Música, espacio y discusión: El Modern art Ensemble en la Konzerthaus de Berlín

Música, espacio y discusión: El Modern art Ensemble en la Konzerthaus de Berlín

Foto: Sandra Setzkorn

Hace unos días que se inició una discusión sobre en el Facebook de «El compositor habla» con motivo de  una entrevista realizada por Ruth Prieto a Luis Ángel de Benito en la que se pusieron sobre la mesa temas que tienen ya cierta antigüedad pero que siguen sin resolverse. Básicamente, la pregunta por si la música contemporánea tiene interés más allá de los aficionados, los concursos y las subvenciones; por si parecería que hay un rechazo de lo «atonal» (entendido, simplemente, como no-tomal) y por el modelo de concierto actual, que, en términos de Luis Ángel de Benito,
«…ofrece[n] la música en fórmulas pensadas para épocas pretéritas. Entonces nos acuden públicos pretéritos.  Me refiero a nuestros conciertos híper-serios e híper-litúrgicos, que parece que cuando estamos escuchando la Pastoral de Beethoven estamos viendo el Via Crucis o algo así. Ni siquiera en tiempos de Beethoven, ni de Liszt, ni de Brahms, las cosas eran tan estrictas. […] El concierto era un asunto lúdico, y no sacrosanto. La gente vitoreaba y aplaudía cuando quería (hasta cuando Brahms estrenó su Cuarta Sinfonía, el público le hizo repetir el Scherzo). Nosotros aquí hemos decidido que el público pague y calle, y miramos mal a un neófito que aplaude inocentemente después del primer movimiento (¡¡¡Chsssst!!!… ¡¡¡Chssst!!! enfurecidos…). Claro, ése no vuelve más. Pagar para que le riñan las multitudes… Tenemos saborcillo de secta esotérica».
El Modern Art Ensemble ofrece su propia opción para esto, metiéndose sin querer con todos los puntos de la disputa. En un concierto que trataba de explorar, a través de cinco obras rencientísimas de compositores vivos que trataban de explorar lo espacial en música, se plantearon como objetivo era facilitar la «difícil escucha» de estas obras a través de una explicación previa a cada pieza. Esto, desde las gafas de algunos diletantes, sería poco más que un sacrilegio pero, desde mi punto de vista, es algo que urge comenzar a hacer en todos los conciertos, al menos, de música contemporánea. Una pedagogía seria y crítica, claro, pero pedagogía, que dé algunas claves para seguir la construcción de la obra. Además, la pregunta por el espacio musical es uno de los puntos fundamentales hoy en la teoría de la música, lo que hace de esta propuesta áun más atractiva, en la medida en que nos introduce directamente en el problema a través de los oídos.
El concierto comenzó con Diskant (2009), para piccolo, Clarinete en mi, carrillón y piano. Es una pieza de Michael Hirsch (1958- ), el cual, a parte de ser un compositor formado con Lachemann o Schnebel, se dedica a dirigir obras de teatro. Esta pieza se sustenta en el tritono de mi a si, pasando programáticamente desde una música que pretende ser algo que el presentador de esta pieza, Matias de Oliveira Pinto, clasificó como el paso de la mera retórica vacía a lugares cercanos a lo celestial. Como podemos apreciar, la obra se fundamenta en planos hiperagudos y el diálogo del resto de insturmentos sobre una suerte deostinato del piano, que contrasta radicalmente con el tenuto del clarinete. Es una pieza que exige una precisión ritmica extrema, ya que se construye a través de pequeños fragmentos enmarcados por cesuras que devienen temáticas. Parecería que la melodía no puede desarrollarse: lo intenta y siempre cae, le adviene una y otra vez ese ostinato, la fórmula mínima que forma la pieza. Los sonidos que aparecen más allá del ostinato parece que caen y rebotan, como una especie de piedras en un charco El diálogo, la construcción tímbrica, se establece de la siguiente manera: piano-piccolo/clarinete -carrillón. Lo mejor: la tensión acumulada que explota en el fortíssimo del clarinete y la flauta e inicia la contracción de la pieza hacia el momento de su origen, al que ya no puede regresar sin desaparecer.
La siguiente pieza del programa fue Zedekhias’s Tears (2013) para flauta, trío de cuerdas y piano, compuesta por Pèter Köszeghy (1971- ). Está inspirada en el personaje bíblico de Sedequias. Su relación con el espacio se trata a través de un viaje virtual al infierno. Su propuesta se basa en la creación de un eco del sonido mismo a través de una melodía de la nada, que Klaus Schöpp, el presentador de esta pieza, clasificó como un experimento «fino, sensible y minimalista» de lo sonoro.  El violín partía de lo mínimo, con un sonido mejorable para conseguir a ese efecto, más ambiental que constructivo. Precisamente, las irregularidades de lo ambiental hace que, en este caso, lo que abogan por la música electrónica para perfeccionar lo que no pueden alcanzar los instrumentos tradicionales parezca que tienen razón. Pero, el problema, me parece, en este caso está en intentar tocar con técnica clásica obras contemporáneas y lo que aparece, por tanto, es el retraso que existe entre los conservatorios (ya sólo el nombre me da grima) y la producción real. Los instrumentos se van incluyendo con meras notas, con pura individualidad (segun Schöpp, son las lágrimas de Sedequias) que, después, terminan construyendo una línea melódica dilatadísima. Nuevamente la construcción es dual: vemos que el plano sonoro se construye por oposición del violín-flauta con el cello-piano. El clarinete, por su parte, va cambiando de uno a otro. La armonía es también anchísima, Cada instrumento