La Alte Nationalgalerie de Berlín acoge hasta el 20 de septiembre una antología pictórica en un intento (fructífero) de hacer ver las similitudes entre dos estilos pictóricos, aparentemente distintos: impresionismo versus expresionismo, el final del siglo XIX contra el comienzo del XX.
El impresionismo – nacido de la mano francesa en la postrimería del siglo XIX: Manet, Monet y un largo etcétera a veces olvidado (Cézanne, Renoir, Degas…) – rompió con la tradición academicista y salió de talleres y estudios para beber de la luz natural. La luz fue la revelación del momento, y con ella afloraron otros motivos, que no se limitaron solamente a la naturaleza, como una visión limitada de Monet podría hacernos malentender. La vida social fue la otra clave del impresionismo. Degas nos dejó espiar cómo se cambiaban y ensayaban las bailarinas, Cézanne nos trajo la vida de los cafés parisinos y Renoir nos hizo participar en las soirées del Moulin de la Galette. El fin-de-siècle supuso también un cambio en lo tocante a la moral, que ya se venía gestando de un tiempo a esa parte: lo privado e íntimo deja de ser tabú, la mujer se emancipa y la familia abandona ese posado hierático y pasa a ser un grupo de personas que quiere disfrutar del tiempo libre, del ocio. De esto se supieron aprovechar los artistas (y las artistas) de la época. Las bañistas de Cézanne son un claro ejemplo. También los retratos individuales y de familia son opuestos a los de épocas anteriores: los chicos corretean, los amantes se intuyen bajo miradas poco disimiladas y las mujeres dejan de obedecer la mirada férrea del marido y se muestran desenvueltas e independientes.
El impresionismo abrió, pues, una puerta: la puerta de la independencia. Pronto hubo otros artistas a quienes las nuevas formas – demasiado clásicas en cuanto a figuras y composición, dirían – se quedaron cortas y quisieron explorar otros derroteros. Así, la preponderancia de las formas geométricas de Cézanne acabó dando lugar al cubismo; el uso del color de Gauguin, al fauvismo, y la pasión y el sentimiento de Van Gogh o Munch dieron lugar al expresionismo. Esta última transición puede apreciarse en la exposición que nos ocupa, pues impresionistas y expresionistas se muestran uno al lado del otro, dejándonos ver la idean congenial de ambos movimientos: la vida (pública o privada).
Camille Pisarro: el Boulevard Montmartre por la noche, 1897
Las similitudes de ideas iniciales y motivos se rasgan y desvanecen, sin embargo, en la ejecución de las obras. Baste comparar la representación de dos calles que hicieron Camille Pisarro (el Boulevard Montmartre por la noche, 1897) y Ernst Ludwig Kirchner (la Nollendorfplatz, 1912). El primero bebe todavía de la Academia; el segundo – ya no circunscrito al ambiente parisino – hiere a la vista ante la falta de perspectiva, planos o puntos de fuga. Estos son banales. Lo que importa es expresar el ajetreo, el caos, se podría decir, de las calles de Berlín: transeúntes, coches, tranvías superpuestos unos con otros, fachadas apenas esbozadas sin saber cuáles están delante y cuáles detrás. Sentimiento que causa zozobra en el espectador y que tuvo un gran impacto en la sociedad de la época, hasta influenciar el cine alemán de los años veinte (Fritz Lang, El testamento del doctor Mabuse; Robert Wiene, El gabinete del doctor Caligari).
Ernst Ludwig Kirchner: Nollendorfplatz, 1912
Desde 1896, la Nationalgalerie de Berlín fue el primer museo que empezó a coleccionar lienzos impresionistas bajo la dirección de Hugo von Tschudi (anticipándose a los museos parisinos), y fue su sucesor, Ludwig Justi, quien en 1918 emprendió la adquisición de pinturas expresionistas. Ahora, ambas colecciones se exhiben conjuntamente (junto con obras prestadas por diferentes museos) en una exitosa exposición que reúne más de 160 obras firmadas por artistas franceses y alemanes, y que se muestran, no cronológicamente, sino por temática, yuxtaponiendo ambos estilos y logrando una mejor comparación.
