro lado, fue oportunista porque quería convencer al oyente no especialista mediante un criterio de autoridad, en este caso, la de Schönberg. Todo esto tuvo su guinda con la interpretación un tanto gratuita, antes de escuchar por segunda vez las Tres estrofas, las Variaciones sobre Sacher de LutoslawskiRostopovitch le pidió a doce compositores que escribieran algo para Sacher. Por tanto, hubiese tenido sentido tocar toda esa música o ninguna más. La explicación fue que Lutoslawski también recurrió a la fórmula de la fimra musical Sacher. Las diferencias cualitativas entre una obra y otra no fueron menciodas y, dada la diferencia en la concepción de ambas, era imposible encontrar entre ellas algún diálogo, aunque fuese de forma subterránea.

Algo pasaba con estas Tres estrofas. Si en la última ocasión las explicaciones fueron de gran interés y realmente giraron el punto de vista de la pieza de cara a la segunda audición, en la última velada brillaron por su ausencia la precisión y la claridad. Tanto como Jost como el solista,  Johannes Moser, se dedicaron a divagar y a dar información absolutamente innecesaria y vacua sobre los chismorreos en torno al círculo de Paul Sacher. Mi interpretación es que, por algun motivo desconocido, se programó una obra que resultaba demasiado corta y, para justificar el precio de la entrada de los asistentes, había que llenar el tiempo , que pareciera que se decía algo interesante y profundo.  Si me quejo de desfachatez es porque en ningún momento se atendió a elementos verdaderamente constituyentes de la obra que permitieran aprender a escuchar de una forma diferente la pieza, porque el diálogo rezumaba egocentrismo de los interlocutores -algo que, al menos a mí, me resulta por completo aburrido y, si me apuran, maleducado- y porque, de fondo, existía la creencia de que el público no sabía nada y que cualquier cosa nos convencería. Fue evidente la falta de preparación de la sesión por parte de Jost.

La obra de Dutilleux es una obra irregular, con momentos muy brillantes, como algunas elaboraciones melódicas, pero que enseguida se desinflan. Es el caso, por ejemplo, de la segunda mitad del tercer movimiento, en la combinación entre momentos percutidos y una melodía trepidante; o de la melodía del segundo movimiento, que pierde interés apenas unos segundo después de su presentación motívica. Moser destaca por ser un músico con un sonoro rotundo y su precisión. Aunque en general su interpretation fue brillante, hubo momentos en los que tuvo que salvar problemas de afinación con un vibrato poco justificado o con la resignación, como en una cita de Bartok en el primer movimiento, que contiene una octava y que no cuadró ni una sola vez. Otro aspecto del que él mismo se vanagloria es del exceso de teatro de su interpretación musical. Especialmente en el Lutowkslaski el gesto de su cara y su lenguaje corporal trataban de imponer una especie de historia con sentido a lo que estaba tocando. De este modo participa en la creencia -cargada de ideología- que intenta justificar la música contemporánea diciendo que aunque suene ‘rara’ o ‘mal’, en realidad puede ser inmediatamente comprendida si se percibe esa historieta interior, como si fuese eso lo que comparte con la tradición, como si la extracción de esa supuesta historia interior fuese lo que en la música tradicional, pongamos por caso Mozart, es valioso.

‘La flauta mágica’ [die Zauberflöte] en la Komische Oper de Berlín: un diálogo de 200 años

‘La flauta mágica’ [die Zauberflöte] en la Komische Oper de Berlín: un diálogo de 200 años

El debate sangrante que se produce en los ámbitos musicológicos y algunos de la crítica musical es cómo poder acercar la música clásica (sea lo que sea eso) a la gente normal. Yo, hace ya algún tiempo, hablé de más (pero sobre todo, mejor) pedagogía musical. Hay otros que optan (además) por pensar qué es lo que lleva gustando a la gente unos cuantos años sin caer en la mediocridad. Desde esta postura se ha concebido el montaje de la obra eterna La flauta mágica de Mozart de la Komische Oper de Berlín, que está en cartel con un «Ausverkauft» (todo vendido) desde el 25 de noviembre de 2012, que comenzó a estar en cartelera. Yo no había sido de esas afortunadas que la pudo disfrutar ni en la capital alemana ni en la española, donde estuvo en el pasado mes de enero, hasta el día 2 de abril, en que celebrara su segunda reposición del año presente. Este montaje, idea original de los miembros del colectivo 1927 Paul Barritt y Suzanne Andrade en colaboración con Barrie Kosky, puede ser o más o menos criticado (aunque toda la crítica lo elogia sobremanera) pero da una lección importante: que con imaginación (y mucho trabajo, eso sí) se pueden seguir siendo original en la ópera. Lo más gracioso es que, en este caso, en realidad no se ha sido original en absoluto, sino que el lenguaje teatral de la ópera se ha adaptado al del cine, que es una industria que de manera reiterada confirma su éxito entre el público. Es irónico: el cine en el que se han fijado es el mudo, algo paradójico, al menos, si de lo que se trata es de música.