incorpora no exactamente un lugar en la armonía, una función, sino un color al sonido mínimo que presentó el violín, un sonido mínimo que cada vez es menos mínimo y más protagonista, que va creciendo a la vez que destruye su esencia: precisamente esa menudencia. El cello aporta su color a través de efectos (sobre todo sul tasto y glissandi) que destacan sobre los lugares comunes a los que llega l plano violín-flauta, cuyo discurso se agota relativamente pronto y deja de ser interesante, de contar cosas. Igual que en la pieza anterior, después de un momento climático, regresan a la construcción inicial. Eso confirma las tesis de principio de siglo de Bartok, en las que señalaba que la música tenía que buscar oras formas de generas tensiones y distensiones -al estilo de la música tradicional-, aunque éstas ya no se construyeran sobre elementos tonales. Básicamente, venía a decir que había disonancias más disonantes que otras y que sólo un buen tratamiento de los momentos tensionales podrían resultar en una buena pieza.
Tempor (1991), de Gérard Zinstag (1941-), para clarinete, flauta, trío de cuerdas y piano, resultó ser la mejor pieza de la noche a mi parecer, dada la coherencia de su construcción. Es una obra muy estructurada, cntruida en base a tres partes que representan tres formas de comprender el tiempo. Como podemos apreciar, el staccatto inicial marca la pauta de la pieza completa. Se podría decir, que trata de explorar las diferentes maneras de aparecer de una estructura mínima, que se va deformando en su exposición. Esa estructura mínima que se deforma, lo hace de forma diferente en cada instrumento, y se va solapando, hasta perder la robustez del inicio. De esta manera, se introducían los efectos sonoros, que aportaban una gran riqueza tímbrica. Recupera, en cierto momento, la estructura mínima inicial, pero la propia obra le advierte que ha dejado de tener sentido tras su deformación, de tal modo que estos conatos de reexposición se queda en una suerte de ironía de sí misma.
Tras la pausa, el concierto se retomó con Sandschleifen (2003), de Isabel Mundry (1963- ), para trío de cuerdas percusión y piano. A mi parecer, es la obra más débil del programa, con un principio constructivo sólo atractivo al principio, con una melodía jugetona que contrasta con elementos percutivos, pero que consigue a duras penas su propósito, descrito aparentemente por su autora: descubrir bucles de arena y de elementos pictóricos como una casa, un estanque o un árbol según la descripción que hace Karsten Feldman de un cuadro de Sigrid Klemm. La propuesta, que trata de poner en juego lo visual y lo sonoro, se queda en un barullo donde no se entienden los principios constructivos y comienza a pensar muy pronto. La pieza tiene dos partes: la primera era un todo, un caos, la multiplicidad. La segunda arranca del impulso de la primera en el piano, pero el resto de instrumentos se vuelven más efectistas que tradicionalmente melódicos. Lo interesante es justo lo contrario de lo que pretendía la autora: no se visualiza nada, sino que la obra habla en el sentido sonoro inicial del lenguaje, como puro phonos: así es como describe. Se descrbe, en realidad, a sí misma.
Por último, escuchamos Chergui (2012), para flauta, clarinete, violín, violoncello, vibráfono, arpa y piano, de Johannes Boris Borowski (1979- ). Esta obra comparte con la de Mundry su carácter programático. El Chergui o el Sherqui es un viento de Marruecos, por lo que el tratamiento espacial de Borowski se basa en el movimiento del desierto motivado por aquél. Lo que le interesa, es el aparente estatismo del desierto, que en realidad es puro movimiento, puro cambio constante. Los granos de arena son estructuras mínimas que van modificando, poco a poco, el paisaje. Desde este punto de vista, coonstruye la obra sustentándola en el trino, que deriva en una melodía, al ampliarse; o en elemento percutivo al desintegrarse. El trino se construye a partir del semitono con que se inicia la pieza entre el violín y la flauta. Los pseudoretornos al motivo del semitono es como una suerte de marco, de anclaje, de respiración. Los planos nuevamente se dividen en parejas: violín-flauta/vibráfono-clarinete y arpa-piano. El momento más fascinante aparece cuando el arpa se queda en un ostinato de semicorcheas y se solapan notas tenuto con momentos percutivos del resto de instrumentos que contrastan con la repetición incesante del arpa.
El Modern art ensemble demostró que la música contemporánea goza de buena salud. Las obras dialogaban entre ellas: en lo constructivo casi todas eran tripartitas y usaban recursos similares, lo cual situa muy bien el horizonte de la pregunta de lo espacial en la música. Es algo complejísimo, ya que parece que contradice lo que constituye a la música esencialmente: no tener más espacio que el que ocupa la onda sonora, que es más bien puro tiempo. La calidad interpretativa fue excelente, salvo en el violín, y las explicaciones previas un acierto que deberían incorporar más conciertos de esta música que aún nos resulta hostil. Debemos eliminar el via crucis y también a los curas de la música, liberarla de los dogmas y de la institución y sus normas.
El Modern Art Ensemble lo forman;
Matías de Olivera – Director y violoncello
Klaus Schöpp – Flauta
Unolf Wäntig – Clarinete
Theodor Flindell – Violín
Jean- Claude Velin – Viola
Anna Carewe – Violincello
Yoriko Ikeya – Piano
Katharina Hanstedt – Arpa
Alexandros Giovanos – Percusión

