Schubert y Britten: «a matter of taste»

Schubert y Britten: «a matter of taste»

Existe una evidente fascinación ante la relación de la voz humana y la poesía  dentro del repertorio musical de cámara. El sonido, la palabra y la imagen se presentan como una serie de posibilidades para la composición. Es la fuerza que ejerce el texto ante la toma de decisiones musicales lo que determina un estilo y a lo cual corresponde la tradición. Por otro lado en términos de interpretación, el canto es uno de los terrenos más tradicionales de la música académica con una audiencia de exigentes receptores. Considerando lo anterior y frente al programa propuesto por el tenor inglés Mark Padmore el pasado 14 de marzo (dentro del ciclo Grans veus del Palau); surge una pregunta sobre lo efectivo de unir dos compositores lejanos como Schubert y Britten. Así mismo sobre los retos vocales exigidos en la selección musical y el resultado de la suma de los desafíos.

Previo a una crítica es necesario identificar los preconceptos musicales que condicionarán el gusto. That matter of taste. Franz Schubert es el paradigma del lied, sobre su obra se justifican las formas de interpretar toda una tradición vocal.  El lied es el ejemplo más puro del pensamiento romántico: un objeto musical independiente que encuentra en la poesía la herramienta para su creación, la expresión de una estética y la sublimación de las emociones individuales. El escucha purista de Schubert exige que el cantante no sólo comprenda a profundidad el texto poético, sino una serie de códigos que incluyen los lineamientos y limitaciones de su espacio escénico. En resumen, una tradición para interpretar y estar de acuerdo con el mundo creado por el lied romántico.

En el otro extremo del programa se encuentra Benjamin Britten, cuyo ciclo central Winter Words encuentra en la poesía naturalista de Thomas Hardy un lenguaje parco y sombrío que se opone al ideal romántico de Seidl, Mayrhofer, von Kleit y von Leitner. Una realidad estética y vocal lejana de la primera parte del programa. Sin embargo en The Britten Companion, el pianista Graham Johnson argumenta encontrar similitudes entre Winter Words y el gran ciclo vocal de Schubert Winterreise. Su justificación se sustenta en la atmósfera invernal y la sensación de ser transportado a un pasado evocado tanto por el compositor como por el poeta. Pero no se encuentra ningún vínculo musical, el puente lo construye a través de la mera experiencia poética y el peso emotivo de la composición.

Ahora bien, retomando la experiencia del pasado recital de Padmore y el pianista Julius Drake, ¿cuál es el posible resultado de un programa desafiante tanto vocal como poéticamente?

La primera parte del programa dedicada a la figura de Franz Schubert no resulta del todo convincente. En una apreciación meramente vocal, el uso excesivo del falsete y un acercamiento aparentemente descuidado resulta en una ejecución quizás no tan brillante como la de su segunda parte. Aunque es necesario hacer una mención especial al Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana y su aparición en las piezas corales And die Sonne y Gott in der Natur para coro mixto y coro femenino respectivamente. De igual forma hacer hincapié en la interpretación enérgica del lieder Bei dir allein y el reto vocal de Der Winterabend, obra escrita el año de la muerte de Schubert donde se narra la reflexión del poeta ante una tarde de invierno. «Seufze still, und sinne und sinne». Suspiro en silencio y pienso y pienso. Una ejecución profunda y consciente de la carga musical y poética del lieder.

Sin duda, el éxito es para la segunda parte del programa dedicada a Benjamin Britten. Su selección son obras compuestas en su tiempo para el tenor Peter Pears y cuyo estilo vocal se acerca más a la interpretación de Padmore que equilibra un sonido liso con el falsete.

Mencionado anteriormente el eje central de ésta parte del programa es el ciclo Winter Words. Ocho pequeños cuadros que dibujan aspectos dolorosos, satíricos y mundanos de la vida humana. Las sutilezas que exige el acompañamiento del piano en el ciclo son comprendidas por Julius Drake, el cuál logra pintar con sonidos la atmósfera de la poesía de Hardy. La crudeza del texto se comprende y se proyecta de manera convincente para el escucha. Siendo la pieza «Before life and after» uno de los momentos más bellos del recital.

