«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

«Instrumental» de James Rhodes: el triunfo del yo

 

Idioma original: inglés
Título original: Instrumental

Editorial: Blackie Books

La publicación en España del libro autobiográfico de James Rhodes (Londres, 1975) ha sido recibida, tanto por la crítica como por los lectores, con gran entusiasmo. Para encontrar reseñas, opiniones y críticas sobre el libro y ver la magnitud de este “fenómeno”, no hace falta más que escribir el título del mismo o el nombre de su autor en cualquier buscador y pasearse por las diferentes y variopintas plataformas que le han dado cobertura. Periódicos, blogs personales o revistas dedicadas a la cultura pop, entre otros, contienen las más diversas piezas periodísticas en las que se subraya la crudeza, la valentía y la honestidad de la autobiografía de este joven pianista de música clásica.

Por lo tanto, teniendo en cuenta las limitaciones de quien esto escribe en lo que a crítica literaria se refiere y deseando que este artículo no se pierda entre las cientos de reseñas que se han publicado, mi intención no es tanto la de someter este libro a análisis, sino la de realizar un breve acercamiento al propio “fenómeno Rhodes”. Sin embargo, para conseguirlo, he creído conveniente obviar lo que inevitablemente se ha impuesto sobre cualquier valor literario o musical del libro y ha anulado, quizá, la posibilidad de encontrar diferentes perspectivas en su lectura: los abusos sexuales (o las violaciones, como él prefiere llamarlos) que Rhodes sufrió durante su infancia por parte de su profesor de boxeo y los consiguientes daños físicos y psicológicos que le han llevado a una constante entrada y salida de psiquiátricos y adicciones varias. Pasaré por alto también cualquier comentario sobre el poder sanador y de salvación que el autor atribuye a la música y que va adquiriendo importancia a medida que avanza la narración, hasta rozar, en algún momento, el tono pseudo-espiritual propio de algunos libros de autoayuda.

La autobiografía de Rhodes tiene estructura de disco: los capítulos se llaman “tracks” y llevan por título diferentes versiones de obras para piano pertenecientes al canon musical occidental realizadas por los “grandes pianistas” y que, de alguna manera, han sido importantes en la vida del autor. Tras una breve introducción a la obra/intérprete/compositor, Rhodes narra un capítulo de su vida que el lector no puede evitar intentar relacionar, no siempre con éxito, con la obra o la versión que le da título al fragmento. De hecho, el propio Rhodes recomienda leer cada capítulo escuchando la pieza en cuestión, para lo que pone a disposición del lector una lista de reproducción en Spotify titulada también “Instrumental”. Hay que reconocer que se trata de una idea original y efectiva para facilitar el acceso a la música clásica al lector no especializado. Y es que parece que Rhodes se ha propuesto romper ciertas barreras que a día de hoy siguen pesando sobre la música clásica, para así poder llegar a un público más amplio.

Como cualquier personaje que adquiere cierta notoriedad pública, James Rhodes ya tiene su etiqueta. En este caso, se refieren a él como un “renovador de la música clásica”, aunque nadie explica realmente qué significa eso (sirva de ejemplo el breve espacio que le dedicaron al pianista en el programa “Atención Obras” de RTVE). El propio término “renovar” resulta un tanto confuso, tal como se puede comprobar en las distintas acepciones de la RAE. Por lo tanto, después de hacer un esfuerzo por imaginar qué es exactamente lo que quieren decir quienes utilizan esta etiqueta, quizá lo más adecuado en este caso sea hablar de ruptura, de reinvención o de modernización de la música clásica. Sin embargo, ¿cuánto hay en James Rhodes de modernizador y cuánto de mercadotecnia?

Rhodes fue en 2010 el primer pianista de música clásica que firmó un contrato con Warner Bross Records, la mayor discográfica de rock del mundo. El propio libro del que estamos hablando lleva por subtítulo “memorias de música, medicina y locura”, una especie de eslogan análogo al “sexo, drogas y rock&roll” en estructura y conceptos. Pero el aura pop del pianista no termina ahí, sino que se sienta ante el piano encorvado, escondiendo el rostro detrás de su cabello despeinado y sus grandes gafas de pasta, y viste zapatillas de deporte y camisetas con nombres de compositores clásicos, a la manera de los «grupies» que homenajean a las estrellas del rock. Se trata, por lo tanto, de una especie de modernización estética del intérprete de música clásica, más que de la modernización (aunque fuera sólo estética) de la música clásica en sí. Porque, si nos molestamos en escuchar al pianista, nos encontramos con una digitación más bien atropellada e interpretaciones algo distorsionadas, en las que el propio intérprete pesa más que la obra.

Además, Rhodes ha realizado programas de televisión y documentales para la BBC y Channel 4, escribe en el The Guardian Music Blog y, a través de su página web oficial (llena de imágenes de tazas de café y pastillas), una puede comprarse los zapatos que él usa (además de sus CDs y DVDs, claro), así como contemplar las portadas de los seis discos que ha grabado y que no desentonarían en las estanterías de música electrónica, hip-hop o funky de las cada vez más escasas tiendas de discos. Es innegable que Rhodes controla el medio, o los medios, y los utiliza para lanzar su mensaje. Y este libro, al final, es una vía más para hacer llegar un mensaje.  Aunque quizá, diría McLuhan, tanto el mensaje como el medio sean, en este caso, el mismo James Rhodes.

Michael Pisaro en Tabakalera (San Sebastián): nada nuevo bajo el sol.

