Pasar por el pantano y no mancharse

Pasar por el pantano y no mancharse

Cuentan las malas lenguas, y en el mundillo de la ópera hay mucho de eso, que G. Rossini recibió de Barcelona, una tentadora oferta económica para trasladarse a trabajar en nuestra ciudad. En concreto, parece ser, que fue el desaparecido Teatro de la Santa Cruz el que tanteó al cisne de Pesaro. Llegados a este punto, uno se preguntará, ¿qué pasó finalmente para que el mencionado traslado no se efectuara? La respuesta es muy interesante. Resulta ser que G. Ricordi, fundador de la prestigiosa casa editorial del mismo nombre, que, en esos momentos hacia las veces de copista del Teatro de la Scala de Milán, hacía unos pocos años que había arrancado con su negocio y como es de suponer, estaba a la caza de nombres que engrosaran su lista de compositores. Pues hete aquí, que el mencionado editor parece ser, y aquí es donde entra el chisme, en una charla con el ya exitoso compositor, lo desanimó de emprender un viaje tan arriesgado como era en esos años, el de embarcarse con destino España. Y digo arriesgado porque estamos hablando de la primera mitad del siglo XIX y todos sabemos que esos tiempos fueron de todo menos tranquilos en estas tierras. Tras las guerras napoleónicas, vino un largo periodo de guerras internas y de cambios políticos acompañados por feroces represiones, que hacían muy poco recomendable que un compositor que gozaba ya de un nombre y una estabilidad en el mundo de la ópera, se arriesgara a perderlo todo, incluso la vida, en tan exótica empresa.

Rossini reinó en el mundo de la ópera por méritos propios, durante la primera mitad de ese siglo XIX, que tan duro fue para la península Ibérica. Pese a esta situación tan delicada, Barcelona disfrutó de los estrenos de los grandes títulos que se efectuaban tanto en París, como en Roma, Nápoles o Milán en relativo poco tiempo. Es el caso de uno de sus primeros grandes éxitos: La Cenerentola que se estrenó en el Teatro Valle de Roma un 25 de enero de 1817 y en Barcelona tuvo su primera representación el 18 de abril de 1818 en el Teatro de la Santa Cruz.

Con motivo de los 200 años de tal estreno, la incombustible Cecilia Bartoli ha presentado esta maravillosa obra en una producción semiescenificada en dos lugares emblemáticos: el lunes 22 de octubre en el Auditorio Nacional de Música de Madrid para la Fundación Scherzo y el jueves 25 en el Palau de la Música de Barcelona. De hecho, los aniversarios se acumulan, puesto que también se cumplen 150 años del fallecimiento del maestro de Pesaro, y los 30 años de que Cecilia Bartoli es artista de un sello como Decca, cosa nada baladí en un mundo donde se mueven grandes cantidades de dinero.

Las críticas llegadas desde Madrid fueron en su mayoría malas. Pese a ello, el Palau de la Música el 25 de octubre estaba repleto. La Bartoli ha sabido construir una carrea muy inteligente; no se ha arriesgado en teatros demasiado grandes, donde su voz, si bien llena de cuerpo, y con una técnica antológica, es más bien pequeña, lo que la obligaría ha desgastarse mucho dañando la calidad final, además de comprometer su salud vocal. Los resultados de solo presentarse en proyectos donde tiene todo a favor y con un repertorio que hace lucir mucho sus notables virtudes vocales e histriónicas, están a la vista: además de contar con un enorme prestigio en todo el mundo, la sigue una legión de devotos que solo ser anunciada en alguna ciudad agotan las entradas.

