por Rubén Fausto Murillo | Feb 18, 2020 | Críticas, Música |
En un texto dirigido a Beethoven y que tradicionalmente se atribuye a Haydn podemos leer:
“Tiene usted mucho talento […] Posee una gran inspiración y no sacrificará jamás un bello pensamiento a una regla tiránica […]Pero sacrificará las reglas a sus fantasías, pues me parece que usted es un hombre que tiene varias cabezas, varios corazones y varias almas […]Creo que se descubrirá siempre en sus obras algo inesperado, insólito, sombrío, porque usted mismo es un poco sombrío y extraño, y el estilo del músico revela siempre al hombre”
¡Qué descripción más certera por parte del maestro del que aun era uno de sus más destacados alumnos! Si leemos las opiniones que los contemporáneos de Beethoven expresaban sobre su obra y muchas veces también sobre su persona, podemos encontrar un común denominador: la sorpresa y el desconcierto. Efectivamente, la música que Beethoven presentaba ante aquella sociedad vienesa, de finales del s.XVIII e inicio del XIX, solía molestar a muchos, pero también lograba, de manera fervorosa, adeptos acérrimos. En muchos sentidos, para un sector de esa conservadora sociedad, Beethoven era la encarnación de la revolución que había explotado en Francia y comenzaba a barrerlo todo.
Es imposible no caer seducido ante la imagen de una época tan convulsa en lo político y lo social, y pensar que precisamente, ese era el mundo en el que, por ejemplo, se crearon las 9 sinfonías que el maestro escribió. Sinfonías muy diferentes unas de las otras, pues no es el mismo autor el que escribe las dos primeras, llenas de luz y de una energía vital inmensa, del que escribe la celebérrima quinta, con una carga política inmensa, o el que escribe la monumental novena sinfonía en que expresa muy directamente y con un texto literario bellísimo, su inquebrantable fe en todo lo que tenga que ver con lo humano. Lo que pasa en medio de la creación de estas obras, es el periplo vital de un hombre de su tiempo, que supo afrontar con mucha valentía su sino vital.
Se sabe de cierto, que los estrenos de estas obras se efectuaron a pesar de los esfuerzos de su autor, de prisa y corriendo, con músicos mal preparados y en muchas ocasiones, con un solo ensayo. Con toda seguridad, la primera vez que estas obras se ejecutaron tal y como las había pensado Beethoven, fue en París y gracias a François-Antoine Habeneck director y fundador de la Société des Concerts du Conservatoire, entre 1828 y 1831, Habeneck asombró a la ciudad luz, con una música jamás escuchada, revolucionando el medio musical del momento. Se cuenta que en estos estrenos que costaron meses de ensayos interminables, asistieron personajes como Berlioz o Chopin, otros mencionan incluso al mismos Wagner, lo cierto es que esta orquesta integrada por maestro del conservatorio de París y algunos alumnos destacados, tocaban con unos instrumentos en plena transición, ya no eran instrumentos barrocos, pues los fabricantes estaban produciendo instrumentos con mucha mayor potencia sonora, pero aun no llegábamos a la plantilla de la gran orquesta romántica de un Wagner o de un Strauss. Las sonoridades que estos instrumentos producían son las que Beethoven tenía en la imaginación, pues pese a la sordera, guardó un muy claramente el recuerdo del funcionamiento de la orquesta que él conoció. Sus obras están pues escritas, para una plantilla muy alejada de la orquesta de proporciones inmensas, de sonoridad pastosa y sonido brillante, del romanticismo de finales del s.XIX; el mundo sonoro de Beethoven era muy diferente del que las ciento de grabaciones que existen en el mercado nos han colocado en la memoria.
El Beethoven en el que hemos crecido, es, además, un Beethoven domesticado, que no muerde, que no molesta, cuando en realidad, si algo distingue a nuestro autor, es lo contrario, pues su música está pensada para comunicar de manera avasalladora y contundentemente, mensajes que tienen que ver con los cambios que en ese momento se vivían, la carga política en estas obras en innegable y esta domesticación de la que hemos hablado lo ha blanqueado todo. Muchos en este punto establecen una clara relación entre Beethoven y Goya, artistas coetáneos y que plasman en su obra tanto lo luminoso, como lo oscuro y abyecto del alma humana. Su arte, es un arte que transmite verdad, pese a que muchas veces esta moleste.
