Hace 53 años, la Ópera de Köln, abría por primera vez sus puertas a Die Soldaten, cinco años antes del suicidio de su autor, Bernd Alois Zimmermann. Este año 2018 se cumple el 100 aniversario de su nacimiento y, de pronto, algunos teatros y salas de concierto se han agobiado y se le ha programado más que nunca. Aunque sea por el compromiso del aniversario, se agradece ver sus obras en salas de concierto donde normalmente la contemporánea brilla por su ausencia. También la casa de la ópera de Köln se quiso sumar a este aniversario, con una revisión contemporánea de la ópera del profesor de composición local, con una apuesta ambiciosa.
Muchos comentadores (dentro de los pocos que en general son) de la obra de Zimmermann señalan que esta ópera tiene dos aspectos de ruptura con el canon, fundamentalmente. Por un lado, a nivel formal, desbarata la lógica escenográfica temporal y espacial. Aunque hay una historia más o menos lineal, se ve constantemente interrumpida por microescenas. El compositor hablaba de la «forma esférica del tiempo» [Kugelgestalt der Zeit], donde todos los puntos temporales se vinculan entre sí a la misma distancia del centro. Esto es evidente, especialmente, en el último acto, donde se cruzan momentos que han sido claves en toda la ópera y se van entretejiendo y también destruyendo. El segundo aspecto es el tema, aunque aquí no hay consenso. La ópera va, dicho en breve, de la decadencia de Marie, una joven que se nos muestra, al principio de la obra, como enamoradiza y a la espera del amor verdadero, como en muchas de las óperas tradicionales. Después de tener tres líos con tres soldados, es tomada por una fresca y termina violada y pidiendo por las calles, sin ser reconocida ni por su propio padre. Y en la interpretación de la historia es donde está la chicha del montaje de la Ópera de Köln y también los mayores puntos de conflicto. Mientras que algunos autores consideran que Zimmermann se distancia del sufrimiento de la víctima y se concentra en la crítica a los soldados, mostrándoles como auténticos garrulos, brutos y desalmados, otros consideran que el compositor alemán trata de dar voz a la víctima, mostrando lo arbitrario de su condena social.
En el montaje de Colonia están presentes, a mi juicio, ambas posturas. Pero, antes de analizarlo con más detalle, trataré de ser objetiva en la descripción de la concepción escenográfica. La propuesta de Carlus Padrissa, de La Fura dels Baus (algo que no es ni casual ni baladí ante tal Kugelgestalt der Zeit de la que hablábamos antes) es un escenario circular, donde la acción sucede en todos los espacios del escenario. Éste rodea al público, sentado en sillas giratorias para poder ver aquello que quieran. Las «paredes» de la esfera son grandes televisores, que proyectan vídeo-instalaciones que se modifican en vivo, a veces de forma casi analógica, pues una cámara grababa por ejemplo cómo botellas se llenaban de agua o manchas de pintura que se realizaban en la esquina inferior izquierda de la orquesta; y otras eran reproducciones de vídeos creados previamente. El cambio del contenido de las «paredes» era frenético y de lo más interesante a nivel visual, pues se creaban texturas que a veces se podían entender como una especie de recreación del mundo interior de los personajes, otras comoo parte de un discurso independiente que añadía capas de complejidad a la historia. Los actores y cantantes entraban y salía del escenario circular, se colaban en la zona de la orquesta, entre el público, en dos andamios situados a la derecha y a la izquierda. Era imposible ver toda la sucesión de elementos a la vez, justamente como parece que Zimmermann construye su obra: como un cruce frenético de situaciones. De hecho, al principio, la escena entre las dos hermanas, sucedía a espaldas del público, que teníamos que girarnos en aquellas sillas para ver la escena: la prioridad ya no la tiene la audiencia, sino el espacio. También la escena de la violación de Marie tenía lugar a la izquierda del patio de butacas. El que miraba, tenía que asumir el peso de su visión. La decisión de mirar, de pronto, nos obligaba a tomar partido porque, además, no podíamos hacer nada. Sino sólo mirar. Al menos mirar.
