Lucian Freud, El cuadro del pintor (1944). Óleo sobre lienzo.
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza acoge en Madrid la exposición Lucian Freud. Nuevas perspectivas desde febrero hasta mediados de junio con motivo del centenario del nacimiento del pintor (Berlín, 1922 – Londres, 2011). La extensa muestra consta de más de medio centenar de obras desde su jóvenes comienzos hasta su amplia madurez.
Este pintor, nieto de Sigmund Freud, es un artista figurativo y a través de su obra recorremos diferentes estilos como el surrealismo o el expresionismo. El comienzo de la exposición transita sus primeras obras bajo la mirada atenta de unos grandes ojos azules que parecen observar al espectador desde diferentes ángulos dentro de los diferentes autorretratos. Sin embargo, no es él el protagonista, sino las primeras mujeres con las que se relacionó, uno de los motivos recurrentes en su obra. En ellas uno de los aspectos más llamativos es el trabajo perfecto al representar los tejidos, dado que parecen reales. Freud consiguió emular las diferentes texturas de diversas vestimentas con gran realismo.
A partir de la siguiente sala, nos adentramos en la psiche del autor con sus luces y sus sombras, las cuales aparecen representadas en sus autorretratos a lo largo de los años con sus consiguientes cambios físicos y sus diversos puntos de vista, que incluyen el contrapicado con el que parece estar juzgando su realidad, la nuestra y al propio público que lo contempla.
Hombres y mujeres con los que se relacionó son retratados tal cual en el aspecto físico, con o sin ropa, junto con sus pasiones y su cruda realidad. Retrató a una amplia gama de la sociedad y le dio visibilidad a parte de ella a través de su obra, como los homosexuales o enfermos de sida. Los desnudos son llamativos por ser bastante realistas incluso en sus trazos y texturas, ya que esto último destaca en algunos de los cuadros de forma especial, sobre todo para diferenciar personas y los tejidos que las envuelven, otorgándole a la materia un valor especial.
Lo grotesco también aparece en algunas de estas obras, no tanto por los modelos, sino por la forma nada poética de reproducirlas, alguna de ellas incluso en el suelo mostrando abiertamente su sexo, o contraponiendo a una de sus amantes en el lecho y más adelante la propia madre de Lucian Freud, aunque esto no llegara a producirse nunca en la realidad. Esto muestra a su vez una escena cotidiana con su madre vestida en confrontación con la amante.
Uno de los cuadros más inquietantes para mí fue el retrato de una de sus hijas tumbada desnuda. Se nota la rigidez de la modelo. En la explicación del cuadro se aludía a la intimidad entre padre e hija al hacer ese retrato. Sin embargo, lo que me transmitió fue tensión por parte de ella, tal vez debido a la situación tan poco habitual y tal vez tan poco natural como esta. Me resultó muy inquietante.
En suma, la exposición de Lucian Freud, organizada junto con The National Gallery, Londres, realiza un gran recorrido por la visión y la psiche de este artista a lo largo de toda su vida. El resultado para mí fue salir de ella y plantearme: ¿qué hubiera pensado su abuelo, Sigmund Freud, si hubiera podido contemplar toda la obra de su nieto? A lo largo de los años pude disfrutar en numerosas exposiciones en bastantes países pero esta es, sin duda, una de las que más me han hecho pensar y reflexionar sobre el artista y su obra en cuestión. Dado que considero que es uno de los objetivos del arte, tenemos aquí la oportunidad de contemplar un gran trabajo.