El Festival Infektion nos ha traído una obra muy rara en las salas de concierto, y lo hemos recibido con gran alegría. Se trata de la pieza Originale, de K. Stockhausen, que compuso en 1961 junto a la artista Mary Bauermeister, muy conocida pos sus trabajos de pintura geométrica e inspirada en los efectos lumínicos de lentes circulares o bolas de cristal. En este caso, sin embargo, el proyecto de Originale poco tenía que ver con este marco artístico. La idea era poner sobre el escenario, bajo el hilo conductor de Kontakte y otras obras de Stockhausen, a «persona reales», que hiciesen lo que espontáneamente les apetecía hacer. Esto, ya de por sí, resulta un elemento curioso: se trata de relacionar la meticulosa construcción de Kontakte con la esencia del fluxus y el happening. Entre otras cosas , el proyecto de Originale pretendía romper con la idea de representación, ya que buscaba que los personajes que intervenían actuasen espontáneamente, como hemos dicho; pero, al mismo tiempo, también bajo ciertas pautas. Una vez más, la indeterminación no implica arbitrariedad. Por eso, la obra está dividida en 18 escenas que a su vez se dividen en 7 partes, aunque esto es inapreciable para el espectador que se enfrenta por primera vez a la obra y los actores representan literalmente al personaje que les ha sigo asignado: por ejemplo, el poeta hace de poeta (en sus años, fue representado por A. Ginsberg) o el compositor hace de compositor (asumido por Nam June Paik), con una literalidad que llega al absurdo -absurdo en sentido beckettiano-.
Copyright K. Stockhausen, 1961
La versión de la Staatsoper de Berlín, dirigida por Georg Schütky, dejó un poco que desear, aunque tuvo momentos muy interesantes. Los personajes eran demasiado estrambóticos y no permitían realmente ese juego entre espontaneidad y control. Irm Hermann se disculpaba incesantemente por no poder estar allí y, de vez n cuando, lloraba (estuvo magistral); Günter Schanz, en una actuación excelente, incluía momentos entre la escatología y la realidad más cruda -cuando hablaba sin la dentadura postiza o hacía discursos sobre la religión o la muerte-. La soprano Friederike Harmsen tenía el papel más extraño para mí, ya que consistía básicamente en cantar un fragmento del Pierrot Lunaire, de Schönberg. La actriz Nora-Lee Sanwald iba con una muñeca que era ella misma y, aunque al principio me pareció la más interesante por el doble juego que sugería entre representación y espontaneidad que hemos dibujado al principio, terminó siendo cargante y bastante superflua, todo motivado presumiblemente por una actuación más que mejorable. Abduk Traoré, en el papel del actor, sólo hablo francés y no pude entender lo que decía. El mismo director estaba incluido en la escena y decía de vez en cuando «Akukulu» a grito. ¿Por qué? Nadie lo sabe, y tampoco se sabrá. Pasó de un disfraz entre infantil y tirolés a un mono imitando los músculos. No tenían la fuerza que la obra permite, sino que su estramboticiad estaba tan forzada que evidenciaba la estrucutra secuencial subyacente. Es decir, aquello, de espontáneo, tenía muy poco. Si, como sugiere Mark Bloch, los «actores» deben «actuar» bajo las pautas que se marcan en esas 18 secciones como si se tratasen de los instrumentos tradicionales de la orquesta, debería cumplirse la petición que lanzamos: que no se note. Pese a ello, a diferencia de las Europeras 3&4de John Cage, al menos los personajes tenían algo de chicha. Al final de los 94 minutos que dura la pieza, los personajes aún seguían siendo interesantes y lo que pasaba en el Werkstaat de la Staatsoper no era un mero batiburrillo de «cosas puestas juntas». Esa literalidad en la representación de que hablábamos más arriba, en la que los actores eran el personaje mismo, fue quizá lo más logrado. Tanto, que la repetición de sus roles derivaba casi en una suerte de micro obras minimalistas, ya que la intervención de los actores se concentraba en unas pocas frases que se repetían hasta la saciedad en diferentes contextos.
