¿Qué se esconde tras la puerta? El nuevo proyecto del CDN

¿Qué se esconde tras la puerta? El nuevo proyecto del CDN

Exterior. Madrid. 21 de marzo de 2016. Lluvia intensa. Guerra de paraguas insolentes en la entrada principal del Teatro María Guerrero. Un hombre de largo pelo cano se acerca para cobijarse bajo el paraguas del que esto escribe.

 

Paco: ¿Os importa si me refugio con vosotros? (Escribe un mensaje en su móvil, que tiene la pantalla mojada). Me llamo Paco, encantado.

Yo: (Mojado. Patético) Por supuesto, Paco, te hacemos un hueco. Soy Pablo, encantado.

Paco: ¿Se entra por aquí?

Yo: ¿Tienes ya la entrada?

Paco: La taquilla es por allá. ¿Tenéis entradas? Menudo tormentón.

Yo: Sí, Paco. Creo que por aquí se entra. A ver si abren pronto.

Paco: A las 19:30. Siempre abren media hora antes. (Es un hombre curtido en mil tormentas.) ¡Qué buenas son las gentes de la farándula!

Yo: Y que lo digas, Paco.

 

            El ambiente entre festivo y de batalla (que los eventos gratuitos corren el riesgo de convertirse en batallas campales, es algo bien sabido) evoca la entrada al Coliseo romano o la salida del Congreso de los diputados un jueves víspera de puente, un avispero, vaya. En la espera pienso que así se deben de sentir los costaleros en cada procesión bajo la lluvia: como si no tuvieran suficiente con cargar con el Cristo, la Virgen o lo que toque, Dios les pone a prueba sistemáticamente cada año con una tormenta que mojará sus sandalias (¿Los costaleros llevan sandalias?). De la misma manera los aquí presentes somos costaleros del teatro madrileño, los que gastamos el dinero de la carne roja que no comemos en entradas para ver el espectáculo de la semana. Por un día que no hay que pagar, Dioniso pone a prueba nuestra fe con esta lluvia incesante.

            Se abren las puertas y la multitud entra a codazos en la vetusta y magnífica sala del Teatro María Guerrero. Cogemos sitio. Nada mal. Entre el público todo son amigos, conocidos, eternos rivales, compañeros del gremio, en definitiva. La media de edad está en los 30 años, algo verdaderamente inaudito en el teatro. Durante la media hora de espera, aferrados a las butacas que heróicamente hemos conquistado, la gente se habla por señas de un lado a otro de la sala, generalmente instándose a hablar más tarde. Las buenas butacas comienzan a escasear. En esto, entra una señora que parece salida de una obra de Fernando Arrabal, o más bien parece el propio Arrabal vestido de señora, gritando: ¡Siempre se dejan un asiento vacío en mitad de la fila! ¿Por qué lo hacen? Por joder. Exclusivamente por joder. ¡Siempre, siempre el asiento del medio!. Puro teatro. Algún lector, si lo hubiera, puede preguntarse por qué aún no he hablado de la obra a la que asistimos y me he entretenido con la descripción del público; la respuesta es obvia: sin público no hay teatro y, en este caso además, hay más actores entre el público que en toda la programación del Centro Dramático Nacional.

            Al turrón. Lo que tanta expectación y festejo genera en esta sala es un experimento magnífico, una celebración del arte teatral enmarcada en la semana del teatro promovida por el CDN [Centro Dramático Nacional], previa al próximo día internacional del teatro (27 de marzo). El experimento consiste en la representación de 27 escenas breves que el organizador del cotarro, Pablo Canosales, encargó escribir a 27 dramaturgos, acaso los más prolíficos y necesarios de la escena actual española. No están todos los que son pero sí son todos los que están. Abajo la lista, en riguroso orden alfabético:

Carolina África, Ernesto Caballero, Pablo Canosales, Alberto Conejero, José Luis de Blas Correa, Ignacio del Moral, Denise Despeyroux, Blanca Doménech, Ana Fernández Valbuena, Daniel García Altadill, Ignacio García May, Esteban Garrido, Antonio Hernández Centeno, Javier Hernando Herráez, Pedro Lendínez, Juan Mairena, Juan Mayorga, Josep María Miró, Jorge Muriel, Jose Padilla, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Laila Ripoll, Antonio Rojano, Juan Carlos Rubio, María Velasco y Alfonso Zurro.