De los grandes hitos de la noche es la interpretación de The Ballad of Little Musgrave and Lady Barnard para coro de voces masculinas y piano. El trasfondo de ésta pieza ayuda a comprender el peso interpretativo y las decisiones musicales de Britten. La obra fue comisionada por Richard Wood quién había organizado un coro masculino en el campo alemán Oflag VIIb durante la segunda Guerra Mundial. Y cuyas partituras llegaron página a página en microfilm. La balada es una historia dramática de adulterio escrita con una poderosa simpleza y que la sección masculina del Cor de Cambra del Palau de la Música Catalana y la dirección de Simon Halsey han logrado ejecutar de manera emotiva.

Así acaba un programa de una gran exigencia vocal e inteligencia poética. Se ha construido un puente entre el íntimo lied y las creaciones del desencantado siglo XX. Y el juicio final queda en manos del gusto.

 

La fascinación de la repetición

La fascinación de la repetición

Es irónico que sea la Orquestra Simfònica del Vallès (OSV) la que ofrezca un programa centrado en la idea de repetición musical, siendo precisamente la formación catalana que más lucha por ofrecer temporadas variadas y originales. En particular, el concierto que ofrecieron el pasado 17 de marzo en el Palau de la Música de Barcelona debería ser un ejemplo a seguir por todos los programadores culturales. Lo tenía todo: coherencia temática (la idea de repetición), obras contemporáneas (Adams y Nyman), una obra popular como gancho para el gran público (Bolero de Ravel), interacción con el público (una divertida e instructiva explicación del director) e implicación y complicidad por parte de la orquesta.

El concierto empezó con el atractivo Concierto para piano en sol mayor de Ravel, una obra que con sus ritmos atrevidos ya apuntaba a las tendencias modernas del programa y que, además, sirvió para descubrir al joven pianista valenciano Enrique Lapaz. El reciente ganador del Concurso Ricard Viñes lució un impecable dominio técnico, con un sólido legato y un control de la pulsación que le permitía ofrecer una gran paleta de matices. Destacamos el bellísimo segundo movimiento, en el que se recreó en el lirismo de la melodía, servida con una continuidad y flexibilidad sorprendentes para un instrumento percutido como el piano. Lapaz también actuó como solista en la segunda pieza, la suite que el propio Michael Nyman compuso a partir de la banda sonora de El Piano. El director James Ross, nuevo titular de la OSV, fue capaz de dar la relevancia adecuada a la orquesta en una primera parte configurada por obras con solista, complementando la labor de Lapaz.

La segunda parte empezó con Clapping Music de Steve Reich, a cargo de cuatro percusionistas de la orquesta, a lo que siguió la explicación de Ross que, con divertidos ejemplos, consiguió transmitir al público, de forma pedagógica, el papel de la repetición en la música y, sobretodo, en las obras que formaban el programa. La idea crucial es que cuando alguno de los elementos de la obra (melodía, ritmo, estructura…) se repite indefinidamente, eso nos obliga a buscar la variedad en otro lado, permitiéndonos apreciar otros aspectos de la música que suelen pasar desapercibidos (la orquestación en el caso del Bolero, o la superposición en Clapping Music). Más complejo es el uso de la repetición en The Chairman Dances («el Presidente baila»), un foxtrot para orquesta que John Adams compuso como preparación al tercer acto de su ópera Nixon in China. La Simfònica del Vallès evidenció un gran trabajo de preparación en esta difícil pieza, que ejecutó con notable precisión.

El gran final era el Bolero de Ravel, una pieza de exhibición para la orquesta en la que la misma melodía se repite invariable, pasando de un instrumento a otro en un crescendo contínuo. El primer tramo es el más difícil, ya que el crescendo debe ser muy sutil y la variedad proviene exclusivamente del cambio de timbre. Aquí los solistas tuvieron intervenciones algo irregulares, resultando en una repetición algo monótona. En cambio, Ross gestionó especialmente bien el tramo final, rematando la pieza con un interesante golpe de efecto: todos los músicos, director incluido, interpretaron la última repetición del tema en pie y mirando al público. Estos gestos de complicidad son una de las señas identitarias de la OSV, una de las pocas orquestas del país que ha entendido que el formato de concierto clásico ha caducado y que trabaja para adaptarlo a los nuevos tiempos. Pero fue la propina la que reflejó mejor la esencia de esta orquesta: abandonando por un momento sus respectivos instrumentos, repitieron todos juntos Clapping Music. Implicación, frescura y ganas de renovarse; eso es la Simfònica del Vallès.

