‘La flauta mágica’ [die Zauberflöte] en la Komische Oper de Berlín: un diálogo de 200 años

‘La flauta mágica’ [die Zauberflöte] en la Komische Oper de Berlín: un diálogo de 200 años

El debate sangrante que se produce en los ámbitos musicológicos y algunos de la crítica musical es cómo poder acercar la música clásica (sea lo que sea eso) a la gente normal. Yo, hace ya algún tiempo, hablé de más (pero sobre todo, mejor) pedagogía musical. Hay otros que optan (además) por pensar qué es lo que lleva gustando a la gente unos cuantos años sin caer en la mediocridad. Desde esta postura se ha concebido el montaje de la obra eterna La flauta mágica de Mozart de la Komische Oper de Berlín, que está en cartel con un «Ausverkauft» (todo vendido) desde el 25 de noviembre de 2012, que comenzó a estar en cartelera. Yo no había sido de esas afortunadas que la pudo disfrutar ni en la capital alemana ni en la española, donde estuvo en el pasado mes de enero, hasta el día 2 de abril, en que celebrara su segunda reposición del año presente. Este montaje, idea original de los miembros del colectivo 1927 Paul Barritt y Suzanne Andrade en colaboración con Barrie Kosky, puede ser o más o menos criticado (aunque toda la crítica lo elogia sobremanera) pero da una lección importante: que con imaginación (y mucho trabajo, eso sí) se pueden seguir siendo original en la ópera. Lo más gracioso es que, en este caso, en realidad no se ha sido original en absoluto, sino que el lenguaje teatral de la ópera se ha adaptado al del cine, que es una industria que de manera reiterada confirma su éxito entre el público. Es irónico: el cine en el que se han fijado es el mudo, algo paradójico, al menos, si de lo que se trata es de música.

Pero esto tiene varias caras: por un lado, que se puede tratar la música de Mozart como la del organista que hacía efectos y ponía música de fondo. Por lo tanto, el público poco habituado a la ópera se convencerá de que «no es tan aburrida» (porque, al fin y al cabo, la música está en un segundo plano, es casi decorativa). Esto fue una auténtica lástima, porque la partitura no tiene desperdicio. Admirada por compositores posteriores, como Beethoven, en ésta se adelantan muchas cosas que aparecerán en el siglo XX (como el famoso quinteto «Hm, hm, hm», que avanza el trabajo vocal no significativo) y también es una muestra evidente de la genialidad del músico austriaco, que combina en este singspiel, escrito unos meses antes de morir, lo mejor de su técnica. Si bien no comparto algunas de las decisiones de Alexander Joel, el director al frente de la orquesta titular de la Komische Oper), que fue demasiado brusco en los forte y estiraba demasiado los silencios dramáticos, la orquesta reclamaba con su calidad sonora un espacio más importante que el mero acompañamiento. Y esto, me temo, en este montaje es inconcebible. 

Por otro, porque aparecen los personajes que pertenecen al mundo pop vienen garantizando ventas de camisetas, tazas, y otros artículos de merchandising. Vemos un Papageno (Tom Erik Lie) que habla de Buster Keaton más joven, tan tierno como ChaplinMonóstatos (Peter Renz) es una versión poco estilizada de Nosferatu. Pamina (Sidney Mancasola) se parece a las bailarinas de variedades cuyo interés fue renovado recientemente en The artistTamino (Adrian Strooper) era una mezcla de varios galanes de Hollywood. Y Sarastro (Stefan Cerny) en una versión seria de Max Linder.  Todos ellos representaban sus papeles en La Flauta mágica como si hubiesen sido sacados de un plató directamente: Tamino  elegante -a veces tanto que resultaba sosísimo-, Pamina representando la delicadeza y la calidez, algo que hacía perder fuerza al personaje, Papageno, torpe y valiente y, contradiciendo la presentación que él hace de él mismo, en la que dice que siempre está alegre, encarnaba esa sonrisa tristísima del mejor Chaplin, que en cierto modo se reía por no llorar. Los más fans de La Flauta mágica -o quizá de su archiconocida Der hölle Rache- se preguntarán porqué no he nombrado aún a La Reina de la Noche (Beate Ritter). Ella no era ningún personaje de ficción cinematográfica, sino una araña gigante. Pese a las pocas posibilidades de movilidad -y por tanto, de actuación- que tenía, fue sin duda uno de las mejores de la noche y sus dos arias principales fueron sobresalientes. 

