Inori, Interpretada por la orquesta de la Academia del Festival de Lucerna, y bajo la batuta de Peter Eötvös, clausuró el pasado 18 de septiembre en la berlinesa Philharmonie el MusikFest 2018, enmarcado en el doble aniversario de Debussy y de Zimmermann: cien años de muerte y de nacimiento respectivamente. Pero también el homenaje a Stockhausen ha sido, al menos, velado (los 90 años de su nacimiento no han sido explicitados), pues ha tenido una presencia sobresaliente en buena parte de la programación, contando con varios monográficos.
Es una obra de 1973-74, es decir, en unos años en los que Stockhausen estaba pasando -como tantos otros, como los Beatles- por una fase mística. Estira la fascinación de compositores como John Cage o incluso el recientemente (¡por fin!) homenajeado en Madrid Juan Hidalgo por la cultura oriental. Inori es una exploración -a gran escala- de la reducción del gesto a sus elementos más esqueléticos. Inori se refiere a un rezo (tal es el significado en la traducción del japonés), pero en Stockhausen la religión no es institucionalista, sino un experiencia interior de gran intensidad. Por si quieren saber más (¡en inglés!):
La interpretación de Eötvös estuvo centrada, al comienzo, en el trabajo con la resonancia, estirando las pausas entre los primeros acordes que abren la obra, que parece que emerge desde el equilibrio entre sonido y respiración. Desde esta construcción orgánica, hizo emerger, como de la nada, los sonidos disruptivos del metal. Aunque la obra está dividida analíticamente en cinco partes, el marco analítico que guió a la interpretación exploró meticulosamente los recovecos de la obra. Tras la apertura, en la que de alguna forma se dividió el material sonoro, como una suerte de solos, poco a poco se fue desplegando con la entrada del solo del piano. Los elementos sonoros se iban incorporando poco a poco. Así apareció el protagonismo del ritmo, que se unió a la construcción colorista desarrollada hasta entonces. Al igual que en la coreografía, basada en gestos repetitivos asociados asonidos específicos, la interpretación era preciosista, basada en tocar como con la punta de los dedos todo lo que se esconde en la partitura. Incluso en los momentos de crescendo, quedaba en el recuerdo del oído todas las fases delicadísimas por las que se transitó para llegar ahí: no hay crecimiento si no se ha sido muy pequeño. La elegancia de la propuesta de Eötvös consistió, por tanto, en un trabajo de contención emocional, buscando el los lugares en que el continuum sonoro, tan arduo de construir, se deshace y transforma en ecos, en cambio de rol -como el de los bajos, que pasan de ser soporte armónico a tomar el protagonismo sonoro, como con la aparición rotundísima de la tuba- o se desintegra, como en el cascabel que abre y cierra la obra: la tensión se acumula en ese sonido tan mínimo, asociado a tantos lugares cotidianos de los que olvidamos rápidamente cómo suenan. Mucho más que en el grito -el único que profieren los solistas- «HU», que remite al incio, al final, al sonido que esconde todos los sonidos y muchas otras cosas. Este es el texto que toma Stockhausen de referencia:
«HU es el más sagrado de todos los sonidos.
El sonido HU es el principio y el final de todos los sonidos, ya sean de hombre, pájaro, bestia o cosa.
La palabra HU es el espíritu oculto en todos los sonidos y palabras, igual que el espíritu en el cuerpo.
HU no pertenece a ningún idioma, pero todos los idiomas le pertenecen.
HU es el nombre del Altísimo, el único nombre verdadero de Dios; un nombre que ningún pueblo ni ninguna religión puede reclamar como propio.
HU significa espíritu – MAN o MANA significa mente.
Un HUMANO es un hombre consciente de Dios, realizado en Dios.
Humano (alemán) – Humano (inglés) – Humain (francés).
HU, Dios, está en todas las cosas y seres, pero es el Hombre por quien se le conoce».
Quizá en el tratamiento de este HU es lo que los más ortodoxos le podrían reclamar a Eötvös (aunque a mí fue lo que más me convenció, quizá porque de mística tengo bastante poco): que no guió el despliegue sonoro a ese grito contenido, sino justamente al carácter circular de la pieza, dando cuenta de que la pieza consiste, a nivel sonroo, de la expansión de una fórmula pequeña y no tanto de una construcción dirigida a un climax. Sea como fuere, fue una interpretación excelente por parte de la orquesta, especialmente la sección de vientos -y más concretamente, flautas y metales-. El respeto de la gente joven por la partitura a la que se enfrentan es algo que muchos veteranos olvidan, como aquel Become Ocean de Luther Adams en el que los bostezos aparecían por doquier.
