Este año el MaerzMusik, organizado y celebrado por el Berliner Festspiele, va sobre el tiempo y, en concreto, sobre las preguntas que abre el tiempo antes los nuevos medios digitales. Berno Odo Polzer, el director artístico, indicó ayer, en la apertura, que se movían entre dos polos: por un lado, la que rigen los conceptos de eficiencia y organización de la vida moderna y, por otro, el de la percepción subjetiva y difícilmente narrable del tiempo a través de las artes. La discusión teórica está teniendo lugar ahora mismo, dentro del simposio Thinking together(el cual, por cierto, se puede escuchar desde la web del festival).
Ayer le tocó a Marino Formenti abrir el festival. Su propuesta era sencilla: se había preparado obras desde el renacimiento hasta nuestros días (incluyendo obras de Carl Philipp Emanuel Bach, Johann Sebastian Bach, Björk, John Cage, Louis-Nicolas Clérambault, Chinawoman, Jean-Henri d’Anglebert, Guillaume de Machaut, Brian Eno, Morton Feldman, Brian Ferneyhough, Bernhard Lang, John Lennon, Franz Liszt, Nirvana, Enno Poppe, Domenico Scarlatti, Franz Schubert, Karlheinz Stockhausen, Galina Ustwolskaja entre otros y otras). Según lo que le sugiera el feedback del público, iría tocando unas cosas u otras. La idea, en sí misma, no estaba mal, especialmente para romper con la tradicional idea de programa. Ya que normalmente la programación de las salas de conciertos es un sinsentido motivada para asegurar llenar y no pagar derechos de autor estratosféricos, parecía que la idea de Formenti era radicalizar esto, tocando literalmente lo que le diera la gana. La realidad no fue tan interesante. Parecía que tenía bastante claro lo que iba a tocar, y aquello se convirtió en un paripé para beber vino entre obra y obra. De hecho, el propio pianista dijo que para él aquello no era un concierto, sino una fiesta. Con esto, entiendo, también quería dinamitar la idea de concierto al uso, propuesta con la que comulgo por entero. Especialmente, detesto la lejanía autoritaria (si no me creen a mí, revisen Masa y Poder de Canetti) entre el público y el concertista. La mala conciencia de la jerarquía se trata de ocultar con un músico vestido de negro impoluto, como si por eso desapareciese en el espacio del escenario. Lo que no me quedó muy claro es la necesidad de pasar a lo contrario, en el que el músico bebe y brinda con los asistentes y de vez en cuando toca algo. Parecía más una reunión de amigos en la que se ha cambiado la guitarra con la que se cantan, cada uno como puede, canciones de la juventud compartida (y donde, por supuesto, la música es lo de menos, lo importante es el recuerdo) por un piano que, acorde con el espíritu hipster de los últimos años que reina en Berlín, se conjugaban obras contemporáneas y clásicas para contentar a los más reacios y a los más atrevidos. Al principio, estábamos allí sentados entre colchonetas y sofás cada uno de su madre y de su padre, como se suele decir, modositos, como un concierto al uso. Poco a poco, dada la actitud de relajación del pianista, la gente efectivamente fue trayendo vino y levantándose dando vueltas por el espacio. Esto hubiese sido interesante si hubiese pasado con cada pieza. Pero no. Casi a nivel sociológico cabe remarcar esto: mientras se tocaban obras tonales (sonaron Liszt, Bach y un curioso diálogo entre Scarlatti y Satie), la gente volvía a sentarse y allí reina el silencio sepulcral para motivar una escucha adecuada. Cuando tronaba la 6 sonata de Ustwolskaja o Action music for piano de Scelsi, la gente se permitía hablar -aunque fuera en susurros. Se confirman ciertas intuiciones que tengo desde ha tiempo: que aún reina una especie de idolatría por lo que se considera gran música (que suele ser la tonal) y relajación ante lo «raro» de eso que suena en la música contemporánea no neoclásica («total, eso ya es ruido, qué importa hacer más»). En fin.
Por lo demás, la interpretación de Formenti, aunque elogio el -supongo- esfuerzo por estudiarse y tener en dedos tantas partituras, sus interpretación fue edulcorada y todo exceso. En la rotundidad de los fff de Ustwolskaja funcionaba a la perfección, pero hizo de Bach un pastiche romántico con tanto rubato y adorno, y su Scarlatti fue precipitado y sin dirección clara.
La gran pregunta que ustedes se harán es qué tiene que ver todo esto con el tiempo según los términos que cité antes del director artístico. Yo me hago la misma y creo que, simplemente, la respuesta es la dolorosa nada, siempre tan molesta y tan verdadera.
Fotografía bajo Copyright de Daniel Bogdán Szöke. Todos los derechos reservados.
