por Rubén Fausto Murillo | May 8, 2018 | Críticas, Música |
Recuerdo que hace ya muchos años, siendo un estudiante de apenas unos 20 años, tuve la oportunidad de recibir clases de una maravillosa profesora de clavecín. Esta profesora a su vez, había sido formada en París y nos contaba a sus alumnos lo que era estudiar y vivir en una ciudad como París. Aquellas charlas, cuando las recuerdo, aun me emocionan tremendamente porque, en parte, la decisión de liarme la manta a la cabeza pocos años después y cruzar el charco, fue motivado por el sabor que dejaban en mi esos relatos.
Entre estos entrañables recuerdos, uno me causó siempre una gran impresión: mi profesora refería que todos los domingos, muchos de sus compañeros y ella misma, asistían sin falta posible a la misa de medio día en la église de la Sainte-Trinitéen la capital francesa. Uno se preguntará, ¿qué de extraordinario tenía esa ceremonia para que este fervor religioso fuera posible?, y tal duda quedaba despejada cuando conocías la razón que animaba a los alumnos a llenar la mencionada iglesia: Olivier Messiaen en persona, no solo tocaba el órgano durante la ceremonia, si no que, tras finalizar el oficio, improvisaba casi durante una hora más.
Cuando pienso en la fortuna que tuvieron aquellos devotos estudiantes, de escuchar en vivo a uno de los músicos más importante del siglo XX, domingo tras domingo, pienso en la suerte que tuvieron a su vez, aquellos que escuchaban a Bach o Händel tocar el mismo instrumento: el órgano, del que ambos fueron míticos virtuosos. En Barcelona, no somos conscientes aun del maravilloso artista con que contamos viviendo entre nosotros, y que, si bien guardando las distancias, no podemos aun equiparar con los anteriores maestros, si es un consumado organista. Me refiero al maestro Juan de la Rubia y que, para más señas, es organista titular en la basílica de La Sagrada Familia.
El maestro de la Rubia, fue uno de los varios artistas que se presentaron el pasado 1 de mayo en el Palau de la Música Catalana, en un concierto integrado por obras de los arriba mencionados maestro alemanes, J.S. Bach y G.F.Händel.
La Freiburger Barockorchester dirigidos por Gottfried von der Goltz y el bajo-barítono Matthias Goerne, completaron el elenco de consumados artistas de la tarde. El programa estuvo integrado por las cantatas BWV56 y BWV 82, escritas para barítono solo, interpretadas admirablemente por el maestro Goerne. Heredero natural de la tradición vocal de Dietrich Fischer-Dieskau del que fue alumno, abordó con naturalidad y mucha autoridad ambas obras. Piezas de una belleza serena, es imposible no conmoverse al escuchar el aria inicial de la cantata BWV 82, que con dulce voz dice “Ya tengo bastante, tengo a mi Salvador, la esperanza de los piadosos, envuelto entre mis anhelantes brazos. ¡Ya tengo bastante!”, todo esto, mientras un oboe canta un delicioso contrapunto que te atraviesa el alma. El mismo Bach, cuando elige la tesitura vocal, lo hace pensando muy probablemente en la figura bíblica de Simeón, que, según el evangelio de San Lucas, da gracias a Dios, después de contemplar al Mesías que está siendo presentado en el templo por sus padres. Es la voz de un hombre de fe, que ha vivido ya muchos años y que solo espera la llegada de aquel en que siempre ha creído toda su vida. La cantata BWV 52 que lleva el nombre de “Con gusto llevaré la cruz“ se mueve en la misma línea, son obras pensadas para consolar y animar a los fieles congregados en los servicios dominicales en Leipzig. La interpretación de Matthias Goerne como ya lo hemos apuntado antes, fue maravillosa, llena de matices y de una diversidad de colores vocales, que buscaban reforzar el dramatismo de la música de Bach. Goerne, cuenta con una potencia vocal apabullante que, en los pasajes en que la música reclama de una delicadeza especial, es trasformada en un fino hilo vocal apenas audible que estremece al que lo escucha.