            El joven dramaturgo y programador eventual de la cosa sale a escena, visiblemente nervioso, a presentar el espectáculo. Mis fuentes me cuentan que lleva años fraguando la idea, que surgió en un curso con su profesor, el también dramaturgo, Alfonso Zurro. La premisa es sencilla: Canosales realizó 27 fotografías a 27 puertas variopintas y las envió (las fotos, no las puertas) a los 27 dramaturgos mencionados para que escribieran una escena breve. Cumplieron y aquí estamos. Comienza la función. Un actor sale al escenario y se sienta en las escaleras, otro viene por el pasillo con tacones, pantalones verdes, gabardina, una pistola en la mano, iracundo. Lo amenaza. El de la pistola encarna todos los personajes del teatro (Segismundo, Salomé, la tortuga de Darwin, etc.), el otro, afirma, se pone burro con la personalidad múltiple. Se besan. Escena bella como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.

            Toda la sala es escenario. Los seis actores (Carmen Mayordomo, Víctor Nacarino, Silvana Navas, Txabi Pérez, Nacho Sánchez, Camila Viyuela), con una energía extraordinaria, van saltando de escena en escena, en sano ejercicio de transformismo desquiciado, del escenario a los palcos, de los palcos a la platea. Decenas de personajes aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. Padres e hijos, amantes, absurdos boyscouts, un cínico que quiere ser el perro de una dominatrix, una madre dice que su hijo está endemoniao, una ouija que funciona por wifi gracias al dios Facebook, una profesora que llama a su majestad, la reina, para decirle que a su hija, la princesa, le ha arrancado la nariz de un bocado una compañera de colegio que quiere ser reina de mayor. Muchas risas. Mucho absurdo. Alguna tiniebla. Puro teatro.

            Las dos horas que dura el espectáculo pasan volando, algunos nos quedamos con ganas de más, pero esta gente tiene que descansar, lo comprendemos. Esperamos, sin embargo, que se repita, que esta divertida y animosa propuesta tenga más recorrido, que otras salas la programen, que sean otros los que ocupen las butacas y que siempre, siempre se llene como hoy. Porque hay que celebrar este arte magnífico, siempre proclive a abrir puertas, a descubrir nuevos umbrales y a trascender el tedio de lo cotidiano.

            Salimos. Ya no llueve. La realidad, como siempre, resulta decepcionante después de una tarde de teatro.

 

Yo-Yo Ma y la Staatskapelle en la Philharmonie de Berlín

Yo-Yo Ma y la Staatskapelle en la Philharmonie de Berlín

Yo-Yo Ma, © Fotografía: Todd Rosenberg

Soy poco dada a plegarme ante grandes nombres, pues ya se reseñan suficientemente en medios más grandes. Si ustedes son lectores habituales de Cultural Resuena, habrán visto que centramos la atención en artistas o artes más minoritarios. Pero decidí hacer una excepción el pasado 24 de marzo con el segundo concierto de la temporada de conciertos estelares, los Festtage de la Philharmonie de Berlín, que se abría unos días antes con Jonas Kaufmann cantando Lieder enines fahrenden Gesellen de Mahler. En esta ocasión, le tocaba el turno a Yo-yo Ma y el archiinterpretado Concierto de cello Op. 104 de Dvorak. La segunda parte, siguiendo con la sesión protagonizada por Kaufmann, consistía en la Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar (en aquel concierto habían tocado la primera).

Contra todo pronóstico, Yo-yo Ma comenzó con un sonido sucio y demasiado duro. Cuando le tocó a él trabajar sobre el tema ya presentado por la orquesta, su interpretación se situó en las antípodas de lo que la orquesta ya había contado con él. Esto puede obedecer a dos motivos: o falta de estudio conjunta o la repetición acrítica del concierto (de hecho, su forma de tocarlo se asemeja bastante a esta versión). Quizá, incluso, se dieron ambos motivos. Es una lastima que presentase un comienzo así: la orquesta, por su parte, mostró un sonido rotundo y delicadísimo, especialmente en la preparación del solo de trompa que es respondido por el clarinete. Afortunadamente, el diálogo entre orquesta y solista fue convergiendo según avanzó el concierto. De este modo, Yo-yo Ma pudo demostrar las dotes por las que es tan aclamado: es una sabia conjugación entre buena técnica y mejor gusto. No obstante, hubo algunos pasajes rápidos en los que no estuvo a la altura de lo que se espera de un virtuoso. No fue limpio y eso fue en retrimento de lo que la música puede decir. Compensó estos problemas, desde luego, en los pasajes más lentos. El dúo con el violín del tercer movimiento fue, simplemente delicioso.

La Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar muestra, como en casi todas sus obras, la complejidad armónica y, al mismo tiempo, la belleza constructiva característica de sus obras. Baremboim, posiblemente consciente de estos aspectos, fue extremadamente delicado en la preparación de los momentos de derrumbe, que marcan esta sinfonía. Pese al carácter triunfante de sus fanfarrias, los decrescendi que los prosiguen hablan de la falsedad de esas fanfarrias, de la flaca fuerza de los fortissimos precedentes. Esta obra, de 1910, está compuesta un año antes de la muerte de Mahler y comparte con él muchos elementos: el fundamental, la expresión musical de un mundo que se derrumba, de una música que sigue a ese derrumbe. Esto lo evidencia su comienzo ‘in media res’, al igual que la única pieza que tiene Mahler para cámara o un rondó que ya no es rondó (me refiero al tercer movimiento) y a una especie de danza que abre el cuarto movimiento, aunque pronto su entusiasmo es ensombrecido, al igual que sucede en la mayoría de los ‘temas alegres’ que Mahler presenta duras penas. De todos estos elementos habló la interpretación de Barenboim y, en especial, el buen hacer de la sección de vientos de la Staatskapelle. Si, normalmente, el plato estrella lo da el solista, y la segunda parte de los conciertos suele operar como complemento al programa para seguir con la lógica de que los conciertos sinfónicos deben ofrecer un tiempo suficiente de música para que los abonados y los abonadores de granddes cantidades de dinero se vayan satisfechos hasta la próxima semana, en este caos la música de Elgar se hizo cargo de ese lugar de complemento, sino que brilló con luz propia.

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

El pasado 13 de marzo le llegó el turno a la Monadologie XXXII (parte uno y dos) o ‘The Cold Trip’, que es parte de un proyecto realizado desde 2007 2014 por Bernhard Lang que se constituye por 30 obras o ‘Monadologías’. La primera pieza fue interpretada por Sarah Maria Sun, en la voz, y el cuarteto de guitarras Aleph  y, la segunda, por Juliet Fraser, en la voz,  y Mark Knoop al piano. Ambas partes, además, fueron compuestas expresamente para ambas cantantes, que estuvieron impecables, es decir, mostraron la especificidad de sus voces para una composición como esta.

La obra de Lang eran las primeras, hasta ahora en el marco del festival, que trabajan un problema temporal específico en la música: la repetición. Muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo en que la repetición es quizá la categoría fundamental de la música. En la música tradicional (pensemos, por ejemplo, en la forma sonata), porque la repetición significaba la afirmación del tema después del alejamiento del mismo en el desarrollo o, dicho metafóricamente, la ‘vuelta a casa’, a lo seguro. Era lo que dotaba de identidad a una pieza, lo que la hacía reconocible en su material y en su estructura. A partir de las vanguardias, algunas propusieron, como el dodecafonismo -en cierto sentido- y el serialismo (por ejemplo) la ruptura de la expectativa, es decir, la negación de la repetición. Otras, sobre todo el minimalismo, probaban la paciencia del auditorio y también las microvariaciones que terminaban siendo repeticiones no literales de un mismo elemento musical. A veces, la repetición era tan radical que se reducía a una sola nota.

Pues bien, Bernhard Lang juega con todo esto, pero también dialoga con la música pop, los medios electrónicos de reproducción vocal, el jazz y, sobre todo, con la base de esta obra: el Winterreise, de Schubert. No sólo porque los textos están tomados de los lieder (aunque traducidos al inglés y renovados -como en la segunda parte, que habla de la emoción de tener un email en el número XIII ‘Die Post’). Según Lang, lo interesante es que Schubert no piensa el tiempo linealmente, como sí lo hacía Beethoven, sino cíclicamente. Pensemos, por ejemplo, en el famoso acompañamiento del lied Margarita en la rueca. Para él, las desviaciones de la repetición son sólo para causar confusión, pero no por una variación en la concepción temporal. Lang piensa las estructuras como mónadas (de ahí el nombre de las piezas), es decir, como estructuras independientes y completas por sí mismas que entran en loop.