Poder escuchar la interpretación de la integral de las nueve sinfonías por parte de Sir John Eliot Gardiner al frente de la “Orchestre Révolutionnaire et Romantique”, es formar parte de un hecho histórico en nuestra ciudad. Los que tuvimos la oportunidad de disfrutar de los 5 conciertos ofrecidos en el Palau de la Música, entre el 9 y el 15 de febrero, asistimos a una lectura no solo fiel al texto del maestro en todo lo que ello supone, si no fiel al espíritu que animó su creación. Las 9 sinfonías recobraron esa fuerza telúrica, que hace que algo dentro de ti se mueva cuando las escuchas así. Ya no es solo la maravillosa oportunidad de disfrutar de la sonoridades “originales” para las que fueron creadas estas obras, lo que hace que descubras una frescura tímbrica perdida en anteriores interpretaciones, si no además, es como han sido abordadas por Gardiner, en un darlo todo, en un poner siempre el resto de fuerzas y energía, dándote la impresión de que ante tanto esfuerzo de él y sus músicos, algo está apunto de romperse, y tras esa entrega que viene de lo más hondo de cada uno de los músicos, recibir una descarga inmensa de energía por parte suya. Tal vivencia trasforma cada concierto en algo diferente de lo habitual, pues ya no es solo escuchar música, es algo mucho más trascendente al final.
Cuando en 1989 Sir John fundó la “Orchestre Révolutionnaire et Romantique” lo hizo teniendo como claro referente histórico a la Société des Concerts du Conservatoire que en 1828 había interpretado por primera vez la obra sinfónica de Beethoven en París, y nosotros, junto con unas pocas ciudades del mundo, hemos tenido la inmensa oportunidad de disfrutar de lo que podríamos calificar, un Beethoven restaurado; así lo atestiguan la reacción efusiva de un público que respondió tremendamente a los estímulos recibidos durante estas inolvidables jornadas. He visto a muchas personas en estos días, eufóricas, con los puños, conteniendo la emoción que estaban viviendo y he visto a un público explotar en tremendas ovaciones, más propias de conciertos de Rock u otras músicas, y todo al final provenía de unas obras que tenemos tatuadas en el ADN, pero que, para muchos, jamás habían sonado así de luminosas. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Feb 5, 2020 | Críticas, Música |
Apartarse del camino constantemente visitado por todos, en arte, la más de las ocasiones, descubrir estaciones, lugares, obras, sensaciones refrescantes, suelen reconfortar enormemente, al intrépido visitante de aquel nuevo sendero poco transitado. Un compositor tan emblemático para nuestra cultura como Beethoven, pareciera que es inaccesible a vivencias de este tipo. Se cree que se conoce todo de él, y, además, que se conoce con tal perfección, que pocas sorpresas tiene que aportar, cuando realmente, lo que nos ha pasado, es que hemos escuchado más bien con profusión, un grupo de su amplio repertorio, dejando de lado, un inmenso número de portentosas obras, que tiene aun mucho que decirnos.
El pasado 21 de enero de la mano Sir Simon Rattle, disfrutamos de una obra que se programa muy poco y que dejó un gratísimo sabor de boca en el público congregado en el Palau de la Música, confirmando que aun hay mucho por descubrir de un catálogo que, a fuerza de centrarnos en solo un puñado de obras, hemos logrado empequeñecerlo negándonos verdaderos tesoros.
Dentro del programa que Sir Simon está presentando en varias capitales europeas, con motivo del año Beethoven, encontramos el único oratorio escrito por el maestro: “Cristo en el Monte de los Olivos” op.85. La obra está escrita en circunstancias terribles para su autor, y así lo demuestra un texto encontrado oculto en un doble fondo de su mesa de trabajo, justo después de su muerte, conocido como “Testamento de Heiligenstadt”. Se trata de una larga carta dirigida a sus hermanos Kaspar y Nikolaus, donde confiesa que tras intentarlo todo, sometiéndose, por ejemplo, a curas casi salvajes, ha perdido toda esperanza de poder recuperarse de una dolencia, que hasta ese momento, era uno de los secretos mejor guardados en Viena: se está quedando sordo y ello lo aboca a replantearse el sentido mismo de la vida, llegando incluso a pensar en suicidarse ante tal devastadora realidad. La carta está fechada el 6 de octubre de 1802, precisamente, a unas semanas de iniciar la composición de su único oratorio.
