por Marina Hervás Muñoz | Oct 1, 2016 | Cine, Críticas |
Uno de los aspectos más valorados de la escritura de Leonadro Padura es lo visual que es. Mientras tenemos el libro entre las manos, nos sumergimos en sus letras y, de pronto, estamos en una silla, con un vaso de ron, en silencio, sintiéndonos parte de las reuniones del Flaco, el Conejo, el Conde, Andrés y Candito el Rojo, desgranando las miserias cotidianas. Y nos imaginamos a Conde fumando, llamando comemierda a Manolo pero siendo «más bueno que el carajo», paseando por las calles de La Habana, donde cada esquina es una promesa de lo que podría haber sido, suspirando por Tamara (y todo lo que Tamara supone). Eso tan valorado, la facilidad para crearnos todo un mundo, es que cuando se hace visual siempre nos falta algo.
Vientos de La Habana (estrenada ayer en España), dirigida por el director Félix Viscarret, y atentamente guionizada por Leonardo Padura y por su compañera, Lucía Lopez Coll, comete la herejía de meterse en ese mundo tan íntimo al que nos ha invitado Conde (al que da vida Jorge Perurrogía), el de cada uno de nosotros. Está basada en Vientos de Cuaresma y en su fidelidad al texto introduce guiños para los lectores, que encajamos todo lo que para el no iniciado resulta anecdótico como portador de un significado amplísimo. Es una película que, si no se ha leído nunca a Padura, cumple a la perfección su papel: casi dos horas que se pasan volando, una historia que va enganchando, unos personajes a los que más o menos se les ha cogido cariño cuando se encienden las traicioneras luces de la realidad. A todo ello se suma una fotografía deliciosa, concentrada en crear un retrato de La Habana como sólo puede hacerlo alguien que ama esa ciudad pese a todo, que es consciente de que, La Habana, «de tanto decaer, se ha ido p’al carajo» (como suena por ahí en el celuloide). Pero si se ha leído a Padura, como es mi caso -y, además, confieso que he disfrutado con la lectura de sus libros como con pocos en mi intensa vida de lectora-, falta un rasgo esencial: lo escuálido y conmovedor. Creo que el problema se encuentra en que se intenta condensar una complejidad trabajada al detalle de los personajes en dos horas, porque hay algo de aquellas relaciones -fundamentales en las letras de Padura– que se quedan algo desinfladas porque lo vemos todo in media res sin entender muy bien todo el conjunto. Pero me bajaré de la torre de marfil donde nos ponemos los críticos y me enfrentaré a la pregunta que, estoy segura, se hizo el equipo de Vientos de La Habana: ¿Cómo se es fiel a esta historia tan llena de matices, donde lo más importante es lo que se lee entre líneas? Padura ha conseguido convencer a lectores ávidos de thriller y novelas policíacas con unos libros donde los crímenes son lo de menos y con un policía que quiere ser escritor. Pero en el cine todo esto no es fácil de contar: por eso, a veces no queda claro qué tipo de película es. No tanto porque las películas tengan que ser o encajar en algo, sino porque el lenguaje visual de cada género lleva a cuestas una larga trayectoria. Por eso esta película no termina de estar en ningún lado y es quizá ahí donde pierde su fuerza. Utiliza algunos clichés para no perderse entre la indecisión -como la aparición del jazz y el sexo saxofón mediante- y deja algunos cabos por desarrollar que en los libros son vertebradores. Las historias de ese círculo de amigos, cuyo mejor pasatiempo nocturno es escuchar a Creedence bebiendo ron, aparecía de refilón como reproche de borrachos, y toda su vida pasaba por los ojos del espectador en un par de minutos. Las tensiones del policía-escritor, que no es nada del todo, quedan disueltas en una comisaría de policía donde las viejas y las nuevas rencillas y las largas sesiones de investigación y cooperación pasan como un suspiro. El sexo y las mujeres (que en esta película van de la mano, salvo en el caso de la buena de Josefina), aparecen ocupando un lugar accesorio para la vida de Conde, que se presenta mucho más transparente y enamoradizo de lo que nunca será en los libros. Aunque parece que la relación con Karina (Juana Acosta) -que sustituye el rol de Tamara- es uno de los hilos conductores, mirándolo con lupa, Karina es la excusa para que Conde escriba, para que cuente algunas cosas, confiese otras y, sobre todo, dibuje con más nitidez su faceta de perdedor que siempre, de alguna forma, sale a flote. La complejidad de sus relaciones sentimentales, tan bien perfilada por Padura en los libros, que nos toca tanto a todos, se difumina -aunque con verdadera elegancia-.