La propuesta de Lang es pura frescura. Su originalísimo trabajo de la voz, que juega con diferentes registros (susurrado, impostado, tipo pop, tipo country, imitando sonidos -como el de los cuervos en su personalísima versión de Die Krähe), abre una multitud de posibilidades nuevas de composición. Conjuga a la perfección ese intento schubertiano de captar, en la propia voz, la esencia de la historia (como en el famosísimo Erlkönig, entre muchos otros), es decir, donde la voz se identifica plenamente con aquello que cuenta, es forma y contenido al mismo tiempo; y el distanciamiento emocional mimetizando la voz electrónica o el bucle de los djs. Es decir, Lang da una nueva perspectiva dentro de una relación desgraciadamente aún maltratada por la musicología y la industria de la cultura: la que separa el mundo -por otro lado con una frontera cada vez más difuminada- entre la música ligera y la culta. Asume la riqueza que el mundo de lo ligero tiene que aportar a la culta y trae al mundo de los vivos a la culta desde su torre, a veces tan alejada de la gente normal. Lang entiende e incorpora en su música de forma reflexiva que hoy el mundo, por ejemplo, ya no se comunica y se expresa erótico-festivamente (si me permiten la expresión) con cartas y palabras bellas, sino con whatsapp y, en muchos casos, bailando reggaeton y otras lindezas en discotecas a las tantas de la mañana. A nivel técnico, además, Monadologie XXXIII se muestra como una pieza  inagotable, en especial en la primera parte. El jugo que saca al cuarteto de guitarras (una formación, por otra parte, bastante rara) es apasionante y, sin miedo a ser tecnicista, un exposición (no pedante) de las posibilidades en todos los parámetros musicales que pueden extraerse de la guitarra, a veces un instrumento que se ha limitado -a diferencia de otros, como el violín (piensen en el Concierto de violín de Ligeti– por parte de los propios compositores.

En resumen, la pieza de Lang muestra una originalísima forma de dialogar con el pasado, no sólo con su contenido, eligiendo los textos del Winterreise, sino también a nivel formal, exprimiendo lo que ya estaba latente en el propio Schubert. La obra de Lang nos invita a pensar en Schubert como uno de los inciadores de ese largo camino que explotó en el siglo XX, el que revisaba la fuerza y omnipresencia de la tonalidad y lo que se derivaba de ella, como la construcción armónico-formal. Estos primeros pasos, como él propone, se dan en la repetición: él lo toma como modelo y lo estira. Lo estira tanto que junta el pasado con el presente, donde la repetición se ha metido por los poros de nuestra vida acústica diaria. Si no me creen, piensen en cualquier canción pop, cuya estrutura se repite hasta la saciedad (saciedad que el marketing nos enseña a saber evitar y llegar a disfrutar). O piensen en los ruidos habituales de su vida: el pingping de los mensajes del móvil, el nionio de las ambulancias, del chuchu de la cafetera. Un día tras otro. Lo normal es la repetición. Porque cuando algo no se repite, parece que llega la catástrofe. Ya lo dice el dicho, más vale lo conocido que lo malo por conocer. Lang habla de todo esto pero nos invita a la catástrofe, nos invita a salirnos de lo normal pensando con él la persistencia de la repetición. Lang nos invita al peligro de que todo sea diferente. Es decir (y esto es un guiño para los lectores de Leibniz), abre las ventanas de las mónadas.

‘Los cantos de amor’ de Grisey en la Konzerthaus de Berlín

‘Los cantos de amor’ de Grisey en la Konzerthaus de Berlín

Fotografía bajo copyright de Sebastian Runge

El ciclo 2x hören  de la Konzerthaus de Berlín tiene una idea de base que deberíamos exportar. Se trata de escuchar una obra (o parte de ella) dos veces. La primera casi de forma inmediata, sin expectativas. Y la segunda, tras una explicación. El ciclo, que empezó el septiembre pasado y que terminará el 27 de junio de 2016, combina obras contemporáneas y obras clásicas, de tal modo que se encuentra la premisa de que porque lo clásico -supuestamente- suena «mejor», «más bonito», no implica que se entienda de forma más evidente que lo contemporáneo, donde las obras son «muy raras» y que suenan «mal». Es decir, el ciclo trata de dar herramientas de escucha sin influir esa primera escucha, que no necesariamente tiene que tener bagaje teórico. El pasado 14 de marzo se presentó Les Chants de l’Amour para 12 voces y grabación de Gérard Grisey, interpretada por el ensemble de solistas Phønix 16.