A pesar de gobernar Rusia con habilidad y acierto durante veintiún años (catorce como regente y siete como zar), Borís Godunov ha pasado a la historia por ordenar el asesinato de Dmitri Ivánovich, hijo de Ivan el Terrible, con el fin de allanarse el camino al trono. Su participación en la muerte del zarévich no está probada y, en realidad, al ser Dmitri hijo de la séptima esposa de Iván, éste no era considerado hijo legítimo, por lo que no era un obstáculo real para las aspiraciones de Borís. Sin embargo, tanto las crónicas históricas como las adaptaciones literarias lo han presentado como culpable sin sombra de duda. Lo hizo Nikolái Karamzín en su Historia del Estado Ruso y también Pushkin, que le dio dimensiones Shakespereanas al transformar los hecho consignados por Karamzín en el drama histórico que luego Músorgski convertiría en ópera. El director de escena Richard Jones da por bueno el veredicto y su producción de la ópera no admite dudas al respecto, ya que incluso antes de que empiece la música nos muestra en escena el asesinato del zarévich. La escena se repetirá en los momentos en los que la consciencia de Borís se remueve. La peonza gigante con la que juega el zarévich y que adornaba también el telón revela el trabajo que Jones ha hecho con el texto: se trata de una referencia al relato de Shuiski en la tercera escena, cuando cuenta a Borís que el cuerpo del zarévich tenía una peonza de juguete en la mano derecha. Este detalle, que no aparece en el texto de Pushkin, es un añadido de Músorgski (en la versión de 1869 especifica que se trata de una peonza, en la definitiva de 1872 solamente hace referencia a un «juguete infantil») para hacer más conmovedor el relato y dar más credibilidad a la reacción de Borís, que al escucharlo no resiste más y corta en seco a Shuiski. Aquí Músorgski demuestra una vez más su habilidad para ahondar en la psicología de los personajes (los asesinatos y los cadáveres difícilmente podían turbar a un zar, en cambio el amor y la ternura que Borís demuestra por sus hijos lo hace vulnerable a la referencia de Shuiski), y Jones lo detecta y la transforma en un símbolo visual.
Como vemos, la propuesta de Jones sigue el espíritu tanto de Pushkin como de Músorgski, especialmente tratándose de la versión de 1869 que se centra sobretodo en la figura de Borís y sus remordimientos. Por lo demás, la dirección de Jones es muy efectiva y fluida, con unas transiciones entre escenas que suavizan el carácter episódico de la obra. El vestuario de Nicky Gillibrand proporciona una ambientación histórica sin caer en el exotismo, igual que los decorados de Miriam Buether, que consisten en un amplio espacio con una plataforma superior, lo que permite mostrar dos acciones simultáneas. La dirección de actores está muy bien trabajada, especialmente en la escena cómica de la posada y en los encuentros entre Godunov y Shuiski.
El reparto contaba de nuevo con el magnífico Bryn Terfel, que ya lo interpretó en la Royal Opera cuando se estreno esta producción en 2016. A pesar de no tener esa resonancia profunda de bajo eslavo que tan bien le sienta al rol, el galés posee una bella y expresiva voz con la que construyó un convincente Borís. Su entrada, con el monólogo de la escena de la coronación («Sufre el alma»), fue más que correcta, pero fue a partir de su siguiente aparición, en la escena quinta, cuando encontramos al Terfel más intenso. Con una voz sólida y un fraseo sostenido por un impecable legato, hizo emerger toda la complejidad emocional del atormentado zar. Su caracterización suscita empatía con el personaje, que se muestra tierno con sus hijos y angustiado por los problemas de su país. Terfel sería el intérprete ideal para una producción que pusiera en duda la culpabilidad de Godunov, algo que texto y música permiten y que sería muy interesante para ofrecer una nueva perspectiva de la obra. Su emotiva despedida y su muerte fue sin duda el momento más sobrecogedor de la función.
El resto del reparto contó con excelentes intérpretes, tanto jóvenes como veteranos. Fue el caso del septuagenario bajo John Tomlinson, que en su larga carrera ha interpretado tanto el papel protagonista como al monje Varlaam. Igual que Terfel, Tomlinson es un intérprete con gran carisma, una gran presencia escénica y una increíble habilidad para identificarse con el personaje. Su intervención se limitó a la escena cómica de la posada, que dominó completamente con su actuación. El joven Matthew Rose fue un Pimen reflexivo y solemne, de bella y profunda voz. David Butt Philip cantó un inmejorable falso Dmitri que dejó con ganas de más. El príncipe Shuiski, boyardo y consejero de Borís, es un personaje clave en la trama por sus continuas intrigas que, si bien son explícitas en la obra de Pushkin, en el libreto de Músorgski quedan más bien implícitas. Con su actuación y su fraseo lleno de matices Roger Honeywell logró transmitir todo lo que el texto no dice, dejando claro para el espectador que son sus calculadas acciones las que llevan a Borís a su fatal ataque final.
