Morgon og kveld, de Georg F. Haas en la Deutsche Oper de Berlín

Morgon og kveld, de Georg F. Haas en la Deutsche Oper de Berlín

Morgen und Abend © 2015, Clive Barda

El pasado noviembre de 2015 se estrenó en la Royal opera House Covent Garden de Londres Morgon og kveld de Georg Freidrich Haas (1953-) inspirada en el texto homónimo (arreglado como libretto por el mismo escritor) de Jon Fosse. Ahora se encuentra en la Deutsche Oper, que coparticipó en el montaje de la obra, donde vimos el pase del pasado 3 de mayo. Se trata de una obra corta (90 minutos), poco ambiciosa. Es una pieza dividida en dos partes, aunque no hay ningún corte entre ellas. Cuentan el nacimiento y la muerte de Johannes (Christoph Pohl), el protagonista de la pieza. La música comienza con tres solistas de percusión y la orquesta respondiendo a las llamadas de tambor con melodías típicamente espectralistas. El primer acto, por llamarlo así, correspondiente a la mañana («Morgon»), o al inicio de la vida, una metáfora típicamente romántica, recuerda a Beckett y a Grisey. La música de la orquesta trata de captar la atmósfera de Olai (Klaus Maria Brandauer), que espera la noticia del nacimiento de su hiijo. sin embargo, su espera es similar a la de Godot del clásico de Beckett: una espera de la espera. Habla y describe, de forma lacónica, sus inquietudes. Cuando el niño llega al mundo, anunciado por una exageradísima matrona (Sarah Wegener), Olai no se atreve a ir a verlo. El segundo acto, «Kveld» o noche (en sentido de evening inglés, para la que no tenemos traducción) Johannes ya es adulto, yse desierta con una sensación de ingravidez. Le visita su esposa fallecida, Erna (Helena Rasker) y su mejor amigo, también muerto, Peter (Will Hartmann), al estilo del señor Scrooge de Un cuento de navidad de Charles Dickens. Pero, en lugar de mostrarle a Johannes sus errores del pasado, le invitan a acompañarles. Es decir, le anuncian su muerte. Signe (Sarah Wegener), la hija de Johannes y Erna, esta vez moderada y delicada, una de las grandes sorpresas de la noche, aparece varias veces en escena y no es capaz de ver a su padre, ya muerto, que intenta hablar con ella, decirle que todo está bien aunque él se vaya. Haas une el principio y el final de la vida con el grito del recién nacido y el grito del que se queda en la tierra viendo cómo sus seres queridos se van.

Quizá uno de los puntos fuertes de esta obra sea precisamente su capacidad de tratar temas peliagudos y normalmente apaciguados por las herramientas del arte, como la muerte y el dolor. Aunque Haas no es crudo, sí que es diáfano, algo que hace destacar la radicalidad de la experiencia de un nacimiento y una muerte. Olai espera al nacimiento como el que sabe que esa buena noticia sifgnifica que uno ha crecido, que uno ya es suficientemente mayor como para ser capaz de ser reproductor, para ser padre, es decir, para no ser ya sólo hijo. La muerte, por su parte, puede entenderse a là Heidegger, como la dirección de nuestras vidas, no tanto porque es evidente que nos vamos a morir algún día, sino porque todo lo que consideramos único o irrepetible lo es proque nuestra experiencia del tiemppo es finita, y porque cuando algo único nos pasa no es por el evento en sí, sino porque nuestra capacidad del aquí y el ahora se limita con nuestra muerte. Aunque intuyo que Haas no quería llegar tan lejos, sí que hay algo relevante: y es tratar de captar musicalmente o, al menos, desde la música, el momento del nacimiento del otro (quizá me parecería más coherente la pieza con el nacimiento de uno mismo) y la muerte propia. Si bien sus figuras de los seres queridos que ya nos han dejado nos recogen y nos arropan en la muerte es bastante manida y se desteñían algunos toques pseudocristianos, como la luz, la vida eterna y una serie de figuras por el estilo, me parece interesante como ejercicio, como camino a explorar. Si normalmente la ópera ha contado historias que pasan entre el nacimiento y la muerte de sus personajes, aquí la obra se centra en los dos extremos, en los límites de los propios protagonistas. Este es sólo el principio, por eso decía que no parece una pieza muy ambiciosa.