A la coreografía se enfrentaron Winnie Huang y Diego Vásquez que comenzaron impeclables pero, poco a pcoo, fueron perdiendo la rigidez de la exactitud inicial. Quizá es que no hay forma de hacer esta coreografía, que es una suerte de escala cromática traducida a gesto -más los momentos de silencio-, sin que se descuadre en algún momento. Pero, ¿es la perfección el objetivo de esta danza? ¿O es su límite? Esta exigencia de perfección y perfecta simetría que la danza clásica ha sedimentado sobre cualquier danza -y que puede ser injusta con sus posibilidades- no restaron el potencial visual del gesto, especialmente con la intervención de Vásquez al descender de la plataforma y golpear con fuerza la enorme claqueta que convierte el ejercicio de interioridad que representa Inori en su contrario: en la violencia contenida, Lástima que el encuentro final entre los solistas y el director fue algo mecánico, pese a toda su carga simbólica, pues da cuenta del carácter coreográfico que cualquier dirección -y también la de orquesta- implica.
INORI; Orchester der Lucerne Festival Academy; Peter Eötvös; Diego Vasquez; Winnie Huang
Pareciera que todo está dicho ya de Gala, aquella maravillosa mujer, de “cuatro ojos grandes agrupados en corazones concéntricos, crueldad, inteligencia, crueldad y juventud”, según testimonio del escritor André Breton, analizado y recogido por la investigadora Estrella de Diego. Eso podría pensarse antes de visitar la exposición Gala Salvador Dalí: una habitación propia en Púbol, hasta el 14 de octubre en el Museo de Arte Nacional de Cataluña (MNAC) y de la que, por cierto, De Diego es su comisaria.
Esta exposición, la segunda monográfica dedicada a una mujer que ofrece el museo en sus 23 años de historia reciente, nos permite acercarnos a la figura de la Gala “creadora”; esa mujer de carácter y fuertes convicciones que influenció a los dos grandes amores de su vida: el poeta francés Paul Éluard y el pintor excéntrico Salvador Dalí. Porque el objetivo de este recorrido por la vida y obra de Gala es claro: ir más allá de la imagen de Gala como mujer-maniquí, conocer a “la Gala que es y no solamente a la que está”.
Uno de los ejemplos más claros de esa “participación activa” de Gala en la producción artística de Dalí fue el Pabellón El sueño de Venus, construido con motivo de la Exposición Universal de Nueva York en 1939. Estrella de Diego deja patente su pasión por la figura de Gala y disemina a lo largo de la muestra la tesis de que la “musa y mujer de Dalí” fue una de las primeras artistas conceptuales, precursora en muchos aspectos que ahora se abordan en el arte contemporáneo. La historia detrás de cada una de las pinturas firmadas como Gala-Salvador Dalí es la prueba tangible de su existencia más que ornamental, al tiempo que abren la puerta al debate sobre la autoría en el arte, muy candente en la actualidad.
Es por ello que el Castillo de Púbol, regalo del artista a su mujer, ha de considerarse como la última gran obra conjunta de la pareja, y no tan sólo como una muestra de amor. De hecho, este refugio al que Dalí sólo podía acceder previa invitación, podría considerarse como el tercer personaje en la vida de ambos artistas, la unión que entre ellos existía materializada en un espacio concreto.
Gala, que nació en Kazan en 1894 bajo el nombre de Elena Diakonova, visitó Cadaqués por primera vez en 1929, acompañando al que era su marido por aquel entonces, el poeta Paul Éluard. Fue allí donde conoció al joven Dalí, que aunque ya apuntaba maneras, todavía era un desconocido en el circuito pictórico europeo. Ese mismo año, la escritora Virgina Woolf publicó su ensayo A Room of One’s Own, una obra en la que se defiende la necesidad de poseer una “habitación propia” para que así una mujer pudiese dedicarse también a la escritura, en igualdad de condiciones, en una época en la que el oficio estaba claramente copado por hombres.
Al recorrer la muestra, sorprende la capacidad creadora de Gala -escritora, poeta, diseñadora- y la escasa predominancia cultural que la historiografía del arte le ha otorgado en los años posteriores a su muerte. Incluso años después de encontrarse sus memorias (2005), que tan pulcramente escribió y editó, se duda de su creatividad, empeño y capacidad decisiva, tanto en su vida personal como en su imagen pública. Podríamos decir que Gala fue también, o ahora se le etiquetaría de esta manera, una performer del mundo del arte, de la farándula si me apuran. “Las pistas que en esta exposición sirven de punto de partida para subvertir la imagen de Gala como musa estaban allí desde siempre, esperando a ser leídas para transformar la narración, como pasa a menudo con las mujeres”, escribe De Diego en uno de los textos introductorios del catálogo. Cuántas otras relecturas del pasado están pendientes todavía.