Otra de sus grandes virtudes es saberse asociar con quien puede financiar sus costosos proyectos, el último de ellos es justamente el que disfrutamos el pasado jueves 25. Ahora bien, la idea de plantar una orquesta de instrumentos antiguos echa ad hoc para acompañar a los cantantes con el pretencioso nombre de Les Musiciens du Prince sobre el mismo escenario que ellos, demostró ser muy poco afortunada. La mitad de los protagonistas fueron devorados en varios pasajes por la mencionada orquesta, pese a los esfuerzos del director Gianluca Capuano, uno de los héroes de la velada. El maestro milanés, ha tenido la ingrata labor de estar bajo la enorme sombra de una descomunal artista como Cecilia Bartoli, que lució y mucho, cosa que se esperaba, pero en honor a la justicia, tal éxito fue cuidado, trabajado y muchas veces salvado por los oficios de un estupendo músico como Capuano.

El papel de Don Magnifico fue bordado por el aragonés Carlos Chausson que dio una cátedra de lo que es cantar con mayúsculas el papel. A una técnica y una voz potentísima, llena de agilidad, se unían una prestancia y una gracia escénica que muchas ocasiones arrancó los aplausos de los asistentes aquella noche. Mención especial merece el tenor catalán David Alegret que fue llamado a las 18 horas de esa misma tarde para sustituir a Edgardo Rocha que suspendió por enfermedad, lo cual suena realmente rayando lo lamentable a nivel profesional. Alegret sacó adelante el papel, pese a los nervios iniciales y tras las primeras escenas, en que se le vio tímido y manteniendo el tipo; finalmente logró una noche afortunada. Sus agudos no estaban del todo colocados, y sonaron sin ese brillo siempre deseable en arias como las escritas por Rossini, pero el reto al que se enfrentó Alegret no era pecata minuta.

La valoración general de la presentación fue enormemente buena, pero sinceramente no deja de ser una adaptación en espacios y circunstancias para que en concreto, una artista que atrae tanta admiración y patrocinios como Cecilia Bartoli, siga luciendo sus aun envidiables características vocales. Es muy probable que, en circunstancias normales en un teatro como el Liceo de Barcelona, la Romana hubiera salido más manchada de ceniza y por ejemplo, otros papeles, hubieran sido aun mas “magníficos”.

Katie Mitchell actualiza Jenůfa

Katie Mitchell actualiza Jenůfa

El instinto teatral de Leoš Janáček combinado con los crudos acontecimientos del libreto hacen de Jenůfa una ópera de una fuerza dramática extraordinaria. Incluso si el compositor se encontraba en un período de evolución estilística y la obra no muestra la concisión y coherencia interna de sus títulos de madurez, la forma en la que controla la acumulación de tensión, los poderosos clímax que coronan con gran efecto cada acto y el ritmo trepidante de la acción son difícilmente superables (la perfección del segundo acto recuerda a la que conseguiría seis años más tarde Puccini, otro magistral manipulador de emociones, en el segundo acto de La Fanciulla del West). Por todo ello es difícil encontrar una dirección de escena que esté a la altura de esta genial partitura, pero Katie Mitchell lo consiguió con su nueva producción para la Ópera Nacional Holandesa.

 

Jenůfa, acto primero escena quinta. Al fondo vemos la maquinaria del molino y en primer plano la oficina y la sala de personal, separadas por un baño. Los trabajadores del molino improvisan una fiesta con los jóvenes que han sido reclutados para el ejército (derecha). Števa (Norman Reinhardt), que se ha librado gracias a su dinero y posición social, entra en el baño (centro) y aborda a su prometida (Annette Dasch), que le reprocha que esté de nuevo borracho. En la oficina, Laca (Pavel Černoch, izquierda), enamorado también de Jenůfa, lamenta la buena suerte de su hermanastro. La inteligente distribución del espacio escénico le permite a Mitchell tratar cada grupo por separado, ofreciendo distintas perspectivas simultáneas de la situación. Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