Los otros protagonistas de nuestro concierto fueron sin duda la Freiburger Barockorchester, dirigidos por Gottfried von der Goltz e indudablemente el maestro Juan de la Rubia que interpretaron al inicio de cada una de las partes del concierto, la 1ª y la 2ª sinfonías de la cantata BWV 35 de J.S. Bach donde el actor principal es el órgano solista. A ello se agrega la obra final del concierto, que fue el famoso concierto para órgano en Fa mayor, HWV 295 de G.F Händel y que, junto con las dos obras anteriores de Bach, nos mostraron el alto nivel técnico y musical del maestro de la Rubia.
El hilo conductor de todo el programa fue sin duda la unión y al mismo tiempo, el profundo contraste que existe entre los dos compositores del programa. Un elemento común, además de haber nacido con una pequeña diferencia de días en la misma zona de Alemania, es que, tanto Bach como Händel, fueron grandes organistas. Muchos testimonios nos hablan de que su obra escrita es solo una pequeña muestra de lo que estos maestros podían crear cuando se sentaban a improvisar al órgano. Los dos murieron ciegos quizás afectados por una diabetes no tratada. Ambos eran fieles luteranos, pero, y aquí las cosas se separan, Händel era un hombre tremendamente práctico y con un olfato natural para los negocios, además de un viajero incansable. Bach por su lado, nunca viajó fuera de Alemania, desconfiaba de las modas del momento, no le interesaban los negocios, ni las novedades. En sus obras, siendo tan diferentes la una de la otra, se encarnan los frutos más acabados del barroco tardío. Ninguno de los dos escribió con pretensiones de trascendencia y la trascendencia fue a su encuentro, ellos simplemente hacían lo sabían hacer: música, exactamente lo mismo que los maravillosos músicos que interpretaron sus obras. La música tiene la facilidad de acompañar los grandes recuerdos de la vida, como aquellos que nos contaba mi maestra. La música es finalmente vivencia pura. Quizás, en la vida haya que hacer y vivir más. Seguimos.
por Elio Ronco Bonvehí | May 1, 2018 | Críticas, Música |
La novena de Beethoven es una de las obras básicas del repertorio sinfónico, y rara es la temporada en la que se programa menos de dos veces en Barcelona. Si no es la OBC, es la OSV, o alguna orquesta de nombre tan sugerente como sospechoso a cargo de promotores musicales más que cuestionables. Tanta repetición convierte su interpretación, por buena que sea, en algo rutinario, y hace falta un director absolutamente genial para que le devuelva a la obra la capacidad de sorprendernos y así poder escucharla como si fuera algo nuevo. Daniele Gatti no es solo un director genial, es uno de los poquísimos directores que lo es en todo lo que dirige, y lo volvió a demostrar com la novena que dirigió en el Palau de la Música Catalana, al mando de la Mahler Chamber Orchestra.
El contenido del programa ya era un acierto: la Sinfonía núm. 9, en Re menor, op. 125, de Beethoven… y nada más, sin ninguna obra de relleno. Corto pero intenso. Gatti ofreció una versión enérgica, llena de contrastes y bien construida, que avanzó con fluidez desde el primer compás hasta el último. Con sus expresivos gestos controlaba desde el podio hasta el más mínimo detalle de la orquesta, que a su vez respondía con precisión y un equilibrio perfecto entre secciones. Lo mismo sucedió con el Cor de Cambra del Palau y el Orfeó Català, que al cantar su parte de memoria pudieron concentrarse en las indicaciones de Gatti, ejecutando a la perfección comprometidos cambios dinámicos. Ya comentamos recientemente el buen estado de forma de los coros de la casa, que con esta añaden una más en una serie de impactantes actuaciones en el Palau. Con un sonido rico y compacto y un registro agudo seguro y contundente, su intervención fue decisiva para lograr un cuarto movimiento memorable. El excelente cuarteto de solistas, en cambio, no cantó de memoria y eso restó espontaneidad a su canto. Solo Torsten Kerl, el tenor, parecía no necesitar la partitura, mirándola raramente e incluso cerrándola durante sus solos, que interpretó impecablemente y con visible entusiasmo. Los demás no se despegaron de ella, y aunque su canto no se resintió por ello a nivel técnico, les faltó la frescura de Kerl. Marina Rebeka destacó por su timbre y la precisión en las agilidades, y Natascha Petrinsky resolvió a la perfección su parte. El bajo Luca Pisaroni lució una impresionante y profunda voz de bajo, aunque su importante entrada quedó algo deslucida por una coloratura pesante y un fraseo plano, más preocupado de las notas que de la intención.