*Fotografía: Gala, Salvador Dali’s wife and muse. Gudlin Ingvarsdottir. Flickr.
El próximo 25 de septiembre empieza una nueva edición del Lied Festival Victoria de los Ángeles (LIFE Victoria) que, desde hace ya unos años, se ha convertido en la principal cita para los aficionados al género en la ciudad Condal. Cierto, l’Auditori y la Asociación Franz Schubert de Barcelona programan tres recitales dedicados exclusivamente a los lieder del austríaco y, además, el gran Goerne ofrecerá en el Palau sus tres grandes ciclos. Pero hay vida después de Schubert y, si no queremos quedar empachados, el festival impulsado por la Fundación Victoria de los Ángeles es prácticamente la única opción.
No solo encontramos equilibrio en el repertorio (está Schubert, por supuesto, pero acompañado de Debussy, Poulenc, Mompou, Ravel, Mahler, Szymanowski, Dvořák, Saint-Saëns, Britten, Sorozábal o Purcell, entre muchos otros), también en los artistas y los formatos. El LIFE sigue con sus tres líneas consolidadas:
Recitales de artistas internacionales, que incluyen la intervención a modo de teloneros de jóvenes cantantes y pianistas que participan en el programa LIFE New Artists.
Conciertos aperitivo, que tienen lugar al mediodia, en un entorno íntimo y más informal que favorece la interacción entre público y artistas.
«Tast» de Lied, recitales más breves a cargo de jóvenes promesas, ideales para conocer nuevos talentos, repertorios o incluso adentrarse por primera vez en el lied.
En total, hablamos de 16 recitales, en los que se podrán escuchar obras de 36 (!!!) compositores distintos a cargo de 17 cantantes y 13 pianistas. Unas estadísticas espectaculares, que se complementan con un concierto benéfico (Más que Lied) y dos Jam sessions de lied, además de las actividades para los alumnos de la academia, que incluyen clases magistrales con los pianistas Malcolm Martineau y Simon Lepper y la mezzo Ketevan Kemoklidze.
La programación es extensa y toda de calidad. Sin embargo, nos atreveremos a destacar algunos de los recitales, empezando por el primero, el que ofrecerá el joven barítono Josep-Ramón Olivé junto a Malcolm Martineau el 25 de septiembre. Formado en Barcelona y Londres, Olivé fue el primer participante del programa LIFE New Artists, y ahora regresa para inaugurar el festival, respaldado por una importante proyección internacional.
Destacamos también la presencia de grandes figuras del lied, como Simon Keenlyside (10 de octubre) o Christopher Maltman (20 de noviembre), ambos acompañados por Martineau. Kate Royal y Benjamin Appl deslumbraron con sendos recitales la temporada pasada, y regresarán el 23 de noviembre con un recital conjunto, acompañados de Graham Johnson.
La voz de contratenor es cada vez más apreciada en el lied, y podremos comprobar el porqué en el recital de Jakub Józef Orlinski (19 de octubre) con el atractivo añadido de la inclusión de canciones de compatriotas polacos (¡siempre tan olvidados!) en el programa. La soprano Carine Tinney propone un programa alrededor de los orígenes del género titulado Pre-Lied: de Bach a Schubert (9 de noviembre), en el que se podrán escuchar obras de autores poco habituales en estos ciclos, como Haydn, Mozart o Bach (Johan Sebastian y Carl Philipp Emanuel).
Por último (aunque podríamos seguir hasta terminar con los dieciséis recitales) destacamos especialmente el recital de Natalia Labourdette e Irune Liberal (13 de octubre), tanto por la excelente impresión que causó su participación en el LIFE New Artists del año pasado, como por el tremendo programa (Britten, Berg y Sorozábal) que han preparado.
Uno de los conciertos más esperados del MusikFest era el de la Filarmónica de Berlín bajo la batuta de François-Xabier Roth y la violinista Carolin Widmann, cuyas citas fueron el pasado 13, 14 y 15 de septiembre. La primera de ellas es de la que se ocupa esta crítica.