La siguiente cara de este montaje tiene que ver con otro debate sangrante de la musicología, el que se pregunta por el hasta donde se respetan las obras de arte. La producción de la Komische Oper, desde luego, se ha ganado un puesto de honor en el certamen de hacer lo que les da la gana con las obras, algunas veces con gran éxito y otras con grandes fracasos, como en el caso de Puccini/Bartok del que les hablé una vez.  La transgresión de esta vez consiste en la adaptación de las partes habladas de la ópera a cartelas como en el cine mudo con un fondo de música de Mozart ajena a la de La Flauta mágica, ya que pertenece a la Fantasía en do menor K. 475. 

Llegamos a la última cara. El mundo de la proyección sugería uno distinto al simbolismo masónico que parece que se trasluce en el libreto original. Aparecen personajes que podrían hacer sido sacados de Disney, los sacerdotes son autómatas de los que vemos su forma animal y la maquinaria, la flauta mágica y las campanillas no son tales, sino mujeres (algo que explota la búsqueda del amor que guía a los dos protagonistas masculinos), etc. Es decir, la proyección -que hacía las veces de escenografía- consiguió algo que a mí me parece esencial siempre que esté bien hecho, como en este caso (no como en la versión en la misma casa en 2007): contar historias paralelas que se trasluzcan del texto original. Esta es la única forma, por ejemplo, de no escandalizarse con lo que en el mundo de hoy nos parece un texto profundamente machista y maniqueo como el de La Flauta mágica.  

Creo que no me equivoco si me arriesgo a vaticinar que este montaje no será pasado por alto. Pone entre las cuerdas los montajes más tradicionales y habla de la necesaria actualización a los medios actuales de la ópera. Como todo lo arriesgado tiene errores, incluso imperdonables, como la adaptación libre de los textos de Mozart y la inclusión de otra música que rompe con la lógica de la principal. Pero precisamente aquello que ha sido más cuestionado en este montaje, la primacía de la escenografía sobre todo lo demás, me parece que tiene un momento de verdad: que la ópera, que se ha convertido de un tiempo a esta parte, gracias a muchos montajes, en una mera sucesión de momentos virtuosísticos de stars, debe recordar con qué otra arte se emparenta: el teatro y nos las galas de lieder de los salones de la burguesía. Considero que algo vale la pena si motiva el pensamiento y cuestiona su tradición: es el caos de esta versión de La Fñauta mágica que, desde luego, no dejará a nadie indiferente. 

Yo-Yo Ma y la Staatskapelle en la Philharmonie de Berlín

Yo-Yo Ma y la Staatskapelle en la Philharmonie de Berlín

Yo-Yo Ma, © Fotografía: Todd Rosenberg

Soy poco dada a plegarme ante grandes nombres, pues ya se reseñan suficientemente en medios más grandes. Si ustedes son lectores habituales de Cultural Resuena, habrán visto que centramos la atención en artistas o artes más minoritarios. Pero decidí hacer una excepción el pasado 24 de marzo con el segundo concierto de la temporada de conciertos estelares, los Festtage de la Philharmonie de Berlín, que se abría unos días antes con Jonas Kaufmann cantando Lieder enines fahrenden Gesellen de Mahler. En esta ocasión, le tocaba el turno a Yo-yo Ma y el archiinterpretado Concierto de cello Op. 104 de Dvorak. La segunda parte, siguiendo con la sesión protagonizada por Kaufmann, consistía en la Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar (en aquel concierto habían tocado la primera).