No obstante, es verdad que la puesta en esecena fue un constante «sí pero no» y tuvo algunas lagunas. La sensación que tuve con los personajes de esa falsa espontaneidad me pasó con otros elementos, como el «empezamos de nuevo» que dice el falso director de la pieza después de algunos minutos. Eso pasó también con la irrupción del grupo Antinational embassy, que tocaron dos temas sobre la inmigración en Alemania en medio de Originale. Parece que esto quería ser un homenaje a lo que pasó en 1964, en la representación de la obra en Nueva York, en la que interrumpieron u grupo de Fluxus liderado por Gorige Maciunas, el «Action Against Cultural Imperialism». Esto hubiese sido un gran golpe de efecto (ya que además de la irrupción, los miembros de Antinational embassy iban con máscaras y con una actitud de pocos amigos, potenciada por las armas que portaban) sino hubiese sido porque los componentes del grupo habían estado previamente en el escenario y los técnicos de sonidos corrieron a darles micrófonos y amplificar el ukelele. Fue un momento, de nuevo, sí pero no. Fue una irrupción sin más, que parecía más querer eliminar el tedio que podía producirle la obra a algún espectador despistado que aportar algo interesante a la obra. El colmo fue la unión entre ese momento y la continuación de la obra con el baile de un robotcillo (creado por Roboter FUmanoids) cuya estabilidad era bastante precaria. Además, había muchas cosas que, si bien podrían haber sido muy potentes, no se entendían en modo alguno. Se trata, por ejemplo, de la inclusión en el escenario de un cuarto oscuro donde se revelaban fotografías en directo. Me faltó la fuerza de la que hablan las críticas del momento; el atreverse, si es que de eso se trata en el happening, de enfrentarse realmente al absurdo, de asumir las anotaciones como tal y desprenderse del concepto de partitura, que ha dejado de funcionar en estas obras.
Por si yo no he conseguido transmitirles qué es Originale, si es que de alguna forma se puede, les dejo aquí un vídeo de la versión de 1964:
Terrence Malick se embarcó hace ya casi cinco años en una aventura cuyos resultados aún son difíciles de valorar. Su primera obra de esta nueva etapa, la aclamadísima The Tree of Life (2011) consiguió un aplauso unánime de la crítica, la Palma de Oro en Cannes y hasta una nominación a Mejor Película en los Oscar (y todo el mundo sabe que la academia norteamericana solo nomina películas de tal calibre cuando no les queda más remedio). No obstante, Malick puso a prueba la consistencia del criterio de quienes alabaron su The Tree of Life al dirigir To the Wonder (2012) y, la película que ahora nos ocupa, Knight of Cups (2015). Estas dos películas son herederas de aquella en estilo visual, estructura narrativa y proyección estética, pero no en temática. Lo que está en juego en la crítica de estas dos películas es precisamente hasta qué punto se encuentra en ellas una novedad que justifique hablar de evolución, madurez o perfeccionamiento. Las respuestas han estado muy polarizadas y en el caso de Knight of Cups, donde el autor repite su nuevo planteamiento cinematográfico por segunda vez, muchos críticos parecen haber llegado al límite de sus capacidades al emitir su valoración. (más…)
Hay algo fantástico que ofrece este festival y de lo que deberían tomar nota programadores para futuros eventos, y es que Infektion ha devuelto a la vida obras semiolvidadas de compositores como Stokhausen, Cage o Feldman; y, además, a precios asequibles (¡incluso eventos gratuitos!). No obstante, en este caso, las buenas intenciones no son suficientes, y la calidad de Europeras 3&4 de John Cage y Originale, de Stokhausen (que ha sido lo que hasta ahora hemos cubierto desde Resuena), ha sido -por decirlo de manera cortés- bastante mejorable. Eso, o yo no he entendido nada, que es bastante probable. En este caso, hablaremos de las piezas de John Cage.
