La Staatsoper de Berlín, después de años de obras, ha vuelto a su sede original, en Unter den Linden. El regreso a su sede original está siendo celebrada por todo lo alto, con una programación que intenta renovar la imagen de la Staatsoper, considerada junto a la Deutsche Oper un centro más bien conservador en cuanto a escenografía y programación. El punto medio lo encontraron en Salome, de Richard Strauss. Es una de las óperas más emblemáticas del repertorio y sabe contentar a todos los públicos: no es demasiado transgresora para los más aficionados al repertorio previo al siglo XX y, a los seguidores de la contemporánea, como esta que escribe, la entendemos como una obra fundamental para conocer los derroteros posteriores de la música y su unión con el teatro. Su estreno el pasado 4 de marzo ha causado un gran revuelo entre melómanos en la capital alemana.
Una puesta en escena (Hans Neuenfels) bastante sobria y fría acompañó toda la función. La escala de grises era predominante en la escenografía y el vestuario, dando una sensación de continuidad visual. Al principio, los personajes se presentaban casi como parias que poco a poco iban adquiriendo su dignidad. Salome (Ausrine Stundyte), se desprendió pronto de una gran falda de tules que le daban un toque aniñado, cambiando así, con peinado de los años 20 y mono, de paria a business woman. Su imagen era una suerte de cuadro de Tamara de Lempicka. Herodias (Marina Prudenskaya), estaba caracterizada como una femme fatale en un traje de noche -similar al que llevaban muchas mujeres entre el público (siguiendo la falsa asociación de que ir a la ópera tiene que significar ir de punta en blanco y luciendo, por tanto, gala y status)- y Herodes (Gerhard Siegel) como un pobre hombre con mucho dinero. Algunos lugares comunes caracterizaban a los demás. La guardia vestía trajes coloniales, aunque no queda claro si tratando de crear un vínculo entre ellos y la situación del reino de Herodes, en la actual Jordania, o si se trataba de guardar una estética que podría haberse encontrado en algunas películas de cine clásico situadas en países africanos, como Casablanca. Los judíos vestían esmoquin y sombrero, creando su perorata sobre la naturaleza divina en una conversación de señores en un salón y no en una discusión teológica. Jochanaan (Thomas J. Mayer), junto a Narraboth (Nikolai Schukoff) eran los dos personajes más interesantes a nivel de vestuario. El primero, con un toque andrógino, no obedecía a ningún estereotipo como los anteriores personajes. Narraboth, aunque exotizado -imitaba la estética gitana-, cooperaba a romper la lógica de los años 20 que seguían los demás personajes, que rezumaban algo de lo burgués que el propio Strauss puso en jaque con la obra.
El uso del escenario fue bastante limitado y muy básico. La celda en donde estaba Jochanaan era, a primera vista, una especie de nave espacial suspendida en el escenario. Luego se evidenció su forma fálica, algo que en apariencia cooperaría a poner sobre la mesa el carácter erótico de la pieza (algo que no hace falta explicitar de una forma tan burda). Resultó un tanto monótono y no ayudó a explorar espacios aún por descubrir de la pieza que se podrían revelar en la escenografía. El momento más trágico fue el ausente baile de los siete velos, unos de los hits de la pieza y motivo del escándalo que ocasionó en su estreno. En la segunda escena apareció allí un absurdo personaje extra, totalmente innecesario a mi gusto, el propio Oscar Wilde (Christian Natter), con dos testículos sin pene colgando por fuera del pantalón. Él, vestido con un atuendo entre el fantasma de la ópera y el sadomasoquismo, fue el que «bailó» con Salomé en los siete velos. Creo que, de todas las opciones posibles, quizá esta sea una de las peores. Aunque parece que se perscindió del baile para no objetualizar a Salomé o, en términos generales, a la figura femenina por parte de Sommer Ulrickson, a cargo de la coreografía, creo que hay una falsa comprensión de esa escena si se entiende como una objetualización. Aunque esta discusión podría llevarnos muy lejos, la danza de los siete velos es la primera aparición explícitamente erótica en la que una mujer sigue su deseo sin condena moral. Es decir, aquí, la relación con el cuerpo se modifica. Éste se vuelve explícito: ya no es portador de algo espiritual. En el cuerpo no se explicita lo problemático o no problemático de la acción. En acciones moralmente reprobables según la moral de la época, la palabra tenía que aclarar en qué sentido se mostraba “la perversión”. Lo vemos, por ejemplo, en el II acto de Cosi fan tutte de Mozart, Fiordiligi se lamenta por desear a otro hombre, por dejarse llevar.
