“Cada vez que un hombre abre la boca para reír está devorando a otro hombre”. Con esta sentencia inicial ya tenemos la declaración de intenciones completa del autor: reírse es siempre “reírse de…”.
Las fuentes de las que bebe Barba para cimentar esta obra son claras desde el principio: siguiendo a Bergson, el autor sostiene una suerte de teoría de superioridad de la risa (entendiendo la risa en todo momento como correctivo social) y una proximidad muy estrecha entre la razón (o, quizá, más bien se deba formular de otra forma: la racionalidad) y el humor. Por contra, allá donde el sentimentalismo radica con fuerza la risa está en peligro.
Formalmente muy bien escrita (como, por otra parte, era de esperar viniendo de un novelista de la talla de Andrés Barba), la risa caníbal es una obra fresca, aguda y que utiliza ejemplos muy sugerentes cuando no para sustentar sus tesis, sí para reflejar anécdotas a tener en cuenta.
Sin embargo, adolece de una visión un tanto parcial y un enfoque teórico estrecho a la hora de interpretar las diferentes expresiones humorísticas que analiza en cada momento. Pese a su vasta cultura, el prisma bajo el que se quiere interpretar todo es demasiado angosto.
Quizá el primer traspiés a tener en cuenta se produce en su introducción, cuando describe el contexto de tensión bélica del siglo XX (sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial) como un mundo excesivamente sentimental y en el que, por tanto, se reía poco. No obstante, para estos casos tal vez sea apropiado recordar el ensayo de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer para comprender que, a decir verdad, la masacre nazi (como máximo exponente del belicismo y la tragedia del siglo XX) consuma, en última instancia, el ideal de máxima racionalización contemplado por el Siglo de las Luces. Solo hace falta recordar el juramento al Führer que, tras la apariencia del Derecho más riguroso, amparó las actuaciones de todos y cada uno de los oficiales y suboficiales (y, por ende, de los subordinados de estos) a la hora de eximir su responsabilidad particular: solo se cumplían órdenes. Fuera esto una excusa o no, formalmente la apelación era al rigor lógico y formal más absoluto: a la razón, encarnada en este caso en el Führer. Una razón pervertida, sí. Pero no se apelaba a un sentimiento (otra cosa bien diferente es el sentimentalismo dirigido hacia el Volk para apelar al orgullo nacional, racional… Pero, incluso en este caso, detrás hay una lógica dicotómica muy clara: el rechazo al otro es una necesidad).
En cualesquiera de los casos, no se puede decir con tanta rotundidad que el siglo XX haya sido un siglo sentimental y que, precisamente por ello, la risa haya estado marginada (al relacionarla Barba con la razón y no mencionar su relación, por ejemplo, con la empatía para con el otro).
Pasando al detalle, el autor nos deja interesantes análisis sobre diferentes aspectos a tener en cuenta del mundo del humor y sus condiciones afines.
Barba hace gala de un gran tino a la hora de elegir, por ejemplo, a Chaplin y El gran dictador para versar sobre la parodia. No tan sólo como género, sino como actitud vital.
Su mención a Garganta profunda plantea otra de esas grandes conexiones habituales: el sexo y lo cómico. El éxito de este hito pornográfico de los 70 no hace sino ratificar esta conexión que se puede testimoniar, como bien indica Barba, al menos desde los tiempos de Aristófanes (y probablemente este último tan solo recogió los frutos de un terreno ya abundantemente fértil).
A estos dos capítulos les siguen otros en los que en la risa caníbal se analizan el papel del engaño, el disimulo y el anonimato en el chiste (“sobre el chiste como una de las bellas artes”), la inconsistencia o las contradicciones de las vidas de aquellas personas que son profesionales del humor (“la vida privada de los cómicos”), la importancia ancestral del ventriloquismo (“de muñecos y hombres”), la relevancia crucial del pensamiento cínico en el desarrollo del sentido del humor y las diferentes expresiones humorísticas, así como en la sustentación de una actitud radicalmente diferente a cualquier otra a la hora de afrontar la vida y sus circunstancias (“el pensamiento cínico o el arte de la <<performance>>”) o las particularidades cómicas de una figura tan patosa como relevante en la esfera política de principios del siglo XXI como fue el presidente norteamericano Bush (“George Bush, o el payaso involuntario”).
Mención aparte tienen los dos últimos capítulos (“Prohibir la risa. El 11-S y la comunidad herida” y “Hombres que se ríen de los dioses”) en la medida en que son vectores principales (como, probablemente, ningunos otros) de la discusión más actual acerca del humor y sus límites (además de que, a título personal, es un tema central de investigación del reseñador de estas páginas).