La obra de Grisey es una joya de la historia de la música reciente. Se trata de una composición que explora las posibilidad del amor desde muchas vertientes. Primero, como palabra, así como muchas expresiones derivadas de ella, como ‘I love you’ o ‘Ich liebe dich’ [te quiero en inglés y en alemán]. Es decir, hace un trabajo de diseminación vocal a un nivel micrológico y, sobre todo, descomponiendo de tal manera la palabra que se pierda su sentido, que se desintegre en meras letras. Así empieza la obra, con un grito. Éste, a su vez, es marca de lo que la descomposición de la palabra ‘amor’ y sus derivados producen: una situación en la que lo importante no es expresable, que sólo un gesto no-comunicativo, como un grito (o su traducción musical en un fortísimo), es capaz de captar.

Según Xenakis, esta obra es una exploración del amor (sea lo que sea) en el tiempo. Esto del tiempo es fundamental, porque Grisey construye la obra desde la relación con diferentes posibilidades del tiempo musical. Su recurso a la composición espectral, es decir, trabajando melódicamente con el espectro sonoro de un material mínimo (por ejemplo, de una nota), hace que la sensación temporal de conjunto sea una suerte de fantasía expansiva, sólo interrumpida brevemente por otras posibilidades temporales. Algunas de ellas son la irrupción, que marca el inicio de la obra, como ya indiqué, pero funciona perfectamente de forma orgánica con el todo. Otra es la repetición y la variación mínima (que también trabaja con la textura del espectralismo). Al mismo tiempo, el director debe llevar un pinganillo con un metrónomo a 60 pulsaciones, de tal modo que lo orgánico esté perfectamente medido, es decir, mecanizado. Así aparece la disputa entre lo ‘natural’ y lo ‘artificial’ en esta pieza.

Es un canto contemporáneo al amor, pero también a lo que éste genera. Por eso, en la obra de Grisey aparece el amor maternal, el carnal (si me permiten esta expresión tan antediluviana), el amistoso, el familiar, y un largo etcétera. También aparecen, tal y como dijo Christoph Jost, el moderador de la introducción, simplemente diferentes atmósferas que el amor suscita y su interpretación sonora. Por eso, recurre a algunos iconos de la música tradicional. El recurso a diferentes idiomas (el español aparece como fragmento de la carta a Rocamadour del capítulo 68 de Rayuela), hacen de esta pieza una suerte de madrigal moderno. El uso de sextas (a partir del minuto 16 del vídeo que he colgado más abajo) en las melodías habla directamente con Wagner y su Tristán e Isolda (Hay una referencia explícita a partir del minuto 17:46). Todo ello hace de esta obra una composición intertextual pero que, al mismo tiempo, se aleja de sus referencias textuales. En realidad, los cantantes sólo se debían concentrar en la fonética, es decir, en las palabras en su mero aparecer sonoro. Es decir, Grisey les exige, por la forma compositiva de esta pieza, interpretar sin contenido. Lo que de la obra se extraiga está, al mismo tiempo, dentro y fuera de ella. Dentro, porque las referencias explícitas sitúan lugares comunes de la comprensión del amor en nuestra cultura musical. Fuera, porque estas referencias han sido despojadas de su contexto significativo (algo así como la necesaria matanza del padre freudiana) y forman una capa más en el todo que parece quiere esta obra: crear un canto al amor sin ataduras, mirando todas sus aristas, también las más feas.

La interpretación por parte del ensemble de solistas Phønix 16 fue excelente. Al comienzo, en la primera interpretación, hubo algunos problemas de afinación en algunos tenores y dos de los solistas tuvieron dificultades al colocar la voz. Sin embargo, a los pocos minutos de avance en la pieza ambos errores se solucionaron. La segunda fue definitiva. Esta obra, que es extremadamente exigente a nivel técnico, permite demostrar la gran calidad de este ensemble, concentrado en obras poco interpretadas de nuestro mundo sonoro. Que nos brindasen la oportunidad de escuchar al aún por descubrir Grisey fue un auténtico regalo.