Estoy ardiendo
y ese ardor mío ya no es efecto
de un amor virtuoso,
es inquietud, afán, remordimiento,
arrepentimiento, ligereza,
perfidia y traición.
Por piedad, amor mío, perdona
el error de un alma enamorada;
entre estas sombras y estas
plantas siempre quedará escondido,
oh Dios.
Salomé es el deseo sin culpa, y la danza de los siete velos no la baila para Herodes, sino para sí misma. Así que la eliminación del baile, sustituido por movimientos coreográficos absolutamente naïves, pusieron en jaque el propio sentido de la obra. En un intento de no cosificar a Salomé, se diluyó el potencial radicalmente antiburgués de la obra. Un pequeño guiño al tango fue, simplemente, una asociación simplista que quería calmar la mala conciencia de prescindir de algo tan fundamental como es esta danza. En fin, que habría que recordar la obviedad que el baile puede ser radicalmente transgresor y, por supuesto, también feminista -si esa era la intención. Al final de la obra irrumpe una instalación de lámparas con la forma de la cabeza de Jonachaan, como único elemento distinto a la línea escenográfica mantenida hasta entonces, que permiten a Salomé besar a varios Jochanaan y, como acción creo que con un talante compensatoria por la supresión de la danza, que una de esas cabezas le haga un cunnilunguis. Es lo que pasa cuando se confunde lo erótico con lo sexual.
Un atropellado director tuvo que sustituir dos bajas de directores invitados previamente. El que salvó el pato fue el joven Thomas Guggeis, asistente de Barenboim, que hizo un trabajo impecable para las condiciones en las que tuvo que ponerse al frente de tal evento. Pero se notó en la falta de ensayos con los cantantes y un abuso del cómodo plano entre mezzofortes-fortes. Salome (Ausrine Stundyte) estuvo bastante justa en los graves, fue algo arbitraria la alternancia entre voz impostada y el Sprachgesang, pero tenía muy clara la dirección y presencia de su personaje. Suelo perdonar fallos técnicos si se justifican por las exigencias teatrales, aunque en el caso de Stundyte creo que, simplemente, el papel le quedaba algo grande. Marina Prudenskaya, Gerhard Siegel y Thomas J. Mayer, por su parte, mostraron mucho más aplomo. Mayer fue un Jochanaan de una elegancia extrema, que mantuvo un excelente nivel vocal pese a las exigencias coreográficas de este montaje, que implicaban cantar en posiciones muy extrañas y con un apretado corpiño. Prudenskaya supo brillar y sobresalir más de lo explicitado en su rol y fue, quizá, la más expresiva a nivel teatral. Siegel estuvo soberbio, trabajando el registro del viejo verde que quiere ver a su hijastra bailar y al tirano que manda asesinarla a sangre fría casi como si de dos personajes se tratase, pero manteniendo la continuidad teatral, algo que mostraba a su personaje como algo tan real y doloroso como la convivencia contradictoria entre lo racional y lo irracional con la que tenemos que lidiar y de la que no siempre nos gusta asumir las consecuencias. La orquesta, salvo el trabajo dinámico escaso -especialmente al principio, que hizo algo monótona la puesta en escena junto a la sobriedad del escenario- mantuvo un nivel excelente, especialmente en los complicadísimos solos de oboe y clarinete bajo.