Al 11-S le siguió una deriva hacia el humor naif y patriótico, consecuencia de una autocensura sin precedentes en los EEUU, que, sin duda, suscitó la quieta atención de buena parte del mundo que, por una parte, sabía que algo no funcionaba como antes pero que, por otra parte, no iba a decir nada dado que, más allá del miedo a bromear sobre un atentado tan trágico, se tenía miedo a la propia risa. “Miedo a reír”, nos comenta el autor.
En el último capítulo, “Hombres que se ríen de los dioses”, Andrés Barba escribe, fundamentalmente, sobre la risa religiosa para, también, acabar sacando a la palestra uno de esos temas que están tan en boga a día de hoy: los límites del humor.
Sin duda alguna, cuando la risa se enfrenta a lo sagrado de la religión (especialmente, en las tres grandes religiones monoteístas) se producen fricciones que ponen a prueba estos supuestos límites.
Las causas de este conflicto, no obstante, no son tan sencillas de dilucidar y la propuesta del autor de que, tal vez, es la propia falta de convencimiento en la consistencia de una creencia, la que hace que el creyente se ofenda ante la risa dirigida hacia su fe, no es ni obvia ni evidente.
Fe y risa, a decir verdad, tienen un nexo común: nacen como absurdos en el seno de la razón (espero que se perdone al reseñador esta intromisión de parte de su investigación doctoral) . Pero uno representa la convicción inquebrantable y el otro la duda más escéptica.
Luciano de Samosata, citado en este capítulo, ya intuyó probablemente esta conexión: frente a la religión no se debe oponer la filosofía (razón) sino la risa (“ácida anarquía”). La risa y la fe son como el agua y el aceite, se repelen. Pero no se puede decir a la ligera que una es el de adalid de la razón y la otra del sentimiento, como se pretende sostener en algunas partes de la risa caníbal, dado que ambos discursos quedan excluidos de la razón pero, también, del mero sentimiento: el debate se halla en los márgenes.
Los motivos por los que la Shoah y la representación gráfica de Mahoma suponen límites en el corazón del humor son muy diferentes pero, en ambos casos se pueden hallar explicaciones. Aunque, desgraciadamente, en muchos casos esas explicaciones no aumentarán la permisividad para con la risa.
En cualesquiera de los casos, el análisis de Barba se hace muy interesante al tratar de conciliar la visión de diferentes autores con la suya y, desde esta perspectiva, tratar de analizar acontecimientos recientes que han impactado en la opinión pública por la conflictividad latente que allí había.
En definitiva, la risa caníbal es una obra amena, bien escrita, con ejemplos sugerentes y que, sin duda, puede aportar una visión fresca y diferente de nuestra relación como humanos con la risa. No todo es rigor teórico ni todo entretenimiento: léase como un intermezzo.
Cultural Resuena informa: el jueves 3 de marzo, a las 20, estará Andrés Barba enla biblioteca del Hotel de las Letras (Gran Vía, 11, Madrid), presentando La risa caníbal. Le acompañará Joaquín Reyes.
Quien haya caminado por las calles de Berlín quitándose de encima el peso de los ojos de turista, habrá podido ver una ciudad que todavía carga con los años de su división, aunque buena parte de la zona turística se encuentra en el este, donde antes no había ni un cartel, ni teléfono, ni ningún objeto relacionado con la supuesta prosperidad de Occidente.