Contra todo pronóstico, Yo-yo Ma comenzó con un sonido sucio y demasiado duro. Cuando le tocó a él trabajar sobre el tema ya presentado por la orquesta, su interpretación se situó en las antípodas de lo que la orquesta ya había contado con él. Esto puede obedecer a dos motivos: o falta de estudio conjunta o la repetición acrítica del concierto (de hecho, su forma de tocarlo se asemeja bastante a esta versión). Quizá, incluso, se dieron ambos motivos. Es una lastima que presentase un comienzo así: la orquesta, por su parte, mostró un sonido rotundo y delicadísimo, especialmente en la preparación del solo de trompa que es respondido por el clarinete. Afortunadamente, el diálogo entre orquesta y solista fue convergiendo según avanzó el concierto. De este modo, Yo-yo Ma pudo demostrar las dotes por las que es tan aclamado: es una sabia conjugación entre buena técnica y mejor gusto. No obstante, hubo algunos pasajes rápidos en los que no estuvo a la altura de lo que se espera de un virtuoso. No fue limpio y eso fue en retrimento de lo que la música puede decir. Compensó estos problemas, desde luego, en los pasajes más lentos. El dúo con el violín del tercer movimiento fue, simplemente delicioso.

La Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar muestra, como en casi todas sus obras, la complejidad armónica y, al mismo tiempo, la belleza constructiva característica de sus obras. Baremboim, posiblemente consciente de estos aspectos, fue extremadamente delicado en la preparación de los momentos de derrumbe, que marcan esta sinfonía. Pese al carácter triunfante de sus fanfarrias, los decrescendi que los prosiguen hablan de la falsedad de esas fanfarrias, de la flaca fuerza de los fortissimos precedentes. Esta obra, de 1910, está compuesta un año antes de la muerte de Mahler y comparte con él muchos elementos: el fundamental, la expresión musical de un mundo que se derrumba, de una música que sigue a ese derrumbe. Esto lo evidencia su comienzo ‘in media res’, al igual que la única pieza que tiene Mahler para cámara o un rondó que ya no es rondó (me refiero al tercer movimiento) y a una especie de danza que abre el cuarto movimiento, aunque pronto su entusiasmo es ensombrecido, al igual que sucede en la mayoría de los ‘temas alegres’ que Mahler presenta duras penas. De todos estos elementos habló la interpretación de Barenboim y, en especial, el buen hacer de la sección de vientos de la Staatskapelle. Si, normalmente, el plato estrella lo da el solista, y la segunda parte de los conciertos suele operar como complemento al programa para seguir con la lógica de que los conciertos sinfónicos deben ofrecer un tiempo suficiente de música para que los abonados y los abonadores de granddes cantidades de dinero se vayan satisfechos hasta la próxima semana, en este caos la música de Elgar se hizo cargo de ese lugar de complemento, sino que brilló con luz propia.

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

El pasado 13 de marzo le llegó el turno a la Monadologie XXXII (parte uno y dos) o ‘The Cold Trip’, que es parte de un proyecto realizado desde 2007 2014 por Bernhard Lang que se constituye por 30 obras o ‘Monadologías’. La primera pieza fue interpretada por Sarah Maria Sun, en la voz, y el cuarteto de guitarras Aleph  y, la segunda, por Juliet Fraser, en la voz,  y Mark Knoop al piano. Ambas partes, además, fueron compuestas expresamente para ambas cantantes, que estuvieron impecables, es decir, mostraron la especificidad de sus voces para una composición como esta.

La obra de Lang eran las primeras, hasta ahora en el marco del festival, que trabajan un problema temporal específico en la música: la repetición. Muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo en que la repetición es quizá la categoría fundamental de la música. En la música tradicional (pensemos, por ejemplo, en la forma sonata), porque la repetición significaba la afirmación del tema después del alejamiento del mismo en el desarrollo o, dicho metafóricamente, la ‘vuelta a casa’, a lo seguro. Era lo que dotaba de identidad a una pieza, lo que la hacía reconocible en su material y en su estructura. A partir de las vanguardias, algunas propusieron, como el dodecafonismo -en cierto sentido- y el serialismo (por ejemplo) la ruptura de la expectativa, es decir, la negación de la repetición. Otras, sobre todo el minimalismo, probaban la paciencia del auditorio y también las microvariaciones que terminaban siendo repeticiones no literales de un mismo elemento musical. A veces, la repetición era tan radical que se reducía a una sola nota.

