La Venus descendida del Olimpo: Sobre «La exposición» de Nathalie Léger

La Venus descendida del Olimpo: Sobre «La exposición» de Nathalie Léger

Título: La exposición

Autor: Nathalie Léger

Traducción: Carlos Ollo Razquin

Editorial Acantilado (2019)

Colección: Cuadernos del Acantilado, 97

144 págs.

 

            No es casual que el libro de Nathalie Léger comience con un párrafo enigmático, más próximo a la invocación poética fictiva que a la lógica proposicional ensayística, y en un estilo que puede recordar a Émile Littré. Tampoco que a continuación se recojan las palabras de la princesa de Metternich, uno de los testimonios que engrosan la lista de los no pocos consagrados a la belleza de quien constituye el trasunto del recorrido de La exposición, Virginia Oldoïni, Condesa de Castiglione: «Me quedé de piedra ante tal belleza prodigiosa: ¡qué preciosos cabellos, qué cintura de ninfa, qué tez de mármol rosado! En una palabra, ¡es una Venus descendida del Olimpo! Nunca había visto una belleza semejante, nunca volveré a ver otra igual!» (p. 7). La combinación de ambos materiales, el monólogo interior y el elogio epatado, resumen con bastante precisión el dispositivo retórico del breve texto de Léger.

            De la historia de la aristócrata a la autora le interesa el ritual del posado, la potencia simbólica del protocolo que tenía lugar en el estudio de Mayer & Pierson. Los datos biográficos se confunden en la narrativa con el monólogo interior, a veces reflexivo —«ella no acude a fotografiarse para obtener un resultado, no es por la imagen por lo que visita al fotógrafo, ni por la escurridiza sustancia que cubre los pequeños rectángulos de cartón sobre los que se inclinará más tarde en vano, sino por el tiempo del posado; está allí por esa espera, por ese momento de perfecto olvido de ella misma a fuerza de pensar sólo en ella misma» (p. 17)—, a veces críptico —«Librarse del maleficio de esta sumisión, romper con esta crueldad» (p. 27)—, conformando lo que acaso convenga dilucidar mediante la metáfora de una tropología de la sugestión. No se sabe muy bien qué pretende decirnos Léger, si es que pretende decirnos algo; sus frases se encadenan como susurros de mensajes entrecortados, como adivinanzas pronunciadas por un oráculo autoconsciente enfrentándose a misterios que tampoco él comprende. A medio camino entre la confesión, la lírica y la autoficción, los devaneos de esta voz en primera persona resultarán irritantemente ensimismados si no se quiere advertir en ellos lo que yace tras la sonrisa escondida de la Condesa en sus sesiones con Pierson.

            Son particularmente agradecidos ciertos contrapuntos, como las citas de Robert-Houdin, las ¿imaginarias? irrupciones de los compromisos profesionales de Léger en calidad de directora del Institut mémoires de l’édition contemporaine, que se imbrican sin fricción con el resto del relato, o las pequeñas pero amables dosis de erudición, administradas bajo la forma de alusiones pasajeras a Goethe, Schiller o el diccionario Trésor de la langue française. Precisamente, es en el compendio de las acepciones del término “exposición” donde se brinda uno de los momentos más luminosos del soliloquio: «el proyecto de toda exposición: simple y llanamente disponer el abandono de algo en secreto» (p. 96). Dispuesto en párrafos engarzados sin solución de continuidad, La exposición se presta a una lectura ininterrumpida, de principio a fin, penetrando con una cadencia constante pero progresivamente íntima en el universo interior de Léger y su juego de espejos con Virginia Oldoïni. De estas páginas decantamos la sensación de presenciar algo similar al proceso que aquellas tratan de capturar, la exposición del acto mismo de exponerse. Y ello acontece con idéntica sutileza a la cultivada por la Condesa: a la manera de una revelación deslizada entre recuerdos y ademanes, como la musitada cantilena de Dante Gabriel Rossetti; en su inocencia aparente, ambas figuras nos transmiten que este acertijo tiene el poder de sacudir toda una existencia. 

El violín, por favor, el violín.

El violín, por favor, el violín.