Si con su drama rural Gabriela Preissová denunció -ganándose duras críticas- que el crimen, el abuso y la doble moral también tenían cabida en la idealizada vida de pueblo, Mitchell parece querer dejar claro que siguen presentes en la no menos idealizada sociedad del siglo XXI, y para ello traslada la acción al presente. Equipado con maquinaria moderna, el molino de la familia Buryja sigue siendo el pilar económico de una pequeña y cerrada comunidad y en él, Jenůfa, nieta de la propietaria, desempeña las tareas administrativas. Las relaciones de poder abusivas presentes en la trama resultan más evidentes en un entorno con el que nos podemos identificar. La actualización temporal también tiene un elemento provocador, ya que podemos pensar que hoy en día dar a luz fuera del matrimonio no supone el estigma de antaño, y mucho menos sería la causa de un infanticidio. Mitchell, como Preissová en su momento, nos saca del error: la presión social, el aislamiento asfixiante (simbolizado aquí por el hecho que Jenůfa y su madrastra vivan en una caravana) y el yugo de la tradición (la caravana está repleta de crucifijos) siguen ejerciendo su violencia sobre todos nosotros, como puede comprobarse a diario en los noticiarios.

La directora británica posee un talento único para lograr que todo lo que sucede en el escenario sea convincente y natural, algo que sin duda Janáček habría valorado enormemente. Contrariamente al estaticismo que domina en tantas producciones, apuesta por mantener ocupados a los cantantes con acciones cotidianas que, no solo no entorpecen, sino que complementan tanto la música como el argumento. Los detalladísimos decorados de Lizzie Clachan siguen la tendencia de otros trabajos de Mitchell, en los que predomina la distribución de los personajes a lo ancho del escenario, de modo que las acciones simultáneas no se entorpezcan. El resultado es un hiperrealismo que -en la línea de la música de Janáček y el libreto de Preissová- tiene como objetivo final el impacto emocional.

 

Jenůfa, acto primero escena quinta. La Sacristana (Evelyn Herlitzius, en el centro, de rojo), prohibe la boda de su hijastra hasta que Števa logre mantenerse sobrio un año entero. Jenůfa (Annette Dasch, derecha) observa contrariada, ya que el retraso de la boda pondrá en evidencia su embarazo fuera del matrimonio. La abuela Buryja (Hanna Schwarz, izquierda) intenta mediar. Nótese en la pantalla de ordenador de Jenůfa (quien al inicio de la ópera es reprendida por su abuela por desatender el trabajo mientras piensa en su prometido) el detallismo extremo de los decorados de Lizzie Clachan. Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

Uno de los elementos de esta ópera que más interesan a Mitchell es su libreto, escrito a finales del siglo XIX por una mujer y focalizado totalmente en la experiencia femenina, personalizada en Jenůfa y su madrastra, la Sacristana (Kostelnička, en checo). En su opinión, «en el corazón del conflicto se encuentra el daño brutal inflingido a la madrastra en el pasado, y el fracaso de una sociedad que no ha sabido protegerla de los hombres violentos». En la obra de teatro original, la autora ahonda en el origen de ese daño, aportando detalles sobre el infeliz matrimonio entre la Sacristana y su marido, que era también el tio de Števa, quien claramente ha heredado el carácter violento y el alcoholismo característicos de la familia. En busca siempre de la mayor concisión, Janáček prescindió de estos detalles y, al hacerlo, ocultó parte de las motivaciones que hay detrás de las acciones de la Sacristana. La directora reintroduce este contexto de forma tan senzilla como eficaz a través del comportamiento en escena de los personajes. En lugar de presentarnos a la madrastra, en virtud de su cargo como Sacristana, como la autoridad moral de la comunidad, nos la muestra desconfiada, ensimismada, algo nerviosa, y distante con sus vecinos. Al ver a Števa borracho en el primer acto reacciona sentándose en un rincón con la cabeza entre las manos, como alguien que está reviviendo una experiencia traumática, y su actitud serena y pensativa al principio del segundo acto nos sugiere que los reproches a su hijastra son consecuencia de su propia experiencia. La violencia que ha sufrido la acaba ejerciendo involuntariamente también contra su hijastra, al encerrarla en casa para que no sea vista durante el embarazo. Se trata de un confinamiento ejecutado por la madrastra, pero impuesto por la doble moral de la sociedad. Que fuera  algo habitual en casos de «descarrío» no lo hace menos antinatural, y Mitchell lo deja claro con su propuesta escénica: a pesar de disponer de literas suficientes, Jenůfa y su bebé duermen en un miserable escondite habilitado debajo del fregadero para no ser vistas por los vecinos.