Michael Pisaro en Tabakalera (San Sebastián): nada nuevo bajo el sol.

Tabakalera. Centro Internacional de Cultura Contemporánea

Donostia-San Sebastián

14/05/2016 a las 20:00

Michael Pisaro: composición y electrónica

Stéphan Garin: percusión

Didier Aschour: guitarra

El evento se presentó como una más de las iniciativas de la controvertida capitalidad cultural europea que este año se le ha concedido a Donostia-San Sebastián, junto con la ciudad polaca de Wroclaw. Donostia 2016, actúa como un agujero negro, absorbiendo cualquier acontecimiento cultural que se lleve a cabo en la ciudad. Y es que, cuando ya ha pasado prácticamente la mitad del año, una va abandonando la duda para acercarse a la certeza de que (casi) todo evento cultural que se ha llevado a cabo durante estos meses habría sido posible igualmente sin el título europeo.

Nos reunimos no más de veinte personas en una sala tímidamente iluminada para escuchar hablar a Michael Pisaro (Buffallo, Nueva York, 1961) sobre el paisaje sonoro y el field recording, técnicas que conforman la base de sus composiciones. Resulta estimulante escuchar a un compositor hablar de su obra, sobre todo cuando el discurso es honesto. Michael Pisaro cree en lo que hace, pero se trata de una fe casi religiosa y de una devoción irracional hacia una idea, la de escuchar la experiencia de la escucha, que sería lo mismo que escucharse a una misma escuchando. Pisaro busca, por un lado, la paradoja entre los conceptos, en un principio contradictorios, de escucha y silencio y, por otro lado, le atribuye al silencio la característica de serlo aunque no lo sea. Es decir, el silencio no es tanto la ausencia de ondas acústicas, sino una posición en la escucha. El silencio puede, por lo tanto, existir aunque exista sonido.

La música de Pisaro juega constantemente con ese límite entre el sonido y el silencio. Así es como funcionan Transparent City 6 y A Wave and Waves, cuyos fragmentos ejemplificaron las ideas del discurso. El compositor utiliza para su obra sonidos grabados del entorno, pero de un entorno entendido de manera rousseauniana, ya que la intención es situar al oyente en una naturaleza preindustrial, asumida como el verdadero lugar en el que el ser humano puede conectar con su estado natural, creando la experiencia de “estar en”. Además, las constantes alusiones a cuestiones antropológicas hacen que podamos entender la música de Michael Pisaro como una especie de “etnomusicología del entorno”, ya que se trata de una investigación a través de la grabación de los sonidos de la naturaleza como herramienta para el conocimiento del ser humano en su relación esencial con lo que le rodea. Sin embargo, ésta es una relación individual e introspectiva, que tiene como objetivo más el autoconocimiento que el propio conocimiento del entorno, más la conexión con uno mismo que la conexión con la naturaleza que refleja, reafirmando la idea religiosa del acto de escuchar que he mencionado anteriormente.

Pero las discusiones estéticas alrededor del silencio no son nuevas. De hecho, Pisaro abrió la conferencia con la casi obligada referencia al 4’33’’ de John Cage (1912-1992) y con una reflexión respecto del silencio como material compositivo irrepetible, ya que “dos sonidos pueden sonar igual, pero dos silencios no” (una afirmación, por otro lado, más que cuestionable). Hasta aquí todo en orden. Pero, lo que me llamó la atención es que la referencia a esta obra de Cage, escrita en 1952, fuera la única en una conferencia de casi una hora. “Cage abrió una puerta”, afirmó Pisaro, y no podemos sino darle la razón. Sin embargo, aunque hay que reconocer que el paisaje sonoro, entendido como fotografía sonora del entorno, ya sea buscando armonías en el mismo o creando armonías con el mismo, a través de grabaciones de los sonidos de la naturaleza que después se procesan (o no), en los años setenta del pasado siglo fue una corriente vanguardista y rompedora, lo cierto es que, a día de hoy, resulta ciertamente complicado valorarlo como música contemporánea o experimental.

La conferencia dio paso a un concierto de una hora en el que se interpretaron dos obras de las que no se dio título y que fueron impecablemente interpretadas a cargo de Stéphan Garin a la percusión y Didier Aschour a la guitarra, mientras el propio Pisaro lanzaba la electrónica. La calidad musical fue intachable y la precisión de la ejecución, admirable. La primera obra se basaba en una nota pedal sobre la que se construían interesantes armonías a través del juego entre segundas menores que creaban vibraciones mensuradas. El sonido del vibráfono tocado con arco se confundía con los sonidos electrónicos creando un verdadero diálogo entre lo “artificial” y lo acústico.

La segunda obra consistía en un colchón armónico denso entre la guitarra y la electrónica sobre el que el percusionista “jugaba” con diferentes materiales para hacer sonar el bombo. A través de lijas de diferentes rugosidades, granos de arroz lanzados de diferentes alturas y pelotitas que rebotaban en el bombo, se creó un espectáculo minimalista visualmente más atractivo. No obstante, no puede decirse que el resultado ni la técnica sorprendieran al oyente, ya que, tanto los juegos de los instrumentistas con sus instrumentos para generar sonidos diversos, como el material electrónico a base de sonidos de masas de agua, aviones despegando y viento procesados, son algo ya bastante trillado en las composiciones de paisaje sonoro. Quizá lo más sorprendente y estimulante del concierto fueran las campanas de alguna iglesia cercana que se oyeron repicar a las diez de la noche, imponiéndose el entorno real al entorno artificial que dentro de la sala se había creado.