Aquellos que disfrutamos de la cocina, sabemos que no siempre el trabajar con los mejores ingredientes asegura un resultado de primer nivel. Se puede contar con ingredientes de inmejorable calidad, que, al momento de combinarse, por algún pequeño descuido, se malogre aquello que estábamos seguro derivaría en un plato más que afortunado. Por el contario, con humildes elementos, muchas veces se puede obtener platillos de esos que solo recordarlos, logran ese involuntario saliveo, que no es otra cosa, que la añoranza de ese mágico momento en que se probó aquel platillo que parecía estar destinado solo a mitigar el hambre del momento. Ah, nada está escrito en el buen y noble arte de la cocina. Tanto hay que se escapa y que no puede ser consignado en ningún recetario y que hace que ese toque final, dependa de una extraña alquimia que se transmite casi por ciencia infusa. Algo parecido nos pasa a los músicos y a los conciertos. Se puede tener una espléndida orquesta, un gran violinista solista de talla mundial interpretando un programa sobrio y lleno de gran música y, finalmente, no lograr ni por aproximación, aquello que se esperaba vivir en el concierto antes descrito. Un querido maestro, hace años me dijo que la mejor música no siempre se hace en las grandes orquestas, solo se espera que eso suceda y el pasado 19 de junio esto me quedó claro.

Como final de temporada, Ibercamera presentó el pasado 19 de junio en el Auditori de Barcelona, un programa sumamente atractivo; la Sinfónica de Viena, dirigida por el violinista griego Leonidas Kavakos interpretaron dos obras del romanticismo alemán: de F. Mendelssohn su Concierto para violín y orquesta en Mi menor, op. 64 y de J. Brahms la Sinfonía núm.1 en Do menor, op. 68. Todo parecía perfecto, la noche prometía y el público que estuvo a punto de abarrotar el Auditori así lo entendió, pues parece mentira, pero obras que han sido tantas veces programas y de las que existen tantas y tan buenas lecturas, en memorables grabaciones, continúan atrayendo a un público que sigue prefiriendo la magia de los conciertos en vivo.

Tras de un caluroso aplauso, Leonidas Kavakos hizo su aparición y en su doble condición de solista director, inició la ejecución de uno de los más célebres conciertos para violín del siglo XIX. La estatura artística de Kavakos es algo que está totalmente fuera de discusión, es seguramente, uno de los mejores violinistas vivos en la actualidad y en parte lo demostró la noche del 19 de junio, luciendo una amplísima gama de colores en el violín. Su control del arco, y la manera en que administra cada centímetro de este, para obtener un determinado color en un específico lugar es realmente impresionante. Como violinista, se me ocurren muy pocos nombres que logren tal nivel de control técnico, aunado a una musicalidad natural y siempre viva. Otra cosa es lo que logró como director, ya desde este concierto. La Orquesta Sinfónica de Viena es una agrupación con una solera y un prestigio indudables, y a mi parecer, tiraron de ella en la cita aquí reseñada, pues se concretaron a seguir en la medida de lo posible a un Kavakos que quizás en un afán de sorpresa, realizó una lectura del concierto llena de arbitrariedades, que en más de una ocasión trastocaron el verdadero sentido de la obra. Articulaciones que no se justificaban mucho, fraseos que no conducían a nada o que directamente era contrarios al sentido de la música, entre otras genialidades, se vieron envueltas en medio de una muestra de solvencia técnica que las disimuló y les dio carta de verdad, ante un público que premió una lectura que a muchos desconcertó, por su alto nivel de luces y sombras.

Con la Sinfonía de Brahms, las cosas solo se agudizaron. Kavakos es sin duda uno de los mejores violinistas del momento, pero sus dotes como director, pueden depreciar a la larga su estatura final como músico. Contando con una orquesta de primer nivel, la sinfonía sonó por momentos descuidada y llena de ocurrencias que bien a bien, no sabemos la justificación para llevarlas a efecto. Comenzando por un evidente descuido en los balances de las secciones de los vientos, que nunca terminaron de sonar compactos y en relación al resto de la orquesta y continuando con algo que algunos han llamado “la bailarina intrusa” y que es cuando el director en los conciertos, no guía ni mantiene bajo su control a la orquesta, si no que más bien, simplemente realiza algunos ocurrentes movimientos con los que decora el devenir de la música.