La escritura sin fin

La escritura sin fin

Vivimos en una sociedad que premia en grado sumo la originalidad. Para nosotros, herederos de la tradición romántica del siglo XIX, un artista, entre sus características ha de lucir siempre la originalidad como característica fundamental. Ahora bien, ¿realmente sabemos lo que queremos definir con original? Si hacemos el clásico ejercicio de acudir al diccionario de la RAE, este aporta 9 posibles definiciones del término, pero, en su segunda entrada dice textualmente: “Dicho de una obra científica, artística, literaria o de cualquier otro género: Que resulta de la inventiva de su autor”. Como siempre, estas definiciones aportan todo y nada, son demasiado generales, pero lo que es cierto es que, como ya he apuntado, nosotros somos herederos de una tradición que concibe la obra de arte como algo creado por su autor en un acto casi de revelación, y no como el resultado de un trabajo realizado por el mismo personaje. Bajo esta mirada, el artista es un mero trasmisor de un mensaje de otras dimensiones, dijéramos superiores.

Un artista que se precie bajo esta óptica, dicho de una manera coloquial, tiene conexión directa con la divinidad, que generosamente derrama sobre él sus dones en forma de obras siempre, nuevas y, muy importante, siempre originales. De no ser así, habría que desconfiar de esa alta instancia que trasmite dones ya toqueteados, o de segunda mano, sobre todo porque, a ver quien es el guapo que va y reclama.

Imaginar a J.S.Bach reutilizando música propia o de algún otro autor nos parece absolutamente imposible, y queridos amigos, esto era una práctica muy frecuente no solo en la época que nos ocupa, si no que venía de antiguo, como algo absolutamente normal. La llamada técnica del pasticcio o de la parodia, era algo absolutamente habitual en la práctica musical del momento. Bach tiene en su catálogo frecuentes reutilizaciones de música propia ya compuesta y que readapta para nuevas obras, pero no solo esto, podemos encontrar varios ejemplos de obras de Vivaldi o Pergolesi, que, a manera de estudio, Bach o bien modifica en su orquestación, o coloca un nuevo texto que redimensiona la obra original.

Händel mismo, también junto con otros autores, en medio de la vorágine compositiva en la que se producían las óperas en ese momento, reutilizaba músicas propias o ajenas, para una nueva producción y ello no ofendía a nadie, incluso, podía llegar a ser honroso el que otro músico considerara tu obra lo suficientemente buena, como para a partir de ella, crear una nueva. Nadie se rasgaba las vestiduras, la musa en cuestión aquí, repartía si me permite, más bien oficio y muchas horas de trabajo, que inspiración revelada.

Ahora bien, cuando Bach acude a esta técnica lo hace de una manera muy particular. Siguiendo la tradición luterana, hace toda una exégesis del nuevo texto utilizado, y hace encarnar en las nuevas palabras la música ya compuesta. No se trata solo de adaptar la letra a la música, sino algo mucho más elaborado; se trata de lograr que la música ya existente, sea verdaderamente el medio por el cual ese texto cobre fuerza y trasmita de manera aun más poderosa su mensaje.

