Decepcionante ‘Salomé’ de Strauss en la Deutsche Oper de Berlín

Decepcionante ‘Salomé’ de Strauss en la Deutsche Oper de Berlín

Foto: Salome © 2016, Monika Rittershaus

Aunque las decepciones siempre son mayores cuando se tienen grandes expectativas sobre un evento -como era mi caso el pasado 29 de enero-, la propuesta de la Deutsche Oper es difícilmente salvable, incluso para los menos entusiastas. Ya algo pintaba mal. La Salomé habitual, Catherine Naglestad, que estaba resfriada, fue sustituida en una esquina con un atril por Allison Oakes en la voz y en la actuación por la coreógrafa  de la producción Sommer Ulrickson. Bueno, son cosas que pasan, murmuraban los asistentes a mi alrededor.

Lo que no son cosas que pasan es una mala escenografía y una mala puesta en escena. ¿Qué te ha pasado, Claus Guth? Él, que es uno de los escenógrafos más aclamados y que ha hecho numerosos montajes muy alabados por la crítica, consideró que la interpretación más apropiada de Salomé de Strauss, esta obra que cambió el siglo XX, era destacar un lado naïv del todo inexistente en la partitura y en la historia. Salomé cuenta con un libreto basado en la obra homónima de Oscar Wilde tras la traducción de Hedwig Lachmann. Que Strauss prefiriera la versión de Wilde y no la tradicional bíblica, ya indica muchas cosas. En el texto original, Juan el bautista rechaza el matrimonio entre Herodes y Herodías, ya que ella es una mujer divorciada. Salomé consigue la muerte de Juan después de danzar para su padre, que le concede por tan bello baile lo que quiera: ella le pide la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Wilde aprovecha el momento de dudosa moralidad en el que Salomé baila para su padre para dar un giro al su personaje. En su historia, Salomé no quiere la cabeza de Juan para restaurar, por así decir, la honra de su madre; sino porque quiere poseer a Juan, porque lo desea de manera obsesiva (yo rechazo las interpretaciones que hablan de Salomé como una mujer enamorada. Desde mi lectura, Wilde quería jugar con los extremos de las pasiones sexuales). Pues bien, una vez sabiendo esto, podemos esperar que la escenografía evidencie este giro, que juegue con la sexualidad en los límites de los tabúes sociales que escribió Wilde. Esto no sólo no pasó, sino que fue mucho peor. La escenografía estaba basada en una tienda de trajes de caballero, para poder jugar con el paralelismo de una evidencia demasiado inmediata entre la cabeza de Juan y la de los maniquíes. Salomé, en lugar de mostrarse como una mujer que es capaz de destruir a un hombre para poseerlo, es decir, una mujer en los extremos de lo permisible y de la cordura, de lo «normal»; era retratada como una suerte de adolescente que era seguida por seis niñas, que trataban de crear la ilusión de una Salomé desplegada en sus edades. De esta forma, la danza de los siete velos, una de las partes más esperadas de la ópera y que es, quizá, como el así llamada ‘aria de la locura’ de Lucia de Lammermoor, uno de los momentos donde la tensión acumulada durante la pieza debe explotar, se convirtió en una especie de festival infantil en la que las seis niñitas danzaban como en la fiesta de final de curso. La única explicación posible es una suerte de lectura de psicoanalista barata, en la que se pretende centrar la historia en la relación niña-padre. Quién sabe. No hubo nada de los simbolismos evidentes en el texto con la luna, por ejemplo, donde se muestran las contradicciones del personaje (según Yvonne Gebauer, en las notas al programa, la luna aparecía como la luz inicial, que era «lunar». Que baje Wilde y lo vea). Según apunta P. Dierkes-Thrun, la luna representa la virginidad, «la que nunca se ha abandona a los hombres, como otras diosas» pero, al mismo tiempo, la personalidad cambiante, en la que se torna Salomé para querer matar a aquél que desea -parafraseando al propio Wilde-. Nada fueron capaces de aportar la conversión de los personajes en maniquíes, que eran movidos en algunas ocasiones por unos técnicos vestidos de negro y otras veces volvían a la vida por arte de magia. ¿Qué aporta a la historia el espacio de los trajes, con los escaparates de las corbatas y las chaquetas colgadas por orden cromático? ¿Porqué uno de los momentos más escabrosos de la obra, donde en el texto se explica cómo  Salomé besa la cabeza decapitada de Juan, sucedió de tal manera que Salomé no lo besó?Son tantos y tantos los problemas, y tantas las injusticias cometidas contra Strauss y Wilde que será mejor dejar el asunto de la escenografía aquí.