La velada muy celebrada por el público en general, en tanto que en términos totales aquello sonó con cordura, logrando exaltar algunos ánimos, concluyó con una propina más que conocida y que desconcierta en tanto que es la antítesis de una obra tan potente y “heroica” como lo es la sinfonía en Do menor de J. Brahms. Me refiero a la danza húngara Núm. 5 del mismo compositor alemán.

L. Kavakos agradeció sobradamente al público congregado en el Auditori por el caluroso aplauso que estos le brindaron, pero quizás, agradeció aun más a los músicos de la Sinfónica de Viena, y cuando ves a un director agradecer tan sobradamente a una agrupación orquestal, es imposible no pensar hasta qué punto su agradecimiento no proviene de saber que fueron ellos, los músicos, los que verdaderamente sacaron adelante ese concierto. Lo que antes hemos dicho, tener los mejores ingredientes, no siempre nos garantiza el mejor cocido. Seguimos.

Ecumenismo de altos vuelos

Ecumenismo de altos vuelos

Al fallecer J.S. Bach en 1750, sus hijos, como es normal, se repartieron sus bienes. Dentro de estos, se encontraban un buen número de instrumentos musicales que Bach se había encargado de ir coleccionado a lo largo de su vida. Además de estos instrumentos, tocó que muchos de sus manuscritos autógrafos, también pasarán a ser ahora custodiados por sus hijos, y seguramente, de todos sus vástagos C.P.E. Bach, segundo hijo del maestro, y de su primera esposa, fue uno de los que más cuidado puso en la conservación de semejante legado. Dentro de las obras que recibió, se encontraba una que en la portada del manuscrito tenía escrito “die große catholische Messe” (gran misa católica), nadie en ese momento la conocía, ni sabia a ciencia cierta de que se trataba. La mencionada misa, es  una pieza singular,  no solo porque Bach era  luterano ortodoxo convencido de su fe, lo cual hacia muy extraño que hubiera escrito una misa para el rito católico, si no porque la misma elaboración de la obra, le llevó al maestro dentro de lo que tradicionalmente se ha contado, varias décadas de trabajo. 

Se calcula que la Misa en si menor BWV 232 fue escrita aproximadamente entre 1724 y 1749 faltando solo un año para el fallecimiento del maestro. De los 27 números que la integran, la mayor parte están construidas mediante la reutilización de obras ya existentes, y que el adaptó paulatinamente a lo largo de los años. Esta técnica, muy socorrida en la época y llamada “parodia”, lejos de ser algo que demerite el resultado final, al continuar pensando, que solo las obras de nueva creación merecen ser consideradas valiosas, las hace piezas que muestran nítidamente el alto grado de perfección técnica que Bach había alcanzado como compositor. Nuestro maestro no es un autor que se moviera por raptos de inspiración, en el más puro estilo romántico, por el contrario, Bach trabajaba desde la laboriosidad,  constante y metódica, demostrando una inmensa erudición, con lo que, cuando Bach componía, lo hacia desde una postura absolutamente diferente a la nuestra: se trataba de alumbrar resultados de la más alta ciencia musical, resultados que enaltecieran el nombre de Dios, en palabras del mismo maestro. 

Otras teorías mas recientes, por el contrario, nos dicen que la Misa fue el resultado de un complejo trabajo que realizó Bach no a lo largo de los años, si no en sus últimos meses de vida, en un estado físico ya muy deteriorado y casi totalmente ciego. Lo cierto es que la obra de proporciones inmensas, no fue nunca ejecutada en vida de su autor, las partes  que la integran por separado seguramente si, pero la Misa como tal,  fue estrena hasta 1835 y editada en 1845, producto de la iniciativa del editor suizo H.G.Nägeli que había comprado a un anticuario el manuscrito original, promocionando su empresa editorial con estas palabras: “ la más grande obra musical de todos los tiempo y de todos los pueblos”. 