A pesar de que la versión de 1869 es esencialmente un drama individual, el coro tiene un papel clave, como en la célebre escena de la coronación. El coro de la Royal Opera House ofreció una interpretación llena de fuerza. También la orquesta respondió con su habitual solvencia, bajo la buena dirección de Marc Albrecht.
La primera colaboración entre el compositor George Benjamin y el dramaturgo Martin Crimp se remonta al año 2005, cuando se empezó a gestar la ópera de cámara Into the Little Hill. Para su segunda ópera, Benjamin repitió colaborador y surgió Written on Skin, una obra maestra y una de las óperas más exitosas de nuestro tiempo, que a España (Barcelona y Madrid) llegó en versión concierto hace un par de temporadas. En Londres se programó dos veces en cuatro años, una hazaña tratándose de una obra contemporánea y, en vista del éxito, la Royal Opera House decidió encargarles un nuevo trabajo que se acaba de estrenar: Lessons in Love and Violence. Esta vez ni el Real ni el Liceu han querido conformarse con una función en versión concierto y son dos de los seis teatros que coproducen el montaje dirigido por Katie Mitchell. La nueva ópera se podrá ver en España la primavera del 2021, pero en Cultural Resuena no hemos querido esperar y hemos viajado a Londres para contároslo.
La obra
Igual que en sus dos anteriores colaboraciones, Crimp y Benjamin han escogido una historia medieval para representarla desde una perspectiva contemporánea. El argumento sigue las líneas generales de la obra histórica Edward II, de Christopher Marlowe, pero introduce modificaciones relevantes que, además de condensar la acción, le otorgan mayor fuerza dramática y vigencia. La ópera empieza con los reproches de Mortimer, el utilitario consejero real, quien considera excesivos los derroches que el rey consiente a su amante Gaveston, que se deleita con caros espectáculos musicales mientras los súbditos mueren de hambre. Gaveston responde exigiendo al rey que despoje a Mortimer de sus títulos y posesiones. Al principio el rey se niega, pero acaba aceptando cuando Mortimer no es capaz de disimular el disgusto que siente por su relación homosexual con Gaveston. Más tarde Mortimer logra convencer a Isabel, la esposa del rey, de la necesidad de asesinar a Gaveston por el bien del reino. Ante un rey deprimido por la muerte de su amante y políticamente debilitado, Isabel se marcha con su hijo a vivir con Mortimer, ahora convertido en su amante. Ambos educan al joven heredero para que sea su títere y sustituya a su padre, sometiéndole a crueles lecciones dignas de Maquiavelo que muestran al joven la cruda visión que tiene Mortimer de la política y la justicia. Este logra que el rey abdique en favor de su hijo, tras lo cual manda asesinarle. La ópera acaba con el nuevo rey ofreciendo un macabro espectáculo a su madre y al resto de la corte: la ejecución de Mortimer, de quien ha aprendido perfectamente las lecciones.
El rey (Stéphane Degout, izquierda) en un encuentro íntimo con su amante Gaveston (Gyula Orendt, derecha). La hija del rey (Ocean Barrington-Cook) los observa de cerca como si fuera invisible. Foto: Stephen Cummiskey.