Ante la dura realidad que la vida le plantea, Beethoven regresa de su retiro en Heiligenstadt decidido a trasformar su vida. Renuncia a la vida pública, lo que supuso no volver a dar conciertos como pianista, uno de los más virtuosos de su época, pero, sobre todo, para fortuna nuestra, logró que todas sus energías se concentrarán en la composición. De esa conversión vital nace este “Cristo en el Monte de los Olivos”, donde podemos asomarnos al corazón de Cristo apunto de ser ajusticiado, sentir el terror que según la tradición padeció antes de su suplicio, pero, sobre todo, podemos ver, como trasforma este sufrimiento que le tortura el alma, en una victoria sobre su inefable destino, pues, en medio de lo que su carne le clama, logra ver lo trascendente de su sacrificio para toda la humanidad.
Es tan seductor asumir que el mismo Beethoven se percibía a si mismo como una especie de héroe que se sacrificaba ya no por la humanidad, algo que efectivamente no le correspondía, pero si en cambio se sacrifica y acepta una vida llena de soledad y exclusión social en pos de un nuevo credo: el arte como disciplina trascendental, como alimento del alma, como manifestación de lo divino.
Poder disfrutar de una obra tan importante en la vida de Beethoven, lamentablemente es poco habitual, no corresponde su mensaje con el que la tradición le ha adjudicado a nuestro autor, pero el oratorio, cuenta con momentos de una belleza excepcional. La lectura que realizó el maestro Rattle, como no podía ser de otro modo, fue brillantísima. Al frente de la London Symphony y contando con la colaboración del Orfeó Catalá, pudimos disfrutar de una interpretación llena de fuerza y de una musicalidad sin límites por parte de todos los intérpretes. Los tres solistas vocales, escogidos por Sir Simon, cumplieron primorosamente con la obra: la soprano Elsa Dreisig mostró una línea vocal espléndida, un control impecable de los diferentes registros de su voz, imprimiendo emoción y un virtuosismo lleno de buen gusto. El tenor Pavol Breslik no le fue a la saga, pues maravilló por su potencia vocal y el refinamiento de sus fraseos. Al ser él el encargado del papel de Cristo, supo llevar el peso de la obra, regalándonos momentos de dramatismo increíbles. El bajo David Soar, pese a lo breve de su participación, mostró por qué es un claro valor en alza dentro de la escena internacional, supo construir el aria a él encomendada, con rotundidad y autoridad, luciendo un timbre vocal pleno de armónicos.
La velada había comenzado en la primera parte del concierto con una interpretación memorable de una partitura arquetípica del repertorio sinfónico Beethoveniano: la Sinfonía núm. 7, en La mayor, op. 92. Rattel se manifestó como el inmenso músico que es, intuitivo, atento siempre al más mínimo desajuste en la ejecución, pero, sobre todo, lleno de una fuerza y una enjundia que siempre ha sabido comunicar a sus músicos. En esta ocasión no fue la excepción, la London Symphony sonó con una potencia y un vigor maravillosos. Los colores tímbricos que tan bien trabaja Rattel, perfumaron un segundo movimiento antológico, haciendo cantar las partes que así lo requerían con un Pathos lleno de misticismo, que contrastó con la fuerza arrolladora del tercer y cuarto movimientos, verdadera apoteosis de la danza, como llamó Wagner a esta obra y que la noche del 21 de enero resonó no solo en la hermosa sala del Palau, si no sobre todo en nuestro interior.