En definitiva, una versión para el recuerdo que, gracias a la calidad de todos los músicos y al planteamiento de Gatti, nos permitió redescubrir toda la grandeza de una obra que a menudo es víctima de su propia popularidad.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 23, 2018 | Críticas, Música |
La frescura, sin duda es para mí, una de las características más remarcables de la música de H. Purcell. Cuando se tiene la oportunidad de escuchar alguna grabación y ya no digamos de hacerlo en vivo, de alguna de las obras del compositor británico, la experiencia es siempre muy reconfortante. La maravillosa frescura y facilidad con que logra envolverte en un fluido amable y dulce de melodías siempre atractivas, es algo que lo distingue de otros compositores del mismo periodo. En su obra, convergen una serie de tradiciones que al fallecer sorpresivamente, con tan solo 36 años, se vieron huérfanas y sin posibilidad de prolongarse en otro maestro de la misma talla artística nacido en las islas británicas. Efectivamente, ningún músico inglés, pudo si quiera aproximarse al nivel artístico de Purcell en siglos. El ambiente próspero para los negocios y una sociedad dinámica y muy abierta, atrajeron como contraparte, a músicos de la talla de N.Porpora o de G.F.Händel, que incluso llegó a ser naturalizado súbdito del imperio británico, en su último acto de gobierno por su majestad Jorge I.
Como se mencionó hace algunos párrafos, Purcell fue heredero de la centenaria tradición musical inglesa. Esta se distinguía por sus armonías dulces y amables, por la simpleza de sus estructuras, que contrastaba con la complejidad rítmica y formal de las obras escritas en el continente. La guerra de los cien años, que enfrentó a ingleses contra franceses en su territorio, a caballo entre los siglos XIV y XV no solo trajo muerte y devastación, si no que puso en contacto a artistas de ambas coronas y entre ellos, a personajes tan destacados como J. Dunstable del lado británico con G. Dufay de la parte gala. Este encuentro de dos maneras de hacer influyó de manera muy evidente en la música que se escribió a partir de esa época por toda la Europa continental. Del mismo modo, Francia dejó su impronta en los maestros británicos de las generaciones posteriores a la de Dunstable o Power; así cuando examinamos la obra de Purcell, nos encontramos con elementos típicamente franceses. Solo hace falta escuchar como estructura las oberturas de sus obras, siguiendo el modelo francés de Lento- Rápido -Lento, con un marcado pontée. El uso de la voz, por el contrario, es muy británico y es donde Purcell muestra el absoluto dominio sobre las tradiciones arriba mencionadas. Armonías dulces, melodías no excesivamente ornamentadas y muy pegadizas, un sentido innato del contraste dramático, lo que permite que su música sea siempre atractiva al oyente porque constantemente recibe estímulos nuevos y frescos. Gusta de cimentar grandes periodos de sus operas, en pequeñas arias llenas de encanto o por el contrario, es un consumado maestro a la hora de escribir en el tradicional ground ingles, forma británica de la Chacona que se practicaba en el continente y que consta de un bajo melódico, que tras ser expuesto en alguna voz, sigue sonando una y otra vez, dando sustento al desarrollo del resto de voces. En Purcell esta técnica compositiva logra alturas nunca escuchadas. El grado de refinamiento, de delicadeza con que va paulatinamente construyendo las diferentes variaciones temáticas, es embelesador, así, casi sin darte cuenta, la pieza puede prolongarse durante 7 o 10 minutos, sin que se tenga apenas conciencia del tiempo trascurrido.