En esta película, por mor de ser fiel a todo y que nada se escape, y dar a los lectores un retrato en el que no echen nada de menos, todo pasa demasiado deprisa. Por eso creo que no hay que entenderla como la película sobre Mario Conde, sino como un experimento, un juego para ver cómo sería hacer eso que tanto deseamos los que hemos dedicado horas a disfrutar con las páginas de Padura: que esa gente exista, que ese mundo tenga vida, que nosotros podamos, por un rato, creer que es posible traspasar la ficción.
por Marina Hervás Muñoz | Sep 11, 2016 | Artes plásticas, Críticas |
«The Departed» es la nueva exposición que acoge el Museo Frissiras en el corazón de uno de los barrios más entrañables de Atenas, el Plaka. Se trata de tener presentes a pintores que ya se han ido, tanto por la resistencia a su olvido como por recordar su actualidad a los que aún seguimos aquí. Es una selección de obras de entre las más de 3500 que posee el fundador del museo Vlassis Frissiras, que comenzó su andadura como coleccionista en 1978.
Quizá las obras que más sencillamente conectan con el público son las de Skoulakis Demosthenis (1939-2014), que estaban divididas en dos grandes bloques: aquellas que homenajeaban o estaban claramente inspiradas en autores ya convertidos en clásicos de las vanguardias y los retratos. Por sus pinceles paseaban sin problema Hopper, Mondrian o Pollock. Su buen hacer hiperrealista y su excelente técnica a veces quedaban deslucida porque en tales homenajes no conseguían mostrar algo diferente a lo que ya habían conseguido los maestros en los que se inspiraba. Se trata de la fina línea entre la inspiración y la falta de creatividad. Una de sus mejores piezas formaba parte del segundo grupo de obras: The transparency of age (1988), donde cara arruga era un mundo entero.
Detalle de Skoulakis Demosthenis, «The transparency of age» (1988)
Skoulakis Demosthenis, «The transparency of age» (1988)
Algo monótonas y finalmente banales resultan las obras de personajes deformes del francés Rustin Jean (1328-2013).Sus mujeres y hombres, sólo distinguibles por sus sexos, parece que ponen cara a los desamparados, con esos ojos lánguidos y llenos de tristeza, con la expresión del que se sabe retratado por su anormalidad. Lo a veces en exceso explícito de sus cuadros hacía que perdiesen fuerza. Los cuadros como Femme en blouse bleu (1997) superaba a todos sus hermanos, donde el mismo rostro se mostraba una y otra vez esperando a ser juzgado por el observador, por la sencillez de lo doloroso.
Rustin Jean, «Femme en blouse bleu» (1997)
Absolutamente desconcertantes son las piezas del también francés Perrot Philippe (1960-2015) que, como Aubergine navet carrote (1999), se quedaban en un incierto arte pop de dudosa calidad. Es una lástima, pues las obras mostradas eran, quizá, de las peores del artista, que brilla más cuando más deja que su pincelada libre, casi sin querer, se desprenda de lo figurativo, como en «J’avale» (1994). Lo mismo sucedió con las obras de Dado (1933-2010), que no eran precisamente las mejores de su colección y mostraban la faceta más espeluznante de su creación. Aunque sus obras están llenas de monstruos, las piezas elegidas para esta exposición eran una especie de caricatura de sí mismas.
Perrot Philippe, «J’avale» (1994)
De las obras más interesantes fueron las piezas de Vyzantios Konstantinos (1924-2007), cuyas figuras angulosas y su personal utilización de un renovado tenebrismo hacían que el espectador quisiera que el mundo que el crea existiera para perderse en su oscuridad. Con una paleta similar a la de Tamara de Lempicka, él también juega con la representación de mujeres, aunque con un trabajo en una línea diferente, al menos distanciado del talante aún marcado por el art decó de las figuras de Lempicka. Sus mujeres, en lugar de esperar a ser miradas, hacen que el espectador se sienta inmiscuyéndose in media res en un mundo al que ya no pertenece. Destacan en una especie de tríptico Figure (green) (1991), Personalle III (1987) y Otherwise (1996).