El año Beethoven está en marcha, y los frutos que ya nos regala nos hacen albergar grandes esperanzas de él, esperemos y sobre todo escuchemos. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Dic 30, 2019 | Críticas, Música |
Seguramente la monumentalidad y el constante bordear los límites, son dos de las características de la celebérrima Missa Solemnis que Beethoven compuso hacia el final de su vida. La Missa es una obra de una complejidad técnica inmensa, que plantea a sus intérpretes retos de los que no siempre se sale abante. Por tal motivo, durante muchos años se consideró que la pieza era imposible de interpretar tal y como la había escrito su autor y distinguidos directores como W. Furtwängler, la retiraron de su repertorio.
Nacida de una concepción muy clara por parte de Beethoven, La Missa Solemnis, busca expresar con toda la contundencia posible, su personal concepción sobre lo divino. Es por ello, una pieza no solo ambiciosa en el ámbito técnico, al punto de llevar al límite las fuerzas de los músicos que interviene en su ejecución, si no, sobretodo, emocionalmente, demanda una inmersión absoluta en su mundo espiritual. De tal inmersión, se suele regresar agotado, pues has entregado por un buen tiempo en el escenario, una parte muy importante de ti a tu auditorio. Beethoven es así: te obliga a dar hasta el último aliento de lo mejor de ti.
El pasado 11 de diciembre en el Palau de la Música, tuvimos la oportunidad de escuchar en vivo semejante monumento musical. La ejecución en este caso corrió a cargo de la Orquesta de Cadaqués y del Coro Estatal de Letonia, todos ellos, bajo la dirección de Gianandrea Noseda.
Previo a la lectura de la obra Beethoveniana, tuvimos el agradable gusto de disfrutar de un extraordinario músico, me refiero al clarinetista Martin Fröst, que acompañado por la mencionada orquesta, nos entregó una estupenda interpretación del Concierto para clarinete y orquesta en La mayor, KV 622 de W.A.Mozart. Inteligencia musical, una técnica depuradísima y un desarrolladísimo sentido del espectáculo, son unas de las muchas virtudes que lució Fröst, que lamentablemente se vio acompañado por un burocrático hacer por parte de la agrupación orquestal. Gianandrea Noseda, nos regaló con una lucida coreografía que poco o nada tenía que ver con lo que el escenario estaba sucediendo, lo que ya nos anunció a más de uno lo que estaba por venir.
La Orquesta de Cadaqués es una agrupación que se ha mantenido en gran medida por el decoro profesional de todos los músicos que la integran. Cuando se llega a un cierto nivel profesional, uno no puede menos que dar todo de sí, para que los conciertos funcionen, hay algo de amor propio, de decencia profesional, que es enormemente meritoria en cada uno de ellos. Pese a este empeño, desde los primeros compases de la Missa Solemnis, fue más que notorio que la obra apenas había sido trabajada por Noseda, pues el sonido de la orquesta estaba, si, perfectamente bien equilibrado, si, perfectamente afinado, si, perfectamente todo en su lugar, pero aquello nunca superó el nivel de una buena lectura por parte de unos músicos, que tuvieron que suplir las horas de trabajo conjunto, tirando de su enorme bagaje como profesionales, pues el sonido presentado era anodino, plano y sin cuerpo.
El Coro Estatal de Letonia, tenía más que interiorizada la obra, presentando con una absoluta solvencia tanto técnica como musical, semejante partitura. Caso distinto fue el de los solistas vocales, que lucieron muy desiguales, así el bajo Martin Humes y la mezzosoprano Olesya Petrova, mantuvieron un color vocal adecuado a la obra, luciendo mucho por sus fraseos bien resueltos y su tendencia a generar conjuntos homogéneos cuando la partitura lo reclamaba. Por el contrario, la soprano Ricarda Merbeth sonó absolutamente desfasada de la obra, mostrando una voz en exceso engolada y un vibrado totalmente fuera de estilo, que afectó mucho a su compañero, Josep Bros, que no logró en toda la velada, encontrar su lugar en la obra.