De esta carga habla Der Klang del Familie, un libro de los periodistas Felix Denk y Sven von Thülen que lleva varios años esperando a ser traducido y que, por fin, ha visto la luz en español gracias a la edición de Alpha Decay y la traducción de Juan de Sola. El texto, en su totalidad, lo forman los testimonios de los protagonistas de la época a la que se refiere el libro: los últimos años del muro y la transición a la unificación de Berlín. Este testimonio tiene un hilo conductor: el techno. Quizá ustedes, como yo, hayan vinculado el techno a ciertos grupos sociales, los quillos, los canis, los kinkis, los coches tuneados y el speed y la coca, de un lado; y de otro, con gente mega pasada en bares hasta las tantas de la mañana (la invención del brunch tiene que ver con este tipo de gente que va a desayunar a la hora de la comida después de la fiesta). Este libro abre la puerta a una historia subterránea del techno, que toca de pleno con algunas de los colectivos que surgieron como grupos políticos unidos por ciertos tipos de música, como los punkies. Este libro habla de la capacidad de unión de la música, que dejó de ser un mero entretenimiento para ser el modo o el porqué de vivir de muchos jóvenes. Para los del este, porque la música tenía la fuerza de lo prohibido, de lo probablemente no aceptado por la ideología del sistema. Para los del oeste, porque el techno era una forma de cohesión en una zona dividida en tres, que no terminaba de ser ninguna de ellas. Este libro es reflejo de una juventud que ya no puede volver, porque ahora hay móviles y Spotify. Esta juventud ponía sus fuerzas y a veces su vida por conseguir fotocopiar algunos libros, copiar algunos casetes, encontrar su hueco en algunos locales desvencijados en los que su único objetivo era bailar. También retrata una juventud ingenua, que creía que bailando se llevaban a cabo auténticos eventos políticos (pseudo)revolucionarios como la Love Parade, y que unió la música con las drogas como acto de transgresión. Es un libro que está escrito, exclusivamente, desde la voz de sus protagonistas, en la que los autores trabajan como una suerte de montadores, siguiendo lo que hemos aprendido del cine. Esto tiene que ver también con la lógica del libro Passagenwerk de Benjamin, en la que la verdad aparece colándose entre los fragmentos. No aparece la voz de los autores salvo en la tarea del montaje. Esto, que no deja de ser una propuesta interesante y muy rica, hace más urgente un trabajo de reflexión que haga el esfuerzo de abstraer, de conceptualizar, todo eso que se cuenta en los fragmentos. Salvo la introducción, los autores se disuelven en las voces que ordenan y dotan de sentido como si, de alguna manera, pudiesen hablar a la vez una centena de personas sobre su vivencia de un tiempo que no va a volver.
Der Klang der Familiees un libro con múltiples lecturas. A nivel musicológico, habla de algo que todavía no se ha asumido en la academia: que el siglo XX ha evidenciado el necesario diálogo entre música popular, light (esos nombres se le ha dado catastróficamente a lo no académico), y la académica. También de la ignorancia cotidiana de la división categorías de esa «música popular», que sería penalizada en la música académica. Aquí se habla del acid, del EBM o de hard techno. Si a usted no le suena nada de esto, me está dando la razón: que ignoramos la complejidad musical de nuestro mundo sonoro. Además, algunas de las cosas que pasaban en el techno y que hacían bailar y concentrar sus esfuerzos a muchos jóvenes, pasaban y pasan en la así llamada música contemporánea (académica) en conciertos sólo visitados por conocedores de la materia e intrépidos. Es decir, el nivel musicológico nos lleva a otro nivel: el ideológico. La separación de lo académico y lo popular, por seguir con la división, obedece a ciertas lógicas de organización de la producción artística y con la separación de espacios de actividades. A nivel social, el libro trata la complejidad del lugar de la juventud, que aún está en discusión. Por un lado, porque parece que la juventud es ese reducto de la sociedad que es molesto, que es difícil de ubicar, el que ha motivado históricamente las revueltas y el que se atreve con lo prohibido (o en el límite de lo prohibido). Por otro, porque la juventud es un grupo difícil de manejar y poco deseable para los gobernantes porque cuesta bastante dinero y produce poco. En Der Klang der Familie se pone sobre la mesa esa juventud que comenzaba a liberarse de las cadenas de una moral patriarcal radicalmente arraigada en su forma de estar en sociedad y, al mismo tiempo, cuestionar los mecanismos de distribución del tiempo libre. Este libro cuenta, quizá de forma exagerada, cómo los jóvenes invirtieron lógicas del capital convirtiendo las formas de tiempo libre en las estructuras fundamentales de su existencia, y también jugando siempre al filo de lo permitido. Una ciudad desgastada por guerras, muros y el choque entre el exceso de un lado y la sobriedad del otro, llena de búnkers, fábricas, ministerios y descampados abandonados; se convertía a los ojos de algunos jóvenes molestos para la sociedad en un paraíso para lo clandestino. Los nostálgicos siempre pensamos que los tiempos pasados fueron mejores, y éste no se libra. Y es que en este libro se está hablando de creatividad sin un duro, que es al fin y al cabo la radicalización de la creatividad o la creatividad msima; y de una de las últimas pasiones del siglo XX. Este libro, además, sitúa la música como protagonista. Es decir, la música no era un hilo conductor, un mero elemento de cohesión, sino el motor y el sentido de las vidas colectivas de mucha gente. Esto no debería ignorarse porque, si esto es verdad, da una tregua a la música como mero entretenimiento o asignatura maría en los institutos y revela, de nuevo, su fuerza. Podríamos hablar de numerosos paralelismos. Pero quizá el más evidente es el que vincula este movimiento juvenil con la sacralización de los rituales en los que se cantaba para alejar o atraer la lluvia. En este caso, el ritual era radicalizarán la experiencia corporal del baile y la sensación grupal, esa «efervescencia colectiva» que nos enseñó la sociología. También habla retrospectivamente del Berlín actual, que sigue siendo cuna de nuevos estilos musicales, como la Echtzeitmusik o el noise; una ciudad en la que se han cambiado los clubes míticos como el Tresor o el UFO por el Berghain. De nuevo, como antes, salir de fiesta es mucho más que salir de fiesta. Es una marca de identidad social e individual. Al igual que hace dos décadas, ahora también la gente «se viste tipo Berghain» o «baila tipo Berghain». Quizá con este libro encontremos herramientas para comenzar a pensar estas formas de expresión social. De todo esto hablaDer Klang der Familie. No se lo pierdan.