El húngaro Benedek Fliegauf (Oso de Plata-Gran Premio del Jurado de la Berlinale 2012 por „Just the Wind “) volvía 4 años después al festival alemán presentando su particular manera de contar historias con Lily Lane (Liliom Ösvény, 2016)
Entre las zonas urbanas y verdes de Budapest, alejadas del masificado centro turístico, nos narra Fliegauf – autor asimismo del guion – la historia de Rebeka (Angéla Stefanovics) y su hijo de 7 años Dani. La madre, una joven recientemente separada de semblante distante y un tanto turbado, relata cada noche al pequeño un cuento que no podría definirse como infantil ni propicio para su edad. Dos de sus protagonistas, Fairy (hada) y Hunter (cazador) parecen atormentar la vida de la pequeña Honey (cielo/cariño) con una cierta crueldad injustificada.
Fuera de sus vidas no mucho más parece existir, pues el filme nos mantiene ajenos al resto del mundo que les rodea, a excepción de las conversaciones y discusiones por internet de Rebeka con su expareja. En su universo íntimo y diminuto, madre e hijo disfrutan juntos de excursiones y actividades, pero no transmiten la naturalidad que podría esperarse, pues un clima cargado y la expresión algo perdida de Rebeka nos hacen conjeturar muy bien no sabemos qué. La hipnotizante labor interpretativa a lo largo de todo el filme de la actriz Angéla Stefanovics no debería pasar desapercibida en el panorama europeo, con una mirada en mayúsculas que recuerda a una de las chicas de moda de Hollywood como es Alicia Vikander (fabulosa en la reciente La chica danesa, 2015)
El director húngaro experimenta lo común y lo ordinario con la cámara: filmando a ambos nadando bajo el agua – de una realización muy meritoria -, recorriendo lentamente las ramas de un árbol o metiéndose dentro de los ojos del pequeño al estilo home video footage (filmación casera con videocámara en mano sin encuadres firmes) No es algo nuevo en Fliegauf, quien parece curioso y buscar un sello propio. Por ejemplo, en su cinta de cine experimental Vía Láctea (Tejút, 2007), describe con enorme sutileza en el uso de la fotografía el universo desde diferentes planos de la cotidianidad: niños haciendo piruetas en bicicleta, madres caminando y llevando un coche de bebe, etc. y todo ello con un gusto que suele encontrar la belleza en lo simple.
A medida que avanza el filme, ahora flashbacks de momentos felices, para luego unas ciertas tenebrosas escenas similares a sueños demasiado reales: ¿fragmentos de la mente, heridas abiertas?
La cinta supone un lento exorcismo de los propios demonios internos de alguien que ejerce a su vez la difícil labor de madre. Tan solo cuando ésta comunica al pequeño la muerte de su abuela – a la que nunca llegó a conocer – algo parece rasgarse levemente en su semblante y las piezas del puzle siguen apareciendo para que intentemos juntarlas con sentido.
Por su parte, el cuento poco infantil sigue cada noche y se va tornando más oscuro y desasosegante, convirtiéndose en actor protagonista y fundamental para que entendamos la historia.
La atmósfera algo triste y sombría incluso rodando a plena luz del día, retrotrae un tanto a la pequeña joya sueca Déjame Entrar (Let the Right One In, 2008) y al igual que ésta, parece ser avenida a carne de film de culto con un más que probable remake norteamericano.
Un final a la altura de la película incita a la reflexión y demuestra que, con un evidente modesto presupuesto, el talento y el saber desgranar con originalidad una historia son mimbres suficientes para hacer unbuencine. Desde hace un tiempo venimos adivinándolo: en Hungría hay vida más allá de Béla Tarr.
No es secreto alguno que Corea del Sur ha expresado un crecimiento muy considerable a casi todos los niveles en los últimos tiempos. Tanto que ello le ha permitido situarse a día de hoy como la onceava potencia económica del mundo y con una tendencia imparablemente ascendente.
Sin embargo, las cifras al alza y la imponente evolución del país esconden miserias bajo la alfombra que el director Lee Jae-yong no duda en plasmar en esta nueva película.
The Bacchus Lady versa sobre la soledad, la muerte y la prostitución a la vejez en la Corea actual, donde el desamparo y los recursos económicos con los que viven los mayores les hace verse abocados a medidas desesperadas.
Una mujer de avanzada edad que se hace llamar So-Young (entiéndase el juego de palabras) se gana la vida desde hace décadas con la prostitución. Hace muchos años, fruto de una relación con un marine americano estacionado en el país tras la segunda guerra mundial, dio luz a un niño que dejó al poco tiempo en adopción. Ahora, frecuenta calles y parques acercándose a los hombres y ofreciéndoles un poco de „Bacchus “, una popular bebida coreana energizante, para proponerles a continuación un tiempo de intimidad. Justifica su profesión a los curiosos con la necesidad de pagar los estudios de su hijo que vive en Estados Unidos.