Pero esto tiene varias caras: por un lado, que se puede tratar la música de Mozart como la del organista que hacía efectos y ponía música de fondo. Por lo tanto, el público poco habituado a la ópera se convencerá de que «no es tan aburrida» (porque, al fin y al cabo, la música está en un segundo plano, es casi decorativa). Esto fue una auténtica lástima, porque la partitura no tiene desperdicio. Admirada por compositores posteriores, como Beethoven, en ésta se adelantan muchas cosas que aparecerán en el siglo XX (como el famoso quinteto «Hm, hm, hm», que avanza el trabajo vocal no significativo) y también es una muestra evidente de la genialidad del músico austriaco, que combina en este singspiel, escrito unos meses antes de morir, lo mejor de su técnica. Si bien no comparto algunas de las decisiones de Alexander Joel, el director al frente de la orquesta titular de la Komische Oper), que fue demasiado brusco en los forte y estiraba demasiado los silencios dramáticos, la orquesta reclamaba con su calidad sonora un espacio más importante que el mero acompañamiento. Y esto, me temo, en este montaje es inconcebible. 

Por otro, porque aparecen los personajes que pertenecen al mundo pop vienen garantizando ventas de camisetas, tazas, y otros artículos de merchandising. Vemos un Papageno (Tom Erik Lie) que habla de Buster Keaton más joven, tan tierno como ChaplinMonóstatos (Peter Renz) es una versión poco estilizada de Nosferatu. Pamina (Sidney Mancasola) se parece a las bailarinas de variedades cuyo interés fue renovado recientemente en The artistTamino (Adrian Strooper) era una mezcla de varios galanes de Hollywood. Y Sarastro (Stefan Cerny) en una versión seria de Max Linder.  Todos ellos representaban sus papeles en La Flauta mágica como si hubiesen sido sacados de un plató directamente: Tamino  elegante -a veces tanto que resultaba sosísimo-, Pamina representando la delicadeza y la calidez, algo que hacía perder fuerza al personaje, Papageno, torpe y valiente y, contradiciendo la presentación que él hace de él mismo, en la que dice que siempre está alegre, encarnaba esa sonrisa tristísima del mejor Chaplin, que en cierto modo se reía por no llorar. Los más fans de La Flauta mágica -o quizá de su archiconocida Der hölle Rache- se preguntarán porqué no he nombrado aún a La Reina de la Noche (Beate Ritter). Ella no era ningún personaje de ficción cinematográfica, sino una araña gigante. Pese a las pocas posibilidades de movilidad -y por tanto, de actuación- que tenía, fue sin duda uno de las mejores de la noche y sus dos arias principales fueron sobresalientes. 

La siguiente cara de este montaje tiene que ver con otro debate sangrante de la musicología, el que se pregunta por el hasta donde se respetan las obras de arte. La producción de la Komische Oper, desde luego, se ha ganado un puesto de honor en el certamen de hacer lo que les da la gana con las obras, algunas veces con gran éxito y otras con grandes fracasos, como en el caso de Puccini/Bartok del que les hablé una vez.  La transgresión de esta vez consiste en la adaptación de las partes habladas de la ópera a cartelas como en el cine mudo con un fondo de música de Mozart ajena a la de La Flauta mágica, ya que pertenece a la Fantasía en do menor K. 475. 

Llegamos a la última cara. El mundo de la proyección sugería uno distinto al simbolismo masónico que parece que se trasluce en el libreto original. Aparecen personajes que podrían hacer sido sacados de Disney, los sacerdotes son autómatas de los que vemos su forma animal y la maquinaria, la flauta mágica y las campanillas no son tales, sino mujeres (algo que explota la búsqueda del amor que guía a los dos protagonistas masculinos), etc. Es decir, la proyección -que hacía las veces de escenografía- consiguió algo que a mí me parece esencial siempre que esté bien hecho, como en este caso (no como en la versión en la misma casa en 2007): contar historias paralelas que se trasluzcan del texto original. Esta es la única forma, por ejemplo, de no escandalizarse con lo que en el mundo de hoy nos parece un texto profundamente machista y maniqueo como el de La Flauta mágica.  

Creo que no me equivoco si me arriesgo a vaticinar que este montaje no será pasado por alto. Pone entre las cuerdas los montajes más tradicionales y habla de la necesaria actualización a los medios actuales de la ópera. Como todo lo arriesgado tiene errores, incluso imperdonables, como la adaptación libre de los textos de Mozart y la inclusión de otra música que rompe con la lógica de la principal. Pero precisamente aquello que ha sido más cuestionado en este montaje, la primacía de la escenografía sobre todo lo demás, me parece que tiene un momento de verdad: que la ópera, que se ha convertido de un tiempo a esta parte, gracias a muchos montajes, en una mera sucesión de momentos virtuosísticos de stars, debe recordar con qué otra arte se emparenta: el teatro y nos las galas de lieder de los salones de la burguesía. Considero que algo vale la pena si motiva el pensamiento y cuestiona su tradición: es el caos de esta versión de La Fñauta mágica que, desde luego, no dejará a nadie indiferente. 