Entonces quizá alguien me pueda decir que esperan que al menos la música y la actuación haya sido buena. Tampoco. No seré injusta: la orquesta de la Deutsche Oper estuvo a la altura de las circunstancias y los cantantes dieron la talla: fue todo muy correcto y desabrido hasta mitad de la ópera, donde por fin aquello comenzó a coger fuerza musical. Especialmente brillante fue la danza de los siete velos. Esta interpretación puso en evidencia al resto y demostró que podían haber tocado mucho mejor el resto de la pieza. Herdoes, en voz de Burkhard Ulrich tuvo momentos muy buenos y otros sobreactuados, que ponían en evidencia más problemas de coreografía y comprensión de la obra que vocales. Jeanne-Michèle Charbonnet, en el papel de Herodías, tuvo problemas vocales serios en los agudos y en la calidad tímbrica. Sólo mejoró tímidamente al final de la danza de los siete velos, en el momento en el que anima a Salomé en que no ceje en pedir la cabeza del Bautista. Michael Volle, fue un sobrio Juan, lo que apoya la interpretación de la pieza en clave psicoanalítica, donde el peso está en la relación niña-padre y no, como en realidad parece que quería Wilde, entre Salomé y Juan. Allison Oakes salvó una Salomé bastante aceptable, algo admirable dadas las circunstancias. Salvo algunos momentos en los graves que prácticamente se volvían audibles por la dinámica mal escogida de la orquesta, teatralmente estuvo muy convincente en la esquina en la que la habían situado. Lo que es inadmisible es la actuación de Sommer Ulrickson, que además es la coreógrafa (por eso quizá se entienden algunas cosas). Fue una Salomé insípida, en una pose permanente que la mantenía ajena a todo lo que pasaba en el escenario.

Los sonoros abucheos tras el último acorde me dieron la razón de todo lo que he intentado explicar. En cierto modo, los allí presentes vimos una tremenda profanación de una de las piezas claves del siglo XX. Una verdadera lástima.

El orden impera en Berlín: cultura absoluta y hype

El orden impera en Berlín: cultura absoluta y hype

L’ordre règne à Berlin es un libro de difícil valoración. Su autor, Francesco Masci, es un filósofo italiano (con una visible influencia de la Escuela de Frankfurt) afincado en Berlín pero que escribe en francés. El libro, publicado en Éditions Allia en 2013 y traducido al alemán en Matthes und Seitz en 2014, tiene un único objeto de análisis, considerado aquí completamente paradigmático: Berlín, la ciudad de Berlín hoy en día, su clima social, su perfil cultural, su sobredimensionado hype. El valor esencial de este libro (que se vuelve a la vez su mayor defecto) es que carece casi por completo de análisis empírico. En su lugar, se nos presenta con un tono decididamente ensayístico toda una constelación de conceptos (en ocasiones demasiado altisonantes) acuñados por el propio Masci que ubican al Berlín contemporáneo en un lugar privilegiado de la historia de Occidente. (más…)

La tierra árida y su sombra violenta.  Sobre la nueva película colombiana «La tierra y la sombra» en el festival de cine latinoamericano de Berlín, ‚Lakino’.

La tierra árida y su sombra violenta. Sobre la nueva película colombiana «La tierra y la sombra» en el festival de cine latinoamericano de Berlín, ‚Lakino’.