Un día, presencia la detención de una mujer y observa a su pequeño hijo escapar entre llantos de la policía, decide seguirlo por las calles y llevarlo a su casa para hacerse cargo temporalmente de él.
Su ternura hacia el niño va creciendo, pero no puede permitirse dejar su oficio, momento en el cual van entrando en la historia otros personajes cada cual más variopinto.
El cine coreano va camino de convertirse, si no lo ha logrado ya, en un referente en el panorama internacional por su fuerte pero intimista personalidad y una manera fresca e innovadora de abordar temáticas cada vez más diversas. El drama es el género en el que parece sentirse más cómodo y son varios los títulos de gran calidad que nos ofrecen cada año.
The Bacchus Lady es un muy buen ejemplo de porqué las películas de este país atraen cada vez más adeptos y representa a día de hoy unespejo desde el cual llevar el cine a cuotas y planos mayores.
Seguimos con nuestra protagonista, quien se va viendo envuelta en situaciones más delicadas y comprometidas con sus sucesivos clientes; su personaje evoluciona hasta duros límites que no imaginábamos, arrojando torrentes de sensaciones y provocándonos desazón y tristeza.
La vejez y lo que ello implica en Corea son tratados con crudeza; discurren sin embargo ingeniosos diálogos a lo largo del filme con la participación de otros actores de la historia, rebajando por momentos el ambiente de pesadumbre y haciéndonos olvidar, aunque sea por unos instantes, la dureza del film.
Los clientes van dejando de ser tales para convertirse en compañeros de un viaje en el que difícilmente vislumbramos un final feliz. La veterana actriz principal Youn Yuh-jung (The Insect Woman, 1972) está magnífica en su interpretación, siendo un medio muy exitoso mediante el cual el director nos hace llegar su mensaje.
La conciencia de que lo que hemos visto a lo largo de dos horas esté ocurriendoen Corea en tiempo real plantea muchas inquietudes y preguntas acerca de lo que la sociedad está haciendo mal para que todo esto pueda tener lugar.
Quien haya caminado por las calles de Berlín quitándose de encima el peso de los ojos de turista, habrá podido ver una ciudad que todavía carga con los años de su división, aunque buena parte de la zona turística se encuentra en el este, donde antes no había ni un cartel, ni teléfono, ni ningún objeto relacionado con la supuesta prosperidad de Occidente.
De esta carga habla Der Klang del Familie, un libro de los periodistas Felix Denk y Sven von Thülen que lleva varios años esperando a ser traducido y que, por fin, ha visto la luz en español gracias a la edición de Alpha Decay y la traducción de Juan de Sola. El texto, en su totalidad, lo forman los testimonios de los protagonistas de la época a la que se refiere el libro: los últimos años del muro y la transición a la unificación de Berlín. Este testimonio tiene un hilo conductor: el techno. Quizá ustedes, como yo, hayan vinculado el techno a ciertos grupos sociales, los quillos, los canis, los kinkis, los coches tuneados y el speed y la coca, de un lado; y de otro, con gente mega pasada en bares hasta las tantas de la mañana (la invención del brunch tiene que ver con este tipo de gente que va a desayunar a la hora de la comida después de la fiesta). Este libro abre la puerta a una historia subterránea del techno, que toca de pleno con algunas de los colectivos que surgieron como grupos políticos unidos por ciertos tipos de música, como los punkies. Este libro habla de la capacidad de unión de la música, que dejó de ser un mero entretenimiento para ser el modo o el porqué de vivir de muchos jóvenes. Para los del este, porque la música tenía la fuerza de lo prohibido, de lo probablemente no aceptado por la ideología del sistema. Para los del oeste, porque el techno era una forma de cohesión en una zona dividida en tres, que no terminaba de ser ninguna de ellas. Este libro es reflejo de una juventud que ya no puede volver, porque ahora hay móviles y Spotify. Esta juventud ponía sus fuerzas y a veces su vida por conseguir fotocopiar algunos libros, copiar algunos casetes, encontrar su hueco en algunos locales desvencijados en los que su único objetivo era bailar. También retrata una juventud ingenua, que creía que bailando se llevaban a cabo auténticos eventos políticos (pseudo)revolucionarios como la Love Parade, y que unió la música con las drogas como acto de transgresión. Es un libro que está escrito, exclusivamente, desde la voz de sus protagonistas, en la que los autores trabajan como una suerte de montadores, siguiendo lo que hemos aprendido del cine. Esto tiene que ver también con la lógica del libro Passagenwerk de Benjamin, en la que la verdad aparece colándose entre los fragmentos. No aparece la voz de los autores salvo en la tarea del montaje. Esto, que no deja de ser una propuesta interesante y muy rica, hace más urgente un trabajo de reflexión que haga el esfuerzo de abstraer, de conceptualizar, todo eso que se cuenta en los fragmentos. Salvo la introducción, los autores se disuelven en las voces que ordenan y dotan de sentido como si, de alguna manera, pudiesen hablar a la vez una centena de personas sobre su vivencia de un tiempo que no va a volver.