Los abucheos y bravos finales del público son expresión de mi propia impresión: que hubo momentos muy buenos, otros lamentablemente prescindibles. Desde luego, es un paso fundamental en la búsqueda de una Salomé memorable en la capital berlinesa, después del desastre de la Deutsche Oper. Quizá habría que revisar algunas de las aportaciones que, ya desde los años 70, como el trabajo de Pina Bausch, muestran que es posible repensar temas como lo erótico y una visión crítica de lo bíblico sin caer ni en lugares comunes, sin pecar de buenismo y sin tener miedo de asustar a aquellos visitantes de la ópera, que se marcharon el día del estreno y hoy van para tomar un champán antes y después de la representación, que es para ellos lo de menos. Es decir, creo que se trataría de reubicar la ópera en general y este tipo de piezas, transgresoras y contestarias, en particular, en una nueva tesitura, donde su potencial se explore poniéndonos frente a nuestros tabúes y terrores sociales.
El pasado 17 de febrero se celebró en la sede de la Akademie der Künste (adK) berlinesa uno de los encuentros organizados por el festival AFEKT. Desde sus inicios allá por el 2001, estos encuentros han promovido la música contemporánea estona, expandiendo sus fronteras más allá de los límites nacionales. Aparte de renombrados compositores estonios, como Jüri Reinvere o Helena Tulve, en esta ocasión contaron también con la participación de la compositora de origen londinense Rebecca Saunders. Este carácter, tanto reivindicativo como aperturista, ha cristalizado siempre en programas estimulantes -que permiten introducirse en música poco transitada y ponerla en valor junto a compositores más consolidados en el panorama internacional-. Como próximas colaboraciones anuncian las de la propia Saunders y Lachenmann para este próximo otoño y las de Märt-Matis Lill o Toshio Hosokawa para 2019.
El Requiem (2009) para flauta, cuatro voces masculinas, cinta y vídeo de Jüri Reinvere abrió el concierto. La obra de este compositor, escritor y ensayista estonio, discurre en un diálogo constante entre las reflexiones del narrador, las imágenes de deportados estonios de la primera mitad del siglo XX y la línea virtuosa de la flauta solista- enriquecida esporádicamente con vaporosas intervenciones de las cuatro voces. Este conjunto cargado de tristeza, lleno de reflexiones sobre el tiempo, la espiritualidad, la impermanencia o la fragilidad de las esperanzas humanas, consigue su propósito en parte. El texto -del propio compositor- y la nostalgia de las imágenes no logran formar un todo con los intérpretes en vivo, que parecen siempre estar en un extraño plano paralelo, que no seduce ni a modo de contraste. La interpretación de la flautista Monika Mattiesen destacó, a pesar de las dificultades, por su intensidad y expresión -al igual que la de los cuatro miembros de los Neue Vocalsolisten, que demostraron mucho mimo y precisión incluso con un papel tan exiguo.-
La propia compositora Helena Tulve, se hizo cargo de sus Klangobjekte en la siguiente obra del programa. Con el silences/larmes (2006), para mezzosoprano, flauta, copas musicales y la mágica campana de viento nacarada –Perlmutt-Windglocke– se abrió el breve repaso por la obra de esta autora. Su interés por el canto gregoriano y mucha música de transmisión oral, así como su familiaridad con lo orgánico, los patrones e impulsos de origen natural y las transformaciones energéticas; no queda solo en los programas de mano. Desde el comienzo de su silences -con texto sobre fragmentos del poemario Hai Kai de la madre Immaculata Astre- Tulve despliega con naturalidad dos melodías hermanas en mezzosoprano y flauta, con el foco constructivo basado en la pura horizontalidad -reforzada por el reflejo lineal de las copas-. Este diálogo trenzado es interrumpido en dos ocasiones por la campana de viento, generando en la primera ocasión un momento de contraste; sin embargo no obvio, sino pudoroso y lleno de lirismo. A pesar de la sinergia en escena, gran parte del efecto logrado fue posible gracias a la destacada interpretación de la mezzo, también miembro de los Neue Vocalsolisten, Truike van der Poel.