Pues bien, Bernhard Lang juega con todo esto, pero también dialoga con la música pop, los medios electrónicos de reproducción vocal, el jazz y, sobre todo, con la base de esta obra: el Winterreise, de Schubert. No sólo porque los textos están tomados de los lieder (aunque traducidos al inglés y renovados -como en la segunda parte, que habla de la emoción de tener un email en el número XIII ‘Die Post’). Según Lang, lo interesante es que Schubert no piensa el tiempo linealmente, como sí lo hacía Beethoven, sino cíclicamente. Pensemos, por ejemplo, en el famoso acompañamiento del lied Margarita en la rueca. Para él, las desviaciones de la repetición son sólo para causar confusión, pero no por una variación en la concepción temporal. Lang piensa las estructuras como mónadas (de ahí el nombre de las piezas), es decir, como estructuras independientes y completas por sí mismas que entran en loop.

La propuesta de Lang es pura frescura. Su originalísimo trabajo de la voz, que juega con diferentes registros (susurrado, impostado, tipo pop, tipo country, imitando sonidos -como el de los cuervos en su personalísima versión de Die Krähe), abre una multitud de posibilidades nuevas de composición. Conjuga a la perfección ese intento schubertiano de captar, en la propia voz, la esencia de la historia (como en el famosísimo Erlkönig, entre muchos otros), es decir, donde la voz se identifica plenamente con aquello que cuenta, es forma y contenido al mismo tiempo; y el distanciamiento emocional mimetizando la voz electrónica o el bucle de los djs. Es decir, Lang da una nueva perspectiva dentro de una relación desgraciadamente aún maltratada por la musicología y la industria de la cultura: la que separa el mundo -por otro lado con una frontera cada vez más difuminada- entre la música ligera y la culta. Asume la riqueza que el mundo de lo ligero tiene que aportar a la culta y trae al mundo de los vivos a la culta desde su torre, a veces tan alejada de la gente normal. Lang entiende e incorpora en su música de forma reflexiva que hoy el mundo, por ejemplo, ya no se comunica y se expresa erótico-festivamente (si me permiten la expresión) con cartas y palabras bellas, sino con whatsapp y, en muchos casos, bailando reggaeton y otras lindezas en discotecas a las tantas de la mañana. A nivel técnico, además, Monadologie XXXIII se muestra como una pieza  inagotable, en especial en la primera parte. El jugo que saca al cuarteto de guitarras (una formación, por otra parte, bastante rara) es apasionante y, sin miedo a ser tecnicista, un exposición (no pedante) de las posibilidades en todos los parámetros musicales que pueden extraerse de la guitarra, a veces un instrumento que se ha limitado -a diferencia de otros, como el violín (piensen en el Concierto de violín de Ligeti– por parte de los propios compositores.

En resumen, la pieza de Lang muestra una originalísima forma de dialogar con el pasado, no sólo con su contenido, eligiendo los textos del Winterreise, sino también a nivel formal, exprimiendo lo que ya estaba latente en el propio Schubert. La obra de Lang nos invita a pensar en Schubert como uno de los inciadores de ese largo camino que explotó en el siglo XX, el que revisaba la fuerza y omnipresencia de la tonalidad y lo que se derivaba de ella, como la construcción armónico-formal. Estos primeros pasos, como él propone, se dan en la repetición: él lo toma como modelo y lo estira. Lo estira tanto que junta el pasado con el presente, donde la repetición se ha metido por los poros de nuestra vida acústica diaria. Si no me creen, piensen en cualquier canción pop, cuya estrutura se repite hasta la saciedad (saciedad que el marketing nos enseña a saber evitar y llegar a disfrutar). O piensen en los ruidos habituales de su vida: el pingping de los mensajes del móvil, el nionio de las ambulancias, del chuchu de la cafetera. Un día tras otro. Lo normal es la repetición. Porque cuando algo no se repite, parece que llega la catástrofe. Ya lo dice el dicho, más vale lo conocido que lo malo por conocer. Lang habla de todo esto pero nos invita a la catástrofe, nos invita a salirnos de lo normal pensando con él la persistencia de la repetición. Lang nos invita al peligro de que todo sea diferente. Es decir (y esto es un guiño para los lectores de Leibniz), abre las ventanas de las mónadas.