Cuando en la pascua de 1731 presentó en Leipzig su Pasión según San Marcos, la obra estaba escrita reutilizando materiales de otras obras ya compuestas por él mismo. Lamentablemente, no contamos con el manuscrito original del maestro y por poco perdemos también el libreto que utilizó; pero sabemos que, en principio, echó mano, por ejemplo, de la Oda fúnebre BWV 198 y que muy probablemente también utilizara música extraída de sus dos conocidas pasiones. Hay que entender que Bach, en ese momento creativo, está ya de vuelta de muchas cosas: ha creado ya casi la totalidad de sus cantatas y las dos pasiones que nos han llegado, así que, como músico, se abre al estudio y revisión de su propia producción y la de otros maestros. Y en este espíritu, escribe no solo la mencionada pasión según San Marcos, sino varias misas luteranas e incluso el Oratorio de Navidad que contiene un buen numero de pasajes ya existentes en sus siclos de cantatas. A los fieles que asistían a los oficios en cualquiera de las iglesias donde Bach actuara, les daba exactamente igual de quien era la música, era algo que ni se planteaban; esas disquisiciones solo nos afligen a nosotros, que buscamos la originalidad desde luego.

El pasado 22 de marzo en el Auditori de Barcelona, el maestro Jordi Savall presentó su versión de la mencionada pasión, y aquí es muy importante mencionar, que es una versión posible y muy autorizada de la obra, pero que no es la única, ni mucho menos la definitiva. Existen por lo menos otras seis versiones más posibles, destacando mucho la que Ton Koopman presentó en 1999 y que se apoya en fuentes musicales totalmente diferentes a las que acuden el resto de las versiones, incluida la presentanda por Savall.

Lo cierto es que, mientras no encontremos el autógrafo original, esta obra será siempre un pasticcio de la obra original, cosa que al mismo Bach no le hubiera molestado, en tanto que la pasión en su origen, fue creada del mismo modo, es dijéramos, una obra que se sigue escribiendo constantemente.

La interpretación fue realmente buena, destacando mucho las hermosas voces blancas del Cor infatil amics de la unió, estupendamente bien preparadas por su director Josep Vila i Jover y que empastaron a la perfección con el resto del conjunto vocal e instrumental. Creo que el maestro Savall acertó de pleno en la elección de este tipo de color vocal, muy próximo a lo que Bach utilizaba en sus interpretaciones. Termino felicitando especialmente a David Szigetvári que cantó el papel del Evangelista primorosamente y al contratenor Raffaele Pé, que bordó todas sus arias con una voz carnosa y una musicalidad exquisita.

 

 

La esencia de Schubert y su música de cámara

La esencia de Schubert y su música de cámara

El pasado lunes, 19 de marzo se celebró un memorable encuentro de músicos en el Palau de la Música Catalana para ofrecer algunas de las obras más famosas de Franz Schubert en el ámbito camerístico.

Los intrumentistas que intervinieron en el concierto, formando diversas agrupaciones, fueron la violinista Isabelle Faust, su hermano violista Boris Faust, el violonchelista Jean-Guihen Queyras, con quien han colaborado otras veces, la contrabajista Laurène Durantel, Alexander Melnikov al piano y el barítono Georg Nigl.

Uno de los aspectos más interesantes de la velada fue cómo estaba diseñado el programa del concierto; todas las piezas tuvieron al menos un elemento en común con otra de las obras interpretadas, de manera que al concierto en su integridad se le confirió un carácter cíclico. De hecho, acompañando este sentimiento de Schubertiada, durante varias obras algunos de los músicos permanecieron en el escenario escuchando en silencio a sus compañeros, empapándose de sus interpretaciones, creando una atmósfera familiar y de carácter «improvisado» en que todos se influenciaban con todos, de una manera más cercana y natural de la que estamos acostumbrados si la comparamos con la estática forma de concierto escolástico.

La primera intervención del concierto fue introducida por Georg Nigl con un lied titulado Viola (D.786). El barítono, aunque un poco dependiente de la partitura y con algún que otro fallo en la letra, demostró tener un gran control de la voz en todo momento, con el que preparaba todos los cambios de altura y de color de forma medida, sosegada y con gusto, sin recurrir a aproximaciones ni exageraciones. La parte del piano, tocada con una gran elocuencia por Melnikov, recordaba en sus acordes repetidos en primera inversión al acompañamiento del tema principal de Die Forelle.