Los estímulos múltiples y constantes hacen a la pieza abrumadora y, en varias coasiones, superaba totalmente nuestras capacidades. Esto, que conste, lo digo en el mejor sentido. Demanda una concentración y entrega absoluta. El ritmo frenético es inmisericorde, y Padrissa supo aprovecharlo de forma brillante. Pese a esta catarata de acciones, todos los elementos estaban meticulosamente pensados. Era sutil y enriquecía al libreto (a veces un poco ñoño) y a la música, que es -perdonen la selección de este adjetivo, no se me ocurre otro mejor- una maravilla. Y aquí viene lo que es menos objetivo: creo que Padrissa quería claramente posicionarse en su escenografía frente al machismo y, en concreto, actualizando la mirada de Die Soldaten a través de los sucesos contemporáneos. La obra comienza con un grito de «No es no» [Nein heisstnein] de dos mujeres que imitan las formas de FEMEN, se representan escenas como las que pudo vivir la víctima de La Manada (cinco hombres abusando de una mujer, algo que dudo que los alemanes hayan captado así), o la violación de Marie como derivada de la presión de su pareja. Algunas referencias, quizá por pecar de obvias, como FEMEN, chirriaban por comparación al fino engranaje que se tejió en toda la concepción escenográfica, pero prefiero que haya un esfuerzo por entender la pieza desde la actualidad que tentar un inmaculado viaje al pasado como si nada hubiera sucedido. También la cuestión nacional se puso sobre la mesa: la española, claro, surgió en la escena de la taberna, donde una pantomima de bailaores flamencos pusieron en escena una visión un tanto casposa de la españolidad, exagerando hasta el esperpento el papel de la andaluza (Katerina Giannakopoulou). La francesa estaba constantemente presente: Marie iba vestida con ropa interior con la bandera francesa, y todo su vestido, de lo más pomposo, se basaba en esos colores. Cuando la violan, la penetración es, en realidad, sobre la bandera francesa que tapa su pubis. No hace falta, supongo, explicar la metáfora. El final también es condenatorio: Padrissa ahorca a los soldados, algo que varios minutos. La lentitud del final nos hace convertirnos en espectadores activos de una matanza que, de alguna forma, estamos deseando que ocurra. Hemos visto la peor cara de los ahorcados. La confusión moral es tremenda. Quizá es eso lo que mejor defina Die Soldaten.
El nivel de los cantantes, que empezó muy desigual, fue mejorando según avanzó la obra. Al principio, escuchamos a Emily Hindrichs (Marie) un tanto fuera de contexto, con un color de voz mucho más cercano a otros repertorios, abusando de vibrato y de sobreteatralización. Sin embargo, su actuación fue quizá la que experimentó un cambio mayor. Faltó constantemente complicidad con su padre (Fank van Hove), que no terminó de meterse en el papel de forma convincente, un tanto exagerado en sus maneras, aunque vocalmente muy correcto. Algo mejor fue su trabajo con su hermana Charlotte (Judith Thielsen), aunque Thielsen se sintió en exceso cómoda en su papel de secundaria. Martin Koch (Desportes), comenzó con una voz irregular y más bien cursilón, algo que consiguió matizar hasta convertirse en quizá uno de los más despreciables del elenco (lógicamente, en lo teatral). Nikolay Borchev (Stolzius) estuvo muy plano durante toda la representación, claramente eclipsado por Dalia Schaechter como su madre. La gran sorpresa fue la excelente interpretación de Oliver Zwarg (Eisenhardt) que, pese a su corto papel como predicador, fue rotundo e imponente. Es la única voz claramente posicionada a favor de las mujeres y desprecia a los oficiales. No importa que esto se justifique por la educación religiosa de Zimmermann, lo fundamental es el rol que Zwarg le supo otorgar en ese contexto. Era la única voz de la esperanza y de la necesidad de reivindicar la obviedad de que ninguna mujer se encuentra plenamente cómoda en los roles otorgados por las esturcturas patriarcales (Eine Hure wird niemals eine Hure, wenn sie nicht dazu gemacht wird).» De hecho, la cuarta escena del 1 acto, cuando se enfrenta a los tres oficiales (algo que sucedió entre el público y la orquesta) fue tremendo. Deseé que sucediera algo así cada vez que vemos atrocidades en algún acto público: levantarnos de nuestros asientos e increpar al culpable. Por su parte, mientras la condesa (Sharon Kempton) estuvo extraordinaria, especialmente en la escena en la que se encuentran Marie, su hermana Charlotte y ella en casa de las hermanas, que se convirtió en este montaje en un salvaje cunnilingus colectivo; su hijo (Alexander Kaimbacher) estuvo bastante flojo y poco concentrado, como sin dirección en su personaje.