 

Jenůfa, acto segundo escena primera. El bebé acaba de nacer. Sacristana: «Siempre estás con el niño, en lugar de rezar a Diós para que se lo lleve.» Jenůfa: » ¡Todavía duerme! Es tan dulce y tranquilo.» El contraste de este diálogo resulta todavía más brutal en la puesta de escena de Mitchell, en la que la Sacristana musita sus pensamientos mientras lava mecánicamente los platos y Jenůfa la abraza cariñosamente mientras le habla de su bebé. Algo que, además, encaja perfectamente con la música de Janáček, que asigna a la madrastra una melodía repetitiva basada en un ostinato de cuatro notas y a su hijastra una emotiva melodia con melismas en la palabra «dulce». Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

El trabajo de Mitchell se benefició de un conjunto de cantantes con excelentes dotes escénicas, en especial las dos protagonistas, Annette Dasch Evelyn Herlitzius, que firmaron electrizantes actuaciones como Jenůfa y la Sacristana, respectivamente. Vocalmente Herlitzius fue la gran triumfadora, con una interpretación llena de matices con la que reflejó, también vocalmente, la complejidad de su personaje. El tenor Pavel Černoch ayudó a hacer creible el desenlace de la ópera gracias a la convincente evolución que supo dar al personaje de Laca, mientras que Norman Reinhardt sacó un gran partido de las bellísimas frases que Janáček le regala, y compuso un Števa adecuadamente impulsivo e irresponsable. Hanna Schwarz aportó autoridad a la abuela Buryja, mientras que Jeremy WhiteHenry Waddington cumplieron con creces como alcalde y capataz. Debemos destacar también a las jóvenes Gloria GiurgolaSophia Burgos, que con los breves papeles de Barena y Jano completaron un cast redondo. 

Otro gran acierto de la Ópera Holandesa fue confiar la dirección musical al checo Tomáš Netopil, gran experto en la música de Janáček. Con la Orquesta Filarmónica Holandesa en el foso, Netopil controló a la perfección el ritmo y la tensión de la partitura -antológico el segundo acto-, con un sonido transparente y dando el relieve necesario a todos los detalles de la original orquestación de Janáček.

 

Jenůfa, acto tercero escena novena. Justo antes de la boda de Jenůfa y Laca, Jano (Sophia Burgos) entrega a la horrorizada novia (Annette Dasch) el cadaver de su bebé, ante la mirada atónita del novio (Pavel Černoch). Ópera Nacional Holandesa, © Ruth Walz.

 

La coherencia y la fuerza de las concepciones musical y escénica resultaron en una memorable experiencia operística. Además, Mitchell ofreció una lección de como actualizar una obra sin que ello vaya en contra de la música ni del texto. Recuperando el espíritu feminista de la obra de Preissová, su propuesta demuestra que los temas que plantea Jenůfa siguen siendo relevantes hoy en día, por lo que su programación, más allá de su interés estrictamente musical, puede dar pie a una productiva reflexión.

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El fenómeno Davidsen

El fenómeno Davidsen

El talento de Lise Davidsen ya ha sido motivo de comentarios en Cultural Resuena, primero por su interpretación de los Wesendonck-Lieder con la OBC y luego por su Ariadne en Aix-en-Provence. La semana pasada ofreció un memorable recital dentro de la Schubertiada de Vilabertran que, en la intimidad de la Canónica y con el único acompañamiento de James Baillieu al piano, permitió intuir toda la magnitud de su extraordinaria voz.

Lo primero que salta a la vista (o más bien al oído) es el enorme volumen de la voz y la exuberancia de un timbre rico y profundo, de gran calidez y con una sorprendente capacidad de matices. Los graves son densos y perfectamente audibles, mientras que los agudos, seguros y penetrantes, conservan un considerable número de armónicos, evitando de ese modo la agresividad que suele caracterizar este registro. Su juventud se nota en la naturalidad de la emisión, libre de oscilaciones y con un vibrato bien controlado, que usa con moderación y buen gusto. La técnica también es impecable, tanto en lo que se refiere a la afinación (requisito indispensable para ser músico, pero que, ¡ay!, tan pocos cantantes dominan) como en el control de los reguladores, algo especialmente meritorio dado el volumen de su voz.