La primera parte se cerró con otra obra de Tulve: There are tears at the art of things (2017/18). Estreno absoluto -para flauta, clarinete bajo, arpa y percusión- en la partitura se percibe una evolución estilistica con respecto a la obra anterior. La base inspiradora de la pieza se encuentra en una cita de La Eneida de Virgilio: “sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt” (Hay lágrimas en las cosas y tocan a lo humano del alma). Tratada como una revelación humana primordial- y muy unida también al mono no aware japonés- de esta cita, y también de un epitafio de In a Dark Time de Thodore Roethke a modo de cierre, hace surgir Tulve el paisaje sonoro de su obra. Los embistes obsesivos del comienzo van dando paso poco a poco a momentos contemplativos, donde el color es trabajado en detalle. Al contrario que en su silences – y a pesar de lo concreto de las citas en las que se inspira- no se siente en la obra tanta homogeneidad, habiendo algunos momentos menos integrados que parecen sabotear lo conseguido. La interpretación por los miembros del Ensemble Adapter sacó partido a los momentos de más violencia y densidad, sobretodo por parte de la flautista Kristjana Helgadóttir.
Después del pequeño coloquio, el Stasis Kollektiv (2011/2016) de Rebecca Saunders ocupó la segunda mitad del programa. Esta nueva versión de la obra original está dedicada al Ensemblekollektiv Berlin, una agrupación formada por la suma de veintitrés miembros de los ensembles más famosos de la capital alemana- Ensemble Adapter, ensemble mosaik, Sonar Quartett y Ensemble Apparat-. Como muchos de los trabajos de la compositora, la inspiración parte de un breve y esquelético texto de Beckett, Still (1974), donde se describe a un protagonista desconocido observando un atarceder y aguardando algún sonido, con la cabeza entre sus manos temblorosas. Esa ambivalencia entre luz y oscuridad, silencio y sonido, movimiento y quietud; es una constante en toda la obra de Saunders, que encuentra en las infinitas interpretaciones e intensidad -pero a la vez sobriedad y fugacidad- de los últimos textos de Beckett un paralelo ideológico a muchos niveles. Como un collage articulado sobre el espacio, los músicos se reparten formando pequeños grupos de cámara y se posicionan en diferentes lugares, dependiendo de en que edificio se interprete la obra. En esta ocasión, a lo largo de los cuatro niveles de la sede de la AdK, público y músicos se mezclaban en aparente desorden. Desde el bombo de la entrada hasta el violín de la cuarta planta, el espectador se sentía rodeado y con la sensación de poseer un verdadero protagonismo, incluso tras el apagado de las luces. Los susurros de la flauta baja y la cuerda grave rompieron el “vacio” y anunciaron el trazo que supone la pieza.
Sobre una paleta de sonidos muy reducida, Saunders amplía y reduce a su antojo los enfoques del objeto en la obra; donde se suceden momentos de pura poesía junto a otros minutos de agresividad que nunca estalla del todo aunque lo parezca. Por si fuera poco -y a modo de coreografías teatrales- muchos de esos pequeños grupos de cámara se trasladaban silenciosamente por los niveles, haciendo de ese collage algo vivo y difuminando así en parte su connotación firme y plástica. El Ensemblekollektiv Berlin se sintió en todo momento como una gran unidad, a pesar de lo difícil que pudiera parecer. El trabajo de diálogo entre los diferentes pisos y grupos -así como la precisión y el balance en las dinámicas- fueron piezas fundamentales para que esa imponente arquitectura sonora no se viniese abajo. Cuando los cincuenta minutos de obra terminaron, la familia, que ya formabamos todos los presentes, aplaudimos, nos levantamos y nos fuimos. Así, sin más. A veces asomarse a un vacío puede llenar de cosas otro vacío. O, dicho de otro modo, si se trataba de mover algo, prácticamente nada parecía estar en su sitio al terminar la obra. Tal vez, solo Beckett podría ponerlo en palabras: “Una noche mientras estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos se vio levantarse e irse. Una noche o un día. Porque cuando su propia luz desapareció no quedó a oscuras”.