 

¿El sentido del sinsentido? ‘Esperando a Godot’ en el Deutsches Theater de Berlín

¿El sentido del sinsentido? ‘Esperando a Godot’ en el Deutsches Theater de Berlín

Foto: © Arno Declair

El festival de teatro de Berlín tenía como uno de sus platos fuertes de la temporada Esperando a Godot, la inmortal obra de Beckett. Se estrenó en esta producción el 28 de septiembre de 2014. Resuena estuvo allí el pasado 8 de mayo. Es una obra arriesgada: se exige que el público aguante dos horas y media de teatro del absurdo. Esa es la siempre actual cuestión ante una nueva representación de esta pieza: ¿es preferible tratar de buscar sentido, por remoto que sea, a su absurdidad o es más deseable recrearse en ese sinsentido, echarle un pulso al público, desesperarlo, jugar con su límite? En esta ocasión, en la interpretación del texto por parte de Ivan Panteleev, se optó claramente por la primera opción. ¿Cómo es posible que, basándose en un texto así, pueda realmente hilarse una historia con sentido, quizá con más sentido que otras en las que nadie sospecharía de su sinsentido? Hay varios aspectos que lo delatan.

En primer lugar, la escenografía, realizada por Mark Lammert. Se trata de un plano inclinado con un agujero en el centro. Se inicia con una tela rosada que cubre todo el plano y que se retira como si fuera una suerte de telón secundario.  El árbol al que hacen referencia de cuando en cuando los protagonistas, Vladimir (Samuel Finzi ) y Estragón (Wolfram Koch), es una especie de farola, un foco a media altura en la esquina superior izquierda del plano. Y ya está, ese es todo el escenario. El sentido aparece cuando todo lo que pasa, todo lo que cambia el mero tedio de la espera de Vladimir y Estragón, se coloca en ese agujero o en sus bordes. Allí está Lucky (Andreas Döhler). El equipaje que carga es la tela rosada inicial, que dobla con esmero una y otra vez, como una Penélope que no espera a Ulises sino a ser liberada de su labor con el regreso. Allí corre, y de allí sale para bailar. Lo interesante: es que el agujero promueve, directamente, una lectura en clave política. Lucky es observado, con pasividad y distancia, por Pozzo (Christian Grashof) –naturalmente, y por Vladimir y Estragón –al principio incómodos, luego (como nos pasa a todos los de este mal llamado primer mundo cuando vemos a niños negros con panzas hinchadas por televisión) con costumbre y desapego. Pero en este caso, es aún más radical: en la segunda aparición de Pozzo, Vladimir y Estragón imitan las actitudes de Pozzo, contra él mismo y contra Lucky. De pronto, el absurdo ya no lo es tanto, o es tan absurdo como el momento hipócrita de la existencia.