Vyzantios Konstantios, Figure (green) (1991), Personalle III (1987) y Otherwise (1996)
El italiano Cremonini Leonardo (1925-2010) capta con su paleta de colores los que parece que sólo puede dar el sol del Mediterráneo. Sus figuras, casi siempre acuáticas o en la orilla hacen que, tras mirarlas con detenimiento, no logremos distinguir dónde está el agua y dónde el horizonte, dónde se juntan los dos mundos, si es que verdaderamente están tan separados. El color cálido de Leonardo constrasta con el ocre y negro de las pinturas de Kessanlis Nikos (1930-2004) o de Mastichiadis Fotis (1936-2014). Mientras que el primero muestra en su pintura sobre fotografía el anonimato, el mundo gris de las grandes ciudades donde todos se vuelven un nadie y, al mismo tiempo, el carácter de espectro para los otros, Fotis muestra en su Old age I y II (1986) el rostro de la pena de los viejos, que son otra forma de nadie en las sociedades contemporáneas centradas en el culto a la juventud. En eso contrasta con las retratos arrugados hiperrealistas de Demosthenis, donde siempre quien aparece es ya un alguien. Las arrugas planas de Fotis y los rostros impersonales de sus personajes hablan de forma subterránea de la mista historia de la soledad del anonimato que contaba Nikos.
Cremonini Leonardo, «Beach» (sin datar)
Detalle de Kessanlis Nikos, «Sin título»
Las obras expuestas son de los siguientes artistas: Cremonini Leonardo, Dado, Golub Leon, Hay Susan, Hortala Philippe, Kitaj R.B., Perrot Philippe, Rustin Jean, Van Boekel Henk, Vermeersch Jose, Apartis Athanassios, Vyzantios Konstantinos, Golfinos Giorgos, Diamantopoulos Diamantis, Ioannou Stavros, Kapralos Christos, Katraki Vaso, Kessanlis Nikos, Lappas Giorgos, Lachas Kostas, Mastichiadis Fotis, Moralis Ioannis, Paniaras Kostas, Romanou Chryssa, Skoulakis Demosthenis, Fidakis Panos, Chalepas Yannoulis, Hadjikyriakos-Ghikas Nikos, Chouliaras Nikos, Christoforou John. Podrá visitarse hasta final de año en Atenas. Es, al menos, una ocasión excelente para conocer algunos pintores contemporáneos poco presentes en galerías europeas, especialmente en el caso de los griegos.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 14, 2016 | Críticas, Música |
Uno de los platos fuertes de la presente edición del Festival Internacional de Santander llegó de la mano de la orquesta Hallé de Manchester con su director titular, sir Mark Elder y Leticia Moreno, la violinista con más proyección de España. El programa no fue arriesgado: la Overtura «El Rey Lear» Op. 4 de Berlioz (algo muy apropiado dado el añod e jubileo shakesperiano en el que nos encontramos), el Concierto para violín y orquesta Op. 64 de Mendelssohn y la sinfonía n. 9 «Nuevo Mundo» Op. 95 B. 178 de Dvorak.
La Obertura de Berlioz caracterizó la estrategia que iba a marcar el concierto: el carácter constructivo de Elder. En lugar de recrearse en los fortissimo, que esta pieza ocasiona, trabajó con detalle la fuerza de los silencios entre partes. Por tanto, cada pequeña pausa era como un suspiro, como una respiración que ayudaba al aumento de la tensión: la música quedaba como suspendida en el aire. Es una lástima que el piano de mitad de la pieza, en la que el viento madera trata de emerger sobre la masa sonora de la cuerda y el viento metal, que acechan latentes, no tuviera la misma fuerza del inicio. Aún así, fue una interpretación llena de contrastes, con mucho teatro (especialmente al final, cuando comienza el pizzicato de los bajos), como corresponde a una pieza inspirada en una de las mejores obras de la literatura universal.