La fiesta de Spiro Scimone o la violencia simbólica

La fiesta de Spiro Scimone o la violencia simbólica

Un cuadrado perfecto es un espacio limitado, cerrado, asfixiante incluso, tan regular en sus ángulos y lados, tan idéntico a sí mismo, que provoca en las almas inquietas la misma opresión que una rutina o una tradición inalterable. Puede representar un ring de boxeo o un tablero de ajedrez o una cocina, todos ellos, espacios propicios para la representación teatral. Así es el escenario que contiene la obra estrenada el 30 de marzo, en la Cineteca del Matadero de Madrid: La fiesta de Spiro Scimone, que se podrá ver hasta el próximo 24 de abril.

La cocina, coronada por voluminosas bombillas, cuya luz marca los tiempos, y flanqueada por dos objetos tan cotidianos como un calendario y una foto familiar, es el territorio donde sucede toda la acción. Apenas dos metros cuadrados donde la mujer, típica madre italiana (en el texto original se trata de una familia siciliana, mientras que en la representación del Matadero podría ser española, aunque no se identifica claramente), pasa sus días con la única e intermitente compañía de su marido y su hijo. La obra nos muestra la vida cotidiana de una familia tradicional en un día que sería como otro cualquiera, si no fuera el veinte aniversario de la pareja. “Hoy es nuestro aniversario”, le recuerda ella, “¿Otra vez?” le contesta el marido. Esta mezcla de humor y de amargura impregna toda la obra, llevándonos constantemente de la risa al estupor, de lo cotidiano a lo grotesco. Es una muestra más de la capacidad del teatro para poner al espectador frente a la violencia soterrada de lo cotidiano, frente a las actitudes heredadas que perpetúan las relaciones de dominación social, en este caso dentro de la familia. El diálogo, construido a base de repeticiones, de actitudes hostiles (los dos hombres utilizan casi exclusivamente el modo imperativo), crea una atmósfera impregnada de tristeza y de melancolía, de esa violencia cotidiana que solo se manifiesta en su crudeza más explícita con el golpe en la mesa al que recurren padre e hijo para hacer callar a la mujer. A la creación de esta atmósfera patética contribuye la estupenda selección de canciones tradicionales italianas.

Dos actores en estado de gracia dan vida al texto: el extraordinario Jorge Basanta representa tanto al padre como al hijo en un desdoblamiento muy bien ejecutado, que recuerda al de Miguel Rellán en Amanece que no es poco el que, ante semejante prodigio, afirma: “Me habré desdoblado, es una de esas cosas que hacemos los borrachos sin darnos cuenta”. Para más inri Miguel Rellán estaba entre el público y los personajes del padre y el hijo son sendos borrachos irredentos. Ella, Marta Betriu, representa a la madre y esposa permanentemente preocupada por los cuidados de sus dos hombres, en un constante vaivén entre la contención y el histrionismo, que provocan en el espectador a la vez misericordia y exasperación. Porque este retrato de la mujer y madre dentro de una cultura católica, permanentemente asediada por el sentimiento de culpa, la permisividad y sumisión con respecto a su marido, no nos mueve solamente a la contemplación compasiva o a la denuncia de la sociedad patriarcal, sino que incide en lo que Pierre Bourdieu denominó como “violencia simbólica”, es decir, aquella violencia indirecta (no física) ejercida por un “dominador” sobre unos “dominados” que no son conscientes de la misma o que la permiten. En este caso, por ejemplo, ella se enorgullece de haber llegado “intacta” al matrimonio, a pesar de que esto no ha hecho que sea más feliz o su convivencia con el marido más amable, y desea para su hijo una mujer que pueda vanagloriarse igualmente de su pureza. De tal manera que, siguiendo el concepto de Bourdieu, se convierte en cómplice de la misma dominación a la que está siendo sometida. Lo cual no quiere decir que la culpabilice sino que pretende retratar cómo se perpetúan los esquemas de dominación patriarcal a partir de la asunción acrítica de los mismos.

Los personajes tienen algo de beckettiano en su fragilidad, su patetismo, sus obsesiones, su desvalimiento, en su incapacidad para comunicarse, etc. Es una obra que nos mueve a la reflexión, al análisis de actitudes cotidianas, que se revelan patéticas o deleznables al mostrarse en un escenario. La incomunicación, la represión, la culpa, la injusticia, parece decirnos la obra, son enfermedades sociales que se transmiten de generación en generación.