Europeras 3&4(1990) se grabó por primera vez en 1993 por la Long Beach Opera (California), bajo la batuta del discípulo cagiano Andrew Culver. Estas dos piezas fueron compuestas entre las Europeras 1&2, compuestas para la ópera de Frankfurt y la Europera 4 escrita especialmente para el pianista Yvar Mikhashoff. La idea de Europera 3 es muy sencilla de fondo: seis cantantes cantan sus arias favoritas de Gluck a Puccini (escogidas por ellos mismos), dos pianistas tocan en tiempos determinados de manera aleatoria extractos de ópera y seis djspinchan (en el lenguaje de hoy) fragmentos de óperas en vinilos de 78 rpm. Todo a la vez. A veces hay flashes de luces. Los silencios se determinan también de manera aleatoria. Como señala J. Prichettaquí, la pieza está pensada como un móvil de Calder: «los elementos formales están dados, pero una vez que la mano del artista los deja sueltos, el viento toma el control y los hace danzar». Son múltiples las reflexiones que propicia la pieza. En primer lugar, el horror vacui, algo muy logrado por en la propuesta de la Staatsoper. La saturación de sonidos, la indescernibilidad. Esto abre una cuestión: ¿realmente es deseable que sea indescernible, que se forme una masa sonora de diferentes eventos? Desde luego, en esto es una obra que supera al oyente: es imposible oírlo todo. Lo normal es que el oyente aficionado a la ópera se instale en aquello que conoce, aparte de que la selección de arias en la versión de la Staatsoper fue bastante recurrente el top ten de highlights. Pero no debe ser, al contrario de lo que sugiere Peter P. Pachl de NMZ online, que el oyente tenga que estar atento a ver qué es lo que puede reconocer, como si aquello fuese una fiesta de sociedad. Ahí pierde su fuerza. Parece que tenemos que aceptar que no hay un tipo de escucha ni una posible interpretación «más» adecuada, como aquello que pedía Adorno, «una intepretación verdadera» que él entendía como una suerte de «radiografía de la obra». Algo que sí parece básico, aunque no sabemos hasta qué punto se exige en la obra, es que los cantantes canten bien. Entiendo la dificultad de cantar cuando suenan muchas otras cosas simultáneamente, pero la afinación y el gusto brilló por su ausencia, lo que hizo merecedores a algunos momentos del calificativo de «genocidio musical». En segundo lugar, vemos cómo, en realidad, John Cage está poniendo sobre la mesa la artificialidad de los popurrís de ópera, que hacen que el resultado sea un batiburrillo desocntextualizado destinado a que se luzca el divo de turno. Esto sigue existiendo, y las galas de éxitos de ópera se coronan siempre con un sold out. Cgae lleva esto al extremo en esta pieza, que se basa en llevar al extremo ese batiburrillo. El problema, y esto tiene que ver con la puesta en escena, fue que se asumió ese momento tan peligroso en el arte contemporáneo del «todo vale», donde es evidente que no se sabe ni porqué ni para qué se hacen las cosas. Por ejemplo: los djs hacían un ruido extraordinario al guardar los vinilos de nuevo, algo totalmente innecesario y prueba del ideológico «total, como todo es un lío sonoro, algo más no importa». Pero sí importa, al menos yo no tolero escuchar cualquier cosa. Los cantantes miraban en un papel dónde tenían que situarse cada vez y el minuto en el que tenían que entrar. Aí va otro ejemplo, en el que me concentraré.Los cantantes tenían un rol, o eso parecían indicar por su ropa y maquillaje. De resto, se dedicaban a pasearse por el taller (Werkstatt) de la Staatsoper sin ton ni son. Una mujer vestida de hombre con la misma gracia y buen hacer que en las fiestas del patrón de un pueblo perdido (Katharina Kammerloher), otra vestida con un vestido de noche como se ven en las tiendas más horteras de los turcos que viven en Berlín (Narine Yeghiyan), una especie de arlequín de una comedia del arte venida a menos (Torsten Süring), una especie de cowboy de paquete apretado y botas, un ¿leñador? (quién sabe) y una chica vestida con un disfraz que -nadie sabe porqué- hacia de loca (Carolin Löffler). En realidad, casi todos tenían que asumir el rol de estar medio pallá. Esto, al principio lo interpreté como si la intención fuese que representasen una suerte de obsesión por su parte, por lo que tenían que cantar. Pero no. O sí. No lo sé. No se entendía nada. ¿Por qué iban con ese atuendo, qué aportaba a la obra? ¿por qué se comportaban de ese modo? Muchas veces prestaba más atención a que la cisne-loca no se cayera encima de mí o, simplemente, se cayera y se partiera la crisma en uno de sus escarceos en el límite de la plataforma que hacía las veces de grada y de escenario. Si, como propone Prichett, la idea es que Europera 3 traiga al escenario el Roaratorio (de ‘roar’ – rugido, trueno, vociferar en inglés) que sugiere James Joyce en su obra Finnegans Wake
Pulsa para ver un ejemplo del texto de Joyce
«What clashes here of wills gen wonts, oystrygods gaggin fishygods! Brékkek Kékkek Kékkek Kékkek! Kóax Kóax Kóax! Ualu Ualu Ualu! Quaouauh! Where the Baddelaries partisans are still out to mathmaster Malachus Micgranes and the Verdons catapelting the camibalistics out of the Whoyteboyce of Hoodie Head. Assiegates and boomeringstroms. Sod’s brood, be me fear! Sanglorians, save! Arms apeal with larms, appalling. Killykillkilly: a toll, a toll»
, un libro imposible de traducir a la lengua de Cervantes, donde se juntan ruidos y sensaciones de manera simultánea e independientes a la vez. Si bien cada personaje, con aquellos atuendos, parecía sugerir un mundo, el mundo de sus arias y a todo lo que remiten (no es baladí que se canten precisamente arias, que tienen tanta historia -de la propia obra y la de los seres humanos- y tanta política detrás), todo se quedó en una mediocre puesta en escena que le hizo un flaco favor a todas las posibilidades de la pieza de Cage. Si, como dice Prichett, Europera 3 tiene que ser una fiesta, yo me fui de allí con la sensación de que iba a tener resaca de las malas porque me habían dado garrafón en grandes cantidades.