Lo mejor, sin duda, fue la orquesta. Dividida en cuatro (orquesta general y tres ensembles a los lados y tras el escenario) , fueron dirigidos magistralmente por François-Xavier Roth. Pese a las dimensiones monstruosas de la orquesta, la pensó desde el principio como grandes conjuntos de cámara, algo evidente, por ejemplo, en el Nocturno II del tercer acto, de una delicadeza inenarrable o en el solo del violín segundo. Destaco especialmente el arduo e impecable trabajo de la percusión, fundamental en la obra, que terminó contagiando muchas formas de hacer del resto de instrumentos. Es una música brutal, como el contenido del libreto, y, sin embargo, Roth consiguió crear grandes espacios de expresión, explorando sutilezas que revelan mucho del contenido pero solo se dan en lo musical. De hecho, la concepción circular del tiempo es fundamentalmente algo intramusical, pues vuelven una y otra vez motivos, temas y construcciones, como un collage de sí mismo, en la obra, que nos hacen intuir o anticipar momentos en la obra, así como ver de pronto la complicidad entre sucesos aparentemente separados. Esa comprensión profunda y detallada de la obra le otorga la dignidad que merece y la devuelve a la vida constatando su rabiosa actualidad.
Cuando acabó, quería que volviera a empezar. Supongo que ese es el mejor resumen de mi crítica. Cuenta algo nuevo, renueva la obra y no la exotiza ni cae en lugares comunes. Y eso, en los tiempos que corren, es quizá el mejor homenaje que se le puede hacer al compromiso artístico de Zimmermann.
“Sin que se le pida, la guerra se encarga siempre de procurarnos un enemigo. Yo, que quería permanecer neutral, no pude serlo. Había nacido con aquella historia. Me corría por dentro. Le pertenecía».
Confieso que desearía saber si Pequeño país (Salamandra, 2018) está compuesto de sus más íntimos recuerdos, de esa visión adulterada de la infancia que nos persigue hasta el fin de nuestros días. Querría preguntarle a Gaël Faye (Buyumbura, 1982) qué hay de él en la historia de Gabriel, ese niño de madre ruandesa y padre francés que, como él hace años, huyó de la guerra de su Burundi natal con apenas trece años.
Sobre el sufrimiento de dejar atrás a los suyos, sobre la muerte violenta e injustificada que tiñe de rojo cada guerra, sobre la locura de una madre que se sumergió en el infierno para no volver. Éstos son algunos de los temas que Faye nos cuenta, casi en un susurro, como si sumergirse en aquellos años le restase vitalidad a su presente inmediato. ¿Quién se atreve a pasear por el pasado sin billete de vuelta?
Pequeño país ha sido todo un éxito literario en Francia: ha vendido más de 700.000 ejemplares, ha sido galardonado con el Premio Goncourtde los Estudiantes, otorgado por la FNAC y el Ministerio de Educación francés, y ya se ha traducido a una treintena de idiomas, incluido el español. Hablan del rapero medio francés medio africano como de una promesa literaria, y no sólo por su primer libro. Faye desprende sensibilidad en cada una de las estrofas de sus canciones. Y Petit Pays es ejemplo de ello.
El peso principal de la narración está en la voz infantil de Gabriel, también de su hermana Ana, y sobre todo en la pandilla de amigos que custodian el callejón como si fuese su reino. Será con todos ellos con quien Gabriel experimentará el sabor agridulce de la violencia, del odio y del rencor.
Este libro, testimonio histórico del continente africano, sirve para reflexionar sobre el colonialismo, la migración y el racismo todavía existente a un lado y a otro del Mediterráneo. Un relato desde la experiencia personal sobre la complejidad del ser humano.