Imagen sacada de: http://elzarzorevista.com/la-tierra-y-la-sombra.html

El cine colombiano ha girado desde sus comienzos inevitablemente en torno a la conflictiva realidad del país. En el contexto de los diálogos de paz en La Habana, no hacen falta películas que muestran el conflicto interno de forma descarnada y violenta. Uno piensa por ejemplo en Saluda al diablo de mi parte (2011) y en otra serie de películas, en las que la violencia del conflicto es el tema principal, tratándola sin rodeos, directamente y haciendo de las películas meros documentos históricos, filmes educativos, obras cinematográficas banales. Sin embargo, parece que el cine colombiano está virando a un tono más sobrio y frío, parece estar haciéndose cada vez más a una mirada fría cinematográfica de la violencia que lleve a una reflexión más eficaz sobre ella (siguiendo inconscientemente un llamado de Zizek a no seguir la ‘urgencia’ acalorada de lo violento). Esto se puede ver ya en la muy interesante película colombiana presentada en la Berlinale de este año, Violencia (2015) de Jorge Forero, cuya trama violenta solamente deja ver directamente la sangre de un animal y de esta forma deja meramente sugerida la violencia descarnada de la guerra entre la guerrilla, los paramilitares y el ejército. Sin embargo la semana pasada se presentó una vez más en Berlín una nueva propuesta de esta mirada de soslayo al conflicto: La tierra y la sombra (2015) de César Acevedo, la cual fue presentada dentro del marco de la inauguración del festival de cine latinoamericano de Berlín (Lakino). Esta vez el tema de la violencia está implícito pero ya ni siquiera sugerido, lo que se muestra es la cruda y seca raíz de aquella violencia, su trasfondo sistémico, el horizonte de la guerra el cual se ignora recurrentemente: la desigualdad social, la pobreza, la explotación y sobre todo, la inercia de una sociedad cansada y sumisa. La tierra colombiana se muestra como lo que es: una tierra árida para el hombre, fértil para el explotador, para el latifundista y para la Plantación; una tierra que despliega una sombra oscurísima que se extiende por todo el territorio nacional.

La película retrata el regreso de un hombre al hogar abandonado muchos años atrás. Este hombre, que ha sido llamado por su hijo que se encuentra convaleciendo con una mortal enfermedad pulmonar, se ve entonces confrontado con el rencor acumulado por años de su mujer y con los cambios que han hecho de lo que era antes una colorida plantación frutal, la Plantación de caña de azúcar (con mayúscula siguiendo la argumentación de Antonio Benítez Rojo y todas las terribles implicaciones que esta conlleva). Este miserable hombre melancólico, abuelo de un niño sin futuro, encuentra entonces a una familia que se ha tenido que subyugar al imperialismo de la caña para poder sobrevivir, a una mujer vieja que ha tenido que sacar la cara por la familia para combatir el hambre. Pero es justamente esa mujer la que representa la fatalidad de la familia, con sus raíces gruesas e inertes, duras e inamovibles dentro de una tierra polvorienta e infértil para el hombre. La familia se asemeja a una planta resistente a la aridez pero moribunda y sedienta, cuya raíz es aquella mujer testaruda, la Madre escrita con mayúscula, la dolorosa patria, la mujer ultrajada. La mujer es aquella moral implantada en el trabajador que encuentra en su explotación el ‘normal’ curso de su cotidianidad. Un pasado mejor se mantiene en la memoria melancólica de ese hombre que regresa a confrontar de nuevo una realidad de la que ya había huido, regresa para salvar a aquellos que había abandonado. La madre de la familia y su nuera se ven obligadas a reemplazar a su hijo en la Plantación justo en el momento en el que se intenta (simplemente se intenta, como todo en Colombia) armar una huelga por falta de pago. Aunque los trabajadores de la Plantación se organizan para no trabajar, el miedo y el hambre es una constante amenaza que no deja que se geste de verdad una revolución. Con las bocas vacías parece haber poca energía para resistirse ante la explotación. El cansancio y la inercia de la clase explotada lleva al público de la película a plantearse una solución cuya inmediata salida son claramente las armas, la violencia. Una guerrilla pareciera una sensata salida a ese infierno. En medio del desierto la indignación de una sed sin agua para saciarla solo puede llevar al levantamiento, el cual queda solamente sugerido, nunca planteado directamente sino permanece en un estado virtual, en potencia.