Europera 4, por su parte, es una pieza mucho más corta, de 30 minutos, que frente a la densidad de Europera 3 es mucho menos ambiciosa. La idea es la misma, pero esta vez lo interpretaron dos cantantes, un bajo y una soprano, sólo pinchaba una mujer, esta vez en una gramola, y el piano tocaba extractos. Hay algo en lo que, quizá, me he ido volviendo menos tolerante: que una obra se convierta en una bufonada. Y eso pasó en esta ocasión. Los discos de la gramola estaban rayados a propósito, de tal manera que el sonido se colgaba y la calidad era bastante mala, aparte de los defectos técnicos propios de un reproductor tan antiguo. Esto hizo reír al público al menos diez minutos, con esa risa infantil que nos provoca la caída de alguien o los momentos escatológicos que se reducen al caca, culo, pedo, pis. El disco enganchado captó la atención y rompió lo poco que se había construido de la pieza y, desde mi punto de vista, fue una simplificación radical de las muchísimas posibilidades de diálogo que tienen las dos piezas. Nos trataron como si fuésemos oyentes simplones, y les devolvimos una confirmación. Prichett, que habla del momento de la pérdida de calidad de lo sonoro como de su fragilidad y del recuerdo que le evoca a su mujer escuchar esa música borrosa, que le lleva a estar con su madre haciendo la colada mientras escuchaban aquellos vinilos, en esta representación se vuelve burdo, bruto y de muy mal gusto. Por otro lado, de nuevo, los personajes no tenían sentido. Ella iba vestida de un traje de época del siglo XVIII, del cual se desprendió en el primer tercio de la obra para quedarse en enaguas (¿por qué? no lo sé. No tiene sentido nada, ni el traje ni las enaguas) y él como un protagonista de Saturday night fever sin presupuesto. Al menos, a nivel vocal, estuvieron mucho mejor que sus compañeros de Europera 3. Al menos afinaron. Si en algo había que hacerle caso a John Cage es, quizá, en sus notas sobre Europera 4, cuando escribe que «played so as to be suggested rather than heard». Esa sutileza de la sugestión brillo por su ausencia, siendo sustituida por la violencia de una mera de suma de partes.
Esta pieza, que tendría que ser un poco macarra (Según Cage: «durante 200 años nos han mandado los europeos sus óperas. ¡Ahora se las devuelvo todas!») y llevar a la reflexión sobre la primacía y sentido de la ópera europea en el mundo, que ha tenido un rol tan fundamental en muchos núcleos sociales del viejo continente, mediante la reflexión de un outsider como es John Cage como norteamericano y como músico combativo, se convirtió, a mis ojos y a mis oídos, en un quiero y no puedo.