Por cierto, el nombre viene de un clásico homónimo de Dr. Motte:
Llego tarde a celebrar las letras de Isabel Mellado. Pero llegué -que parece que es lo que importa-, gracias a mi gran amigo Luis, que a su vez llegó a Isabel Mellado por consejo de Margarita, que tiene un proyecto que vale la pena conocer. El perro que comía silencio es el libro debut de Isabel Mellado, editado por Páginas de Espuma en 2011.
Escribir sobre este libro, que es tan delicado y delicioso, me parece casi sacrílego. No tanto porque sea un objeto sagrado, sino porque todo está tan bien puesto, tan bien escrito, que faltar al don de la escritura sería algo así como mancharlo. Cuando empezamos a leer los cuentos (y microcuentos) de El perro que comía silencio, ya sabemos que nos estamos adentrando en las cosas más serias de la vida, pero contadas con ese sentido del humor cargado de tristeza, es decir, de verdad; como ya supo hacer el viejo Charlot. Algunos dicen que es surrealista. Ella dice que no, que es hiperrealista. Sus cuentos tienen la fuerza de toda buena literatura: absorben, transfiguran, rompen y recomponen; y una es diferente cuando acaba de leer. Yo suelo decir que sé cuando estoy delante de un texto bueno cuando me obliga a cerrarlo por la fuerza de sus letras. E Isabel Mellado me obliga a cada rato, y a intentarlo de nuevo, a releerla y a paladearla, para no perderme nada. Aunque ella siempre gana, y yo siempre me he perdido algo, porque sus cuentos son poliédricos pero al mismo tiempo de una sencillez radical, la de la palabra justa. Va a las entrañas de lo que más duele: «De nuevo dormí como una piedra: rígida, machacada, sola». También dijo, con tan pocas palabras, tantas cosas: «Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha»
«Mi primer recuerdo es mi madre y su voz de galleta remojada en leche. Nunca vi su rostro, nací ciego», empieza «Perspectiva», y de pronto Mellado te obliga a pensar en la voz de una madre, que es de los sonidos que nunca se olvidan si se han escuchado alguna vez, y si es posible que el de la propia no sea más bien fresas con zumo de naranja o a manzanilla en los campos del pueblo. También, Mellado nos habla del olvido, y dice «Llevo días tratando de olvidarte. Ya al menos te borré la nariz». Esa experiencia, que todos pasamos, de no conseguir borrar lo que hay que borrar, y que cuanto más se intenta más fuerte aparece. Lo cifra así también «Lucía se fue hace dos años. Desde entonces era yo un lamentable estribillo de mí mismo», en donde un pintor se queda sin colores por la pena. Es la impotencia, el agotamiento, ¡como si fuera tan fácil!. Porque no es fácil, precisamente, aparece en los cuentos (o microcuentos -o incluso aforismos) de Mellado. se pone también en la piel de algunos que no suelen tener voz, y habla desde el cuerpo de un perro, y del de un chelo, y la del número cinco, y un largo etcétera de ser enmudecidos. Recuerdo que a Mozart le criticaban que era capaz de ponerle música a todo, incluso a las «cosas normales» de la vida, aquellas que no tienen, de por sí, potencial… lírico. En su Le nozze di Figaro, comienza poniéndole música al proceso de medir una habitación para poner un cama, y es una música fantástica. Algo parecido le pasa a Mellado. Ella saca fuerza literaria (que me gusta más que eso de lírico) de las albóndigas, de los estornudos, de las rebajas. Mellado desbarata el mundo, desordena el pelo y se marcha; y deja a sus lectores con otros ojos y otros oídos para enfrentarse a una realidad donde la tarde puede oler a moras y el día puede tener la piel suave. Sí, también se oye diferente, porque estos cuentos están escritos por una violinista, y divididos en tres partes, como un concierto clásico, y suenan y resuenan. Si se atreven al viaje, es un libro que se volverá imprescindible aunque, como muchas veces, no figure en los círculos habituales donde se supone que habita la cultura.