Gran oportunidad tuvimos los amantes de la obra del llamado Orpheus Britannicus de disfrutar de una de sus obras más celebres: la semiópera King Arthur interpretada por Paul McCreesh al frente de su orquesta y coro, los Gabrieli consort and players. El Auditori de la ciudad de Barcelona fue el lugar donde con una estupenda entrada, se llevó a efecto el citado concierto el pasado 10 de abril. La fama que precede a McCreesh, junto con sus músicos, fue de sobra ratificada por un concierto lleno de aciertos y de belleza. Lamentablemente el maestro Dave Hendry trompetista del grupo, no tuvo su mejor noche y empañó, justo al final, la ejecución brillantísima que durante todo el concierto habían brindado sus compañeros. En defensa del maestro Hendry se puede apuntar que la trompeta natural es un instrumento complejo y cuya ejecución está expuesta a miles de accidentes que pueden empañarte, como fue el caso, una noche. De cualquier manera, la sensación que ya había generado en todos los presentes la estupenda ejecución del maestro McCreesh era ya tan fuerte que, al culminar el concierto, recibieron una más que merecida ovación.
La elegancia y la prestancia británica lo invadió todo a lo largo del concierto y realmente fue gratísimo poder paladear a un Purcell tan bien entendido como el que los Gabrieli consort and players nos ofrecieron. La obra estructurada en 5 actos, tiene grandes momentos, pero dos de ellos fueron quizás deliciosos, comenzando por la passacaglia «How happy the lover», llena de una alegría desenfada y de un virtuosismo vocal delicado y embelesador, nos habla de los placeres que el amor derrama sobre los que se dejan seducir por Cupido. Por el contario, la canción de taberna «Your hay it is mow´d, and your corn is reap´d» que cantan en el quinto acto un grupo de campesinos “ebrios”, encabezados en este caso por el mismísimo Paul McCreesh, que animaba a sus cofrades alegremente con una pandereta, ensalza en un canto patriótico la grandeza de “Britania”.
Algunos hablan de que la razón del fallecimiento de H. Purcell fue la tuberculosis, otros que se envenenó con chocolate, pero otros, dicen que realmente falleció al constiparse tras pasar una noche al raso. Su esposa, le habría cerrado la puerta de casa, a saber por qué razones. Tras de escuchar «Your hay it is mow´d, and your corn is reap´d», estas me quedaron claras, o por lo menos nítidamente insinuadas. De cualquier manera, su obra es fuente de profunda dulzura, de profundo placer. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 21, 2018 | Críticas, Música |
Uno de los efectos más perniciosos del llamado “canon” de la música, es que nos aleja de otras músicas realmente valiosas, escritas por contemporáneos de esos grandes nombres, a lo que reverencialmente llamamos “grandes maestros”. Un conspicuo caso es el de A. Salieri, estupendo compositor que tuvo la desgracia de compartir tiempo con W.A. Mozart y que por causas totalmente extra musicales está fuera de ese encumbrado listado de lo que define a la música clásica occidental como tal. No es este el espacio idóneo para discutir sobre los procesos que generaron este canon, pero los límites marcados, también excluyeron a compositores debido a su nacionalidad. Así, por ejemplo, aun subsiste en el inconsciente colectivo el íntimo convencimiento de que los países que en su momento pertenecieron al imperio español, por alguna extraña razón, nunca han tenido a ningún maestro de altos vuelos. Muchos fuimos educados pensando que los alemanes o los italianos, tenían algún tipo de plus musical en el ADN, que los hacía particularmente geniales. Esto es similar a lo que en la actualidad sucede con la llamada “música popular” o “urbana”, que pareciera que la inventaron los anglosajones y que por tanto, solo existen los grupos británicos o norteamericanos.