Si en Written on Skin la música era estática y contemplativa -como si emanara de las iluminaciones realizadas por el protagonista-, en Lessons in Love and Violence adquiere un ritmo más ágil, acorde con la trama, trepidante y condensada. Lo que sí tienen en común ambas óperas -tanto en lo que se refiere a la música como al texto- es la capacidad de absorber por completo la atención del espectador durante la poco más de hora y media que dura cada una. El lenguaje sugerentemente distante de Crimp encuentra el complemento necesario en la música de Benjamin, que con su dominio de la orquestación crea la atmósfera adecuada a cada momento y amplia la perspectiva con la dimensión adicional que proporciona la música. Pocos compositores actuales escriben tan bien para las voces como él, combinándolas entre ellas y con la orquesta con suma pericia y logrando algo tan esencial en teoría como raro en la práctica: que se entienda el texto en todo momento. Sus expresivas líneas vocales describen las emociones -y las intenciones- que se esconden detrás de cada palabra y definen el carácter de cada personaje. En definitiva, Lessons in Love and Violence es un ejemplo perfecto de ópera en su estado más puro: la unión de teatro y música en la que ambos lenguajes interaccionan y se complementan para lograr un nivel de expresión superior.
El montaje
A pesar de que su trabajo empieza cuando el de Crimp y Benjamin ya ha acabado, la directora Katie Mitchell es un miembro más del equipo creador original. Igual que sucedió con Written on Skin, su propuesta escénica encaja tan bien con el espíritu del texto y de la música que puede considerarse tan definitiva como estos. El diseño de Vicki Mortimer sitúa la acción a nuestros días, siguiendo la intención de los autores -que en la ópera dejan al rey sin nombre- de reflejar la universalidad de unos mecanismos de poder que nos escandalizan si los leemos en una crónica histórica pero que no siempre somos capaces de detectar en nuestra sociedad actual. La acción tiene lugar en un único espacio -presumiblemente el dormitorio real- del que se nos muestran tres de sus paredes, y en cada cambio de escena rota 90 grados, mostrándonos todas las vistas posibles de la sala. Una gran cama preside constantemente el espacio, mientras que en las paredes aparecen, según la escena, una estantería con trofeos, una pecera (virtual) y tres cuadros del pintor irlandés Francis Bacon mostrando a su amante, George Dyer. El poder simbólico de este espacio tan pequeño es enorme, con algunos detalles evidentes, como la corona que los personajes pasean por la habitación encerrada en una vitrina, la referencia a la relación homosexual del rey en las pinturas de Bacon o la omnipresente cama que nos recuerda que el poder también se ejerce a través de las relaciones sentimentales o carnales. Otros son más especulativos, como el paralelismo entre los peces y los personajes, confinados en su caso en una doble pecera: el escenario y la corte, con sus relaciones de poder que les atrapan y condicionan. La exhibición de los peces también invita a reflexionar sobre la frontera entre la vida pública y la privada. Mitchell insiste sobre ello desde la primera escena, cuando Mortimer discutie con el rey mientras este se viste delante de su séquito, y la presencia de la cama sigue recordándolo durante el resto de la ópera.
Pero el gran mérito de Mitchell es la fuerza, visual y dramática, con la que realza la violencia de la trama, ya sea cuando una resentida viuda -que fue despojada de sus tierras para beneficio de Gaveston- arroja las cenizas de su difunto hijo a la cama real, o cuando Mortimer estrangula a un pobre loco usando la comba de la hija del rey. Precisamente los hijos del rey juegan un papel clave en toda la puesta en escena, estando físicamente presentes durante encuentros privados entre otros personajes, como las reuniones amorosas entre Gaveston y el rey o Mortimer y la Reina, lo que pone de manifiesto que, por muchas precauciones que se tomen, lo privado acaba siendo siempre público. Y ello es importante para entender la sublevación final del joven rey que, sabedor de sus intrigas, no se deja dominar por Mortimer e Isabel.
Mitchell deja para el final -cuando Isabel es obligada por su hijo a presenciar la ejecución de Mortimer- la imagen probablemente más impactante de toda la obra: la hija de Isabel -todavía una niña- levanta decidida su brazo, apuntando a Mortimer con una pistola. El telón cae justo antes del disparo y la ópera nos deja con la duda de qué uso hara el nuevo rey de las lecciones recibidas.