Los personajes de la película deciden huir, pero no por la guerra como millones de desplazados en Colombia, sino por la falta de un estado social, por la pobreza y la injusticia en un estado donde la naturaleza se ha vuelto un desierto, donde la madre naturaleza se ha vuelto hostil. La patria ya no es un hogar sino un mero árbol en medio del desierto. Colombia es aquel desierto del que se huye, aquella tierra infértil y explotada. La Plantación (y no la guerra) es el dispositivo del desplazamiento y de la violencia más importante en Colombia; la Plantación es ese dispositivo resultante de una reforma agraria que nunca se dio. La Plantación es la máquina de aquella ‘violencia sistémica’ de la que habla Zizek cuyos brotes de violencia inmediata solamente son su superficie, su síntoma. La Plantación es ese gran setting colombiano que incluso en Cien años de soledad adquiere ya la importancia que realmente mantiene en el contexto nacional. La película retrata perfectamente la aridez y la violencia desértica de este espacio laberíntico, el espacio vacío, inhabitable y deprimente del campesino colombiano. La hermosura de ese desierto es ácida y la película es una gran muestra de ello: La belleza del filme es violenta, sus imágenes hermosas son desgarradoras. El sueño americano, o bien el latinoamericano, la tierra del libre comercio con sus crueles injusticias adquiere un rostro con esta película, su rostro infértil. La película muestra aquel rostro revelando así mismo que es justamente el subsuelo del conflicto colombiano, mostrando tal vez cuáles son los problemas, las heridas por sanar y en qué debe basarse un posible tratado de paz. Ese sueño, que es solamente idílico para unos es una pesadilla para otros, y deja solamente la posibilidad de una huida, de un escape. La huida y el escape que ya fueron contemplados alguna vez por el moribundo Simón Bolívar el cual entendió que de Latinoamérica no habrá otra opción que huir, que partir en busca de otras tierras más fértiles, efectuar un éxodo a un Edén añorado desesperanzadamente.

Javier Marías inaugura el Int. Literaturfestival de Berlín

Javier Marías inaugura el Int. Literaturfestival de Berlín

Javier Marías el 09/09/2015 ©Hartwig Klappert

El Internationales Literaturfestival goza ya de una longeva tradición (¡decimoquinto año!) en el panorama cultural del Berlín de septiembre, umbral entre el ajetreo veraniego y el recogimiento no menos ajetreado del duro invierno. Si algo distingue a este festival de literatura, es el hecho de que consigue, por un lado, reunir autores de primerísima línea de todo el mundo y, por otra, ofrecer veladas verdaderamente exquisitas para todo aquel que dé en aparecer por allí, haya o no leído a los autores que tienen a bien presentarse. Un festival de literatura que afortunadamente sabe huir de ese errado deber moral que por desgracia sobrevuela todo evento literario en los países de habla germana: la soporífera tradición de la Lesung, o la lectura en voz alta de extractos de algún libro de los autores invitados. En lugar de ello, los ponentes se involucran en debates y conversaciones en las que ineludiblemente sale a colación su producción literaria, pero sacando de ella más una invitación a la reflexión, a la carcajada o al sobrecogimiento, que páginas y páginas de narración descontextualizada. (más…)