Por otro lado, vemos la interpretación de la segunda parte como una suerte de Alicia en el País de las maravillas. Que Estragón no recuerde mucho de lo sucedido el día anterior no es tanto para recalcar, como habíamos creído, la absoluta indiferencia de los días y las horas (es decir, que nada extraordinario, nada para recordar ocurra), sino como un momento en el que Vladimir llega a dudar si meramente lo ha soñado o imaginado todo, hasta que reaparecen Lucky y Pozzo y se confirma que existió o, al menos, que parece probable que existió. Los momentos de humor también suavizan el absurdo del  texto y potencian su lectura política. Cuando Lucky baila, que en esta obra es signo de humillación, nos reímos. Se intercalaron momentos de clown, en el que Vladimir  y Estragón juegan, al estilo Tricicle, a un imaginario partido de tenis chasqueando los dedos –cuya función es externa al texto-. Relaja la acción y permite al espectador ver un poco más. ¿Un momento de entretenimiento, para  hablar a un espectador acostumbrado al cambio constante de esta sociedad del espectáculo o un guiño al teatro antiguo –o quizá al cine en blanco y negro- o una recreación de lo que podrían hacer Vladimir y Estragón en esas horas muertas? Esta última opción las descartamos: el entretejido entre conversación y silencio es el principio constructivo de la obra y, el objetivo de los momentos de diálogo es hablar por hablar. Ya aparece este tema en el segundo acto:

“ESTRAGON: Entretanto, intentemos hablar sin exaltarnos, ya que somos incapaces de callarnos.

VLADIMIR: Es cierto, somos incansables.

ESTRAGON: Es para no pensar.

VLADIMIR: Tenemos justificación.

ESTRAGON: Es para no escuchar.”

Así que nuestra solución es que es un recurso un poco pobre si somos ortodoxos, pero recordemos que parece que Panteleev intenta encontrar sentido desesperadamente. Después de dos horas de concentración, le parece que es de recibo ser amable con los espectadores y permitirles unas carcajadas con teatro del de siempre. Quizá, también, tiene que ver con que este texto de Beckett ha sido desde hace mucho tiempo relacionado con el humor chapliniano o de los hermanos Marx. Ese humor que en su absurdo cuenta muchas verdades, quizá porque la vida es absurda, o quizá porque es difícil nombrar la verdad.

Otro momento de difícil interpretación es la respuesta de Estragón al leitmotiv de toda la pieza –aquello que recuerda al principio constructivo de las obras tradicionales, el tema en clave musical-, a saber:

“VLADIMIR: No podemos.

ESTRAGON: ¿Por qué?

VLADIMIR: Esperamos a Godot.

ESTRAGON: Es cierto. (Pausa)”

Ese es cierto, que en la versión del teatro berlinés en alemán era un “Ah, sí” [“Ach, ja”] lo pronunciaba siempre Estragón con hastío. De hecho, el hastío aparecía constantemente y dividía el carácter de los personajes. Vladimir era, como Don Quijote, el más loco de los locos, el que más rigurosamente esperaba a Godot, el que mantenía el absurdo. Claro, en un teatro absurdo, Don Quijote ya no es Do Quijote desplazado de la realidad, sino uno que encuentra que sus ensoñaciones se convierten en verdades, que los molinos son efectivamente gigantes. Godot no viene, pero eso no importa. Lo que hay que hacer es esperar. Y eso hace Vladimir. Antes de la segunda aparición de Pozzo y Lucky, Vladimir piensa que quien se acercaba era Godot. Y dice:

“VLADIMIR (triunfal): ¡Godot! ¡Por fin! (Abraza efusivamente a Estragon) ¡Gogo! ¡Es Godot! ¡Estamos salvados! ¡Vayamos a su encuentro! ¡Ven!”

Esto ha llevado a interpretaciones de todo tipo pero, sobre todo, la religiosa. Godot es Dios, según estas lecturas. Y su llegada es como la parusía: no se sabe cuándo, pero hay que vivir como si fuese a llegar cada día. El paralelismo es evidente. Sin embargo, es bien sabido que el propio Beckett refutó esta interpretación. Yo siempre lo he leído como una salvación de sí mismos. Godot es lo extraordinario, lo que cambia radicalmente la existencia. Es a lo que aspiramos en la infancia: todos queremos tener la mejor vida y la pensamos y esperamos en los juegos. Ningún niño quiere ser mendigo, ni se imagina casándose y divorciándose, o con hijos problemáticos. Godot es la promesa de que no es imposible que llegue, aunque nunca llega, siempre vendrá “mañana seguro”. Es mensaje del muchacho (Andreas Döhler), es la clave. La parusía implica que Dios vendrá en cualquier momento, no mañana. Ese “llegar mañana” es como Beckett describe la espera de la desesperanza. Ya lo dijo Benjamin: “Sólo para los desesperados nos fue dada la esperanza”. Entonces, ¿Porqué Estragón dice “Ach ja” con cansancio, con desgana? ¿Por qué no espera simplemente, como Vladimir? Es producto de la mano de Panteleev en su intento desesperado de dar al texto algún sentido y alejarse de las interpretaciones canónicas de la vinculación con la religión. Estragón personaliza a una suerte de Sancho Panza, que a base de estar con Don Quijote termina creyéndose su mundo. No obstante, lo que Sancho Panza no espera es que el mundo de Don Quijote, como hemos dicho antes, devenga real. En un mundo hecho por locos, Sancho Panza no sabe dónde situarse, de pronto él es el loco. Así que sus momentos de cordura aparecen en esos “Ach ja” dichos con hastío y rabia. Estragón no espera, en realidad. Pero no puede hacer más que esperar:

“ESTRAGON (furioso, de pronto): […] ¡He arrastrado mi perra vida por el fango! ¡Y quieres que distinga sus matices! (Mira a su alrededor) ¡Mira esta basura! ¡Nunca he salido de ella!