Vivimos una situación anómala. Bueno, una no, muchas, pero aquí nos limitaremos a hablar de anomalías musicales. En una época en que hay más creadores que nunca, las programaciones miran tercamente al pasado, alimentándose no sólo de grandes obras que han superado el juicio del tiempo, sino también recuperando olvidadas (algunas probablemente con razón), mientras que la creación contemporánea se encuentra exiguament representada. Esto no ha sido siempre así, al contrario, no es hasta finales del siglo XIX que el pasado desplaza definitivamente el presente en los gustos del público, con el consiguiente disgusto de los artistas con ansias creativas (y de supervivencia). Hasta entonces, lo normal era la renovación, no la repetición. No es el objetivo de este artículo analizar los motivos de esta situación, sino más bien hablar de aquellos que trabajan duro para recuperar la «normalidad» perdida. Es el caso, entre otros, del Mixtur, festival de músicas de investigación y creación interdisciplinaria, que un año más ha vuelto a hacer hervir la Fabra i Coats (y, puntualmente, el Auditori y el Institut Français) con las sus propuestas. En total han sido 21 conciertos, 12 conferencias y clases magistrales, 4 mesas redondas, 3 instalaciones sonoras y 5 talleres, todo repartido en 10 intensos días.
El formato festival tiene ventajas e inconvenientes. Por un lado, ayuda a crear un clima propicio, tanto para los músicos y creadores, que pueden compartir ideas e impresiones, como para el público, que, al exponerse en poco tiempo en una variedad tan grande de estilos y formatos, puede desarrollar más fácilmente nuevas maneras de escuchar. Por otra parte, concentrar tantas actividades en pocos días hace que, por fuerza, los horarios no siempre sean compatibles para el público general, con lo que algunas actividades, a pesar de ser abiertas, acaban nutriéndose mayoritariamente de los participantes de los talleres. Pasa, sobre todo, con las conferencias y las clases magistrales. Y es una lástima porque, por su carácter demostrativo, algunas son excelentes introducciones para los espectadores, como la magnífica demostración que hizo Ricardo Descalzo de las posibilidades del piano preparado, o bien la conferencia de Tristan Murail, que expuso de forma cristalina un tema tan difícil como es la esencia y las técnicas de la música espectral, que él mismo contribuyó a desarrollar en los años sesenta.
Como no podemos hacer una crónica exhaustiva de todos los conciertos que tuvieron lugar, nos limitaremos a destacar algunos, empezando por el concierto final del taller de interpretación de piano que dirigía Ricardo Descalzo. Participaron un total de cinco pianistas: Magdalena Cerezo, Silvia Carolina Aguirre, Beatriz González, María Ivánovich y Rodrigo Roces. Cada uno de ellos interpretó dos obras breves, todas de gran dificultad y con profusión de recursos de todo tipo. Destacamos las que ofrecieron Cerezo y Aguirre. La primera escogió fragmentos de Kiste for piano and tape, de Benjamin Scheuer, uno de los participantes en el taller de composición y experimentación sonora, y de los Microludis fractals de Ramon Humet. La obra de Scheuer, llena de imaginación y humor, jugaba con la combinación de sonidos del piano, sonidos electrónicos que la misma pianista controlaba desde un pequeño teclado adicional, y sonidos de objetos diversos, como campanillas o juguetes. El uso de los efectos electrónicos, que se fusionaban perfectamente con el sonido amplificado del piano, permitía simular efectos imposibles para un instrumento percutido, como glissandi o crescendi. Aguirre eligió la deliciosa A little suite for Christmas, de George Crumb, y Polygon labyrinth de Matias Curiel -también participante del taller de composición-, una obra que permitía un cierto grado de liberto a la pianista, que debía decidir el orden de algunos elementos.
Siguiendo con la búsqueda de nuevos sonidos, cuatro miembros del Zafraan Ensemble nos ofreció una selección de siete obras que exploraban los límites de la combinación de saxo, piano, contrabajo y percusión, y entre las que destacaba el Klarinettentrio de Carola Bauckholt, una de las profesoras del taller de composición. Junto a formaciones internacionales también encontramos de locales, como el conjunto Frames Percussion, que en febrero también actuó con gran éxito dentro del ciclo musical Sampler Series. Los cuatro percusionistas iniciaron el concierto con una pieza muy acertada: As we are speaking, de Fritz Hauser, construida a partir de la superposición de pulsaciones ligeramente diferentes. El volumen casi inaudible y las sutiles variaciones de los ritmos preparaban acústicamente el público para un festival de sonidos que alcanzó el punto máximo en Difficulties in putting into practice, del siempre estimulante Simon Steen-Andersen. No podían faltar las copas musicales, aunque en esta ocasión Yair Klartag, a su obra All day I hear the noise of waters, llevó este instrumento casero a un nivel superior, introduciendo glissandi que el percusionista ejecutaba añadiendo agua a las copas mientras las golpeaba y / o rozaba.