Mortimer (Peter Hoare) a punto de ser ejecutado por la hija del rey e Isabel (Ocean Barrington-Cook). Foto: Stephen Cummiskey.
El equipo vocal
Una de las claves del éxito de Lessons in Love and Violence ha sido contar con un equipo de intérpretes seleccionados previamente, para los que Benjamin ha escrito su partitura a medida. El gran reclamo era Barbara Hannigan, la extraordinaria soprano (y directora de orquesta) que cautiva con cada una de sus creaciones por su fuerza interpretativa y su técnica prodigiosa. No decepcionó en esta ocasión en el complejo papel de Isabel, una suerte de Gertrudis shakesperiana modernizada, que participa voluntaria y conscientemente en las intrigas de Mortimer. Hannigan supo canalizar la ambigüedad del texto para dotar a un personaje contradictorio, que acaba siendo víctima de sus propias conspiraciones, de un trasfondo moral creíble, conviertiéndola, en definitiva, en un personaje humano y real.
Isabel (Barbara Hannigan) intenta recuperar el afecto del rey (Stéphane Degout), mientras este sigue obsesionado releyendo la carta en la que se relata la ejecución de su amante Gaveston. Foto: Stephen Cummiskey.
El barítono Stéphane Degout estuvo inmenso como Rey, tanto por su bella y noble voz como por su actuación. A diferencia de Isabel, el rey no sufre una evolución moral durante la obra, sus intenciones y su actitud son siempre las mismas. Pero sí que sufre una importante evolución emocional que Degout transmite magistralmente. La rotunda autoridad mostrada en la primera escena se fue desmoronando paulatinamente después de la muerte de Gaveston, hasta la escena de la abdicación, en la que la fragilidad mostrada movía irremediablemente a la compasión. El también barítono Gyula Orendt fue el encargado de dar vida al personaje más ambiguo, inquietante y misterioso, el amante real Gaveston, al que algunos súbditos toman incluso por mago. La suya fue una verdadera proeza interpretativa: su fraseo fue capaz de expresar la ambivalencia del personaje, resultando a la vez orgulloso y sensible, violento y sensual, o amenazador y tierno, según la ocasión. Otro tipo de ambigüedad, no intrínseca sino simulada, es la que tuvo que representar el tenor Peter Hoare en el papel del frío y calculador Mortimer. El consejero real se muestra inicialmente como un personaje íntegro, responsable y práctico, pero a lo largo de la ópera su ambición y crueldad salen a la luz, así como los métodos de dudosa ética que usa para salirse con la suya. Hoare nos “engañó” con su convincente interpretación y logró también revestir con algo de humanidad a tan antipático personaje. El último gran rol, a cargo del tenor Samuel Boden, es el hijo del rey. Aunque sea por la fuerza, él es el estudiante más aplicado de las “lecciones de amor y violencia” que se suceden a lo largo de la obra y que le revelan los horribles mecanismos del poder (¿qué son amor y violencia, sino formas de someter?). Observador inocente junto a su hermana (papel mudo elocuentemente interpretado por la actriz Ocean Barrington-Cook) durante la mayor parte de la ópera, protagoniza el golpe de efecto final al imponerse sobre los que pretendían usarle para gobernar, vengando así la muerte de su padre, pero legitimando y perpetuando a la vez las lecciones de Mortimer. Su breve papel debe reflejar esta maduración forzada y crucial. La tesitura aguda que le asigna Benjamin junto con el timbre claro y sincero de Boden simbolizaban la inocencia y la pureza iniciales del joven, a la vez que creaban unas expectativas que reforzaban el impacto y la sorpresa del giro final. Jennifer France, Krisztuna Szabó y Andri Björn Róbertsson completaron el reparto en una serie de pequeños roles impecablemente interpretados.
Mortimer (Peter Hoare) obliga al hijo del rey (Samuel Boden) a mirar como ejecutan a un loco que pretendía ser el heredero al trono. Foto: Stephen Cummiskey.