Cuando se trata de obras de semejante envergadura como la Missa Solemnis de Beethoven, presentar un concierto con pocos ensayos, algo absolutamente habitual en la actualidad, resulta en lo que pudimos escuchar el día 11 de diciembre: un coro espléndido, que tiene en su repertorio desde años la obra y que soporta el peso de la obra en su mayor parte; un cuarteto vocal desbalanceado, entre otras razones porque apenas se ha trabajado con ellos, y una orquesta, que pese a los esfuerzos de sus integrantes, que son los que logran resultados profesionales, no logran dar todo lo que podrían.
Se nos prometió el cielo, una obra que nos aproximaría a lo eterno, y nos entregaron más de lo mismo, la nada y mucha, pero mucha, vanidad. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Nov 25, 2019 | Críticas, Música |
Finalmente, la vida de cada uno de nosotros se construye a partir de recuerdos. Vivimos en un presente que está salpicado constantemente de pasado. Nuestra memoria nos trae constantemente al presente, sucesos antaño vividos, ya sea por un olor, un sabor o como no, por una música escuchada y que inmediatamente nos trasporta a un lugar y un momento preciso.
En mi caso, la sinfonía Núm. 9 de Beethoven, está íntimamente ligada a mi primera juventud y periodo de formación como músico profesional. No tenía ni la mayoría de edad cuando el coro de mi Conservatorio y del que yo era integrante, fue invitado a participar en la ejecución de esta obra, por la Filarmónica de Querétaro, mi ciudad natal. Daríamos dos conciertos, uno en mi terruño y otro en la Ciudad de México, en el escenario más importante del país: el Palacio de Bellas Artes. Para un jovencito que apenas se iniciaba en esta vida, pisar aquel escenario, estuvo a punto de llevarme al paroxismo, y ya simplemente ese recuerdo, es lo suficientemente importante para nunca olvidar aquel concierto. Pero lo verdaderamente significativo de aquella experiencia, fue que, en medio de la ejecución de aquel monumento sinfónico, la voz comenzó a fallarme, víctima de la emoción, no me sentía capaz de seguir cantando. Para mi fortuna, a mi lado, estaba un profesor del mismo conservatorio que colaboraba con la coral y por ello se había apuntado en las fuerzas vocales del mismo. En cuanto me notó flaquear y aprovechando un período de descanso en la parte coral, muy suave me susurró al oído, “estás aquí para darlo todo, y no tienes derecho a flaquear, convierte tu emoción en música”, aquello se constituyó en un revulsivo maravilloso, que me ayudó no solo en ese concierto, si no a lo largo de toda mi vida. La alegría infinita que experimenté dentro de mi, tras el corte final del último acorde de la obra, fue magia pura y hace que recuerde con mucha emoción aquel concierto sucedido hace ya muchos años.
Querido lector disculparás que te agobie con mis recuerdos, pero la obra central del programa presentado por la Orquesta de la ópera de Praga el pasado 18 de noviembre en el Auditori de la ciudad de Barcelona dentro de la temporada de Ibercamera, tenía como obra central precisamente la Sinfonía núm. 9, en Re menor, op. 125 de Beethoven.
Y es que, si hay una obra que podemos decir que partió la historia desde su estreno en un antes y un después de ella en nuestra cultura, es precisamente esta sinfonía. Las historias que se han contado muchas de ellas falsas, han impregnado a la obra de un claro sabor de santidad. La imagen de un genio atormentado y sordo, que da al mundo en un último gran esfuerzo su más grande obra, es en si misma, la imagen del compositor romántico. Y ciertamente como apuntó en su momento Luciano Berio, esta sinfonía es el gran experimento de Beethoven, pudo no haber salido bien, pues el hecho de aventurarse a poner texto a un poema que habla de la alegría y hacerlo sin someterlo a una forma establecida como podía ser la cantata o el oratorio, es arriesgado, pero si además esto se da en el marco de una sinfonía de grandes proporciones, la cosa suena a aventura. La idea que subyace siempre de fondo, sin duda es la de comunicar lo más claramente posible, un mensaje que las formas existentes no logran hacerlo, se trata de emocionar en lo más profundo, de tocar en cada uno de nosotros esos mecanismos íntimos que hacen que la emoción y la sensación de lo trascendente nos embargue. Si se escucha esta obra con los oídos del alma, es imposible salir indemne de ella. El problema es que nuestra época ha abusado tanto de ella que ya nada, o casi nada, nos emociona.