Dentro de la programación del Mixtur 2018 cabe destacar también An index of metales, de Fausto Romitelli, interpretada por el Ensemble PHACE en el Auditori y producida por el Sampler Series, que ya hemos comentado en un artículo anterior. El festival finalizó con la representación de Skyline, un concierto-performance creado por Kònic Thtr. Basada en Barcelona, esta plataforma artística se caracteriza por la aplicación de tecnología interactiva a las artes, que en este caso consistía en el uso de dispositivos móviles con los quuals los mismos intérpretes registraban y manipulaban imágenes en vivo, así como sensores que a partir de los movimientos de la bailarina controlaban la imagen y el sonido producidos. Una propuesta experimental e interdisciplinaria que encajaba perfectamente con la ambición del Mixtur.
Iannis Xenakis es un personaje peculiar dentro de la historia de la música: arquitecto, matemático y compositor, consiguió ligar las tres disciplinas para crear una obra única y personal, en la que tanto utiliza fórmulas y estructuras matemáticas en el proceso compositivo (como las distribuciones de probabilidad con las que inauguró la música estocástica) como aprovecha el material musical para derivar formas geométricas que acabarán en los edificios que diseña. Precisamente uno de los más célebres, el Pabellón Philips (que debe su espectacular estructura exterior en las curvas obtenidas en representar gráficamente los glissandi iniciales de las cuerdas en la pieza orquestal Metastaseis), estaba pensado para llevar a cabo un espectáculo de inmersión sensorial. En el pabellón se debía reproducir, a través de proyecciones y de altavoces estratégicamente situados, la composición audiovisualPoème électrónique con música de Edgar Varèse e imágenes de Le Corbusier, en la que se podría considerar como una experiencia inmersiva pionera.
Disposición de los músicos en Persephassa, según las indicaciones de Xenakis en la partitura.
Que la relación entre sonido y espacio se convirtiera en un tema central en la obra de Xenakis parece una consecuencia natural de su triple identidad profesional. En Persephassa, escrita para seis percusionistas, esta relación se manifiesta en la disposición de los músicos, que se sitúan rodeando el público, creando así una sensación envolvente y posibilitando la espacialización del sonido. Esto no sólo permite explorar efectos estereofónicos, con una distribución adecuada entre los diferentes percusionistas de los motivos rítmicos Xenakis es capaz de reproducir el efecto de un foco sonoro en movimiento. Todo ello hace que el sonido adquiera una calidad corpórea, un relieve que lo hace físicamente más presente y maleable, tal como pudimos comprobar en la versátil sala 3 del Auditori, donde las Sampler Sèries presentaron esta obra en el marco del Festival Emergents, que promueve el nuevo talento. Situados a ambos lados del patio de butacas, en dos filas de tres, seis jóvenes percusionistas de la ESMUC (Javier Andrés, Daniel Artacho, Sabela Castro, Julián Enciso, Daniel Munáriz y Fernán Rodríguez) ejecutaron con precisión milimétrica esta exigente obra, donde cada efecto está minuciosamente calculado, arrastrándonos con la fuerza placenteramente alienadora de un antiguo ritual.
Drowning Girl(1963), pintura de Roy Lichtenstein que sirve de inspiración para los poemas de Lèkovich.