Muchos de ustedes se acordarán del caso de Enric Marco, presidente de la Amicale de Mauthausen hasta 2005, año que estalló la bomba informativa. Nada era lo que parecía. Durante años Marco había pasado por superviviente de los campos de concentración nazi, ahora se demostraba que era falso. Esto era solo la punta del iceberg. Una vez abierta la caja de pandora salieron a la luz otras mentiras con las que Marco había adornado y esculpido su vida labrándose una imagen modélica de héroe antifascista. Cuando la onda expansiva llegó a oídos del avezado escritor Javier Cercas, este enseguida activó su radar de escritor. El personaje de Marco le provocaba fascinación y repulsa a partes iguales. Escribir sobre él se le reveló como una intuición que le afectó personalmente. A dicha labor se dedicó en el lapso de unos diez años hasta que finalmente se publicó El Impostor (Random House, 2014), una novela con un minucioso trabajo de investigación detrás, que desgrana la vida de Enric Marco, la parte de verdad y la parte de ficción que hay en ella. En el prólogo del libro se llega a preguntar por qué esta historia le afecta a él tan profunda y personalmente. La búsqueda de una respuesta racional se convierte en hilo conductor de la novela. Otros motivos importantes también los formula en el prólogo, donde se pregunta cómo una persona es capaz de hacer algo así, y no menos pertinente, cómo es posible que nadie antes destapase una farsa de semejante calado. El propósito de este libro no es el de justificar ni el de rehabilitar a Marco. De hecho, ya le genera a su autor escrúpulos de conciencia el escarnio público al que somete a Marco con su libro. Más bien se trata de intentar comprender a quien Cercas llega a calificar como el “Maradona de la ficción”, no para imitarlo, sino para entender mejor la naturaleza humana y para que un caso así no vuelva a repetirse.
El año pasado se publicó la novela de Cercas con el título alemán: Der falsche Überlebende (S. Fischer, 2017) en una excelente traducción de Peter Kultzen, traductor al alemán de otras obras de Cercas y otros escritores hispanoamericanos de prestigio. Su presentación tuvo lugar en el Instituto Cervantes de Berlín el 11 de mayo de 2017 y contó con la presencia del mismísimo Cercas, quien tuvo ocasión de explicar los entresijos de su novela y de departir con el público asistente. En primer lugar, empezó Cercas recordando el caso de Enric Marco para los despistados que aún no lo conocieran o para el que ya lo hubiera olvidado. Luego pasó a comentar el debate que este había generado en los medios y del que él mismo participó. Aquí se empezó ya a atisbar su posicionamiento al respecto. A continuación, se detuvo Cercas a explicar qué tipo de novela es El Impostor, su peculiaridad estriba en que prescinde de toda ficción, con excepción de un capítulo, y por qué había apostado de nuevo por un género que comparten otras obras suyas como Anatomía de un instante o Soldados de Salamina. Escribir una ficción sobre Marco, ya en sí una ficción ambulante, habría sido un reto desmesurado, imposible de llevar a cabo. En lugar de eso plantea Cercas algo mucho más inteligente, una batalla entre ficción y verdad. Una a una va desmontado todas las mentiras que contaba Marco. El lector asiste atónito a tal cantidad de embustes, a cual más ingenioso y sofisticado. Entre una mezcla de repulsa y asombro va apareciendo Marco en una nueva luz ante sus ojos.
Esta novela reúne una serie de temas que interesan a su autor. En primer lugar, dice Cercas, él se ocupa del pasado para entender mejor el presente. Escribir El Impostor le ha valido para este propósito. Según él, el caso de Marco resulta paradigmático y encarna muy bien nuestro país. Marco se inventó su pasado porque fue incapaz de confrontarse con él, al igual que nos engañamos los españoles a nosotros mismos cuando hablamos de nuestro pasado colectivo. En este punto critica Cercas lo que él denomina la industria de la memoria histórica en España. Para empezar, no le gusta el nombre de “memoria histórica”. En lugar de este, él propone uno mucho más exacto para este movimiento como el de: “Recuperación de la memoria de las víctimas de la República”. En segundo lugar, critica la endeblez del discurso de la memoria histórica en España y la muy insuficiente confrontación de los españoles con su pasado. Hoy día se divulga una versión muy edulcorada de la historia de España. La gente se emocionaba al escuchar a Marco. Admiraba a un ser que tuvo el coraje y la entereza para vencer todas las vicisitudes que el destino puso en su camino. Y se conformaba con un discurso que es puro kitsch, cuyo propagador fue catapultado por los medios de comunicación a la atura de un rock star de la memoria histórica en nuestro país.