En el concierto que nos ocupa, como suele suceder cuando se anuncia esta sinfonía, la sala estaba repleta. La pasada temporada pudimos disfrutar de un Beethoven espléndido de mano del director y clarinetista Karl-Heinz Steffens, que en recientes fechas fue nombrado titular de la orquesta Checa, por lo que las esperanzas de escuchar una buena lectura de la novena eran altas.
En la primera parte del programa, pudimos disfrutar en una deliciosa interpretación por parte del maestro Steffens que, en un doble papel de solista y director, presentó el Concierto para clarinete, en La mayor, K. 622 de W.A.Mozart. La musicalidad, la honradez ante el texto original y el cuidado extremo por el detalle, son solo uno de los muchos méritos que pudimos disfrutar de este experto músico. El concierto que fue pensado no para el lucimiento de un solista virtuoso, es el escenario perfecto para que un músico de alta escuela demuestre que la verdadera música está más allá de la simple técnica y la pirotecnia.
La segunda parte del programa, como ya lo mencioné, estuvo consagrado a la novena sinfonía de Beethoven. La orquesta de la ópera de Praga en este caso y pese a los esfuerzos de su nuevo titular, no lograron una sonoridad lo suficiente potente en el primer movimiento, además de que pudimos distinguir claras inexactitudes en la congruencia rítmica, sobre todo a la hora de empastar secciones, lo que restó dramatismo al inicio de la obra. Los movimientos intermedios de la obra, fueron bien resueltos por la orquesta, para dar paso al extenso y famoso movimiento final, donde brilló intensamente el Orfeón Donostiarra, espléndido coro que dio un empaque y una contundencia notable a la interpretación de este icónico movimiento. Los solistas vocales fueron maravillosamente acompañados por el maestro Heinz Steffens, experto director operístico, que mostró un oficio muy acabado a la hora de arropar a los cantantes y permitirles que pudieran fluir con soltura dentro de una obra muy exigente para ellos.
Las emociones que esta obra despierta en el público desde su estreno, son indescriptibles, en mi caso personal, están asociadas a los hechos referidos al inicio de esta crónica, pero a nivel cultural, la novena sinfonía, tiene una preminencia en nosotros, en tanto que continúa convocando a millones de personas que aún llenan salas como el pasado 18 de noviembre en Barcelona. Todas las sociedades a lo largo de la historia, han tenido monumentos o manifestaciones artísticas que representaban de manera privilegiada, lo que esa sociedad o civilización consideraba algo fundamental, la novena sinfonía de Beethoven es, sin suda para la nuestra, una de esas manifestaciones, la novena es mucho más que solo música. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Nov 28, 2018 | Críticas, Música |
Para muchos aficionados a la llamada “música clásica”, las orquestas alemanas cuentan con ese dijéramos “pedigree”, de ser las mejores del mundo. Lo cierto es que muchas, cuentan con un sonido característico que las distingue, destacando mucho por ejemplo, la Berliner Philharmoniker, la Münchner Philharmoniker o la Staatskapelle Dresden, por mencionar solo unas cuantas. Son agrupaciones que han trabajado muchos años bajo una tradición, que ve y vive la música de una determinada manera. La mayoría de estas orquestas son ya centenarias pues fueron fundadas a lo largo del siglo XIX, y por sus atriles, han pasado músicos de un inmenso nivel, esto dejando de lado algo evidente: grandes directores las han dirigido. Todo este “magma”, ha permitido junto con muchos otros elementos, generar un sello muy específico y muy nítido cuando hablamos sobre una orquesta alemana.
El pasado 19 de noviembre, Barcelona recibió la visita de una orquesta que, si bien no cuenta con blasones centenarios, si puede presumir de ser una típica orquesta germana: me refiero a la Orquesta Sinfónica de SWR. Esta esplendida orquesta, es el resultado de la fusión efectuada en 2016 de las dos agrupaciones orquestales que desde hacia décadas sostenía la emisora radiofónica Südwestrundfunk (SWR),cuya sede está en la ciudad de Stuttgart. Ya desde 2012, se escucharon rumores de que la estación no podía sostener a la famosa Sinfónica de la Radio de Stuttgart, radicada en la misma ciudad y a su hermana que tenía sede en Baden-Baden y Friburgo. El vulgar metal que todo lo empaña, sostener una orquesta no es empresa económica, así que se decidió que la mejor salida era la de fusionar en una plantilla de 175 músicos a las dos agrupaciones.