Der Klang der Familiees un libro con múltiples lecturas. A nivel musicológico, habla de algo que todavía no se ha asumido en la academia: que el siglo XX ha evidenciado el necesario diálogo entre música popular, light (esos nombres se le ha dado catastróficamente a lo no académico), y la académica. También de la ignorancia cotidiana de la división categorías de esa «música popular», que sería penalizada en la música académica. Aquí se habla del acid, del EBM o de hard techno. Si a usted no le suena nada de esto, me está dando la razón: que ignoramos la complejidad musical de nuestro mundo sonoro. Además, algunas de las cosas que pasaban en el techno y que hacían bailar y concentrar sus esfuerzos a muchos jóvenes, pasaban y pasan en la así llamada música contemporánea (académica) en conciertos sólo visitados por conocedores de la materia e intrépidos. Es decir, el nivel musicológico nos lleva a otro nivel: el ideológico. La separación de lo académico y lo popular, por seguir con la división, obedece a ciertas lógicas de organización de la producción artística y con la separación de espacios de actividades. A nivel social, el libro trata la complejidad del lugar de la juventud, que aún está en discusión. Por un lado, porque parece que la juventud es ese reducto de la sociedad que es molesto, que es difícil de ubicar, el que ha motivado históricamente las revueltas y el que se atreve con lo prohibido (o en el límite de lo prohibido). Por otro, porque la juventud es un grupo difícil de manejar y poco deseable para los gobernantes porque cuesta bastante dinero y produce poco. En Der Klang der Familie se pone sobre la mesa esa juventud que comenzaba a liberarse de las cadenas de una moral patriarcal radicalmente arraigada en su forma de estar en sociedad y, al mismo tiempo, cuestionar los mecanismos de distribución del tiempo libre. Este libro cuenta, quizá de forma exagerada, cómo los jóvenes invirtieron lógicas del capital convirtiendo las formas de tiempo libre en las estructuras fundamentales de su existencia, y también jugando siempre al filo de lo permitido. Una ciudad desgastada por guerras, muros y el choque entre el exceso de un lado y la sobriedad del otro, llena de búnkers, fábricas, ministerios y descampados abandonados; se convertía a los ojos de algunos jóvenes molestos para la sociedad en un paraíso para lo clandestino. Los nostálgicos siempre pensamos que los tiempos pasados fueron mejores, y éste no se libra. Y es que en este libro se está hablando de creatividad sin un duro, que es al fin y al cabo la radicalización de la creatividad o la creatividad msima; y de una de las últimas pasiones del siglo XX. Este libro, además, sitúa la música como protagonista. Es decir, la música no era un hilo conductor, un mero elemento de cohesión, sino el motor y el sentido de las vidas colectivas de mucha gente. Esto no debería ignorarse porque, si esto es verdad, da una tregua a la música como mero entretenimiento o asignatura maría en los institutos y revela, de nuevo, su fuerza. Podríamos hablar de numerosos paralelismos. Pero quizá el más evidente es el que vincula este movimiento juvenil con la sacralización de los rituales en los que se cantaba para alejar o atraer la lluvia. En este caso, el ritual era radicalizarán la experiencia corporal del baile y la sensación grupal, esa «efervescencia colectiva» que nos enseñó la sociología. También habla retrospectivamente del Berlín actual, que sigue siendo cuna de nuevos estilos musicales, como la Echtzeitmusik o el noise; una ciudad en la que se han cambiado los clubes míticos como el Tresor o el UFO por el Berghain. De nuevo, como antes, salir de fiesta es mucho más que salir de fiesta. Es una marca de identidad social e individual. Al igual que hace dos décadas, ahora también la gente «se viste tipo Berghain» o «baila tipo Berghain». Quizá con este libro encontremos herramientas para comenzar a pensar estas formas de expresión social. De todo esto hablaDer Klang der Familie. No se lo pierdan.
Por cierto, el nombre viene de un clásico homónimo de Dr. Motte:
El filósofo francés Alexandre Kojève, en su interpretación de la filosofía de la historia de Hegel, entendía que, desde la Revolución Francesa, la humanidad se acerca inexorablemente a lo que Hegel denomina «fin de la Historia». Si bien es una denominación que suena apocalíptica, lo único que en su opinión llega a su fin es la Historia entendida como la serie de luchas y conflictos de los seres humanos. Es curioso que Kojève cita a Japón como una sociedad típicamente post-histórica: (más…)