Carente de ambición lo fue también musicalmente que, en lugar de utilizar leitmotive al uso, Haas tató de trazar atmósferas que terminábamos vinculando a cada personaje o a cada estado de ánimo vinculado a su rol. Así, la espera era siempre caracterizada por melodías espectrales. La hija de Johannes, Signe, y en ocasiones su madre, Erna, tenían asociadas melodías construidas por glissandi muy acusados. Los monólogos de Johannes (cantados) y de su padre, Olai (hablados) se construían mediante efectos en la orquesta de todo tipo. El problema de este recurso es que el efecto sólo actúa como tal si se puede relacionar con algo previo con lo que contraste. Cuando todo es efecto, resulta pobre e insuficiente, algo torpe. En general, la ópera, musicalmente, se quedaba pronto con poco que decir y sólo brilló el final de la ópera gracias a la excelente interpretación de la despedida de Johannes  y Signe. La escenografía, por su parte, consistía en un par de muebles (una cama, una silla, una puerta) y un barco, punto de unión en el dúo entre Peter Johannes, ambos compañeros pescadores (y una excelente excusa para recurrir a otra metáfora romántica del mar como la muerte, presente en Baudelaire, Rimbaud, Poe y otros tantos). Una luz cenital que cada vez era más intensa y un fondo de tela gris completaban el escenario, parco pero muy expresivo en su sencillez. Según acontecía, por decirlo de alguna forma, ya que en realidad no pasaba nada, la pieza, los elementos del escenario quedaban en primer plano, pues eran movidos por una plataforma rotatoria. La escenografía, en su sencillez,  fue capaz de dignificar una obra que no termina de brillar por sí misma. Me faltó más trabajo orquestal (de la misma calaña que la fuerza de lo escrito para la sección de percusión), más trabajo compositivo, más trabajo letra-música. Faltaron mejores y más ideas, menos esbozo y más carácter definitivo. La ópera tiene el sabor de lo a medias. Quiere ser moderna, pero no le sale del todo bien. Al mismo tiempo, por texto y por el uso de leitmotive ambientales, por llamarlos de alguna manera, es bastante antigua, repetitiva en muchos aspectos, pero tampoco convence en su retorno a lo pasado. Creo que ahí está su problema: que no se atrevió a salir del punto intermedio, que trató de agradar un poco a todos. Y eso taicionó todo su potencial.

El Caso Makropulos: el tiempo y la música, en la Deutsche Oper de Berlín

El Caso Makropulos: el tiempo y la música, en la Deutsche Oper de Berlín

El pasado febrero la Deutsche Oper de Berlín estrenó su montaje de El caso Makropulos (Vec Makropulos) de Leoš Janáček, un compositor aún por descubrir seriamente en España. Esta obra, de 1926, dialoga con las mujeres protagonistas de la ópera de Puccini, pero también -y no sólo por el rol femenino, también musicalmente- con Lulú, de Alban Berg. Janáček prescinde de Leitmotive evidentes, y trabaja con la creación de estados emocionales. Es decir, sus Leitmotive, si es que los podemos seguir llamando así, hacen referencia más a situaciones, no a personajes. Expande el uso de lo tonal sin participar en ninguna de las escuelas predominantes por aquellos años y alcanza su fuerza expresiva con una orquesta llena de timbres, sobre todo  en los contrastes entre los agudos y los graves y cromatismos muy acusados. En Cultural Resuena  tuvimos la oportunidad de conocer el montaje el pasado 27 de abril. Se trata de una escenografía bastante sencilla, sin ambiciones, que no trata encontrar una complejidad interpretativa que haga que la obra y tal interpretación diverjan. Más bien había una intención clara de potenciar lo que ya estaba en la música y en el libreto sin grandes florituras. Esto es de agradecer cuando se sabe de la fina línea entre hacerlo bien, sin excedentes, y pasarse de listo.  Pero empecemos por el principio.