Por sus enormes dimensiones, es fácil descubrir que esta música sería muy complicado que pudiera ser utilizada en su totalidad en un servicio religioso. Ahora bien, si que es perfectamente posible que se utilicen los números sueltos de la obra de manera independiente, dependiendo de la confesión religiosa que las utilice. De hecho las más recientes teorías sobre nuestra pieza, van encaminadas a demostrar que Bach pensó en una obra que pudiera ser empleada tanto en la iglesia luterana, como dentro de la católica y que por ello, cuenta con el Kyrie y Gloria propios de las dos confesiones, continuando con el Credo ( Sybolum Nicenum) Sanctus y Agnus Dei propios de la iglesia católica. En Alemania, tras su estreno, la Misa en Si menor se convirtió con mucho, en la obra más celebrada del J.S. Bach, incluso por encima de la Pasión según San Mateo. 

El pasado miércoles 12 de junio, el maestro Philippe Herreweghe, se presentó al frente de su Collegium Vocale Gente en el Palau de la Musica de la capital catalana, realizando una memorable lectura de esta maravillosa obra. Previo al inicio del concierto, por la megafonía, se nos avisó que Herreweghe estaba lesionado del brazo derecho y que pese a ello, saldría a dar el concierto. Minutos después, vimos salir a la coral y tras ellos apareció Herreweghe, amable y comedido como siempre. Saludó al público y a la  orquesta y ya en esos breves segundos, se tocó el hombro derecho con su mano izquierda, mostrando un evidente dolor en la zona.

 Iniciada la ejecución de la pieza, sus movimientos ya tradicionalmente crípticos, se redujeron al máximo, dejando casi inmóvil su brazo derecho y apoyándose para conducir al grupo orquestal y coro, en su otro brazo. Cuando percibía alguna imprecisión o algo no le satisfacía, dejaba su puesto en el centro del escenario y acudía  casi al frente del atril de sus músicos y marcando pequeños gestos con la mano izquierda, solucionaba aquello que no le gustaba. Se le notaba aun más alerta y pendiente de cualquier cosa, seguramente al sentir que sus condiciones físicas podían entorpecer el transcurso del concierto. El resultado fue una interpretación maravillosa  de la Misa en si menor. La enorme calidad que desde hace décadas ofrece el Collegium Vocale Gente y evidentemente Philippe Herreweghe, es inmensa, siendo sin lugar a  dudas, todo un referente en la interpretación de la obra de J.S Bach. 

La próxima temporada será para los amantes de la obra de J.S. Bach sumamente interesante, porque tendremos la oportunidad de disfrutar de la interpretación de las dos pasiones del genio de Leipzig, justamente bajo la dirección de Philippe Herreweghe. Por ahora, nos queda aun el regusto de una lectura, llena de rigor, y precisión, pero así mismo llena de musicalidad y vida de esta sorprendente Misa en si menor. Seguimos. 

Einstein on the beach

Einstein on the beach

El 27 de mayo, dentro del Ciclo Glass del Palau de la Música, Ictus Ensemble, Collegium Vocale Gent y Suzanne Vega llevaron a cabo la versión concierto de la ópera de Philip Glass Einstein on the Beach.

Esta ópera, estrenada en 1937 y la primera del compositor, tiene cuatro actos sin pausa y está escrita para coro y conjunto formado por dos teclistas que tocan órgano y sintetizadores, saxo, flautas y clarinete, además de un violín solista que representa al famoso físico Albert Einstein.

La representación fue de 200 minutos non stop de motivos breves en bucle que se aumentaban o disminuían en el tiempo y espacio con distintos patrones rítmicos, sucesión de números recitados, textos de Christopher Knowles, Samuel M.Johnson y Lucinda Childs y cambios de instrumentación, que creaba una sensación envolvente, también evocada por el montaje visual de Germaine Kruip, que iluminaba al público de tal manera que lo incluía en la obra. Los músicos que no tocaban formaban parte de la escena con sus ropas extravagantes y su actitud relajada y «playera» y compartiendo la actitud expectativa del público. Los que sí, lo hacían desde distintas partes del escenario y posiciones, ya fuera lateral, frontal o de espaldas al público, contribuyendo a crear la atmósfera necesaria para el transcurso de la obra y supliendo de esta manera la escenografía omitida.