Sin embargo lo que da verdadero valor al don natural que es su voz es la sensibilidad y la madurez interpretativa con las que la usa. Ello era evidente ya en la forma en que abordó el repertorio escogido, adaptando su interpretación tanto a las características acústicas de la Canónica como al estilo de cada compositor. De hecho, su voz está sin duda destinada a hacer enloquecer a los espectadores de los grandes teatros de ópera, pero su sensibilidad encuentra en el lied el vehículo perfecto para brillar.

El recital empezó y terminó con dos compositores con los que se encuentra particularmente cómoda y que probablemente le son afines por procedencia: Grieg y Sibelius. Las seis canciones que interpretó de Grieg (cuatro al principio y dos al final de propina) no se pueden cantar mejor, y dada la poca presencia de este compositor no sería mala idea que en un futuro próximo Davidsen inmortalizara en disco su ejemplar versión. Las cotas más altas de belleza las alcanzó en la delicada En svane («un cisne»), con sutiles inflexiones vocales, y en Våren («Primavera»), con unas deliciosas notas largas apenas sin vibrato. Las seis canciones de Sibelius, en cambio, se caracterizaron por la intensidad de una interpretación que reunió la sutileza de una liederista consumada con el sentido dramático de una gran cantante de ópera.

Entre los dos autores nórdicos, Davidsen ofreció, con la misma excelencia, dos lieder de Brahms, los cuatro del op.27 de Richard Strauss, y los Wesendonck-Lieder de Wagner. Esta última obra era especialmente esperada por quienes confían que Davidsen será el relevo de las referentes wagnerianas actuales, y el resultado no hace más que confirmar esas esperanzas.

 

El Ángel de Fuego de Prokófiev en el Festival de Aix-en-Provence

El Ángel de Fuego de Prokófiev en el Festival de Aix-en-Provence

Llevar a escena El ángel de fuego de Prokófiev es un auténtico reto. En primer lugar por la exigencia musical de un reparto numeroso que además contiene uno de los papeles para soprano más diabólicos de todo el repertorio. Pero sobre todo por su argumento complejo, extraido de la novela homónima de Valeri Briúsov, en la que plasma desde una perspectiva simbolista su complicado triángulo amoroso con la poetisa Nina Petrovskaya y el poeta Andrei Bely.

Después de sufir una crisis espiritual, Bely abandonó a Petrovskaya, quien se refugió en los brazos de Briúsov, principal rival de Bely y fundador del movimiento Simbolista. Sin embargo, Petrovskaya no logró olvidar nunca a su antiguo amante, al que se referia como su «angel con alas de demonio». Los siguientes años fueron un torbellino de pasiones y celos entre los tres. Unos años marcados por un «duelo mental» entre ambos pretendientes, que recurrieron la magia negra e incluso a un duelo real (que Bely rechazó, respondiendo a su vez con un poema). Briúsov fue víctima de recurrentes sueños sanguinarios, tras uno de los cuales despertó reconciliado con su enemigo. Su relación con Petrovskaya prosiguió, a pesar de que ella continuaba obsesionada con Bely, ahora amigo también de Briúsov. Fue durante esta época de harmonía común cuando Briúsov escribió la novela, cuyos elementos fantásticos no se quedan nada cortos ante la realidad que los inspiró.

 

Festival d’Aix-en-Provence 2018 © Pascal Victor.