La historia conjuga líos amorosos y problemas de herencia de varios personajes que confluyen en una mujer con muchos nombres, todos ellos con iniciales E. M. Estos diferentes nombres se los ha ido poniendo Elina Makropulos, hija del alquimista Hieronymus Makropulos, que probó con ella una pócima que permitía vivir al que la bebía 300 años. Elina, en el momento de la ópera, tiene 337 años. En el último acto, cuando es descubierto su secreto, aparece la reflexión fundamental de esta ópera, basada en un texto de Karel Čapek: ¿cómo se vive en un mundo donde la gente muere y el tiempo pasa cuando se sabe que no se envejece? Esto, a nivel vital de la protagonista, es importante, por supuesto, pero lo es más a la luz de las reflexiones teóricas que había dejado Nietzsche sobre el tiempo. Su Zaratustra, que no de forma casual es también en cierto modo un alquimista, un mago, como Makropulos, hace una pregunta que es su imperativo ético: ¿Seríamos capaces de repetir una y otra vez lo vivido, seríamos responsables de nuestro pasado como para hacerlo siempre presente? Ese es uno de los núcleos del eterno retorno. La responsabilidad, en alguien que sabe que no va a morir en el mismo margen del resto de los mortales, se cifra de manera diferente. Por eso E. M., que al final de la ópera ha dejado de saber quién es y se enfrenta a todos sus yoes, prefiere morir y no repetir su juego con la eternidad. Se da cuenta de que lo que en sentido abstracto sería abrazado por muchos humanos, la posibilidad de no envejecer, se vuelve problemático cuando se ven todas sus aristas. Querríamos vivir para siempre, sí, pero no ver morir a los nuestros. 

También Bergson andaba por estos años pensando el tiempo. Las experiencias de la primera guerra mundial y los efectos de la creciente industrialización iniciada en siglo XIX hicieron que el tiempo se tomase muy en serio, ya no como un asunto matemático (es decir, en sentido formal) sino desde una perspectiva vital. Por eso Bergson se dedicó a pensar el temps dureé, el «tiempo duración» durante muchos años. El aspecto que más nos interesa aquí es su definición en la que señala que «la duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir». El «progreso continuo» del pasado rompe con la idea, quizá intuitiva, de que el pasado «pasa», de que se da de una vez para siempre, que queda ahí y configura el presente de manera irrevocable. Junto a Bergson, estaba Benjamin, que en numerosas ocasiones pensó cómo elaborar el pasado -es decir, asumía que el pasado es plástico y aún por trabajar- para hacer del presente. Así rezo su VI Tesis sobre el concepto de historia:

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro. […] El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no sólo viene como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

Musicalmente, Janáček habla de todo esto, se inserta plenamente en una generación preocupada por el tiempo en un sentido enfático, vital, y no meramente como un elemento formal que se rellena. E. M. sufre porque todo en ella es un pasado sin futuro, y tiene que desprenderse de lo que parece que nos hace únicos: nuestra identidad. Que se cambie de nombre no es baladí. Según las reflexiones de Benjamin, en el nombre se recoge la fuerza del lenguaje. En la historia se ha ido perdiendo el nombrar originario, según él, el divino, en el que la cosa correspondía a su nombre, en la medida en que en el lenguaje cotidiano la cosa mantiene una relación arbitraria con su nombre. El momento en que se nombra a un bebé, comienza su camino como ser humano nombrado y nombrador. E. M. prescinde de eso, es decir, renuncia a una parte de sa, lo que lo vconvierte, en el fondo, en una nadie. 