A continuación Queyras procedió a interpretar la famosa Sonata para violonchelo y piano en la menor «Arpeggione» (D.821). Lejos del sonido grandilocuente, legato contínuo adornado por un vibrato permanente propio de la mayoría de grabaciones de la obra, el violonchelista tocó la sonata y las siguientes piezas con su estilo particular, más cercano a la manera historicista con que se toca la música antigua: tocando con el arco muy ligero (flautato), con mucho énfasis al acentuar algunas notas en crescendo cerca del puente haciendo mesa di voce, articulando mucho en general y en las apoyaturas, y arpegiando los acordes con poca presión y con movimientos rápidos de muñeca. Eso no quiere decir que no vibrara en absoluto, sino que se convertía en un recurso más para dar color en momentos concretos. El chelista, que interpretó la obra con los ojos cerrados, desplazaba constantemente el arco por el batidor del instrumento, de manera que el punto de presión con el arco y la cuerda iba fluctuando. Al mismo tiempo que le permitía crear momentos muy delicados sul tasto y algunas sonoridades interesantes cerca del puente, en otros momentos el resultado era un poco caótico y poco definido y se echaba de menos un poco más de densidad y proyección de sonido.

Sei mir gegrüsst! (¡Te saludo!), lied ejecutado nuevamente por el dúo Nigl y Melnikov siguió a la sonata de chelo e incorporó un nuevo tema musical que luego se vería reflejado en la Fantasia para violín y piano op. 159 que tocó Isabelle Faust. La violinista estuvo en el escenario en el transcurso de la obra. Faust, al igual que la última vez que estuvo en el Palau con Il Giardino Armonico, sobresalió por su interpretación jovial, llena de energía -esta vez en en el registro camerístico-, demostrando tal dominio técnico de la velocidad y peso del arco que le permitió hacer pianissimos imposibles como por ejemplo en la introducción del andante molto -que ejecutó muy elegantemente-, o en crescendos que hacía de manera gradual con el arco muy lento y sin cortar el sonido en ningún momento. Al mismo tiempo podía articular pasajes virtuosos con poco arco y profundidad o hacer golpes de arco a la perfección como el ricochet.

La segunda parte del concierto consistió el la interpretación de La trucha, tanto en su versión lied (op.32) como el quinteto en la mayor, basado en el lied. Todos los músicos salieron al escenario durante la pieza del barítono, de manera que cuando procedieron a interpretar el quinteto, lo hicieron con la clara idea musical que haía dejado Nigl para el Tema con variazone del cuarto movimiento. Laurène Durantel por fin en el escenario le dio vida a la obra con una gran fuerza en los bajos que proporcionaba una base indispensable en el quinteto. También fue interesante escuchar a Boris Faust, que con una sonoridad cálida se amoldaba perfectamente al sonido de Isabelle y Queyras en sus momentos a dúo.

Música de dimensiones cósmicas

Música de dimensiones cósmicas

“Tristeza insondable”, “La desdicha de gatos con sueños perturbados”, “La horrible longitud”, “La música interminable, desorganizada y violenta” y “No es imposible que el futuro pertenezca a este pesadillezco… estilo, un futuro que, por lo tanto, no envidiamos”, estos son los términos que el poderoso y vengativo Eduard Hanslick dedicó a la Sinfonía núm. 8 en Do menor de A. Bruckner en la crónica que realizó para su estreno en Viena el 18 de diciembre 1892.

La historia que precede a este estreno, que pese a lo que Hanslick escribió, fue un absoluto éxito, describe perfectamente el modo en que Bruckner pasó casi la totalidad de su vida creativa. Primero, la composición de una ambiciosa sinfonía en la que su autor pone todo su ingenio y trabajo; posteriormente, vendrán las dudas sobre la misma obra; el envío a varios directores esperando que alguno acceda a estrenar la nueva partitura, es el siguiente paso de este proceso; la insoportable incertidumbre sobre el destino de su nueva criatura será constante y no abandonará nunca a Bruckner en todo este proceso. Cuando por fin llegan noticias de alguna orquesta, suelen venir acompañadas con la solicitud para que la obra sea revisada y ello sumirá al compositor en periodos depresivos cada vez más prolongados y dolorosos; para concluir este complejo proceso, con el estreno de la obra, que habitualmente suele ir acompañado de críticas como la que hemos leído al inicio de este texto. En el caso de la octava sinfonía, lo anterior se cronifica drásticamente.