 

No es de estrañar que sea una ópera de difícil comprensión, que el libreto del propio compositor no ayuda a hacer más digerible. Sin embargo, su potencial dramático es inmenso y, en esta nueva producción del Festival d’Aix-en-Provence, el director de escena Mariusz Treliński lo aprovecha para plantear una estimulante aunque por momentos confusa historia de perdición moral colectiva. Confusa porque convierte el quinto acto (cuando Renata, alter ego de Petrovskaya, sufre una posesión demoníaca en un convento que se extiende a toda la congregación, y es por ello condenada a la hoguera) en un flashback, que nos traslada a un tiempo anterior al del inicio de la obra y nos obliga a replantearnos todo lo visto hasta ese momento. La «posesión»  tiene lugar en un internado de chicas, mientras que el Inquisidor, convertido ahora en profesor o tutor de las chicas, tiene el mismo aspecto que Heinrich (la encarnación humana del Ángel de Fuego según el argumento original y alter ego de Bely en la novela) en las visiones de Renata. A la luz de este epílogo (retrospección lo llama Treliński), más que una poseida o visionaria Renata deviene una «alumna aventajada» del sádico profesor, cuya influencia traumática la acompaña el resto de su vida y origina su caida, que vemos durante los primeros actos y que arrastra también a otros personajes, especialmente Ruprecht. Es también crucial el nuevo rol de Jakob Glock en el segundo acto: originalmente un traficante que proporciona a los protagonistas manuales de cábala y magia con la ayuda de los cuales pretenden encontrar al desaparecido Heinrich, aquí se convierte en un traficante de drogas, cuyas substancias consumen los protagonistas provocándoles las diversas visiones que aparecen durante la obra. Con este planteamiento Treliński elimina el elemento espiritual, tan importante en las obras simbolistas. Sin embargo, mantiene una difusa frontera entre lo real y lo imaginario que respeta el espiritu original y proporciona riqueza interpretativa a la propuesta. Como no podia ser de otro modo, la acción se traslada de la Colonia medieval del original a un paisage urbano de temporalidad moderna pero indefinida que, gracias al decorado de Boris Kudlička y al vestuario de Kaspar Glarner, realza eficazmente el vicio y la decadencia que sugiere el argumento. El toque voyeur del decorado (la mayor parte del tiempo una estructura de plataformas móbiles que parecian una  especie de 13, Rue del Percebe versión las Vegas) no podía ser más adecuado al carácter autobiográfico, casi exhibicionista, de la novela de Briúsov.

 

Festival d’Aix-en-Provence 2018 © Pascal Victor.

 

Crucial para el éxito del montaje, que llegaba al Festival de Aix-en-Provence después de estrenarse en Varsovia el pasado mayo, fue el altísimo nivel interpretativo, tanto vocal como escénico, de cantantes y bailarines. Aušrinė Stundytė destacó por la dificultad de su papel y la intensidad de su versión. La contínua histeria de Renata puede cansar facilmente, pero la soprano lituana fue capaz de dotar al personaje de los matices expresivos necesarios para que aflorara la lucha interna que la hace dramáticamente interesante. A su lado, el sólido Ruprecht de Scott Hendricks resultó igualmente interesante. Más que el héroe que está siempre al lado de Renata (en la novela original es el alter ego del autor, Briúsov), Hendricks perfiló a un Ruprecht con unas intenciones no siempre claras y arrastrado al abismo, al margen de su voluntad, por Renata.

El resto de personajes, menos interesantes a nivel dramático que los protagonistas, fueron igualmente bien cantados. Destacamos al tenor Andreï Popov – un ambivalente Agrippa en el segundo acto y espléndido como Mefistófeles en el divertimento del cuarto-, al bajo Krzysztof Bączyk -imponente como Fausto e Inquisidor, así como en el papel mudo de Heinrich- y la mezzosoprano Agnieszka Rehlis -bruja y madre superiora.

La Orquesta de Paris sono espléndidamente bajo la batuta de Kazushi Ono, que controlo con destreza la gran acumulación de tensión que es la columna vertebral de esta ópera. Al maestro japonés se le conoce bien en Barcelona, donde ocupa la titularidad de la OBC, sin embargo algunos de los mayores éxitos de su carrera han sido en el terreno de la ópera. ¿Lo veremos alguna vez en el foso del Liceu?