VLADIMIR: Calma, calma.

ESTRAGON: ¡Así que déjame en paz con tus paisajes! ¡Háblame del subsuelo!”
Por tanto, de Esperado a Godot no importa tanto Godot como la estructura de la espera. Es la confrontación de aquello que el ser humano no quiere, bajo ningún concepto, hacer. No queremos entender la vida, como pretendía Heidegger, como un esperar la muerte (un «ser-para-la-muerte», en sus palabras). No queremos que dispongan de nuestro tiempo, como si el tiempo fuera un posesión. Estragón es consciente de la espera, mientras Vladimir está concentrado en Godot. Así lo expresan, desde el principio:
«ESTRAGON (renunciando de nuevo): No hay nada que hacer

VLADIMIR (se acerca a pasitos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil) Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha.»

¿Qué hace más justicia a Beckett? ¿El absurdo o el sentido del sinsentido? Siempre había pensado que Esperando a Godot tenía que representarse con todas las consecuencias y dificultades de su texto, es decir, respetando la literalidad de lo que aparece. Esto no significa que defienda el sinsentido. Precisamente en las constelaciones de los diálogos que traza aparece la crudeza de la existencia. No tanto como existencia absurda, como se ha leído en algunas ocasiones, sino como una relación compleja con el tiempo, donde el presente se nos queda pequeño, el pasado siempre vuelve y el futuro nunca llega. La lectura de Panteleev es atrevida y tiene lo mejor de tomarse con libertad un texto: que aporta cosas nuevas, que abre cuestiones. Eso y el gran equipo con el que contó, hacen de esta versión de Esperando a Godot una de las imprescindibles de esta temporada en la capital alemana.

por Marina Hervás

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

 

Imagen tomada de aquí

Port Bou, de Eliot Sharp, es una de esas obras que se quedan grabadas en la memoria musical, aunque no tanto por la calidad insólita de la partitura, sino por la originalidad del tratamiento de lo vocal, que fue extraordinario. Tuvimos la suerte de estar en su premiere el día 25 de abril en la Konzerthaus de Berlín, después de que se estrenase en octubre de 2014 en Nueva York. Según el propio Sharp, para escribir esta ópera (sic) se inspiró en los últimos días que Walter Benjamin pasó en la frontera de España y Francia (en el pueblo de Port Bou), antes de decidir suicidarse, antes de que lo matase la Gestapo o la policía franquista. Walter Benjamin es uno de los filósofos que más influencia tienen en todo el mundo actualmente, aunque en vida fue rechazado en círculos académicos y tuvo dificultades para vivir como crítico literario, y traductor. Fue un personaje de extraordinaria inteligencia y sensibilidad, una de esas figuras que la humanidad debería ser incapaz de perdonarse el haberlo maltratado de tal modo que su solución fue el suicidio.