La escenografía, inicialmente, dividía en dos el escenario, de tal modo que en una parte acontecía el presente y en la otra se sucedían escenas del pasado. Sin ser una idea brillante ni muy elaborada, era lo suficientemente efectiva como para que se comprendiera el entretejido temporal de la obra Lo mejor, aunque suene muy crudo: no molestaba. Pero el peso caía sobre los personajes, un riesgo que sólo se debía asumir si se estaba muy seguro del éxito de su capacidad teatral. Vimos a un parco Seth Carico como Dr. Kolenaty, en contraste con una estupenda Jana Kurukova como Krista, un frío pero convincente  Ladislav Elgr como Albert Gregor, una actuación fría y calculada como su personaje, es decir, muy adecuada de  Derek Welton como Jaroslav Prus, una mejorable intervención de Gideon Poppe como Janek, al que le faltaba fuerza y creerse su personaje, que no terminó de intergrarse en el elenco y a un Vivek, interpretado por Paul Kaufmann ausente, en cierto modo prescindible. Robert Gamill como Hauk-Sendorf hizo de sus intervenciones de lo mejor de la noche, a un altísimo nivel interpretativo y vocal. Siendo el personaje más devastador de todos, porque situa en un presente imaginario el pasado ya casi olvidado de E.M. y supone un giro musical radical con la integración de las castañuelas pero sin sonido español como sugiere el texto (algo realmente interesante, pues rompe con una tradición en la que se imaginaban «colores exóticos» para lugares considerados periféricos de la Europa avanzada y respetada, a saber Francia, Italia, Austria y Alemania), dio a la escenografía y al montaje un giro cualitativo.  Evelyn Herlitzius, en el papel protagonista, aumentó en calidad según avanzaba la obra, demostrando en el tercer acto porqué se había guardado todo su potencial hasta entonces. Allí sacó todas sus cualidades vocales y teatrales, que sólo había apuntado anteriormente. Su presencia era toda elegancia y buen criterio, incluso cuando E. M. se da cuenta de su destrucción cuando se averigua el secreto de su edad. Para exponer su relación con el pasado, David Hermann, el encargado de la escenografía, puso a varias mujeres parecidas vestidas con trajes de otras épocas, para hacer entender al público las diferentes identidades de E.M. Muy simple y probablemente insuficiente para esta complejidad, sobre todo por una coreografía plana y sin demasiada gracia. Sin unos protagonistas con tanta fuerza, y sin esa música que corta el aliento en muchas ocasiones, deliciosamente bien interpretada por la Orquesta titular de la Deutsche Oper  bajo la batuta y el buen gusto de Donald  Runnicles, esta crítica no sería tan generosa con la escenografía, que no explotaba prácticamente la riqueza del texto, sino se limitaba a explicitar sus lugares comunes. Como ya señalé, esto no es problemático mientras no moleste. Imperdonable fue, sin embargo, la simpleza de la conclusión final, en la que E.M. se invierte para convertirse en «me» (yo en inglés, en este contexto) rompe precisamente con la complejidad de la multiplicidad de identidades, que cuestiona la unicidad del yo. Ahí se sobrepasó esa fina línea que hablábamos al principio: la que separa lo sencillo del pasarse de listo. 

Vivir de las rentas o sobre el malogrado homenaje de Daniel Hope a Menuhin

Vivir de las rentas o sobre el malogrado homenaje de Daniel Hope a Menuhin

En los círculos de los aficionados a la música clásica (sea lo que sea eso), estos días, aparte de al Quijote y a «Chespir», también se homenajea a Yehudin Menuhin, esa criatura virtuosa del violín que hubiese cumplido 100 años el pasado 22 de abril. También la Konzerthaus de Berlín ha elaborado un programa suculento de conciertos para celebrar tal onomástica. Uno de los highlights era el concierto de Daniel Hope, su alumno, con la orquesta de la Konzerthaus bajo la batuta de Ivan Fischer, que se pudo escuchar por partida doble: el día 22 y el 24 de abril, pase del que es objeto de esta crítica.

El programa, soprendentemente bien compacto y con obras con muchas posibilidades de diálogo entre sí (digo sorprendentemente porque suele pasar que los conciertos se parecen más a un popurrí de hits que una estructura de sentido), comenzó con una rara avis de las salas de conciertos, el Prélude à l’unisson de la Suite Nr. 1 op. 9 (1903)  de Enescu. Esta obra trabaja un elemento: el unísono. Eso obliga a que, para que se consiga, se deba ser absolutamente riguroso con la medida y la afinación. Esta pieza pone contra las cuerdas, en un momento muy temprano, dos cosas: por un lado, la imposibilidad del unísono absoluto, algo así como la constatación de la imperfección de toda interpretación y, por otro, el perjuicio que ha hecho el mundo virtuosístico al de la cuerda con grandes vibratos que ponen en entredicho la precisión en la afinación. Pues bien, ante estas dos cuestiones se enfrentaron los músicos de la orquesta de la Konzerthaus con un resultado bastante mejorable. Faltaba trabajo, faltaba autoexigencia, faltaba respeto por el trasfondo de la pieza. Ay ay ay Ivan, no nos des estos disgustos, pensaba yo constantemente.