Paradojas de nuestro tiempo
Lessons in Love and Violence ha sido unánimemente bien recibida por el público, así como por la prensa. Sin embargo, algunos críticos han apuntado a la repetición de algunos recursos utilizados en las dos anteriores óperas de Benjamin y Crimp como un defecto. Es cierto que hay una clara continuidad estilística y que ello reduce el efecto sorpresa que uno desearía siempre que asiste a un estreno, pero no deja de ser curioso que en un mundo tan conservador como el de la ópera se critique como defecto algo que en las óperas de Verdi, Donizetti y tantos otros se considera una virtud. Conseguir un estilo propio es algo que lleva mucho tiempo, y eso es incompatible con la exigencia constante de renovación y originalidad de algunos críticos. Personalmente deseo que el binomio Crimp-Benjamin nos traiga nuevas óperas en el futuro, y tanto si optan por renovar su estilo o por consolidarlo, seguro que será una experiencia intensa, absorbente y, sobretodo, reveladora.
Aurora Orchestra. Guarden este nombre en su memoria y, si lo ven anunciado en algún programa, no lo duden y corran a comprar entradas – si es que queda alguna. Es la tercera vez que esta orquesta de cámara británica aparece en las páginas de Cultural Resuena: la primera a raíz de un estreno de Anna Meredith, la segunda por un concierto del que elogiamos el formato, que incluía explicaciones con ejemplos musicales, debates y lecturas dramatizadas para acompañar la interpretación musical. En esta ocasión hablaremos del concierto realizado el pasado 13 de mayo, que cerró un intenso fin de semana dedicado a la música de György Ligeti en el Southbank Centre de Londres.
Artista en Residencia en el Southbank Centre y especialista en la obra de Ligeti, el pianista Pierre-Laurent Aimard fue el encargado de organizar el fin de semana dedicado al compositor. En la foto aparece interpretando el concierto para piano y orquesta, con la Aurora Orchestra bajo la dirección de Nicholas Collon. Foto: Viktor Erik Emanuel.
Por si solo, el programa ya era excepcional: cuatro obras mayores de Ligeti (Concierto de cámara, Concierto para piano, Concierto para trompa, Concierto para violín) que contaron con la participación, en las partes solistas, de Pierre-Lauren Aimard, Marie-Luise Neunecker y Patricia Kopatchinskaja. A ello se añadieron, bajo la dirección creativa de Jane Mitchell, explicaciones, anécdotas, lecturas y la proyección de animaciones realizadas por Ola Szmida. Todo ello sirvió para contextualizar las obras, ofrecer claves para su escucha, profundizar en la figura de Ligeti, y crear una conexión entre músicos y público.
Nicholas Collon leyendo recuerdos de infancia de Ligeti, ilustrados en la pantalla con animaciones de Ola Szmida, junto a la Aurora Orchestra y la violinista Patricia Kopatchinskaja. Foto: Viktor Erik Emanuel.
El director de la Aurora Orchestra, Nicholas Collon, ejerció de maestro de ceremonias y demostró ser un extraordinario comunicador. Además de dar breves explicaciones técnicas sobre la música aderezadas con ejemplos musicales o proyecciones interactivas de la partitura, Collon dialogó con Kopatchinskaja y Aimard -que conoció bien a Ligeti y nos ofreció interesantes comentarios sobre su personalidad y, sobre todo, su sentido del humor. El hilo conductor del programa era la desbordante fantasía de Ligeti, evidente no solo en su música, sino también en sus textos, como los dos recuerdos de infancia que Collon leyó como introducción al concierto de cámara y al concierto de violín. Las relaciones entre las imágenes evocadas en los textos (un sueño en el que aparecen insectos atrapados en una red, que la rompen y la deforman; un relato infantil sobre una casa llena de relojes y otros aparatos) y los procesos a los que Ligeti somete el material musical en estas obras quedaban sugerentemente plasmadas, a modo de guía visual de audición, en las animaciones de Ola Szmida. Aquí un ejemplo:
El formato didáctico e interactivo del concierto ya bastaba para calificarlo de referencial. Pero además el nivel de los músicos de la Aurora Orchestra fue estratosférico, tocando con aparente facilidad obras tremendamente exigentes. El sonido de las cuerdas, las larguísimas notas tendidas de los vientos (especialmente el oboe al final del concierto de cámara) manteniendo inalterables la afinación y el volumen, la capacidad de fundir tímbricamente distintos instrumentos… son pequeños ejemplos del virtuosismo que desplegaron en cada una de las cuatro obras del programa.