El concierto se abrió con una versión un tanto edulcorada de la Sinfonía para instrumentos de viento de Stravinsky. Era una obra claramente de relleno en el programa (por más que se especificara el homenaje explícito a Debussy por parte del autor ruso, que vendría a explicar su relación con el resto de la propuesta) y así fue tratada. El viento madera y el metal estaban completamente en dos planos y el elemento colorista (donde aparece la influencia de Debussy) fue eclipsada por un exceso en el tratamiento de su música desde una perspectiva popular poco ironizada, algo polémico desde el punto de vista del sentido de la pieza. Quizá el problema de entrada fue el pulso un tanto pesante que desfiguró la construcción de la obra.
A continuación, llegó uno de los platos fuertes de la noche: el Concierto de violín de Bernd Alois Zimmermann. Es un concierto muy exigente sobre todo en el equilibrio de volumen, algo que fue problemático todo el concierto. Un desborde de energía dio comienzo al primer movimiento, pero en muchas ocasiones ese caudal dejaba a la solista difuminada, que practicamente no encontró su sonido hasta el pseudovals de la mitad del primer movimiento. Lo interesante de la interpretación en este movimiento fue el trabajo destacado de la célula que lo unifica, dando cuenta de su carácter obsesivo. El segundo movimiento propició uno de los momentos más mágicos de la noche, con una preparación excelente de la entrada de la celesta a dúo con el violín. Éste se constituyó en este movimiento como un ente molesto con respecto al sonido rotundísimo de la orquesta, que parece irrumpe en el sonido del violín, que intenta escapar de la gran maraña sonora. El tercer movimiento adoleció del mismo problema de volumen que el primero, aunque fue interpretado con carácter y rabia de gran potencia. Una pieza de este calibre, puede ser fácilmente convertida en una explosión de sonido sin fin: si embargo, el buen hacer orquestal propició que no se perdiera la tensión en todo su duración.
La segunda parte fue mi debilidad desde que vi el programa, ya que yo misma estudio la relación subterránea -fundamental para entender corrientes alternativas a Darmstadt- entre Ligeti y Debussy. Images n.1Gigues precedió a Lontano, y ésta a Images n. 3. Rondes de Primptemps. Les seguían Atmosphères e Images n. 2 Iberia (en el programa ponía, por error, nr. 3) sin detención. Se agradece la complicidad del público de no aplaudir: o quizá es que funciona muy bien el encuentro entre estas obras de ambos compositores. O eso pensaba al principio. Pero lo cierto es que el primer número de Images solo fue convincente en el misterioso comienzo y final. La parte intermedia fue tratada con carácter casi pastoral y popular. Ambos elementos, desde Mahler, quedaron heridos de muerte, y no pueden sonar como si nada hubiera pasado. Casi todo el peso lo cargaron el corno inglés, que estuvo excelente y la sección de flautas. La transición a Lontano fue, sin duda, lo más conseguido del concierto. Lontano comenzó desde una nada sonora pero, al mismo tiempo, como si viniera de muy lejos, in media res. El color, en esta obra, se entiende como suma, y fue claramente concebido así en esta interpretación, que paladeaba cada nueva incorporación. El comienzo desde un sonido muy pequeño llevó a un volumen muy redondo y pausado, grave en toda la densidad de la palabra. Del finísimo trabajo de Lontano comenzó las Rondes de Primptemps: era volver al mundo del comienzo de este viaje de medio siglo, aunque todo había cambiado. De nuevo, un elemento algo superficial cubrió, como una pátina, la interpretación de Roth. Esta pieza, que es también colorista, de pronto era una «monada»: los matices se difuminaban en detalles que, en este diálogo con Ligeti, desplazaban al oyente fuera del discurso sonoro que se iba poco a poco construyendo. En mis notas apunté «divertido de más». Ese «divertido de más» trata de dar cuenta de un pasar, como de puntillas, por los momentos constitutivos de la pieza, como si simplemente estuvieran ahí para ser agradables o como un deleite para el oído. Eso choca, diamentralmente, con lo que esconde Debussy que le habla a Ligeti. Fue evidente esta tensión en el sandwich (perdonden la expresión) entre las Rondes, Atmosphères e Iberia. Con ese Debussy tan amable, Atmosphères adoleció de un comienzo mucho menos orgánico que en la transición anterior y sonó algo romantizado debido a la construcción de frases marcadas por la tendencia a los sforzandi. Lo más intersante fue justamente lo que no funcionó en el Stravinsky: la división de la orquesta por timbres. Se oponían los colores en la tesitura aguda frente a los de la grave. No había miedo al contraste, ni a la sensación de la disolución del tiempo y de la notación. En ese sentido, la confrontación con la obra fue precisa y llena de honestidad. Iberia, para rematar, sobró por completo. Ese mundo español de principios del XX idealizado era, de pronto, como un empacho de azúcar. Eso sí: de forma aislada, fue el mejor Debussy de la noche, pues Roth siguió con esa «diversión de más» para dar cuenta de los elementos más modernos del compositor francés, destacando sus ritmos casi jazzeros y la ironía con respecto a los sonidos supuestamente nacionalistas. Así que fue una noche de grandes aciertos -sobre todo en la propuesta de programación- pero que podría haber sacado mucho más partido a este diálogo, casi imposible en los tiempos que corren, en los que nos hemos de habituar a programas sin sentido o con conexión que, por obvias, dejan poco margen al oyente para encontrar vínculos insospechados entre lenguajes musicales.