Cuando inicia la composición de la octava, Bruckner viene del clamoroso éxito obtenido con el estreno de la séptima sinfonía. Hermann Levi en Munich, ha sido su gran valedor y a él envía la nueva partitura en la que había trabajado durante tres años y medio, seguro de su apoyo. Él, tras revisarla, contesta mediante un amigo común que no programará la obra. La depresión que ello causó en Bruckner fue inmensa y lo llevó a un proceso de revisiones y reelaboraciones sin fin, intentando obtener la aprobación de algún director que accediera a estrenarla. Finalmente, tal estreno se llevó a cabo en la ciudad en la que vivía Bruckner, Viena, y de la que tanto recelaba por ser el bastión de personajes como Eduard Hanslick, crítico poderosísimo que podía hacer naufragar dicho estreno. Al final, hemos leído lo que Hanslick publicó sobre aquel evento, pero lo cierto es que, como ya lo he mencionado antes, la obra triunfó clamorosamente, constituyéndose para muchos, en la cumbre no solo del catálogo de su autor, sino, del sinfonismo del siglo XIX.

La sinfonía cuenta con varias versiones, fruto de las revisiones llevadas a cabo por Bruckner y que han complicado mucho llegar a una versión, dijéramos, definitiva de la partitura. La más utilizada suele ser la que la OBC utilizó en su concierto del 17 de marzo. Me refiero a la publicada por Leopold Nowak en 1955 y que es, sin duda, la más espectacular al utilizar una orquestación con maderas a tres, dos arpas y tubas wagnerianas. Ahora bien, en cualquiera de sus diferentes versiones, la octava sinfonía es una obra muy exigente que pone a prueba a la orquesta que la ejecuta, por varias razones. La primera de ellas, es que es muy extensa, su ejecución dura casi una hora y veinte minutos de pasajes de una complejidad técnica tremenda; mantenerse concentrado y en constante tensión es todo un reto para cualquier agrupación sinfónica. Un segundo problema se deriva del anterior, y es que para lograr una ejecución brillante de la pieza, hay que poder realizar un discurso bien articulado de frases muy extensas y prolongadas, lo que exige una concentración muy profunda por parte de todos; dijéramos que, en la octava sinfonía, al igual que en toda la obra de Bruckner, se está ante una pieza de dilatada elaboración, que requiere de procesos lentos pero muy concentrados, para que al público llegue un discurso coherente y atractivo.

Para tal fin, se necesita primero de una orquesta con un nivel técnico muy elevado, y después es indispensable un director que logre ver y crear esas dimensiones tan extensas. Dennis Russell Davies, director huésped en esta ocasión de nuestra orquesta, es sin duda un director que entiende perfectamente a Bruckner y que logró una buena lectura de esta sinfonía frente a una OBC atenta y siempre dispuesta a dar lo mejor. La sonoridad lograda fue brillante y bien trabajada, con unos tempos rápidos y potentes que favorecían el decurso de la obra, y que la hicieron por momentos muy espectacular. Sinceramente, creo que ha sido un acierto la programación de una obra de esta envergadura. Su efecto suele ser siempre beneficioso para la orquesta que trabaja en ella, en todos los sentidos. Ello se hace posible, sobre todo, si se tiene la oportunidad de colaborar con un director tan inteligente y con tanto oficio como Dennis Russel Davies.

El público congregado en el Auditori de nuestra ciudad, se mostró muy entusiasmado con la buena lectura de la sinfonía bruckneriana, misma que costó tantos sinsabores a su autor. Mientras la sala se desbordaba en aplausos, pensaba en el profundo contraste existente entre la personalidad pública de Bruckner, siempre muy austera y sencilla, propia de un hombre de campo, sin apenas inquietudes intelectuales ni apenas viajes, y lo impactante que es su obra sinfónica. Parece imposible que un hombre tan francamente anodino y lleno de tantas manías como las que tenía el maestro, creara semejantes obras, y en ese punto es donde uno descubre, que el alma humana es realmente asombrosa y que basta solo un pequeño análisis de nosotros mismos para descubrirlo. En Bruckner esto es más que patente.