El febrero pasado Tusquets publicó el último libro de Leonardo Padura (La Habana, 1955), la colección de cuentos Aquello estaba desean ocurrir escritos entre 1987 y 2009. El que hasta hace unos meses fuese un escritor sólo conocido en algunos círculos de lectores, gracias a los numerosos premios que ha ganado comienza a poblar librerías y nuevas estanterías familiares. ¿Es este libro una imposición editorial para tener un producto más del escritor o tiene un sentido en el conjunto de su obra? No tengo palabras mágicas, pero sí que parece que hay elementos en este libro que apuntan a dar por afirmativas las dos opciones. Vamos a ello.
Este libro parece que abre, como si fuese una caja de recuerdos, los primeros escritos de Padura que dibujan los rostros, las manías y las derrotas de los personajes que dan vida a la colección de Mario Conde (para los que no han leído aún a Padura y son españoles: no se asusten. Por suerte no tiene nada que ver con el maltrecho Mario Conde de la prensa rosa del país). En el libro aparecen las punzadas de premonición que le suelen dar al Conde ante una pista para resolver un caso (esta vez, le pasa a Alborada Almanza, en «La muerte feliz de Alborada Almanza»), o los años en el preuniversitario, recordados al más estilo el Flaco-Conde en «Según pasan los años», donde Lucrecia a veces es Tamara, el amor nunca caducado de Mario, o los trágicos recuerdos del Flaco, su mejor amigo, en Angola, relatados en «La puerta de Alcalá» y en «Los límites del amor». Con «Nueve noches con Violeta del río» da los primeros pasos para La Neblina del ayer (Tusquets, 2005) -Lo confieso, mi favorito del cubano-. También aparecen algunos personajes que transitan los misterios que el Conde tiene que resolver, como el del travestí de Máscaras (Tusquets, 1997) en el protagonista de «El cazador». Los homosexuales, los chinos y los judíos son algunos de los grupos que, en La Habana, han sido o son esos «parias de la tierra» que el himno comunista trataba de generalizar para su lucha. Ellos los trae Padura a sus libros. Contando su historia, como en Herejes (Tusquets, 2013) o La cola de la serpiente (Tusquets, 2011), Padura pone rostro a esas voces silenciadas. Para la mayoría de este lado del mundo, la existencia de comunidades chinas, judías o la situación de los homosexuales en Cuba es un misterio. Padura también trae a sus historia a otro grupo maltratado por la sociedad: los ancianos, los viejos. En la madre del Flaco, Alborada (de «La muerte feliz de Alborada Almanza») o en Adelaida (en «Adelaida y el poeta»), Padura le da voz a los ancianos, tan olvidados por los literatos. La vejez entra en ese tácito grupúsculo de temas tabú que no hacen fácil (si es que alguna vez lo es) la tarea al escritor. Precisamente, ése es uno de los puntos fuertes de Padura: su -por así decir- poética de lo cotidiano. Habla del ron, del tabaco, de los frijoles y el arroz, de lo austero y del sexo con la belleza de lo simple, con el detalle del orfebre, como si en esos instantes se escondiese la verdad de algo muy serio y profundo. A veces esa combinación resulta redonda, como el pequeño regalo que supone «El destino: Milano-Venezia (vía Verona)» o «La Pared». Lo mejor de este libro es que en él se conjuran algunas de las mejores cosas que ya nos mostró en sus libros sobre Mario Conde y consigue, en la mayoría de los casos, que deseemos, como con el Conde, que esos personajes sean reales y ser nosotros los que nos vamos a tomar un ron o de paseo con ellos. De pronto, su tragedia es también la nuestra: el tránsito del desencanto, de las promesas que no llegan a cumplirse y el vivir pese a todo es su marca. El deseo de aquello de ocurrir es también nuestra única esperanza.