Fausto Romitelli también buscaba la inmersión del espectador en una de sus últimas composiciones. An index of metales, presentada en colaboración con el Festival Mixtur, comparte el espíritu del Poème électronique en tanto que plantea una «experiencia de percepción total», en la que imagen y música van de la mano, sometidas a las mismas reglas . El punto de partida son las 3 songs for an index of metals de Kenko Lèkovich, inspiradas en la pintura Drowning Girl, de Roy Lichtenstein. Las tres «hellucinations», tal como las llama la poeta, describen un entorno en descomposición. «Corroer», «perforar», «oxidar», … estos y otros procesos, que ligan el destino de la desgraciada protagonista con el de los metales, aparecen también en el videomontaje realizado por Paolo Pachino y Leonardo Romoli, en el que se explora la apariencia de diferentes metales bajo el efecto de la luz. El escrutinio de las aparentemente perfectas superficies metálicas, pulidas y brillantes cuando las miramos de lejos, revela un mundo de imperfecciones e irregularidades, que se infiltran en la música de Romitelli a través del timbre, la distorsión y el ruido. De esta manera el compositor consigue, en sus palabras, «pensar conjuntamente el sonido y la luz, la música y el vídeo, emplear timbres e imágenes como elementos de un mismo continuum sometido a transformaciones informáticas idénticas». En cambio, no resulta, como él quisiera, «la fusión de la percepción, la pérdida de puntos de referencia». Aunque la relación entre poesía, imagen y sonido sea evidente, no es suficiente para desdibujar la frontera entre estos fenómenos sensorialmente bien diferenciados. La proyección de imágenes en una pantalla dividida en tres partes y situada encima de los músicos tampoco conseguía el efecto envolvente que, en cambio, sí que producía la música, que hacía perceptibles expresiones como «sumergirse», «hundirse» o «ahogarse», repetidas insistentemente en los poemas.
Si Xenakis juega con la disposición de los músicos para crear esta inmersión, Romitelli recurre al uso de altavoces para rodearnos con el sonido. Amplificar todo el conjunto instrumental le permite, además, integrar sonidos y efectos electrónicos que, en lugar de contrastar con el sonido directo de los instrumentos acústicos, se perciben como un registro extra del conjunto. La impecable sonorización que llevaron a cabo los técnicos del Auditori fue clave para conseguirlo, y dotar el sonido de una particular calidad lumínica que, en este sentido sí, «filmaba acústicamente la imagen». El conjunto PHACE, dirigido con entusiasmo por Nacho de Paz, ofreció una magnífica interpretación de la partitura, gestionando sin problemas la variedad de estilos que aparecen (es especialmente importante la influencia del rock) y desbordando nuestros oídos con seductoras sonoridades caleidoscópicas. Hay destacar la participación como vocalista de la extraordinaria Daisy Press, con una voz sólida de registro amplio y enorme expresividad, que se movió cómodamente desde el distanciamiento emocional de la primera «hellucination» hasta la intensidad extrema de las dos últimas. Si la experiencia sensorial final no fue total, como quería Romitelli, no por ello fue menos satisfactoria, tal como demostró la reacción entusiasta del público que llenaba la platea de la sala Oriol Martorell.
Uno de los retos más importantes que afrontan actualmente los programadores es ofrecer a los espectadores experiencias que no puedan vivir desde casa (o, al menos, que no puedan reproducir satisfactoriamente), a través de sus smartphones o equipos de música. Con sus propuestas, las Sampler Sèries y el Mixtur siguen demostrando el potencial de la creación contemporánea para revalorizar la cultura en vivo.
Recuerdo que hace ya muchos años, siendo un estudiante de apenas unos 20 años, tuve la oportunidad de recibir clases de una maravillosa profesora de clavecín. Esta profesora a su vez, había sido formada en París y nos contaba a sus alumnos lo que era estudiar y vivir en una ciudad como París. Aquellas charlas, cuando las recuerdo, aun me emocionan tremendamente porque, en parte, la decisión de liarme la manta a la cabeza pocos años después y cruzar el charco, fue motivado por el sabor que dejaban en mi esos relatos.
Entre estos entrañables recuerdos, uno me causó siempre una gran impresión: mi profesora refería que todos los domingos, muchos de sus compañeros y ella misma, asistían sin falta posible a la misa de medio día en la église de la Sainte-Trinitéen la capital francesa. Uno se preguntará, ¿qué de extraordinario tenía esa ceremonia para que este fervor religioso fuera posible?, y tal duda quedaba despejada cuando conocías la razón que animaba a los alumnos a llenar la mencionada iglesia: Olivier Messiaen en persona, no solo tocaba el órgano durante la ceremonia, si no que, tras finalizar el oficio, improvisaba casi durante una hora más.
Cuando pienso en la fortuna que tuvieron aquellos devotos estudiantes, de escuchar en vivo a uno de los músicos más importante del siglo XX, domingo tras domingo, pienso en la suerte que tuvieron a su vez, aquellos que escuchaban a Bach o Händel tocar el mismo instrumento: el órgano, del que ambos fueron míticos virtuosos. En Barcelona, no somos conscientes aun del maravilloso artista con que contamos viviendo entre nosotros, y que, si bien guardando las distancias, no podemos aun equiparar con los anteriores maestros, si es un consumado organista. Me refiero al maestro Juan de la Rubia y que, para más señas, es organista titular en la basílica de La Sagrada Familia.