Los problemas de afinación no se arreglaron con la aparición de Daniel Hope para interpretar el Concierto de violín op. 61 (1910) de Elgar. Aunque ya he visto que la prensa alemana elogia sobremanera al violinista (a ver quién se atreve a no hacerlo, siempre pasa con los consagrados), yo hago justicia a mi pluma siendo consecuente con lo que me dijeron mis oídos. A Hope le faltaban muchas horas de estudio y más respeto por un público al que le gusta oír mucha (y buena) música. Los pasajes rápidos no estaban, la técnica de arco era tirante y ruda, la afinación bailaba escandalosamente (también en los vientos madera, que casi cada vez que paraban corregían la afinación del instrumento) y no había sentido constructivo entre solista y orquesta. Además, aunque esto es discutible, desde mi punto de vista hubo un exceso de de vibrato poco justificado. Cuando no se está cómodo tocando, evidentemente no se puede atender a lo que pasa en la orquesta. Para ser Daniel Hope, o para merecer lo que ha sido, no se pueden vivir de las rentas. O sí se puede, pero sin esperar que se le siga valorando como hasta entonces. Fue una interpretación mediocre, pero disimulada porque el concierto de Elgar es puro fuegos artificiales y eso engaña a oídos ingenuos. Un buen amigo lo describió así: Hope estaba inmerso en su particular carrera de obstáculos y todo lo demás le sobraba. Lo mejor: los vientos metales, algo que debería ser preocupante en un concierto de violín.

Con gran desánimo afronté la segunda parte, el Concierto para orquesta (1943) de Bartok. Es una música deliciosa, llena de cosas que contar. Ivan Fischer la conoce muy bien, y eso se notó. Fue interesante que, a diferencia de como suele ser habitual, no interpretó la obra de manera en que el tercer movimiento, la ‘Elegia’ se sitúe como cúlmen y punto de partida para lo que sigue, es decir, ocupando un lugar central desde el que derivan el resto de movimientos; sino que explotó su carácter más irónico, el que se refleja en el segundo movimiento «Giucco delle coppie» y explota en el último, «Finale». De esta forma, le dio fuerza al carácter de montaje de esta pieza, que se construye con elementos del jazz de aquellos años, del  lenguaje musical del cine y de los contrastes de escuelas compositivas del complejísimo siglo XX, en las que Bartok aparecía siempre como heterodoxo. La distancia cualitativa que representó esta pieza con respecto a las otras dos del programa confirmó lo que he expuesto hasta ahora. Aquí la orquesta tenía un sonido rotundo, lleno de personalidad, capaz de hurgar con mucha eficacia en los rincones de esta obra. También lo demostró en sentido técnico, con un V movimiento, que es frenético, preciso en medida y afinación, un mínimo que había brillado por su ausencia y que es requisito sine qua non para comenzar a construir el edificio de cada pieza. La sección de viento madera (y especialmente el solista de fagot) y las trompas fueron de lo mejor de la noche

En este enlace pueden encontrar el vídeo del mismo concierto, cuya primera pasada fue el 22 de abril, justo el día del cumpleaños de Menuhin. Esta versión presenta problemas parecidos, aunque menos frecuentes que en la interpretación que comento en este texto. Juzguen ustedes mismxs y, si no están de acuerdo, pueden hacer uso de la posibilidad de comentarios de aquí abajo. Y si están de acuerdo, también pueden comentar, ¡cómo no!