Se trata de una pieza que, en realidad, se basa en una suerte de libreto que resume las lecturas y las, por así decir, reflexiones musicales que Sharp ha hecho de Benjamin, que básicamente son La tarea del traductor, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y La obra de los pasajes. No estoy segura de que consiga aquello que proponía: contar esas últimas horas de Benjamin. No es que exija una especie de monólogo sobre el fin de la existencia, pero me parecía interesante ver qué posibilidades daba el enfrentarse realmente a esa experiencia. Al menos, hubiese sido deseable, por ejemplo, algún tipo de alusión a los problemas de las Tesis sobre el concepto de historia, que es el último texto que nos dejó (incompleto), o a esa compleja vinculación entre la propia vida de Benjamin y su trabajo intelectual. Por tanto, la obra me parece una música excelente sobre un texto que poco tiene que ver con la promesa de su compositor. Se entremezclan dos asuntos. Por un lado, la pregunta de cuál sería, si es que la hay, para narrar un muerte anunciada por el propio ejecutor, si cabe musicar algo tan terrible como el suicidio impuesto por gobiernos fascistas. Y si esa música debe ser, efectivamente, en lenguaje contemporáneo o si debe apelar a cosas que movieron a Benjamin, como los cuentos infantiles. ¡Quién sabe si el sonido de una caja de música se aproxima más a esas últimas horas de Benjamin, si insistimos que esa es la intención de la obra! Y, por otro, nos cuestionamos hasta qué punto, con esa música y ese libreto, hace falta realmente Benjamin, si realmente para lo único que aparece  Benjamin ahí es mera cita textual. Y digo mera con todas las consecuencias, porque Sharp pasa de puntillas por lo que Benjamin abre, porque no hay diálogo entre Benjamin y Sharp. Sharp petrifica las letras de Benjamin, no permite que hagan lo que él siempre intentó: que viviesen, que fuesen “programa de la filosofía futura”. Eso sí: musicalmente fue apasionante, un viaje por la maestría, especialmente del trabajo vocal. Nicholas Isherwood es, simplemente, una de las mejores voces actuales. Versátil, preciso, impecable, con un timbre extraordinario. Le falló lo que le falló a la obra completa: algo más de dramatismo, introducir verdaderamente el tema en el marco de la pieza. De ahí que los momentos susurrados que terminaban en una “Scheiße” [=mierda] pareciesen fruto de un loco, y no de un condenado a morir. Aquí pueden encontrar muestras de lo que es capaz de hacer. La música, que la interpretaban William Schimmel al acordeón y Jenny Lin en muchos casos quedaba eclipsada por la fuerza de lo vocal. Fue muy interesante el diálogo con la electrónica y todo un acierto la interacción entre células, que iban apareciendo y desapareciendo a lo largo de las diferencias “escenas”.

Lo peor: el vídeo, hecho por Janene Higgins. Fue, en resumen, una suerte de cúmulo de lugares comunes y estereotipos. Era, además, poco logrado a nivel estético. Sólo la parte en la que se refería al comunismo y a Ascja Lascis tenía algo rescatable, y más por una combinación cromática que por construcción fílmica. Un desastre. Al menos no molestaba en exceso el discurrir de la acción, pero sí que condicionó en algunos momentos la lectura de lo musical con alusiones a los mismos vídeos que hemos visto miles de veces de nazis desfilando o de trenes.

Por Marina Hervás

 

Moses und Aron, de Schönberg, en la Komische Oper de Berlín: una lectura beckettiana.

Moses und Aron, de Schönberg, en la Komische Oper de Berlín: una lectura beckettiana.