Suzanne Vega destacó como narradora, con una entonación declamada, precisa y muy bien trabajada, que a veces se quedaba en segundo plano, como un timbre característico que aportaba color -igual que los números entonados por el coro-, o como la «voz cantante», por ejemplo, en su poderoso discurso All Men Are Equal de Samuel M. Johnson.

Capriccio, de Strauss, en el Teatro Real: riesgo musical, literalidad escénica

Capriccio, de Strauss, en el Teatro Real: riesgo musical, literalidad escénica

Son varios los titulares que hablan de Capriccio, de Strauss, una rareza del repetorio que con gran entusiasmo se ha recibido en el Teatro Real de Madrid, como música entre las bombas o como un espacio de calma entre los ataques de la Segunda Guerra Mundial. No son solo poéticos, sino que exponen el marco en el que se escribió esta ópera y también lo que se le exige a partir de esa circunstancia. Se estrenó en 1942, a la vez que millones de personas eran expulsadas de sus ciudades y otros tantos gaseados en cámaras de gas. Recuerdo el fragmento de El largo viaje, de Semprún, donde cuenta cómo explicó, con todo el detalle que puede un superviviente, las distintas partes y funciones del campo de concentración donde había pasado tantos meses a unas chicas: «Hay, en medio del patio, un hacinamiento de cadáveres que alcanzará tal vez los cuatro metros de altura. Un apiñamiento de esqueletos amarillentos, retorcidos, los rostros del espanto.(…) Me vuelvo y ya se han ido. Han huido de este espectáculo. Por otra parte las comprendo, no debe ser divertido llegar en un bonito coche, con un lindo uniforme azul ceñido a los muslos, y caer sobre este montón de cadáveres poco presentables». Los que no estuvieron en ningún campo -ni real ni potencialmente- podían elegir qué espectáculo ver: si el de la ópera o el del turista -que aún no sabe que lo es- de los campos. Elegir uno u otro -o, más bien, dejar de elegir uno u otro- es cuestión de capricho del que elige. Asé que quizá nunca un título fue tan elocuente como este de Strauss.

En un mundo en desintegración, también el arte, en general, y la ópera, en particular, necesitan ser legitimadas de nuevo. La Teoría estética del filósofo alemán Th. W. Adorno, publicada póstumamente en 1970, se abre diciendo que ya no es evidente el derecho a la vida del arte. Y no lo decía solo por una cuestión estrictamente estética, motivada por ejemplo por la radicalidad de algunas vanguardias que habían llegado incluso a poner en duda la división entre el arte y la vida. Sino también por aquello que aprendió de Benjamin: que no hay un producto cultural que no lo sea a la vez de la barbarie, es decir, que siempre hay procesos de dominación y represión vinculados a aquello que se erige como artístico o cultural. Solo existen pirámides de Egipto porque hubo esclavos anónimos y complicidad contemporánea que lo permitió.

Por eso, Strauss compone entre las bombas una ópera que piensa sobre su alcance, formato y sentido, por más que habitualmente se reduzca a que consiste en la polémica del romanticismo (aunque encontramos su precuela en el horaciano ut pictura poiesis, que propone, en definitiva, la pregunta por la posibilidad de la jerarquía entre artes) entre palabra y música. Sobre ello ya discutieron en numerosas ocasiones Mendelssohn, Brahms, Wagner o Bruckner. Ese es, entre otros, el tema del libreto. Pero, en realidad, la ópera consiste en una pregunta sobre sí misma, algo que ya hizo Strauss al ocuparse de Ariadne auf Naxos y que nos permite establecer un hilo entre Strauss, Kagel, Zimermann y Ligeti. Es decir, entre las figuras fundamentales que llevaron hasta las últimas consecuencias la ópera y, quizá, la dejaron herida de muerte.