La mentira y los mentirosos es tema central de El impostor, como no podía ser de otra manera. Cercas trata el tema desde diferentes ángulos, que van del análisis psicológico de su personaje hasta las teorías sociológicas y filosóficas sobre la mentira. Marco posee un fino don para mentir, que consiste en fabricar sus mentiras a base de medias verdades, “porque las grandes mentiras están construidas a base de pequeñas verdades”.
La novela se eleva a un nivel metaliterario, al que también Cercas nos tiene habituados. En ella se reflexiona sobre los roles y la relación entre el autor y el personaje de la novela, y la predestinación de ciertos temas y personajes sobre los que escribe un escritor.
Al final Cercas emite un juicio contundente sobre Marco. Su acción es reprochable. Marco quebrantó con sus mentiras un principio básico de la convivencia humana. El medio del que se sirvió, la mentira, no halla justificación, ni siquiera en pos de una finalidad positiva. Por ello resulta culpable a juicio de Cercas. Si Marco hubiera contado la verdad habría resultado una historia menos halagadora, pero mucho más interesante, la verdadera historia de España encarnada en su biografía. En cambió optó por hacer ficción de ella alimentando de ese modo una memoria falsa y edulcorada que nadie osó poner en entredicho.
Richard Sennett inauguró las jornadas sobre inmersión -digital, laboral, y vital-, tituladas Into Worlds[1]. Tenía grandes expectativas en su charla, no porque me haya leído The Craftman (2008) que era el libro a partir del cual hablaría, ni porque conozca muchísimo su trabajo, sino porque él fue uno de los dos sociólogos que primero leí cuando inicié mi tesis doctoral acerca de la experiencia del tiempo en el contexto digital. Ahora que estoy en el final del proceso, me parecía un cierre bonito: oírlo en directo. Y no me defraudó. La pasión con la que contó su relación táctil con el chelo, las resistencias del instrumento, la experiencia que calificó de “auténtica” con él, y la forma en que lo comparó con otras formas de la háptica, actuales, más relacionadas con los entornos digitales en las que se produce, dijo, cierta desmaterialización del tacto, del tocar, me parecieron reveladoras. Pero sobretodo me gustó su tono, la cadencia pausada con la que habla, la facilidad con la que transmitió ideas complejas de forma sencilla y casi poética. Me pareció un acierto traerlo a él, y un privilegio tener la oportunidad de estar allí.
Otra de las actividades sobre las que tenía gran curiosidad era la mesa The New Infinity, que forma parte de un ciclo con el mismo título -de 3 años, iniciado en 2016– y que en estas jornadas versaba sobre producciones fulldome, ese formato de proyección inmersiva basada en películas panorámicas en 360º dentro de una estructuras domo[2]. Me pareció interesante, aunque no fuera exactamente nuevo, el proyecto Hyperform, en el que la inmersión se inicia con geometrías simples que evolucionan hacia la abstracción, en un intento de superar nuestras capacidades de percepción, en un trabajo reflexivo en torno a la hiper-realidad, que no es realidad aumentada, sino hiperdimensionada, siguiendo modelos matemáticos complejos[3]. También la presentación por parte de uno de sus creadores, Brook Cronin, de la herramienta de mapping pensada para artistas, de código abierto, omnidome, me hizo pensar en la necesaria dinámica colaborativa y de intercambio permanente que requiere nuestro mundo inmersivo interconectado. En la misma mesa, el artista Benjamin Muzzin mostró, por último, algunos de sus proyectos, deteniéndose en Les Lendemains d’Hier, un proyecto del que sólo pudimos ver su versión bidimensional proyectada, pero en el que resultaba inquietante el juego con la geometrización del cuerpo en el entorno 360º. Como suele ocurrir en estos eventos, el tiempo para cada uno fue insuficiente para poder ahondar como merecían sus respectivos proyectos. Pero sí lograron transmitir el entusiasmo y la enorme dedicación que implican estas propuestas, hecho que yo entendí como una alusión indirecta a la otra forma de inmersión desde la cual también partían las jornadas: la que se refiere a la “regla de las 10.000 horas” (10.000-hours rule) según la cual ése es el tiempo requerido para devenir un experto en la materia/experiencia que sea. Bajo mi punto de vista, esta regla olvida la necesidad de pensar más en la calidad del tiempo, dejándose llevar por la tendencia tan propia del capitalismo de cuantificar por encima de cualificar, y que, cuando se habla en términos de inmersión, tiene más que ver con la intensidad espacio-temporal.