El reto de representar Moses und Aron, una de las grandes obras de A. Schönberg, es al mismo tiempo complicadísimo y apasionante. En Berlín casi se habla más de la escenografía de Berrie Kosky que de todo lo demás. Y es que presentó un trabajo al principio poco convincente. Antes de iniciarse la escena, se proyecta sobre una tela negra un fragmento del texto de Esperando a Godot, de Beckett, lo cual es una declaración de intenciones por parte Kosky
«ESTRAGÓN: Siempre encontramos alguna cosa que nos
produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?
VLADIMIR (impaciente): Claro que sí, claro que sí, somos
magos».
(Traducción de Ana María Moix)
 Sin duda, Moisés y Aron (Schönberg decidió eliminar la segunda «a» de Aarón porque si no el título original tendría 13 letras, y él era altamente supersticioso) son ellos dos, Vladimir y Estragón. Una idea atrevida y muy rica para trabajar todos los recovecos de la historia. Es un giro radical del relato, que deja abierta la cuestión de si Kosky estaba buscando, entonces, hacer una crítica radical al momento religioso de la ópera. Moisés representa al intelectual, el teólogo, por así decirlo, el personaje que recibe inmediatamente la palabra de Dios y es así como quiere transmitírsela al pueblo oprimido de Israel, que vive en Egipto bajo el yugo de los faraones. Aron, que representa el momento práctico, lo mediato, le sugiere que deben facilitarle al pueblo ese mensaje. Él hace una de las grandes preguntas que recorren toda la pieza: ¿cómo podemos creer en algo abstracto?. Para Kosky, esta cercanía de Dios al pueblo no es sino mediante la magia, algo que ya apareció desde el principio con los zapatos de Moises, que prenden f Aron se dedica a hacer trucos de magia que hipnotizan a algunos, aunque otros siguen recelosos de ese mensaje divino. Una lectura radical, pues estos trucos no son tal en el libreto original, sino verdaderos milagros. Así que Kosky está traduciendo la verdad simplificada que propone Aron por el engaño y el artificio que es la magia. Con lo cual, cabe la pregunta de si Kosky está viendo en la religión la capacidad de poner, en lo que originalmente sería la palabra de Dios, la palabrería y lo volátil. Esto contradice esencialmente la idea judía de revelación y de inmediatez, que sólo se mantiene intacta en Moisés. Kosky marca la separación de los dos polos, y eso enfatiza el final del primer acto, donde el pueblo rechaza a Moisés pero se convence de las medias verdades de Aron. Pero, si asumimos que Moises es Estragón, Dios no es más que ese convencimiento que nos hace existir. La revelación no es más que desesperación por el sentido de la vida.
El segundo acto también lo enmarca una cita de Esperando a Godot, lo cual confirma toda sospecha, y con Moises haciendo un truco de magia: se introduce un pañuelo blanco con una estrella de David azul en la mano. Al sacar el pañuelo, la estrella ha desaparecido. Y lo vuelve a hacer varias veces, haciendo así aparecer y desaparecer la estrella. Bien podría interpretarse este acto simbólico como la pregunta de si lo que ocurre en el escenario es sólo una cuestión judía o, en general, un problema del fundamento de cualquier religión. La aparición del becerro de oro fue uno de los momentos de más belleza de la puesta en escena. Con la luz de una cámara de cine antigua, cuya manivela es movida por Freud, Marx y ¿Schönberg mismo? (algunos críticos apuntan que es Mahler, maestro de Schönberg) aparece una bailarina dorada, que guía al pueblo a la idolatría, a la «adoración de la carne», el cual está desesperado por la tardanza de Moisés en el monte Sinaí. Una danza bellísima, que termina con tres bailarines más que se le unen y, más adelante, con una mujer anciana, con el pecho caído, desnuda, que viste los despojos del becerro de oro y mira al público con la boca abierta pero sin decir nada durante un tiempo que se hace eterno.
La unión de otros judíos que dan cuerda a la cámara cinematográfica, la propia introducción del cine como elemento histórico del engaño y el baile son elementos altamente simbólicos. A mí me sugirió, dado el escenario que se mantuvo toda la pieza, muy similar a una suerte de sala de proyección o a una suerte de sala de operaciones, que Kosky quería trabajar con el adentro y el afuera, con la ilusión que mantenemos en nuestra existencia de tener nuestro espacio; el cual, en realidad, es el espacio que nos dejan tener.
Quizá la escenografía fue, precisamente, lo más deficiente de la puesta en escena. Parecía demasiado sobria, demasiado vacía. Luego ese vacío se convirtió en todo lo contrario, en una claustrofobia absoluta, un horror vacui de manual con la aparición del coro. El contraste era muy interesante, pero los polos fueron demasiado extremos, especialmente al principio, en la revelación de Moisés. A nivel musical, el coro fue ejemplar, algo fundamental, ya que la obra, si es algo, es expresión de lo comunitario, trabajo del pueblo, relación de lo social con las imposiciones, las ideologías y las creencias. Es lo político, en el sentido del demos griego. La precisión, los matices, el gusto, la comprensión de la obra: todo fue excelente, y lo potenció una coreografía milimétrica, acelerada, radical: todo un año de ensayos, según me contaron algunos de sus miembros. Se mezclan en el escenario judíos vestidos al modo tradicional y con ropa actual, lo cual nos permite introducir la continuidad en el relato koskyano. Vimos a un Moisés (Richard Haywaks) que hizo un Sprachgesang con una voz rota de gran calidad  e impostación de calidad, pero en muy baja forma física. Su postura, con los hombros caídos, las dificultades para moverse y los problemas respiratorios fueron evidentes en su teatralización, totalmente absorbida por Aron, que fue imponente. Hubo algunos errores de coordinación, debido a que John Daszak tuvo que incorporarse a última hora por enfermedad de David Cavellius. Aún así, y aunque vocalmente le faltaba todavía un plus, fue muy convincente teatralmente, demostró cómo un artista ha de adaptarse a todo y trabajar rápido y con calidad. Su voz fue especialmente interesante en las dinámicas medias. Jens Larsens, que hacía el rol del sacerdote, muchas veces brilló más que los protagonistas. El error no está en él, claro, sino en la descompensación vocal de aquéllos. Y, a la batuta, estaba Wladimir Jurowski, que hizo un excelente trabajo, en términos generales, con esta partitura que es complejísima. No obstante, echamos de menos más pianos como los que Berg supo musicar en el III movimiento de su Suite lírica: es decir, pianos introspectivos, de la nada, a la altura de la música que escribió Schönberg.
Creo que marca de que una obra es buena es que siempre deja preguntas sin contestar y, si se alcanza una respuesta, aparece una nueva. Esto ya sabía que pasaba con Schönberg (aquí tienen el enlace  a una tesis doctoral excelente sobre la pieza), pero intuyo que Kosky ha acertado en muchas cosas: su escenografía aún me deja muchos enigmas y me da la sensación de que ha revisitado muy dignamente este monumento musical del siglo XX.
FICHA TÉCNICA
Dirección musical
Escenografía
Decorado e iluminación
Colaboración de decorado
Anne Kuhn
Vestuario
Dramaturgia
Coro
Choreografía del becerro de oro
Coro
Solistas del coro de la Komische Oper y el Vocalconsort Berlin
Moses
Aron
Mujer joven/ primera mujer desnuda
hombre joven
Adrian Strooper,
Michael Smallwood, Michael Pflumm
Efraim/otro hombre
Sacerdote
Joven desnudo
Michael Pflumm,
Johannes Dunz
Una enferma/tercera mujer desnuda
segunda mujer desnuda
Sheida Damghani
por Marina Hervás
Fazil Say en la Konzerthaus de Berlín. Un programa descompensado