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

MaerzMusik Fest 2016 (I): la impostura de Marino Formenti

Este año el MaerzMusik, organizado y celebrado por el Berliner Festspiele, va sobre el tiempo y, en concreto, sobre las preguntas que abre el tiempo antes los nuevos medios digitales. Berno Odo Polzer, el director artístico, indicó ayer, en la apertura, que se movían entre dos polos: por un lado, la que rigen los conceptos de eficiencia y organización de la vida moderna y, por otro, el de la percepción subjetiva y difícilmente narrable del tiempo a través de las artes. La discusión teórica está teniendo lugar ahora mismo, dentro del simposio Thinking together (el cual, por cierto, se puede escuchar desde la web del festival).

Ayer le tocó a Marino Formenti abrir el festival. Su propuesta era sencilla: se había preparado obras desde el renacimiento hasta nuestros días (incluyendo obras de Carl Philipp Emanuel Bach, Johann Sebastian Bach, Björk, John Cage, Louis-Nicolas Clérambault, Chinawoman, Jean-Henri d’Anglebert, Guillaume de Machaut, Brian Eno, Morton Feldman, Brian Ferneyhough, Bernhard Lang, John Lennon, Franz Liszt, Nirvana, Enno Poppe, Domenico Scarlatti, Franz Schubert, Karlheinz Stockhausen, Galina Ustwolskaja entre otros y otras). Según lo que le sugiera el feedback del público, iría tocando unas cosas u otras. La idea, en sí misma, no estaba mal, especialmente para romper con la tradicional idea de programa. Ya que normalmente la programación de las salas de conciertos es un sinsentido motivada para asegurar llenar y no pagar derechos de autor estratosféricos, parecía que la idea de Formenti era radicalizar esto, tocando literalmente lo que le diera la gana. La realidad no fue tan interesante. Parecía que tenía bastante claro lo que iba a tocar, y aquello se convirtió en un paripé para beber vino entre obra y obra. De hecho, el propio pianista dijo que para él aquello no era un concierto, sino una fiesta. Con esto, entiendo, también quería dinamitar la idea de concierto al uso, propuesta con la que comulgo por entero. Especialmente, detesto la lejanía autoritaria (si no me creen a mí, revisen Masa y Poder de Canetti) entre el público y el concertista. La mala conciencia de la jerarquía se trata de ocultar con un músico vestido de negro impoluto, como si por eso desapareciese en el espacio del escenario. Lo que no me quedó muy claro es la necesidad de pasar a lo contrario, en el que el músico bebe y brinda con los asistentes y de vez en cuando toca algo. Parecía más una reunión de amigos en la que se ha cambiado la guitarra con la que se cantan, cada uno como puede, canciones de la juventud compartida (y donde, por supuesto, la música es lo de menos, lo importante es el recuerdo) por un piano que, acorde con el espíritu hipster de los últimos años que reina en Berlín, se conjugaban obras contemporáneas y clásicas para contentar a los más reacios y a los más atrevidos. Al principio, estábamos allí sentados entre colchonetas y sofás cada uno de su madre y de su padre, como se suele decir, modositos, como un concierto al uso. Poco a poco, dada la actitud de relajación del pianista, la gente efectivamente fue trayendo vino y levantándose dando vueltas por el espacio. Esto hubiese sido interesante si hubiese pasado con cada pieza. Pero no. Casi a nivel sociológico cabe remarcar esto: mientras se tocaban obras tonales (sonaron Liszt, Bach y un curioso diálogo entre Scarlatti y Satie), la gente volvía a sentarse y allí reina el silencio sepulcral para motivar una escucha adecuada. Cuando tronaba la 6 sonata de Ustwolskaja Action music for piano de Scelsi, la gente se permitía hablar -aunque fuera en susurros. Se confirman ciertas intuiciones que tengo desde ha tiempo: que aún reina una especie de idolatría por lo que se considera gran música (que suele ser la tonal) y relajación ante lo «raro» de eso que suena en la música contemporánea no neoclásica («total, eso ya es ruido, qué importa hacer más»). En fin.

Por lo demás, la interpretación de Formenti, aunque elogio el -supongo- esfuerzo por estudiarse y tener en dedos tantas partituras, sus interpretación fue edulcorada y todo exceso. En la rotundidad de los fff de Ustwolskaja funcionaba a la perfección, pero hizo de Bach un pastiche romántico con tanto rubato y adorno, y su Scarlatti fue precipitado y sin dirección clara.

La gran pregunta que ustedes se harán es qué tiene que ver todo esto con el tiempo según los términos que cité antes del director artístico. Yo me hago la misma y creo que, simplemente, la respuesta es la dolorosa nada, siempre tan molesta y tan verdadera.