El libreto de The Rake’s Progress es, ya de por sí, una moralina sobre las desgracias que puede implicar el vicio, da mucho juego a los almodovarianos escenógrafos que quieran recrearse en las posibilidades que dan las prostitutas, la subasta, el juego y las mujeres con barba. Y en ese carro almodovariano se subió Varlikowsky, creando un esperpéntico juego entre el reality show (toda la ópera era grabada y proyectada en pantallas), el desfile drag queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria y un bazar de chinos, donde se puede encontrar casi cualquier cachivache a precio de risa. Por eso, vimos desfilar por el escenario todo tipo de personajes, entre los que se incluye Minnie Mouse y Darth Vader, que eran parte de los objetos de la subasta. El escenario parecía una especie de plató de televisión que unió atrezzo típico para un programa de entrevistado-entrevistador y un concurso de talentos, con algunas excepciones incomprensibles, como la inclusión de una caravana vintage para las escenas en el burdel. El escenario se coronaba por el coro, que hacía las veces de espectador del reality que constituía la escena principal. Esta idea hubiese tenido su interés si, al igual que el resto de la obra, no se hubiese introducido el sexo gratuito, ese momento de fascinación por la carne que domina a algunos creadores. El sexo fue uno de los leitmotive escénicos que resultó todo menos afortunado. Y aquí no nos ponemos remilgados: simplemente se trata de que lo arbitrario, simplemente, no funciona. Todo se quedó a medias en la propuesta escenográfica. La narración era contada con una literalidad asombrosa, pero eso mismo complicaba la inclusión de elementos externos a la historia que realmente llegasen a funcionar. Pese a que la pieza está inspirada en Londres, casi todos los elementos eran típicamente norteamericanos. El padre de Anne parecía sacado de algún documental de Michael Moore. Nick Shadow era una suerte de Andy Warhol. Baba la Turca era algo así como un homenaje a Conchita Wurst. Todo muy pop y muy hortera al mismo tiempo, con la excepción de una magnífica por minimalista y efectiva puesta en escena del momento en el que Shadow permite a Tom salvarse de su muerte con un juego de cartas.
Foto (copyright) de Ruth Walz
Musicalmente (bajo la batuta de Domingo Hindoyan), fue una representación bastante anodina, con un plano sonoro siempre entre los mezzoforte y los fortíssimo . Parecía que los músicos estaban aburridos de la pieza: en muchas ocasiones llegaron también a aburrir al público. A nivel orquestal sólo puedo destacar a los vientos madera y, en especial, a los fagotes, que tuvieron momentos deliciosos que aliviaban el tedio. Hay que tener cuidado con este tipo de representaciones que buscan ser tan rompedoras y esta música, que tiene momentos muy ñoños. Hay que saber combinar estos momentos que buscan hablar de una ópera tradicional, pero sin serlo del todo, con este tipo de almorovadiadas, que mal calibradas pueden resultar una mezcla forzada de imponer modernidad a una partitura que no necesariamente la exige. Norman Reinhardt, que sustituyó a Stephan Rügamer en el papel de Tom Rakewell, estuvo muy bien técnicamente, pero quizá algo fuera de estilo por la exigencia de la escenografía. Era demasiado clásico: así es también The Rake’s progress, un intento de restaurar la ópera. Y así es como cantó Reinhardt, con la fuerza de un cantante que resuena en el pasado. En la misma línea estuvo Anna Prohaska en el papel de Anne Trulove, aunque teatralmente se fue apagando a lo largo de la puesta en escena. Gidon Saks, en el papel de Nick Shadow, tuvo una actuación muy desequilibrada, con momentos que funcionaban perfectamente (¡a veces creíamos que había una luz entre todo aquel batiburrillo!) y otros que no sabíamos si Saks había sido exigente en su estudio. Eso sí: teatralmente fue muy superior al resto de los cantantes, siendo extraordinariamente convincente. Baba la turca, interpretada por el contratenor Nicolas Ziélinski, como una suerte de Conchita Wurst, como ya hemos dicho (quizá por la cercanía a Eurovisión(!)), fue una de las grandes sorpresas. Tiene un timbre muy delicado y de grandes recursos: superó bien los agudos y moduló de manera excelente los giros expresivos de su personaje, que tiene momentos de pseudo histeria o pseudo llanto. De resto, sólo cabe destacar a Patrick Vogel, en su papel de Sellem, que salvó la escena de la subasta, convertida por Varlikowsky en una burla –de mal gusto- a casi todo. Por lo demás, el coro fue bastante deficiente, con problemas de proyección y trabajo colectivo muy acusados. Este tipo de representaciones abren la cuestión que ya en más de una ocasión hemos puesto sobre la mesa: ¿qué significa contemporáneo? ¿Qué significa visitar el pasado? ¿es posible algo así como un análisis inmanente, donde la propia obra evidencia que lo que se quiere hacer con ella no funciona, no lo exige su construcción, no cabe dentro de sus límites?