Jaroussky se atreve con Scarlatti en la Konzerthaus

Jaroussky se atreve con Scarlatti en la Konzerthaus

Si alguno de ustedes piensa, como yo -normalmente-, que los conciertos son un acto único en los que, aunque una pieza sea repetida hasta la saciedad, el discurrir de la música en el tiempo hace que siempre sea cualitativamente diferente aquello que sucede sonoramente, lo de ayer en la Konzerthaus de Berlín confirma esta teoría y, además, la potencia por la rareza del repertorio y las formas.  Philipe Jaroussky, que es el artista en residencia en la temporada 2015/2016 de la Konzerthaus tiene el don de nunca defraudar y de atreverse con repertorios aún por escuchar o poco explorados. Ayer le tocó el turno a Colpa, Pentimento e Grazia. Oratorio per la Passione di nostro Signore Gesù Cristo (1708), de Alessandro Scarlatti. Es una pieza compuesta para orquesta de cuerda, trompetas, trombones, timbal, clave y tres voces, normalmente interpretadas por dos sopranos y una contralto. Ustedes dirán que lo normal sería que Jaroussky cantase la parte de contralto y esperan que nombre a las otras dos cantantes. Pues aquí se encuentra el primer punto de la unicidad del concierto de ayer: Jaroussky asumió el papel de La Culpa, Valer Sabadus el de La Gracia y Sonia Prina el del arrepentimiento. Les Folies Françoises, dirigidos por el violinista Patrick Cohën-Akenin se ocuparon de la parte instrumental.

¿Qué tiene este oratorio de especial? El primer aspecto, que fue revolucionario en su momento, fue la exploración emocional de los personajes de manera -al menos- paralela al contenido religioso. Si normalmente el oratorio estaba pensado para tratar, en música, temas morales, hacia 1700 Scarlatti y sus contemporáneos quisieron ir un poco más allá y trabajar la caracterización de los personajes. Por eso, en esta obra vemos, por ejemplo, una Culpa llena de matices, que va evoucionando a lo largo de la pieza: con dudas, con preguntas. Saber captar la complejidad de su personaje fue, quizá, lo mejor de la interpretación de Jaroussky, que creció junto a su rol hasta el momento culminante, desde mi perspectiva, de la pieza: la rotundidad de una revisión del dies irae que representa el aria «Trombe, che d’ogni intorno». Que estos personajes no sea ya meras figuras alegóricas (aunque también), supone el segundo punto de novedad. En oratorios anteriores, las figuras alegóricas asumían un papel menor, casi como el angelito y el diablo de algunos dibujos animados que aconsejan al personaje principal qué hacer. Aquí, de lleno en la naciente Ilustración, Scarlatti trabaja lo alegórico como entidades en sí mismas, no meramente simbólicas de una idea, sino que en cierto modo las desmoraliza para humanizarlas, y encontramos en ellas, encarnadas, las mismas preguntas y el mismo sufrimiento que inspiran el texto, las Lamentaciones de Jeremías. Por no captar todo esto, la actuación de Sonia Prina no estuvo a la altura. Ella, que se encargaba de humanizar el Arrepentimiento (esa experiencia tan dolorosa de la propia condena y de la espera del herido por el perdón), convirtió el patetismo de su melodía en tosco y vulgar. Una insuficiente concepción de la composición le hizo estar siempre distanciada de sus dos compañeros. Aparte de algunos problemas técnicos que, especialmente en la segunda parte, se hicieron notar más de lo admisible, su trabajo vocal era bastante adecuado al estilo, con un vibrato muy moderado y un correcto cierre de frases, quizá su punto más fuerte. Pero la corrección vocal, por sí misma, no vale. No consiguió llevarnos con ella a ningún lado, su personaje se mantuvo estático de principio a fin. Una lástima. Pero sigamos. Otro de los aspectos significativos de Scarlatti es su tratamiento del texto. Si la música barroca, aprovechando la riquísima retórica musical desarrollada en esos años, podía explotar algunos recursos de forma más o menos estandarizada y aceptada por el público, vemos en Scarlatti un uso moderado de la retórica, es decir, los primeros pasos de la emancipación de la música con respecto a la poesía, que había marcado los pasos de aquélla desde hacía siglos. Aunque respeta la extensión y sentido poético del texto, la música nunca tiene un carácter de mero acompañamiento: esto es evidente cuando en los recitativos la música no sólo está en los bajos, el clave y la tiorba, sino que también aparece en las cuerdas. Esto acerca el oratorio a la ópera clásica. Asimsimo, Scarlatti  comienza a explorar el mundo de la fantasía melódica, lo que a veces le hace estirar el texto de una manera antinatural a nivel poético pero más potente a nivel musical. Aquí, al contrario de lo que decía antes, es un elemento crítico con el modelo ilustrado, ya que se trata de potenciar lo sensual frente a lo ideal, es decir, al emoción por encima de la razón. Vemos una riquísima composición musical, en la que pese a la abundancia de da capo no nos hace, realmente, percibir la repetición como si se repitiera sin más: al volver a empezar todo ha cambiado y, en esto, fueron especialmente sensibles JarousskySabadus que, junto a la orquesta, supieron aprovechar la riqueza d ela oportunidad de la repetición. Muchos de los grandes momentos de la noche fueron en la ocasión de la repetición, algo no habitual.