 

Festival d’Aix-en-Provence 2018 © Pascal Victor.

 

Esta nueva producción del Festival de Aix-en-Provence y el Teatro Nacional de Varsovia se podrá ver en directo el próximo 15 de julio en Culturebox. No dejen pasar la oportunidad y no olviden compartir sus impresiones en los comentarios.

 

Lise Davidsen triunfa en Aix-en-Provence

Lise Davidsen triunfa en Aix-en-Provence

Se esperaba esta nueva producción de Ariadne auf Naxos de Richard Strauss, que se estrenó la pasada semana en el Théâtre de l’Archevêché dentro del prestigioso Festival de Aix-en-Provence, tanto por la dirección escénica de Katie Mitchell -residente en el festival- como por la presencia de Lise Davidsen en el rol titular. La joven soprano sueca, de tan solo 31 años, se reveló com una de las voces más prometedoras de la actualidad cuando empezó a recorrer escenarios internacionales allá en 2016. Desde entonces ha demostrado una madurez poco habitual entre los cantantes jóvenes -y no tan jóvenes- que suelen sucumbir a las tentaciones ofrecidas por las agencias, mantenido una prudente agenda con una actividad reducida e introduciendo progresivamente unos pocos roles adecuados a su voz, de los cuales hasta ahora solo ha repetido el de Ariadne. Su interpretación en Aix-en- Provence fue una prueba más que Davidsen es mucho más que una promesa. Lo que llegue a lograr en un futuro y como evolucione su voz solo depende de ella y de sus decisiones artísticas, pero ahora mismo no hay duda que, a pesar de su limitado repertorio, es una de las mejores sopranos de la actualidad. Su instrumento, de timbre cálido y volumen enorme, posee el peso y la densidad de las grandes sopranos dramáticas a la vez que mantiene una frescura que le permite una pureza y una flexibilidad en la emisión nada común en este tipo de voz. A estos aspectos técnicos hay que añadir la sensibilidad con la que interpreta a la heroína Straussiana y su imponente presencia escénica.

El resto del elenco, como suele suceder en las producciones de Aix-en-Provence, fue globalmente muy satisfactorio, empezando por la excelente Zerbinetta de Sabine Devieilhe, que lució una coloratura impecable, a pesar de que su voz de volumen limitado fue la más perjudicada por la acústica del Théâtre de l’Archevêché, situado al aire libre. Angela Brower fue una compositora apasionada y adecuadamente temperamental y Eric Cutler un Bacchus de voz potente y expresiva, aunque algo seca. Los maestros de música y danza (Josef Wagner y Rupert Charlesworth respectivamente) destacaron en el prólogo junto con el actor Maik Solbach, que interpretó el papel hablado del mayordomo. La inspirada dirección musical de Marc Albrecht (excelente el control de los tempi, el fraseo y los contrastes) también sufrió por la localización al aire libre. En lugar de reforzar las cuerdas (que al aire libre tienden a proyectar peor que los vientos), Albrecht siguió fielmente las indicaciones de la partitura y reunió en el foso, con músicos de la Orquesta de París, una orquesta de cámara con una sección de cuerda limitada a tan solo seis violines, cuatro violas, cuatro cellos y dos contrabajos, tal como especifica Strauss. Esta distribución que funciona a la perfección en un teatro cerrado con la reverberación adecuada, en el Théâtre de l’Archevêché acabó produciendo, en lo que se refiere a las cuerdas, un sonido apagado y sin relieve que perjudicó el excelente papel de la orquesta en algunos momentos de la representación.

 

Decorados de Chloe Lamford para la puesta de escena de Katie Mitchell de Ariadne auf Naxos, en el Festival d’Aix-en-Provence 2018. La ópera tiene lugar en a parte derecha, en la que vemos el escenario y al fondo el backstage. A la izquierda algunos personajes del prólogo siguen con atención la función. © Foto:  Pascal Victor.