Por su parte, los tres solistas escogidos no podían ser más adecuados. Pierre-Laurent Aimard conoce a fondo la obra de Ligeti, de quien llegó a ser un buen amigo. Después de interpretar la noche anterior en la misma sala sus estudios para piano, afrontó el complicado concierto para piano con energía, precisión y delicadeza. El concierto para trompa fue interpretado por la misma instrumentista a la que Ligeti dedicó la partitura: Marie-Luise Neunecker.Se trata de una obra que explota el sonido de la trompa natural y su colisión con el de la trompa moderna de válvulas, creando nuevas armonías a partir de la superposición de distintos espectros armónicos. La solista alternó entre ambos instrumentos, mientras que en la orquesta la acompañaron cuatro trompas naturales, cada una afinada en una fundamental diferente. Tanto Neunecker como los trompistas de la Aurora mostraron un espectacular control de la emisión del sonido, algo nada fácil en un instrumento tan delicado como la trompa natural.
Marie-Luise Neunecker durante la interpretación del concierto para trompa de Ligeti. Nótense las cuatro trompas naturales a la izquierda. Foto: Viktor Erik Emanuel.
El programa terminó con el concierto para violín. Con su contagioso entusiasmo, Patricia Kopatchinskaja compartió con el público su visión de esta música «infantil», escrita por un compositor de curiosidad e inventiva inagotables. ¿Quién mejor que una violinista que rompe esquemas con cada una de sus actuaciones para hacer justicia a una partitura exultante de humor y vitalidad? Hizo bien al advertir al público de que «incluso cuando la parte solista parece fácil, no lo es», porque lo cierto es que tocado por ella parecía algo natural. Y no solo por la seguridad de su arco o los movimientos fluidos de sus dedos sobre las cuerdas durante los pasajes más impracticables, sino sobre todo por la sensación que transmitía en todo momento de disfrutar con la obra. Kopatchinskaja remató su impecable interpretación con una cadencia propia, en perfecta sintonía con el espíritu de la obra, en la cual, además de tocar, cantaba, se movía y emitía sonidos diversos, experimentando y jugando con la música. Nada más sonar la última nota el público saltó de sus asientos en una espontánea y unánime ovación de pie. Una nueva muestra que la música contemporánea puede llenar auditorios y entusiasmar a los espectadores.
Patricia Kopatchinskaja y Nicholas Collon saludando al final del concierto. Foto: Viktor Erik Emanuel.
La presente edición del mayor festival de música clásica del mundo, los BBC Proms 2017, empezó con fuerza, concentrando en el primer fin de semana algunas de las propuestas más interesantes. Nos referimos a la presencia de la Staatskapelle de Berlín, una de las mejores orquestas del mundo, que junto a su director titular, Daniel Barenboim, ofreció las dos sinfonías de Edward Elgar. A pesar de ello, el Royal Albert Hall presentaba una asistencia moderada el pasado domingo, cuando la formación alemana ofreció un programa íntegramente británico, con una nueva obra de Harrison Birtwistle complementando la segunda sinfonía de Elgar.