Volviendo al mundo de la música “clásica”, existen una enorme lista de maravillosos compositores nacidos tanto en la península, como en Latinoamérica, que, de nueva cuenta, por razones totalmente extra musicales, no solamente son sistemáticamente excluidos de ese tan deseado canon, sino que su música duerme el sueño de los justos en algún archivo esperando a que alguien haga sonar su obra. El maestro Jordi Savall ha realizado una labor encomiable en ese sentido, pues ha rescatado muchas obras de altísima calidad, que eran absolutamente desconocidas tanto aquí en la península, como en América Latina. En casa nostra no somos la excepción. Cataluña cuenta con una nutrida plantilla de grandes maestros que son injustamente despreciados y que cuentan con una obra de enorme factura. Dejando nombres que, aunque sea poco, pero se les escucha, como el Padre Antonio Soler que se formó en el monasterio de Montserrat, tenemos por ejemplo a los hermanos Joan y Josep Pla, o a Ramón Carnicer, músicos de primer nivel y que actualmente apenas se les conoce. Si miramos más atrás en el tiempo, brilla con mucha intensidad la figura de Joan Cererols, monje benedictino que ostentó la dirección de la escolanía de la abadía de Montserrat desde 1658 hasta el año de su fallecimiento ocurrida en 1680. Justamente en este año, celebramos el cuarto centenario de su nacimiento y por tal motivo, el maestro Jordi Savall presentó a la Jove Capella Reial de Catalunya, con los alumnos seleccionados de la XI Academia de Formación profesional de investigación e interpretación musical que él dirige, en un concierto integrado por dos misas de Joan Cererols. La cita fue el pasado miércoles 4 de abril en el Auditori de la ciudad de Barcelona, registrando una estupenda entrada, cosa que alegra y mucho, al constatar que el público responde tan entusiastamente a proyectos tan importantes como estos.
Las obras programadas fueron la Missa de Difunts a 7 veus y Missa de Batalla. En ambos casos se cuenta con las partes vocales y un bajo que por momentos no tiene ni el cifrado correspondiente. Ante tan magros recursos, el director que se enfrenta con las obras debe de tomar decisiones. Muy en la línea de lo que en su momento se hacía, en tanto que, la ausencia de partes instrumentales, por ejemplo, no indica su inexistencia, si no que el maestro de capilla decidía utilizar tal o cual conjunto instrumental de acuerdo a la solemnidad de la ceremonia en la que tal música sería ejecutada. Así, el maestro Savall, decidió acompañar ambas misas con tres consorts de instrumentos: uno de violas da gamba, otro de bajones y un tercero integrado por 3 sacabuche y un corneto. El estilo compositivo de Cererols, mezcla elementos aun de sabor renacentista muy propios del primer barroco, como la policoralidad que ambas misas pusieron de manifiesto en los diálogos mantenidos entre grupos vocales bien diferenciados los unos de los otros y que eran reforzados por los grupos instrumentales arriba mencionados. Por momentos, esta hermosa música recordaba a maestros tan encumbrados como Victoria o cualquier representante de la escuela romana del momento, y la atinada dirección del maestro Savall, que se encuentra muy cómodo en este repertorio, dio luz a obras que sorprende que nos sean tan ajenas en la actualidad.
La sensación general del concierto fue realmente buena, ya no solo por el rendimiento de los intérpretes, que fue estupendo, si no porque, ver mezclados interpretando música tan bien escrita, que lleva tantos años olvidada a un grupo de músicos tan jóvenes, con otros con tanta experiencia a sus espaldas, es algo realmente reconfortante. A tocar se aprende tocando y si a tu lado está alguien que te muestra como hacerlo, haciéndolo tan bien, el resultado es por fuerza, maravilloso, y esto lo pudimos disfrutar el pasado 4 de abril.
Mucho queda por hacer, cierto, pero el camino se recorre andando o en este caso tocando, y afortunadamente son cada vez más los que lo hacen. Nos queda a nosotros escuchar, como así sucedió en este concierto, el resultado de tan hermoso trabajo. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Abr 17, 2018 | Críticas, Música |
El desaparecido maestro Nikolaus Harnoncourt escribe en su libro La música como discurso sonoro (Acantilado, Barcelona 2006) “Desde que la música ha dejado de estar en el centro de nuestras vidas, todo esto ha cambiado: como ornamento, la música ha de ser ante todo “bella”. En ningún caso ha de molestar, no debe asustarnos. La música actual no puede cumplir con esa exigencia, ya que por lo menos, refleja -como cualquier arte- la situación espiritual de su tiempo, o sea del presente”. En general, cada uno de los textos que integran este maravilloso libro, son realmente brillantes, pero la anterior cita, me parece que resume perfectamente un fenómeno muy propio de nuestros días: cuando asistimos a un concierto en la actualidad, sobre todo si este concierto está dentro de lo que se suele llamar “música clásica”, lo que queremos es escuchar algo bello, o lo que convencionalmente se ha aceptado como bello, y lamentablemente esta definición suele encajar con algo tranquilo que no nos asuste, o como bien dice Harnoncourt en su texto, sobre todo, algo que no nos moleste.