Andreas Reckwitz, en otra de las ponencias clave, analizó lo que denominó “sociedad de singularidades” (Gesellschaft der Singularitäten), como una lógica contrapuesta a la estandarización social propia de la sociedad de la era industrial, y que es reacción de la misma. Su discurso partía de nuestra presencia en las redes, donde detecta una tendencia a generar paisajes-identidades únicas y originales que nos singularizan, en respuesta al exceso de producción de bienes culturales inmateriales, dice, que caracteriza lo que denominó como la era post-material. Se refirió acertadamente a las artes como el tipo de prácticas donde más evidente se hace la singularización, y aunque habló también de la competición por la visibilidad en todos los ámbitos más allá de las artes, me pareció interesante la reivinidicación que hizo de la urgencia de acción individual, porque desplazaría una pasividad que venía dándose de forma preocupante, y nos resituaría hoy como sujetos activos.
Las jornadas se cerraron con reflexiones entorno a la inmersión como un surgimiento de experiencias para escapar de la realidad y sobrepasar las capacidades del cuerpo, por parte de la profesora de estudios de cultura de medios Robin Curtis; Barbara Gronau, como experta en Historia del Teatro, se refirió a la inmersión como una forma de participación, comparando las experiencias inmersivas actuales con las pretensiones de la obra total wagneriana (Gesamtkunstwerk), en la que, dijo, se borraban las fronteras entre la mente, la acción y el deseo. De las contradicciones de la inmersión habló brevemente Thomas Krüger, con un recorrido más político que teórico, y al que pareció que muchxs de lxs asistentes esperaban oir. Pero la intervención final que llamó más mi atención fue la del profesor y dramaturgo austríaco Georg Döcker, quien empezó analizando los cambios que se producen entre el teatro tradicional y el teatro inmersivo, poniendo como caso de estudio la pieza Haptic Field de Chris Salter + TeZ. Ésta le sirvió para pensar en la libertad de acción y en como se reconfiguran los espacios y las formas de experimentarlos. De entre sus reflexiones me interesó especialmente la comparación que realizó de estas experiencias con el anarquismo, aludiendo al cuestionamiento de ciertas barreras entre lo propio y lo ajeno, ya reivindicadas por los movimientos libertarios.
El interés personal que tenía en estas jornadas guardaba relación con la reflexión en torno a la experiencia temporal en el contexto inmersivo, y en este sentido la comparación realizada por Georg Döcker redundó sobre un tipo de experiencia temporal que pienso que no ha sido suficientemente analizada en la era de la digitalización, como es la de la simultaneización de acciones y percepciones – a veces entendida como multi-tasking por la sociología-, en la que a menudo se cuestiona la jerarquización de los estímulos a través de formas de acercamiento interactivas –e inmersivas- que demandan acción colectiva, y que podrían llegar a cuestionar ciertos privilegios, integrando a todo ser humano a través de una contribución con altos grados de libertad.
[1] Organizadas en el contexto del Berliner Festspiele, y llevadas a cabo en el Gropius Bau de Berlín, los días 19, 20 y 21 de este mes de enero.
[2] Mesa presentada por Marie-Kristin Meier, antigua curadora e investigadora asociada al ZKM, y actual coordinadora del programa “Inmersión” del Berliner Fiestpiele.
[3] Presentado por Louis-Philippe St-Arnault, director del programa de inmersión de la Societé des Arts Technologiques (Montréal, Canada), que mostró también la dinámica del SAT, además de otros de los proyectos en los que trabaja la institución canadiense.