Lessing y nosotros. La ideología del humanismo y el teatro alemán

Lessing y nosotros. La ideología del humanismo y el teatro alemán

Foto: Marcus Lieberenz/bildbuehne.de

El proyecto de la ilustración, salir de la cueva por medio de la luz de la razón revelándonos la oscuridad en la que vivíamos en medio de parábolas y mentiras religiosas, parece revelar cada vez más su teatralidad. Trabajamos hace siglos en un proyecto que pareciera infinito ya que trata de luchar contra lo que siempre ha sido. Sobre todo hoy, viviendo en medio de un conflicto ideológico, donde la crítica de la razón no nos ayuda a salir del calor de las religiones y las ideologías. Todo radica en el error de pensar que se sale de las ensoñaciones ideológicas con la razón y no con los mismos cuentos, con las mismas parábolas, con las mismas mentiras. Al fin y al cabo somos seres de mentiras, siendo un poco injustos y banales parafraseando a Nietzsche. Nuestro proyecto de ilustración no es más que eso, una ilustración en su segundo sentido, una imagen, un mundo construido, diseñado, ilustrado. Ya Žižek lo señala en sus críticas al liberalismo capitalista, a esa mentira de nuestra verdad de que el hombre es en su forma más pura un sujeto universal, un sujeto desnudo de culturas, lo cual viene siendo en definitiva un ideal, un sueño. Ese sueño del humanismo, el hombre desnudo de todo, es el mayor proyecto de la ilustración o tal vez de toda nuestra cultura occidental. Es justamente en una grandiosa obra de teatro, como Nathan der Weise de Lessing, donde este sueño de la hermandad de todas la culturas en el marco de una misma humanidad llega a su esplendor pero al mismo tiempo revela su suelo imaginario, su irrealidad.

La temporada de teatro en Berlín comienza de nuevo, tras una pausa de verano, entre otras con una adaptación contemporánea, dirigida por Andreas Krigenburg, del clásico de Lessing en el Deutsches Theater. Hay que resaltar que la presentación de esta obra clásica del teatro alemán, obra ensayística y dramática y cumbre de la ilustración alemana, cae como anillo al dedo en la situación que está viviendo Europa. A pesar del fracaso de la puesta en escena (donde lo humorístico barato oscurece y empaña el verdadero poder de la obra) es justamente con esa obra donde se nos presenta de forma utópica la irrealidad de nuestros ideales humanistas. Se presenta utópicamente sin negar la fuerza, la importancia y sobre todo la urgencia de esa utopía. Es justamente una parábola, la parábola de los tres anillos, la única que puede revelar esa verdad. Se trata de aquella verdad humanista que se revela en forma de narración, de cuento, de mentira. En pocas palabras se puede resumir el cuento, que relata Nathan, de la siguiente forma: Un rey viéndose en aprietos por la división de su herencia que está condensada en un solo anillo, decide hacer tres copias idénticas de la joya, una destinada a cada uno de sus hijos, y hacer desaparecer de esta forma el original. Los tres anillos, las tres fes (el islam, el cristianismo y el judaísmo) son ante el Dios monoteísta iguales, y este mismo une a las tres en una sola humanidad fraternal. Es decir, las diferencias son meramente superficiales, meras mentiras, sucios trajes.

Lo que me interesa de esto es justamente la forma en la que esta verdad aparece: Aparece como una superficie, como una mentira. Es una concepción de verdad que anticipa de cierta forma a Nietzsche. Pero al mismo tiempo esta narración se conjura, casi como una nostalgia, al final de la obra uniendo en la realidad escénica a las tres religiones en un acto de familiaridad humanista. Pero los cristianos, los musulmanes y los judíos solamente se encuentran porque la contingencia de los hechos en el drama los lleva a eso. Somos nosotros, los espectadores, los que vemos la obra y nos es contada en una segunda instancia la misma historia, ahora hecha carne sobre las tablas. El discurso humanista nos es impartido como una moral religiosa, un cuento que nos convence y nos conmueve. Ahora somos nosotros los que tenemos que realizar esa comunión. Sin embargo ignoramos que todo hace parte de nuestra narratología, todo hace parte de la narración ideológica de occidente que nos hace ver que la cultura es un disfraz, una vestimenta y que ese hombre que está ahí debajo debe ser revelado. Esta revelación es justamente nuestra cultura y es llevada a cabo solamente, como señala Žižek, con violencia. Al fin y al cabo no conocemos y no sabemos qué es ese hombre desnudo, ese sujeto universal. El camino para revelarlo siempre va a ser el de la narración. Salir del mundo de lo retórico, aquel proyecto ingenuo de la ilustración, es un proyecto mandado a recoger. Más bien hay que reconocer ese proyecto como algo nuestro, como nuestra ideología y de esta manera luchar por ella, sin engañarnos al pensar que no se trata esta vez de una narración hermosa. Una y otra vez volvería entrar a ver y a oír las líneas de Lessing, tal vez no en el Deutsches Theater donde no se toma en serio la mentira que es esa obra.