A favor de la postura más conspiranoica, vemos algunos cuentos (sobre todo los que pasan la década de los 80 y de los primeros 90), en los que parece que Padura estaba haciendo ejercicios de escritura, pero se nos vende como un producto terminado. Carlos Zanón, de Babelia, dice que Padura parece que tenía, a veces, el piloto automático. Estas páginas las pueblan algunos tópicos de más y el recurso al lugar común que ya sabemos que funciona, que no pasa del efectismo, algo que parecía sólo en escasas ocasiones en sus textos anteriores y que Padura trataba, a veces, con melancolía, y otras, con ironía. En «Nochebuena con nieve», importa más lo que no se dice y la estructura que se repite en otros cuentos que es casi un círculo conductor, si los filólogos me permiten esa palabreja. A lo que me refiero, es que sus cuentos suelen empezar con un tema que levita por toda la historia y es la que pone el broche final y lo redondea (de ahí lo de círculo conductor). Lo demás de este cuento es, a mis ojos, un ejercicio que por sí solo se tambalea. Algo parecido pasa con «Mirando al sol». Padura, que incluso saca luz de los escombros de los suburbios de La Habana, en este cuento es puro exceso y se va hacia una prosa que le queda grande (o pequeña, para ser más exactos) y no convence. La fuerza de la escritura de Padura está en lo implícito, en la fuerza de lo que por sí mismo hace estallar todas las costuras, que lo dice todo sin decir nada, porque ponerle palabras no es posible. Lo único deseable es que Padura no se convierta sólo en un escritor de moda (con las imposiciones editoriales que eso exige), sino que siga siendo fiel a lo que le ha hecho llegar ahí: esa (su) sensibilidad exacta por lo cotidiano, por su forma de contar la escasez de ron y de café, por la melancolía que arrastran sus personajes y que hablan cara a cara con la vida, que nadie dijo que era un camino de rosas. Que nadie pueda decir y tener argumentos para afirmar en el futuro que Padura escribe con el piloto automático, por respeto a lo que él ya ha hecho por la literatura en español y lo que aún le queda por decir. Por todo esto, espero que mi teoría cospiranoica sea sólo eso, una teoría.
Cumplido un año de la muerte de Gerard Mortier (1943-2014) este libro comercializado por Confluencias Editorial es un homenaje a la figura del gestor cultural belga. Ese trata de la segunda referencia bibliográfica en castellano del controvertido e ilustre personaje. Dirigido al melómano medio, posee un carácter eminentemente divulgativo gracias a una prosa fluida, accesible, que muestra la sabiduría y riqueza intelectual de un hombre que vio mundo y razonó sobre él.
Silvain Cambreling y Peters Sellars lo retratan desde el ideario del proyecto artístico mientras que Mar Fosca aborda la trayectoria. Tras ello el ensayo de Mortier se reparte en tres grandes bloques: uno político, otro artístico y el último, operístico. En ellos reflexiona sobre la importancia del equilibrio de los órdenes económico, político y cultural como base de salubridad social. Dicho equilibrio es posibilitado por un crecimiento y estabilidad social sólo posibles en época de paz. También critica una parte del ideario del neoliberalismo y del despotismo del mercado económico contemporáneo. Igualmente reflexiona sobre los ejes de la identidad cultural europea (andante, mitos, religión, filosofía, arte). Todo ello prepara al lector para concebir la ópera como una de las máximas manifestaciones culturales de la civilización. De ahí que no sea gratuito glosar las tipologías del teatro y su reflejo social a partir de la arquitectura.
Por otro lado, Mortier reivindica la vitalidad del espacio teatral y la voluntad que éste no degenerara en pura decoración. La acción debía interpretarse y no ilustrarse como se percibe en el comentario y profundización de algunos títulos que inducen al lector a ampliar sus puntos de mira. Una mención especial merece el capítulo dedicado a Messiaen y su San Francisco de Asís, una obra que fascinaba al gestor belga. En cuanto a la filosofía operística también incide en la importancia de guiar al público antes de la difusión de la ópera; en el papel del teatro en correlación con el mundo actual y, finalmente, en la función del arte como agente educativo en la sociedad. Como es sabido, en sus pensamientos hay una dimensión moral, una invitación a la reflexión y una utilización de códigos de nuestro tiempo: para Mortier no había una estética que se justificase sin ética.
La edición es atractiva con una estética cuidada con fotografías, cubiertas rústicas y tipografía de letra cómodamente legible. Cabe señalar un posible error de traducción en la página 146: donde indica “el gran corazón del pelegrino” seguramente se refiera a “coro de pelegrinos” de Tannhäuser.