El Ensemble intercontemporain se enfrentó el pasado 10 de septiembre de 2018, en el marco del Musikfest, a un programa que resume, de alguna forma, los derroteros de la música contemporánea francoalemana, al menos si tomamos el camino de la Segunda Escuela de Viena a Darmstadt. El reto de afrontar un programa así no lo supone solo para los músicos, sino también para el público. Son tres obras que, juntas, exigen una concentración superlativa. Quizá no es un acierto de la programación: un exceso de ambición o una muestra de la capacidad titánica de enfrentarse a cualquier programa. Al final, no llegaron a dialogar como, en apariencia, proponía en abstracto el programa. Pese a todo, es una alegría ver este tipo de obras programadas juntas: el diálogo entre ellas, su lugar de procedencia y su espacio en la historia de la música es apasionante para cualquier oyente curioso.
La primera, las delicadísimas Cuatro piezas para clarinete y piano de Alban Berg, fueron uno de los grandes momentos de la noche. El fino trabajo de cámara entre el jovencísimo clarinetista Martin Adámek y el pianista Dimitri Vassilakis fue el elemento clave de su interpretación. Partieron de un sonido de la nada, intimista, pero con un sonido redondo y muy comedido. Destaca, especialmente, el paladeo de todos los sonidos hasta el final, aprovechando la sonoridad de los armónicos. La intensidad y el volumen fueron aumentando hasta llegar a su punto álgido en la última pieza, lo que nos lleva a pensar que entendieron las piezas no como cuatro piezas sueltas, sino como parte de un todo.
Lo curioso es que todas las obras fueron interpretadas siguiendo un patrón similar: de menos a más. Pero esto no funciona en todos los contextos. Especialmente se notó en el Vórtex Temporum de Gérard Grisey. Aunque todos sus movimientos están construidos en torno a una misma célula sonora, no son fácilmente parte de un todo, pues cada movimiento dialoga, pero como una mónada, con los demás. El primer movimiento, à Gèrard Zinsstag, se desinfló pronto del impulso de su comienzo. Mantuvieron una interpretación algo mecánica, que no retomó el sonido inicial sino al revivir con toda la potencia en el final, donde el piano (de nuevo Dimitri Vassilakis) dio cuenta de su buen hacer, dejándonos sin aliento antes de encarar el segundo movimiento à Sciarrino. Por agravio comparativo, este movimiento quedó pesante en exceso, y al ensemble le costó encontrar su color. El tercer movimiento, à Lachenmann, fue sin duda el más redondo de los tres, y el elemento circular que mantiene con el primer movimiento hizo que la fuerza con el que éste se cerró fuese su punto de partida. El trabajo con el color fue más detallista, buscando menos el efecto y más la construcción. En general, los planos medios quedaron descuidados, pero los volúmenes extremos estuvieron muy conseguidos, generando al final una atmósfera eléctrica.
La segunda parte estuvo protagonizada exclusivamente por Le Marteau sans maître, de Boulez, una de las piezas básicas del canon del siglo XX europeo. Estuvo muy bien trabajada la preparación de los momentos clave, potenciando aquellos sonidos o instrumentos que adquirían momentos protagonistas. Es decir, se trataba de hacer explícita la estructuración interna de la pieza. La solista, Salomé Haller, comenzó con unos fortisimo bastante descuidados que fue poco a poco mejorando hasta conseguir grandes momentos, como el fundamental -y complicadísimo- dúo con flauta L’artisan furieux y, especialmente, el segundo número, el Bourreaux de sollitude. Cabe hacer especial énfasis en el buen hacer de Gilles Durot, Samuel Favre y Othman Louati en la percusión, que no en pocos momentos sacaron a flote el mejor sonido del resto del ensemble, algo estático en su interpretación.