El concierto comenzó con la fanfarria de las trompetas naturales exageradamente desafinadas. La orquesta supo reponerse a ese comienzo tan poco a la altura de las circunstancias. En la primera parte faltó compensación del volumen: en muchos momentos la tiorba era inaudible. Esto se corrigió en la segunda parte y la orquesta brilló mucho más y demostró su buen hacer como conjunto instrumental casi de cámara. La complicidad  entre sus miembros era un elemento clave. En la primera parte vimos a un Jaroussky un tanto sobrepasado, cantando en tensión, aunque la calidad de su timbre y concepción melódica no se vio afectada. En la segunda parte algo de esa tensión se había esfumado y le permitió brillar de la forma a la que nos tiene acostumbrados (espero que no se me note mucho todo lo que me gusta el buenhacer del francés). Sabadus fue uno de los grandes descubrimientos de la noche, estuvo impecable técnicamente en un rol complejísimo para un contratenor, especialmente en el final de la primera parte, «Gerusalem, ingrata», donde concentró toda la energía que había acumulado la primera parte para conseguir una tensión emocionante y deliciosa. Teatralmente, además, se mantuvo entre la ironía y la ingenuidad, una lectura contemporánea muy interesante del sentido de la Gracia. Junto a Jaroussky, fueron miembros más del conjunto de cámara que formaba la orquesta. Quizá algunas horas de estudio más juntos hubiesen terminado por redondear algunas aristas que, en conjunto, tampoco fueron demasiado sobresalientes. Como ya dije arriba, y siento la crudeza, Sonia Prina hizo que encontrásemos sus intervenciones prescindibles, ya que desequilibraban la concepción total que se habían propuesto alcanzar el resto de los músicos. Salvo por ella, la noche fue un regalo auditivo, una propuesta para escépticos de todo lo que aún tiene que contarnos el barroco si lo exploramos más allá de los hits de las colecciones tipo «essencial barroque», una lección para aquellos del star system que, a diferencia de Jaroussky, no se atreven a ponerse a estudiar nuevo repetorio porque creen que su público se conforma con siempre lo mismo.

‘Tres estrofas sobre el nombre de Sacher’ de Dutilleux en la Konzerthaus de Berlín

‘Tres estrofas sobre el nombre de Sacher’ de Dutilleux en la Konzerthaus de Berlín

Sigo siendo entusiasta con la propuesta de «2x hören» de la Konzerthaus de Berlín, como indiqué en un artículo anterior. Pero lo que vimos el pasado 4 de abril fue poco menos que una desfachatez.  En este caso, le tocaba el turno a la obra de 1976 Trois Strophes sur le nom de Sacher de Henri Dutilleux.