Tras la pequeña Obertura, llegó uno de los momentos álgidos, la aparición de Leticia Moreno. Me hubiese gustado verla tocando algún concierto menos escuchado, más exigente, en un registro diferente. Quizá es un problema con las programaciones, que he criticado numerosas veces, pero creo que es labor de los violinistas de élite interesarse por repertorio menos interpretado, y yo sé que eso es algo que Leticia Moreno lleva a cabo en sus interpretaciones de cámara y en sus grabaciones y que, por ejemplo, se podrá ver en la siguiente temporada de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, con obras de Fazil Say y de Juan Montes Capón. Por eso, siempre me resulta frustrante dar en los conciertos con orquesta obras que ya sabemos que van a convencer a una gran mayoría. ¿Qué tal, para la próxima vez, por ejemplo, alguno de los conciertos de Spohr, el de Colin Matthews… ¡aunque sea el maravilloso Alban Berg!? Creo que uno de los valores de violinistas talentosos/as debería estribar también en una labor de investigación y difusión de otros repertorios, como hace magistralmente por ejemplo Hillary Hahn. Pero vayamos a lo que nos ocupa: Moreno fue extraordinariamente precisa en su ejecución, salvo en algunos pasajes que destacaban sólo por la excelente ejecución del resto, pero me faltó verla brillar como lo hacía en las cadencias y algo más de libertad expresiva. Tiene un sonido potente y es, casi, una «mujer a un violín pegada» por la naturalidad con la que lo maneja, pero le faltó algo de garra. Quizá es porque el concierto de Mendelssohn a veces peca de repetitivo y algunos de sus temas quedan planos, así que no se pueden hacer milagros.
El final con la Sinfonía del Nuevo Mundo auguraba lo mejor. Y eclipsó el concierto de violín y la obertura. Un sonido rotundísimo en los vientos metales marcó toda la pieza, que explota como pocas los diferentes colores orquestales. El solo del corno inglés del segundo movimiento, uno de los más bellos de la historia de la música, fue de una delicadeza extrema, donde Elder volvió al recurso del juego con los silencios: al final, cuando las melodías ya se han desintegrado, parecía que la tensión se podía mascar (al igual que mascaba un caramelo el que se sentaba detrás de mí y me hizo bajar de las alturas musicales al mundanal ruido).
Los aplausos emocionados dieron paso a dos bises: el Salut d’amour Op. 12 de Elgar, una obra edulcorada, que ha adquirido su fama por ser una imprescindible del repertorio de bodas y Knightsbridge March de Eric Coates. Celebro enormemente que hayan ofrecido música de su tierra, aunque hubiese preferido que, en lugar de esa pieza de Elgar, se hubiesen animado con alguna más desconocida. Igualmente, siempre he visto esta música como algo más íntimo, más adecuada para la cámara que para el sonido orquestal. Así que no terminó de funcionar. Sin embargo, la Knightsbridge March fue un final divertido y que nos hizo establecer muchas conexiones entre la fuerza visual de la música de Dvorak, que por momentos nos lleva -retrospectivamente- al lejano Oeste y a todo el imaginario de buenos y villanos de los indios americanos de los buenos Western y el cine antiguo, los bailes en círculo y el circo que recrea esta marcha de Coates. Así cerraba un concierto que, salvo por el Mendelssohn, hablaba de promesas y de mundos posibles que sólo es capaz de abrir la música.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 10, 2016 | Críticas, Música |
La segunda cita de música de cámara del Festival internacional de Santander era con Andreas Prittwitz y The Lookingback Septet con su proyecto Zambra Barroca, en esta ocasión, en Noja el pasado ocho de agosto. Creo que nunca había a un concierto con tantas dudas sobre el programa, que prometía la fusión entre la música barroca y el flamenco (sic). No soy remilgada para los experimentos, así que me parecía una aventura sonora, lo menos, curiosa.
Zambra barroca, como explicó Prittwitz en un español impecable, se trata de un encuentro, en realidad, de lo que mueve toda la producción musical: contar cosas a través de un medio diferente, prescindiendo de la mera comunicación verbal. Al principio, barroco y flamenco estaban separados, se podían diferenciar muy bien: así sonó la ‘Overtura’ de Dido y Eneas (1688) de Purcell seguido del tanguillo La Rempopa, cantado por la magnética Eva Durán con una garra y fuerza que la acompañarían todo el concierto. Luego apareció Enrique García Ortega, demostrando su buen hacer (especialmente por un vibrato muy controlado y un precioso color de voz) con un ‘Piu d’una tigre altero’ de Tamerlano de Haendel, en una versión aún sin visos de flamenco por allí. Poco a poco, tema a tema, el barroco, el jazz y el flamenco iban uniéndose: al principio ‘deformando’ el final de las piezas, con excelentes improvisaciones de Andreas Prittwitz, pasando por una trepidante versión jazzera deliciosa del Trio Sonata RV 63 de Vilvadi o un Gaspar Sanz flamenqueado, hasta llegar a una versión de ‘Zefiro torna’ y de ‘El Vito’ cantada por Enrique García Ortega y Eva Durán, demostrando cómo es posible que confluyan dos estilos supuestamente separados de canto. También Eva Durán cantó una desgarrador ‘Lamento’ de Dido y Eneas, traducido al español y diciendo ‘Recuérdame, recuérdame’ que, desde luego, no olvidaremos. Para algunos, desde luego, habrá sido un escándalo (¡¿cómo se puede hacer eso con un icono de la música «clásica»!?). Para mí: una deliciosa profanación. Ahí van mis argumentos.