‘Los cantos de amor’ de Grisey en la Konzerthaus de Berlín

‘Los cantos de amor’ de Grisey en la Konzerthaus de Berlín

Fotografía bajo copyright de Sebastian Runge

El ciclo 2x hören  de la Konzerthaus de Berlín tiene una idea de base que deberíamos exportar. Se trata de escuchar una obra (o parte de ella) dos veces. La primera casi de forma inmediata, sin expectativas. Y la segunda, tras una explicación. El ciclo, que empezó el septiembre pasado y que terminará el 27 de junio de 2016, combina obras contemporáneas y obras clásicas, de tal modo que se encuentra la premisa de que porque lo clásico -supuestamente- suena «mejor», «más bonito», no implica que se entienda de forma más evidente que lo contemporáneo, donde las obras son «muy raras» y que suenan «mal». Es decir, el ciclo trata de dar herramientas de escucha sin influir esa primera escucha, que no necesariamente tiene que tener bagaje teórico. El pasado 14 de marzo se presentó Les Chants de l’Amour para 12 voces y grabación de Gérard Grisey, interpretada por el ensemble de solistas Phønix 16.

La obra de Grisey es una joya de la historia de la música reciente. Se trata de una composición que explora las posibilidad del amor desde muchas vertientes. Primero, como palabra, así como muchas expresiones derivadas de ella, como ‘I love you’ o ‘Ich liebe dich’ [te quiero en inglés y en alemán]. Es decir, hace un trabajo de diseminación vocal a un nivel micrológico y, sobre todo, descomponiendo de tal manera la palabra que se pierda su sentido, que se desintegre en meras letras. Así empieza la obra, con un grito. Éste, a su vez, es marca de lo que la descomposición de la palabra ‘amor’ y sus derivados producen: una situación en la que lo importante no es expresable, que sólo un gesto no-comunicativo, como un grito (o su traducción musical en un fortísimo), es capaz de captar.

Según Xenakis, esta obra es una exploración del amor (sea lo que sea) en el tiempo. Esto del tiempo es fundamental, porque Grisey construye la obra desde la relación con diferentes posibilidades del tiempo musical. Su recurso a la composición espectral, es decir, trabajando melódicamente con el espectro sonoro de un material mínimo (por ejemplo, de una nota), hace que la sensación temporal de conjunto sea una suerte de fantasía expansiva, sólo interrumpida brevemente por otras posibilidades temporales. Algunas de ellas son la irrupción, que marca el inicio de la obra, como ya indiqué, pero funciona perfectamente de forma orgánica con el todo. Otra es la repetición y la variación mínima (que también trabaja con la textura del espectralismo). Al mismo tiempo, el director debe llevar un pinganillo con un metrónomo a 60 pulsaciones, de tal modo que lo orgánico esté perfectamente medido, es decir, mecanizado. Así aparece la disputa entre lo ‘natural’ y lo ‘artificial’ en esta pieza.

Es un canto contemporáneo al amor, pero también a lo que éste genera. Por eso, en la obra de Grisey aparece el amor maternal, el carnal (si me permiten esta expresión tan antediluviana), el amistoso, el familiar, y un largo etcétera. También aparecen, tal y como dijo Christoph Jost, el moderador de la introducción, simplemente diferentes atmósferas que el amor suscita y su interpretación sonora. Por eso, recurre a algunos iconos de la música tradicional. El recurso a diferentes idiomas (el español aparece como fragmento de la carta a Rocamadour del capítulo 68 de Rayuela), hacen de esta pieza una suerte de madrigal moderno. El uso de sextas (a partir del minuto 16 del vídeo que he colgado más abajo) en las melodías habla directamente con Wagner y su Tristán e Isolda (Hay una referencia explícita a partir del minuto 17:46). Todo ello hace de esta obra una composición intertextual pero que, al mismo tiempo, se aleja de sus referencias textuales. En realidad, los cantantes sólo se debían concentrar en la fonética, es decir, en las palabras en su mero aparecer sonoro. Es decir, Grisey les exige, por la forma compositiva de esta pieza, interpretar sin contenido. Lo que de la obra se extraiga está, al mismo tiempo, dentro y fuera de ella. Dentro, porque las referencias explícitas sitúan lugares comunes de la comprensión del amor en nuestra cultura musical. Fuera, porque estas referencias han sido despojadas de su contexto significativo (algo así como la necesaria matanza del padre freudiana) y forman una capa más en el todo que parece quiere esta obra: crear un canto al amor sin ataduras, mirando todas sus aristas, también las más feas.