La música, vista así, es simplemente algo bello, un ornamento, un adorno. Algo lo suficientemente inocuo como para que al tener nosotros el contacto directo con ella, esta no nos golpeé en la cara con algo incómodo de nuestra realidad. Al ser algo que proporciona un solo momento de esparcimiento o de evasión, nuestra sociedad permite que la música sea apartada de la formación de nuestros niños y jóvenes. En tanto que se entiende que no es algo fundamental en su formación, se puede prescindir de ella y se le coloca en un segundo o tercer plano, cuando realmente, si hay algo que es consustancial al ser humano, es la música.
Cuando se anuncian programas tan aparentemente “bellos” como el que se pudo escuchar el pasado martes 3 de abril en el Palau de la Música Catalana, integrado por dos obras emblemáticas del repertorio barroco: el Dixit Dominus, HWV 232 de G.F.Händel y el Gloria, en Re major, RV 589 de A. Vivaldi uno se sorprende al darse cuenta que lo nosotros llamamos “bello” con una connotación bastante inocua, en el momento en que fueron escritas, el calificativo obtenido por ellas fue el de “excitantes” o “sorprendentes”. Ambas partituras, ahora absolutamente domesticadas por nuestros oídos y que, como mucho, nos llevan a un pálido tonteo sentimental, en su momento, producían verdaderos estados alterados de la conciencia, y no es que la gente se emocionara un poco, es que existen registros de que ambos maestros a lo largo de su carrera, lograron estremecer a públicos que temieron ser arrollados por algún tipo de fuerza exterior, o por el realismo con que la música les evocaba algún tipo de peligro.
Al ser títulos que pertenecen al llamado “canon” de la música, nuestra época las ha escuchado ya muchas veces y el intérprete que se aproxima a ellas por primera vez, tiene la natural tentación de innovar en su lectura, sin pensar que, finalmente, la música es básicamente una práctica, y que la interpretación definitiva no existe. Así, tenemos un sin numero de posibilidades interpretativas de obras como las ya mencionadas, todas válidas y todas muy interesantes de escuchar. Nosotros tuvimos la oportunidad de escuchar la interpretación realizada a cargo del Ensemble Matheus, acompañando al Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana dirigidos por el maestro Jean-Christophe Spinosi.
Tal interpretación fue una lectura inconstante, en el sentido de que se tenía la impresión de que la orquesta y el coro no terminaban de complementarse realmente.
Era muy evidente la diferencia de concepciones. El Cor de Cambra, estupendamente preparado, mostró una sonoridad fuerte y potente, y esta nunca empastó con la sonoridad delicada y por momentos demasiado tenue de la orquesta. Eran dos mundos sonoros que a ratos se contrarrestaban el uno al otro. Por otra parte, los solistas, salían y entraban al escenario para cantar sus números y esto hacia que se interrumpiera el flujo dramático de ambas piezas. En términos generales, podríamos decir que, pese al prestigio que acompaña al maestro Spinosi, refrendado en numerosas ocasiones, en esta, nunca quedó clara su posición frente a las obras del programa o esta se confundió, al no lograr la mencionada fusión entre los dos bloques sonoros y que unidos, se dirigieran a una idea en común.
La música sonó, las notas fueron colocadas todas en su lugar, y así, el concierto fluyó sin mucha dirección. La emoción o la excitación arriba mencionadas nunca aparecieron y por momentos el letargo si que lo hizo.
Quizás podríamos calificar de bella esta interpretación y sería justo hacerlo, en tanto que todos los elementos estaban en su lugar, eso es innegable. Pero, y aquí está lo fundamental, esta música al menos nació con la aspiración de ser algo más que música bella, nació con la intención, no de acariciar, si no más bien de confrontar al que la escucha. Quizás para nosotros, que venimos de vuelta de tantas cosas, haya pocas que nos sorprendan, o quizás, es que las que nos sorprenden están ahí y no queremos verlas, y vamos a un concierto para seguir sin verlas, todo depende de con qué oídos escuchemos.