Fazil Say en la Konzerthaus de Berlín. Un programa descompensado

Quizá es que estoy cansada de que siempre se repitan una y otra vez los mismos programas, quizá es que el repertorio tiene que tocarse de una manera extraordinaria para que cuente cosas nuevas. El caso es que me sobró Mozart y Haydn, aunque por dos diferentes razones. El Mozart fue soso, simplemente correcto. Estos stars que tocan hoy aquí y mañana en la otra punta del mundo es imposible que tengan tiempo de pensar las obras como merecen. Las ideas estaban claras, estuvo bien tocado (en el sentido de que se entendían las líneas de tensión y de construcción), pero no había ese plus que la partitura mozartiana puede ofrecer. El cansancio, quizá, la dinámica de tocar hoy el Mozart n. 12 y mañana el Beethoven n.3 y pasado el Grieg, como si la música fuera una suerte de mercado donde se pueden elegir los hits que exige el cíclico cambio de programa acorde con los gustos de cada institución. El Haydn sobró porque la obra de Say, de la que hablaremos a continuación, al eclipsó. Queridxs programadorxs: ¡ojo! la música dice cosas, tiene un sentido. No se puede poner, simplemente, dos obras juntas porque hay que llenar un horario. Las obras tienen que dialogar entre ellas. El paso de una atmósfera a otra fue casi insultante para ambos compositores. Un sinsentido que dejó al público con un sabor agridulce.
El Idilio de Siegfried, una obra de juventud, ayudó a resaltar las cualidades musicales de la Orpheus, que demostró que determinados repertorios (con un número concreto de músicos) pueden funcionar extraordinariamente bien sin director. Así hicieron todo el concierto y fue ejemplar. Su conexión, el trabajo conjunto de pensar la obra era evidente. Se podía seguir auditivamente la construcción de las obras, especialmente en el Wagner, donde fueron delicadísimos. Supieron mantener la tensión en una obra que tiene el defecto de que se puede caer muy fácilmente, porque los motivos son sencillos y aparecen numerosas veces. Si se tocan sin más, se desmorona la construcción.Desde luego, lo mejor, fue la forma de dialogar entre el conjunto de cuerdas y el viento. Las dinámicas y el color fue excelente. Especialmente logrado fue el sonido de la oboísta.
La obra de Fazil Say volvió a confirmar algo que llevo pensado varios años: que se está volviendo mejor compositor que pianista. Con esto no quiero decir que sea mal pianista, ni mucho menos. Pero su talento está en la composición, donde demuestra una y otra vez que sus ideas son riquísimas y sabe hace hablar a los instrumentos de esa mezcla que es su propia vida. En la obra escuchamos un trozo de toda la tradición musical, también la más contemporánea. La composición jugaba con la unión entre efectos sonoros (como glissandi y sul tasto), que eran una suerte de marco, y la unión entre melodías que toma de la tradición turca y romántica europea. Una obra que sabe a Istambul, a esa ciudad entre dos continentes, entre varias religiones, varias culturas, un idioma que bebe de casi todos los arcaicos; que huele al gran bazar, donde aparecen las especias de todos los colores y se juntan los tapices y alfombras tradicionales con las camisetas de los equipos de fútbol. Musicalmente, como Say sabe para qué músicos trabaja, se aprecia la construcción de cámara, si se puede decir así. Si duda, fue lo mejor del concierto, aunque Say se hizo un flaco favor a sí mismo al haber escogido el Mozart y al hacer una interpretación del mismo tan por encima, tan de puntillas. La orquesta, un diez. Demostraron muchas cosas: que no hace falta un gran número de músicos para alcanzar un buen sonido, que no hace falta (siempre) un director, que la música de cámara tiene que existir siempre, con cualquier repertorio, que todas las voces hablan.

FICHA TÉCNICA

ORPHEUS CHAMBER ORCHESTRA

FAZIL SAY Piano
Richard Wagner
«Siegfried-Idyll»
Wolfgang Amadeus Mozart
Konzert für Klavier und Orchester A-Dur KV 414
Fazil Say
Chamber Symphony op. 62 (Composición de encargo de la  Orpheus Chamber Orchestra)
Joseph Haydn
Sinfonie Nr. 80 d-Moll Hob I:80

por Marina Hervás