La obra fue compuesta a petición del chelista Mstislaw Rostropovitch, que quería regalarle un conjunto de piezas de compositores de la época al director y mecenas Paul Sacher. Por eso, algunas de las obras tienen como material,  en algunos momentos, la transcripción musical del apellido del director, eS-A-C-H-E-Re (D), es decir, mi bemol, la, do, si, mi y re. Segun explicó Christian Jost, estas seis notas se tomaban como material de la misma forma en que Schönberg tomó los doce tonos para componer sin la sujeción jerárquica a un tono fundamental, que es la base de la técnica dodecafónica. Esta explicación, no obstante, es por un lado errónea y, por otro, oportunista. Es errónea porque lo que Schönberg hacía con las serie de doce tonos construida para cada caso no tiene nada que ver con lo que hizo Dutilleux. La utilización de esas seis notas no tiene sentido como ‘serie’ ni es el único material que aparece en la pieza (ni en el primer movimiento, donde en realidad se usan iniclamente esa secuencia de notas), algo que contradiría en esencia lo que schönberg proponía. Su referencia es, claramente, la ‘firma musical’ que ya desde Bach, al menos, aparece en las composiciones. De hecho, en el caso del compositor alemán, se estudia como ‘motivo BACH’. Por otro lado, fue oportunista porque quería convencer al oyente no especialista mediante un criterio de autoridad, en este caso, la de Schönberg. Todo esto tuvo su guinda con la interpretación un tanto gratuita, antes de escuchar por segunda vez las Tres estrofas, las Variaciones sobre Sacher de LutoslawskiRostopovitch le pidió a doce compositores que escribieran algo para Sacher. Por tanto, hubiese tenido sentido tocar toda esa música o ninguna más. La explicación fue que Lutoslawski también recurrió a la fórmula de la fimra musical Sacher. Las diferencias cualitativas entre una obra y otra no fueron menciodas y, dada la diferencia en la concepción de ambas, era imposible encontrar entre ellas algún diálogo, aunque fuese de forma subterránea.

Algo pasaba con estas Tres estrofas. Si en la última ocasión las explicaciones fueron de gran interés y realmente giraron el punto de vista de la pieza de cara a la segunda audición, en la última velada brillaron por su ausencia la precisión y la claridad. Tanto como Jost como el solista,  Johannes Moser, se dedicaron a divagar y a dar información absolutamente innecesaria y vacua sobre los chismorreos en torno al círculo de Paul Sacher. Mi interpretación es que, por algun motivo desconocido, se programó una obra que resultaba demasiado corta y, para justificar el precio de la entrada de los asistentes, había que llenar el tiempo , que pareciera que se decía algo interesante y profundo.  Si me quejo de desfachatez es porque en ningún momento se atendió a elementos verdaderamente constituyentes de la obra que permitieran aprender a escuchar de una forma diferente la pieza, porque el diálogo rezumaba egocentrismo de los interlocutores -algo que, al menos a mí, me resulta por completo aburrido y, si me apuran, maleducado- y porque, de fondo, existía la creencia de que el público no sabía nada y que cualquier cosa nos convencería. Fue evidente la falta de preparación de la sesión por parte de Jost.

La obra de Dutilleux es una obra irregular, con momentos muy brillantes, como algunas elaboraciones melódicas, pero que enseguida se desinflan. Es el caso, por ejemplo, de la segunda mitad del tercer movimiento, en la combinación entre momentos percutidos y una melodía trepidante; o de la melodía del segundo movimiento, que pierde interés apenas unos segundo después de su presentación motívica. Moser destaca por ser un músico con un sonoro rotundo y su precisión. Aunque en general su interpretation fue brillante, hubo momentos en los que tuvo que salvar problemas de afinación con un vibrato poco justificado o con la resignación, como en una cita de Bartok en el primer movimiento, que contiene una octava y que no cuadró ni una sola vez. Otro aspecto del que él mismo se vanagloria es del exceso de teatro de su interpretación musical. Especialmente en el Lutowkslaski el gesto de su cara y su lenguaje corporal trataban de imponer una especie de historia con sentido a lo que estaba tocando. De este modo participa en la creencia -cargada de ideología- que intenta justificar la música contemporánea diciendo que aunque suene ‘rara’ o ‘mal’, en realidad puede ser inmediatamente comprendida si se percibe esa historieta interior, como si fuese eso lo que comparte con la tradición, como si la extracción de esa supuesta historia interior fuese lo que en la música tradicional, pongamos por caso Mozart, es valioso.