La interpretación por parte del ensemble de solistas Phønix 16 fue excelente. Al comienzo, en la primera interpretación, hubo algunos problemas de afinación en algunos tenores y dos de los solistas tuvieron dificultades al colocar la voz. Sin embargo, a los pocos minutos de avance en la pieza ambos errores se solucionaron. La segunda fue definitiva. Esta obra, que es extremadamente exigente a nivel técnico, permite demostrar la gran calidad de este ensemble, concentrado en obras poco interpretadas de nuestro mundo sonoro. Que nos brindasen la oportunidad de escuchar al aún por descubrir Grisey fue un auténtico regalo.

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

Maerzmusik fest 2016 (II): composición algorítmica

El pasado 12 de marzo la cosa iba sobre composición algorítmica en el Maerzmusik (con lo que se desmuestra, además, cómo la capital alemana se enfrenta de una manera muy seria a problemas actuales en la composición). La definición de la composición algorítmica es un tanto compleja. Algunos apuntan a que se trata de un procedimiento, en realidad, centenario; otros, sin embargo, lolimitan al uso consciente de algoritmos en la composición y, sobre todo, mediante la utilización de ordenadores u otros medios electrónicos, como sintetizadores. Quizá uno de los representantes mas famosos fue Xenakis, que utilizaba herramientas de las matemáticas para sus composiciones.

La primera pieza del programa fue Illiac Suite: String Quartet No. 4, de Lejaren Hiller y Leonard Isaacson, una pieza de 1957. Comúnmente, se considera como la pieza fundacional de esta línea de trabajo, es decir, la primera obra compuesta por un ordenador (el Illiac I), que seleccionaba números y letras de forma aleatoria -números y letras que se podían transcribir a notación convencional. El ordenador sólo poseía algunas normas básicas de composición, que corresponden a los cuatro experimentos que componen la obra: el primero intenta construir un cantus firmi, el sengundo una melodía a cuatro voces segmentadas, el tercero se constituye siguiendo instrucciones de rítmo y dinámicas; y, por último, el cuarto se basa en cadenas mertonianas. Según señala J. L. Besada en su tesis doctoral Composición y modelos exógenos: aplicación en la música contemporánea española (2015, p. 110)

Un primera aproximación poco atenta podría ubicar la implementación informática dentro de la categoría propuesta como recubrimiento gnoseológico [es decir, «proceso mediante el que la instancia epistemológica de los modelos musicales sirve de soporte para de engendrar un metamodelo científico, o eventualmente musical»]. La identificación de unos conceptos y de unos signos musicales como un código y una sintaxis supone un primer ejercicio de formalización científica, y la transferencia de unas reglas y su lógica implícita garantiza el pasaje de un mero catálogo de signos a un lenguaje formal. No obstante, la experiencia de Hiller e Isaacson incluye un retorno artístico, al proponer la generación de música con ella. Tiene lugar por tanto una reelaboración estética, tras la etapa intermediaria de naturaleza formal.