 

Y llegamos, por fin, a la puesta de escena de Katie Mitchell. Recientemente elogiamos el trabajo de la directora británica, que posee un largo historial de exitosos montajes operísticos que enriquecen y complementan tanto el texto como la música. Seguramente por ello la decepción fue mayor, ya que en esta ocasión su propuesta resultó tan saturada de elementos e ideas (interesantes tomadas aisladamente pero no siempre coherentes entre si) que en un momento dado dejó de complementar a la música para pasar directamente a competir con ella.

Mitchell está fascinada por los elementos metateatrales de la obra (en la que somos testigos de la preparación y representación -¡simultánea!- de dos obras, la ópera seria sobre el mito de Ariadne y el entretenimiento ligero de la compañía de Zerbinetta) y los explota con gran eficacia, partiendo de un decorado único (obra de Chloe Lamford) que representa un gran salón de la mansión del «hombre más rico de Viena». La idea de simultaneidad está presente ya desde el prólogo, durante el cual los operarios desmontan la decoración de la parte derecha del salón y montan un escenario en paralelo a la acción del libreto. Esta es sin duda la parte más acertada de la puesta en escena, con una cuidada dirección de actores que refleja el caos previo a una función teatral y que, además, realzaba el carácter ensimismado del compositor, el único personaje que, sujeto solo a sus cambios de humor, parece ajeno a todo el barullo que lo envuelta.

En la segunda parte (que es propiamente la representación del espectáculo que se ha preparado durante el prólogo) la mitad izquierda del escenario la ocupa el público y personal técnico (como el mayordomo o el compositor, a quien veremos dirigir toda su ópera dentro de la ópera). Ello también le permite a Mitchell introducir en escena al «hombre más rico de Viena» y su esposa, ausentes del libreto original, con la intención de «interrogar la relación entre la ópera y sus mecenas». A pesar de los diálogos adicionales elaborados por Martin Crimp para dar voz también durante la segunda parte a los personajes del prólogo y a los mecenas (en la primera versión de Ariadne también habían interrupciones habladas similares), este aspecto de la puesta en escena acaba resultando superficial y anecdótico, llegando incluso a crear confusión cuando el mecenas y su esposa suben al escenario para interactuar con los intérpretes del metaespectáculo. En cambio, lo que si produce un efecto altamente teatral es la sensación de improvisación que Mitchell logra recrear en el escenario durante la representación simultánea de los dos espectáculos. La orientación lateral del decorado nos permite ver lo que pasa entre bambalinas, mientras que los gestos y expresiones del compositor y de los maestros de música y danza en el patio de butacas nos revelan a nosotros, observadores privilegiados, las continuas salidas de guión y la falta de coordinación que el público del escenario no puede detectar. Es en este tipo de acciones paralelas donde el talento de Mitchell suele brillar, pero en esta ocasión parece que no supo encontrar la medida justa y terminó por atiborrar el escenario con situaciones innecesarias, algunas por repetitivas y otras por ofrecer nuevas ideas que, ni parecían quedar integradas con el planteamiento del montaje, ni estaban suficientemente desarrolladas como, por ejemplo, el hecho que Ariadne estuviera embarazada y diera a luz justo cuando las ninfas anunciaban la llegada de Bacchus.

 

Al final de la ópera la tropa de cómicos celebra el nacimiento del bebé de Ariadne (Lise Davidsen), mientras una de las ninfas cierra el telón. Festival d’Aix-en-Provence 2018 © Pascal Victor.

 

Al final, sobre las últimas frases de la orquesta, el propietario de la casa y mecenas, con el texto añadido de Crimp, concluye que el experimento ha tenido buenos momentos, pero que, sin duda, el futuro de la ópera será algo totalmente distinto. En ese preciso instante algo sobresalta a todos los reunidos y mientras baja el telón un lacayo muestra la culpable: una rata, como las que aparecen en la ópera Into the Little Hill, la primera colaboración entre Crimp y George Benjamin cuyo exito provocó que el Festival de Aix-en-Provence les encargara su segunda ópera, Written in Skin. ¿Intentaban Mitchell y Crimp señalar con este detalle cual creen ellos que debe ser ese futuro?