Sobra mencionar lo que esto supuso en el medio musical alemán: protestas, manifestaciones, y un largo etcétera que no pudo detener el proyecto que se cristalizó hace apenas dos años. Pese a no tener desde su fundación un director titular, suele trabajar con grandes como Eliahu Inbal que los dirigió el pasado 19 de noviembre.
La orquesta lució pese a su aparente juventud, las virtudes de una buena orquesta alemana: secciones perfectamente ensambladas, un acabado trabajo de comunicación entre los principales de las secciones, una sección de metales muy potente y perfectamente afinada, una cuerda con una sonoridad compacta y muy sólida, entre otras muchas característica mas, hacía falta muy pocos minutos de concierto para que con lo ojos cerrados supieras que lo que estaba ante ti, era una espléndida orquesta alemana.
Pero todas estas espléndidas características no serían nada, si en la cabeza no hubiéramos tenido a un gran director. Grandes orquestas y pienso en la Sinfónica de Londres, cuando tienen en el pódium a un director mediocre, dejan de sonar con ese brillo tan suyo. Como diría un buen maestro hace años ya: “la batuta no suena, pero como llega a estorbar si no la usas bien”. Inbal es un músico consumado, cuidadoso de los detalles, con una vitalidad y una claridad que son el resultado de muchos años de trabajo serio al frente de muchas orquestas en todo el mundo.
El programa de nuestro concierto, se efectuó el pasado 19 de noviembre en el Auditori de nuestra ciudad, estaba integrado por dos obras maravillosas: El triple concierto, en do mayor, Op.56 de L.v. Beethoven que tuvo como solistas al Trio Ludwig y en la segunda parte, una obra mítica del repertorio romántico alemán, la Sinfonía núm. 4 en mi bemol mayor, “Romántica” de A. Bruckner.
La primera obra del programa es de esas piezas que te reconcilian con este mundo. Llena de una luz y un optimismo que se contagian. Lamentablemente las partes solistas fueron interpretadas de manera muy mediocre. El Trio Ludwing, integrado por Abel y Arnau Tomás al violín y violoncelo, e integrantes tambien del estimado Cuarteto Casals; completando el trio la maestra Hyo-Sun Lim al piano. Ingrata labor es la de mantener una opinión, fundamentada en una apreciación lo más objetiva posible del hecho musical ocurrido. El que escribe es de esos que se mantienen fiel a ella, pero pese a lo que en nuestra casa se suele decir de tan estimados músicos, en mi personal apreciación, la interpretación efectuada por los mencionados maestros, no estuvo a la altura de lo que se esperaba. Un exceso de vibrato que podía afectar a la afinación en algunos casos, un sonido que muchas veces no lograba correr con naturalidad por la sala y un a ratos, evidente divorcio entre los solistas con la orquesta, son algunos elementos que deslucieron la mencionada ejecución.
Con Bruckner, la orquesta lució todo su potencial. En tempos que por momentos resultaron un poco rápidos, el maestro Inbal nos obsequió con una lectura a ratos incluso agresiva, de una sinfonía que es toda luz. El impacto sonoro fue apabullante, la precisión de una orquesta que tiene entre su repertorio, justo obras como esta, se hizo notar en la naturalidad con que se desarrolló la lectura de la obra. Todos los integrantes de la agrupación estaban en un mundo conocido desde siempre por ellos y ello logró, que la ejecución estuviera llena de momentos realmente hermosos.
Con una estupenda entrada, la concurrencia premió con una tremenda ovación a los integrantes de la Orquesta Sinfónica de SWR. Gratísima la experiencia de disfrutar de una orquesta de esta calidad y sobre todo, con ese marcado buqué alemán tan idóneo para este repertorio. Seguimos.