La obra de Birtwistle, Deep Time, es un encargo conjunto de la BBC y la Staatskapelle Berlin, estrenada por esta última el pasado 5 de junio en Berlín. El concepto de tiempo geológico o tiempo profundo refleja la inmensidad de las escalas temporales usadas en geología en comparación con la percepción humana del tiempo. Birtwistle ha dejado claro que no pretende describir ningún proceso geológico. Sin embargo su interés en el flujo del material musical y, en particular, sobre cómo reflejar en la partitura un estado de discontinuidad permanente, conecta de forma natural con la visionaria idea del padre de la geología moderna, el escocés James Hutton, que afirmó que en los procesos geológicos «no encontramos vestigio de un comienzo, ni prospecto de un final». De modo que en Deep time no debemos buscar un discurso musical que fluya a lo largo de la pieza como en una sinfonía, sino que más bien encontramos una serie de elementos que se suceden o que suenan en diferentes capas de forma disconexa. La pieza transmite la sensación de que algo avanza inexorablemente pero sin mostrar evolución alguna, como si del mismo tiempo se tratara, y no podemos señalar ni un principio ni un fin más allá de los que marcan formalmente el comienzo y el final de la ejecución de la pieza. A pesar de que el compositor admite que no se trata de una obra descriptiva y por lo tanto queda eximido de toda exigencia de rigor científico, en mi caso debo reconocer que el título me creó una expectativa que chocó con la realidad de la obra y me desconcertó: la gran cantidad de cosas que suceden en la pieza transmite una sensación de velocidad muy superior a la que sugiere la noción de tiempo profundo. El público recibió la obra con entusiasmo y premió con largos aplausos tanto al compositor como a la orquesta, que interpretó a la perfección la exigente partitura.
La segunda parte estuvo dedicada por entero a la Segunda sinfonía, en mi bemol mayor, de Edward Elgar. Barenboim abordó con pericia la inmensa obra (casi una hora de duración) consiguiendo una interpretación vibrante e intensa, en la que destacó el voluptuoso sonido de la excelente orquesta. Juzguen ustedes mismos: el audio del concierto estará disponible para escuchar en streaming hasta mediados de agosto.
El discurso de Barenboim
No hay duda que Daniel Barenboim es un músico excelente, pero su ego y su inagotable ansia de protagonismo (incluso hay quien piensa que trata desesperadamente de hacer méritos para ganar el Nobel de la Paz) a menudo ensombrecen su labor. Esto mismo sucedió al final de su segundo y último concierto en los BBC Proms 2017, cuando después de la deliciosa versión de Nimrod que ofreció de propina, interrumpió los aplausos del público para pronunciar unas simpáticas palabras sobre la orquesta que derivaron en un largo sermón anti-brexit. El problema no es el contenido del discurso, con el que es casi imposible no estar de acuerdo (precisamente porque se trata de un discurso fácil, lleno de tópicos, por muy ciertos que sean, como que «el principal problema de la actualidad es que no hay suficiente educación»), sino que Barenboim se aproveche de su ventajosa posición, delante de 5000 espectadores y con micros y cámaras retransmitiendo en directo sus palabras por radio y televisión. Todos los conciertos de los Proms se retransmiten por la radio, y muchos de ellos también por televisión, ¿qué pasaría si todos los directores y solistas decidieran seguir el ejemplo de Barenboim y aleccionarnos con sus elevadas reflexiones sobre los problemas del mundo? ¿Y si el próximo discurso es pro-brexit? ¿Donde está el límite?
Es cierto que el Brexit afecta al mundo de la música de forma especial ya que, igual que pasa con la comunidad académica, la movilidad de sus miembros es crucial para la calidad de su trabajo. La diversidad cultural de una orquesta contribuye a su riqueza, y el brexit, especialmente con la actitud xenófoba que propagan algunos de sus promotores, es una amenaza directa. Pero encima del escenario hay otras maneras más elegantes y efectivas de protestar, como demostró dos días antes en la primera noche de los Proms el pianista Igor Levit sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Luciendo un pin con la bandera europea en la solapa, su significativa y emocionante interpretación como propina de la Oda a la Alegría de Beethoven (que en un arreglo de von Karajan se usa como himno europeo) fue mucho más elocuente que todo el discurso de Barenboim.