El maestro de la Rubia, fue uno de los varios artistas que se presentaron el pasado 1 de mayo en el Palau de la Música Catalana, en un concierto integrado por obras de los arriba mencionados maestro alemanes, J.S. Bach y G.F.Händel.
La Freiburger Barockorchester dirigidos por Gottfried von der Goltz y el bajo-barítono Matthias Goerne, completaron el elenco de consumados artistas de la tarde. El programa estuvo integrado por las cantatas BWV56 y BWV 82, escritas para barítono solo, interpretadas admirablemente por el maestro Goerne. Heredero natural de la tradición vocal de Dietrich Fischer-Dieskau del que fue alumno, abordó con naturalidad y mucha autoridad ambas obras. Piezas de una belleza serena, es imposible no conmoverse al escuchar el aria inicial de la cantata BWV 82, que con dulce voz dice “Ya tengo bastante, tengo a mi Salvador, la esperanza de los piadosos, envuelto entre mis anhelantes brazos. ¡Ya tengo bastante!”, todo esto, mientras un oboe canta un delicioso contrapunto que te atraviesa el alma. El mismo Bach, cuando elige la tesitura vocal, lo hace pensando muy probablemente en la figura bíblica de Simeón, que, según el evangelio de San Lucas, da gracias a Dios, después de contemplar al Mesías que está siendo presentado en el templo por sus padres. Es la voz de un hombre de fe, que ha vivido ya muchos años y que solo espera la llegada de aquel en que siempre ha creído toda su vida. La cantata BWV 52 que lleva el nombre de “Con gusto llevaré la cruz“ se mueve en la misma línea, son obras pensadas para consolar y animar a los fieles congregados en los servicios dominicales en Leipzig. La interpretación de Matthias Goerne como ya lo hemos apuntado antes, fue maravillosa, llena de matices y de una diversidad de colores vocales, que buscaban reforzar el dramatismo de la música de Bach. Goerne, cuenta con una potencia vocal apabullante que, en los pasajes en que la música reclama de una delicadeza especial, es trasformada en un fino hilo vocal apenas audible que estremece al que lo escucha.
Los otros protagonistas de nuestro concierto fueron sin duda la Freiburger Barockorchester, dirigidos por Gottfried von der Goltz e indudablemente el maestro Juan de la Rubia que interpretaron al inicio de cada una de las partes del concierto, la 1ª y la 2ª sinfonías de la cantata BWV 35 de J.S. Bach donde el actor principal es el órgano solista. A ello se agrega la obra final del concierto, que fue el famoso concierto para órgano en Fa mayor, HWV 295 de G.F Händel y que, junto con las dos obras anteriores de Bach, nos mostraron el alto nivel técnico y musical del maestro de la Rubia.
El hilo conductor de todo el programa fue sin duda la unión y al mismo tiempo, el profundo contraste que existe entre los dos compositores del programa. Un elemento común, además de haber nacido con una pequeña diferencia de días en la misma zona de Alemania, es que, tanto Bach como Händel, fueron grandes organistas. Muchos testimonios nos hablan de que su obra escrita es solo una pequeña muestra de lo que estos maestros podían crear cuando se sentaban a improvisar al órgano. Los dos murieron ciegos quizás afectados por una diabetes no tratada. Ambos eran fieles luteranos, pero, y aquí las cosas se separan, Händel era un hombre tremendamente práctico y con un olfato natural para los negocios, además de un viajero incansable. Bach por su lado, nunca viajó fuera de Alemania, desconfiaba de las modas del momento, no le interesaban los negocios, ni las novedades. En sus obras, siendo tan diferentes la una de la otra, se encarnan los frutos más acabados del barroco tardío. Ninguno de los dos escribió con pretensiones de trascendencia y la trascendencia fue a su encuentro, ellos simplemente hacían lo sabían hacer: música, exactamente lo mismo que los maravillosos músicos que interpretaron sus obras. La música tiene la facilidad de acompañar los grandes recuerdos de la vida, como aquellos que nos contaba mi maestra. La música es finalmente vivencia pura. Quizás, en la vida haya que hacer y vivir más. Seguimos.