Quizá con motivo del 100 aniversario de su muerte, Debussy abría el último concierto, el pasado 10 de enero, de la Deutsche Symphonie-Orchester (DSO) en la Philharmonie de Berlín. Una pieza relativamente inusual de escuchar: las ›Six épigraphes antiques‹, escritas originalmente para piano, en el arreglo para orquesta de Alan Fletcher. Su orquestación alumbra, casi una obra nueva. El sonido compacto del piano a nivel tímbrico se expande en la versión de Fletcher, al igual que en otras versiones como la de Rudolph Escher, explorando los recursos habituales de Debussy en la orquesta, a saber, el sonido de la sección de viento madera y, en especial, la flauta y el oboe, que mostraron una interpretación excelente. El colchón que formaba la cuerda fue correcto, quizá demasiado acomodado en su rol de acompañamiento. Se echó de menos la incidencia en la armonía cromática, especialmente presente en las dos últimas piezas. En “Pour remercie la pluie au matin” tuvo, además, un toque casi festivo que deslució la atmósfera más bien oscura y misteriosa en la versión original para piano. Una versión modesta, demasiado comedida a mi juicio, como si lo importante del concierto estuviera en otro sitio.
A continuación, llegó el turno del estreno de la versión con orquesta del Concierto para cello de Dai Fujikura, una pieza que se estrenaba para ensemble en 2016. El solista, Jan Vogler, se enfrentaba a una partitura donde el cello tiene un protagonismo absoluto: no para ni un segundo, interviniendo desde el principio de la pieza. Mientras que la versión para ensemble está llena de matices y colores, en la orquestación la obra se dividió en dos planos: la orquesta y el solista, sin un verdadero diálogo entre ellos. La masa orquestal se limitaba a responder al cello, con la misma intención que en los recitativos: como un apoyo, un relleno. El viento, que tiene un rol fundamental en la versión para ensemble, aquí era excesivamente sólido. Se debe, muy probablemente, a un escaso trabajo dinámico, que hizo de la pieza en un continuo forte que desmereció el potencial expresivo del cello. No obstante, a Vogler no se le notó relajado y algunos pasajes fueron pobremente interpretados. Faltó el intimismo de la versión de ensemble y no quedó clara, en ningún momento, ni la construcción ni la línea interpretativa de la pieza. Su coqueteo con el minimalismo (presente en otras obras como Prism Spectra), hace que esté pensada básicamente en planos, que donde se intercalan pasajes de notas tenuto con efectos (como el trino, trémolo o el sul tasto), el bariolaje y con rítmicas repetitivas, que cambiaban su acentuación para mostrar desequilibrio rítmico. Los breves diálogos con la música oriental quedaban difuminados y, a veces, introducidos de forma forzada, como un guiño que rinde tributo a la expectativa europea de que un compositor japonés cumpla con la cuota de exotismo.
El concierto terminó con la Séptima sinfonía de Beethoven, el típico método del sándwich, donde se mete una obra contemporánea entre dos de nombres del canon para no asustar a público comprometido solo con un concepto de música que va desde el siglo XVII al XIX. Manfred Honeck, por fin, sacó a relucir su maestría frente a la batuta con una versión que comenzó de forma rotundísima, con un trabajo muy detallado de la tensión y de la construcción de la obra. La aparición de fragmentos de los temas principales era tratada casi como si fuesen variaciones, convirtiendo así a la orquesta en un gran ensemble de cámara. El tratamiento del carácter pastoral del vivace no fue naif, sino llego de energía que condujo a un final que hizo contener a todo el público la respiración. Con tal acumulación de energía comenzó el famosísimo Allegretto. Aunque creció demasiado rápido, el carácter de música de cámara se mantuvo, permitiendo una interpretación de muy alto nivel de un movimiento que puede desinflarse rápidamente. En el tercer movimiento no fue posible mantener tan precisión interpretativa y se convirtió casi en un intermezzo para llegar al cuarto movimiento, tratado de forma excesivamente festiva. A muchos se les notaban las ganas de aplaudir como en el concierto de Año Nuevo. Quizá es una cuestión de gusto, pero ese exceso de alegría, solo presente de forma espectral en Beethoven, deslució en cierto modo el potentísimo arranque, aunque no dejó de ser una interpretación memorable. Aquí, además, por fin, se niveló el protagonismo de secciones, donde la cuerda mostró un altísimo nivel y precisión. Musicalmente, además, brillaron especialmente las violas, con un color compacto y muy redondo.