No tomarse esta complejidad totalmente en serio es, justamente, la debilidad de la propuesta de Christof Loy en su montaje para el Teatro Real en coproducción con la Opernhaus de Zürich. Encontramos una propuesta muy poco arriesgada, escueta en casi todo. La casa de la condesa, como nos la podríamos imainar en aquellos años 40, ajena a todo lo que sucede en el exterior, con el poeta y el músicos intensísimos en sus disquisiciones que han dejado de importar hace mucho tiempo y, entre medias, un ensayo de una ópera con personajes vestidos de época. Musicalmente, sin embargo, escuchamos collage, citas, montaje y parodia: la sordera ante la propuesta musical de Strauss -que aún tiene mucho de actual- es el mayor defecto de la puesta en escena, que permanece pegada al libreto como si eso fuese lo más importante y no una excusa para todo lo demás. Sin embargo, casi que prefiero que Loy no se exceda, pues el exceso es algo que hay que tener muy claro por qué se hace: los momentos en los que había alguna licencia escénica, como en el final con las dos condesas, en la que una maneja un títere vestido igual que los personajes de la ópera paralela que se estaba montando, mostraban la impotencia de la flaqueza de ideas, que pecan de estetización.

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Asher Fisch, en la dirección musical, fue mucho más atento a la ironía y preguntas de la música, junto al buen hacer de los solistas Malin Byström, Josef Wagner, Norman Reinhardt, André Schuen y Christof Fischesser. Esto fue evidente, por ejemplo, en el llamado «Streitenensemble», cuando todos los personajes -como se anuncia en el nombre de la agrupación- discuten a la vez. Es uno de los climax de la obra y no se entiende nada. Strauss emborrona , claramente a propósito con un contrapunto frenético, el debate sobre la poesía, la música y otras cuestiones, algo impensable si de hecho, como se prometíaese fuese el tema de la ópera. Este montaje, tan pegado al libreto, pasa por alto también las cuestiones que se encuentran ya en Ariadne, donde Strauss polemiza e ironiza sobre la división entre ópera seria y ópera bufa. Tomarse tan en serio el libreto hace que se convierta la que nos ocupa en una ópera que tiene un tema esteril como central sin poner en duda, por un momento, que Strauss está repensando su tradición de forma más o menos explícita. ¡Pero cómo no iba a hacerlo! Veinte años de tradición llevaba el dodecafonismo conviviendo con la tonalidad -en parte, gracias a su Salomé-, comenzaban a darse los primeros pasos hacia la electrónica y ya se habían colado músicas de otras latitudes en el canon gracias a compositores -e investigadores- como Bartók. La batalla de Strauss, algo que se extrae también en esta ópera, no es si prima la palabra o la música, sino en qué historia de la música es posible seguir inscribiendo la música.

Por eso, fue fundamental el papel de Malin Byström como condesa, que fue excesiva sin exageración (¡sí, se puede!), mostrando justamente el desbordamiento de un personaje tan burgués que resulta hasta molesto. Las mujeres en la ópera de Strauss son personajes cuyo rol fundamental es hacer preguntas a la ópera: aquí no es menos. El control vocal y la destreza teatral de Byström, que fue in crescendo a lo largo de la representación dieron cuenta de su comprensión profunda, más allá de la simpleza del montaje, del personaje. Otra de las figuras que también fue más allá de lo meramente exigido a su personaje fue Theresa Kronthaler, como Clairon, que mostró un riquísimo equilibrio entre destreza y elegancia vocal, buscando un espacio intermedio entre lo enigmático y lo familiar. Lo mejor de la noche fue la orquesta, que estuvo a un nivel impecable -con especial énfasis en los vientos maderas y, en concreto, de la sección de clarinetes-. Que la «Introducción» (Einleitung) u obertura sea música de cámara marca toda la composición: especialmente a nivel tímbrico habría, creo, que entender así la pieza, que se construye por bloques sonoros que se superponen y cruzan. También en eso se distancia Strauss de compositores como Wagner … ¡o incluso el Schönberg de los GurreliederAsher Fisch,  en este sentido, tuvo la agudeza de orquestar , más que dirigir, esos grupos de cámara, que ya nos indican que no es una ópera de sobredimensiones, sino que hay que pasar por ella atendiendo a los detalles y lo que pasa inadvertido a primera escucha y vista.