Aquí es donde entran mis dudas: en la audición se desprende la falta de algo fundamental, a mi forma de ver, para pasar de ser un experimento aural a una composición  y, por tanto, alcanzar esa categoría de ‘reelaboración estética’: y es el carácter linguístico. Éste no se refiere, simplemente, a la capacidad de unir meramente unas cosas con otras, es decir, obedecer rigurosamente el algoritmo seleccionado, sino hacer de la composición una totalidad -no necesariamente de sentido como algo terminado y de una vez para siempre-, pero sí como algo «construido» y no meramente «hecho». La obra, a nivel estético, sólo remite a una suerte de pastiche, muchas veces kitsch, otras naif, que hace un flaco favor a la defensa de esa herramienta de composición, por más que sea interesante en la relación con la tecnología sy las matemáticas. No sé qué se ‘reelabora estéticamente’, la verdad, porque no se repiensan a través de estas categorías ninguna de las preguntas básicas de la estética y, lo que es peor, tampoco se hacen buenas preguntas a tratar de responder. Ni siquiera la pregunta por la autoría de una obra, que ya se venía discutiendo desde movimientos anteriores de vanguardia. No obstante, reconozco que la limitación de este espacio no permite una discusión y profundización de los temas que abre este tema. Para el que le interese, dejo aquí el enlace al texto que escribieron al respecto Hiller e Isaacson. La interpretación por parte del Ensemble KNM de Berlín fue bastante correcta, aunque tuvieron algunos problemas de afinación bastante notables. La obra uena a una unión entre Britten y Bártok descafeinada, que sólo se miestra interesante por la segmentacióndel continuum melódico y el fugato del IV movimiento. Destaca la simpleza de la construcción instrumental, básicamente dividida en dúos de violines y la viola y el chelo, que o bien recurrían al milenario eco o respondían a la voz principal sin demasiado ornamento.  Aquí les dejo el cuarteto para que juzguen ustedxs mismxs:

Las siguientes piezas fueron el estreno mundial Colossus, Proteus, Eidothea, Polygonus Telegonus (2016), compuestas por el ordenador Iamus, desarrollado por el Grupo de Estudios de Biomimética (GEB) de la Universidad de Málaga. Francisco Vico y Gustavo Díaz Jerez explicaron que lo interesante de Iamus, frente a otras composiciones hechas por ordenador (como la anterior), es que el ordenador no selecciona aleatoriamente materiales, sino que el ordenador aprende y compone sin seguir isntrucciones, sino conocimientos. Es decir, de una forma similar a como se supone que lo puede hacer un ser humano. De tal modo, Díaz Jerez insistió en numerosas ocasiones en señalar que el ordenador podría equivaler a un compositor de nueve años de edad. Aunque Colossus se presentó como una pieza estática y delicada, las demás no dejaban de hablar prácticamente igual y de lo mismo, con estructuras compositivas repetidas en las cuatro, como los grupetos ornamentales que hacían las veces de pseudodesarrollo de la línea melódica y los fuertes contrastes entre graves y agudos. La pregunta que guió el debate que muy amablemente propusieron Díaz Jerez y Vico fue «¿estamos preparados para introducir ordenadores en la creatividad?». Mi respuesta, de momento -y quizá porque soy un poco carca- es que primero habría que definir mejor la creatividad (no de manera definitiva, claro) y, segundo, pensar en cómo para qué se introducen ordenadores. La defensa del grupo de Málaga es que el ordenador nunca sustituirá al humano, sino que un ordenador sepa componer, y no meramente obedezca, puede ser una herramienta que ahorre mucho tiempo a lxs compositorxs: como el deep blue, decían. Esto demuestra, al menos, cómo la estética siempre -y de manera indisociable- está unida a la ética y, si me lo permiten, también a la política. A mí no me preocupa la creatividad, me preocupa (y no digo que esté necesariamente en estas obras, hablo en general), por un lado, el fetichismo del medio que -como demuestran estas obras- van en detrimento del fin y, por otro, la fascinación -que es ideología- por las herramientas, que terminan con psicólogos hablando del enganche al Whatsapp y al Facebook (ambas, al fin y al cabo -aunque útiles-, maneras empresariales de guiar nuestras formas de comunicación e interacción social -y de vivencia de la identidad). Eso sí, quedo muy interesada por ver cómo avanza esto. Simplemente creo que hace falta, como siempre, un poco más de filosofía.