No se trataba tanto de tomar temas del barroco y usarlo como standars de jazz o de flamenco-jazz, sino de ir modificando las melodías hasta dar con el punto de encuentro, donde de una forma más natural de lo que podría parecer a primera vista, ambos estilos. Es, desde luego, una lección para los puristas, para los ortodoxos. El único punto débil de esta propuesta es que hay que hacerlo muy bien para que no salga una rareza de todo aquello: y así fue. Prittwitz sabe bien de quién rodearse. Aparte de los ya citados cantantes, su elenco se formaba de un genial Mario Montoya (guitarra flamenca), Ramiro Morales (guitarra barroca y archilaud) -con una admirable actitud de especialista en música antigua que se atreve con todo, demostrando lo que significa ser músico en sentido enfático-, Joan Espina (violín) -que mostró lo mejor con Vivaldi-, Roberto Terrón (contrabajo) -a veces justo con el variolaje pero excelente en los cambios de estilo, que muchas veces eran marcados por él- y el propio Andreas Prittwitz (flauta de pico, clarinete y saxofón), que tocaron a un nivel técnico impecable pero además, se divirtieron y transmitieron cómo la música «clásica» (sea lo que sea esa gran categoría) no implica cuerpos rígidos, serios e impolutos, sino que los músicos pueden pasárselo bien y pasar así del terrible «bolo» al «concierto». Zambra Barroca es una lección. Una lección de cómo modificar los patrones de conciertos, -que casualmente ponía en jaque en mi anterior artículo– pues, entre otras cosas, se saltaron a la torera el archiencumbrado orden del programa y olé; cómo hacer pedagogía musical y cómo dar argumentos con una excelente interpretación contra posibles voces críticas con su proyecto. Aunque ya ha habido otros intentos de aunar barroco y jazz, como el excelente arreglo de Puhar del Ohimè ch’io cado -critcadísimo por puristas- (vean abajo el vídeo) en el caso de la propuesta de Prittwitz no se trataba de una sorpresa dentro de un concierto de barroco al uso, sino de la exploración de posibilidades de confluencia de músicas supuestamente distanciadas en el tiempo y en sus formas y que, de una forma maravillosa, confluyen. He escuchado también algunas comparaciones del proyecto con Pagagnini, donde comenzó a alcanzar popularidad Ara Malikian o los de MozArt, porque tocan «clásica» sin el esquematismo habitual. Creo que la diferencia y el punto fuerte de Prittwitz se encuentra en que demuestra que no hace falta hacer reír para repensar la tradición y resituar el lugar desde donde queremos hacer música entendiendo los cambios en los gustos y en el formato. Como indiqué más arriba, uno de los logros de Zambra barroca se encuentra en su capacidad pedagógica de atravesar varios siglos de historia, mostrar que lo del siglo XX y XXI dialoga con la música del siglo XVII, y que hay formas alternativas de acercarse a las obras que algunos consideran como intocables del repertorio. Lo que se ofreció en Noja fue, definitivamente, aire fresco y mucho que aprender por delante para músicos, gestores y público.
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por Marina Hervás Muñoz | Ago 8, 2016 | Críticas, Música |
El pasado 6 de agosto se abría el Festival Internacional de Santander con la Pasión según San Mateo de Bach en manos de Gardiner. Un llenazo rotundo y esperado que trata de hacer al FIS remontar los últimos años de decadencia y volver a un lugar similar al que se encontraba hace unos años. El ciclo de cámara comenzó un día después con el Cuarteto Borodin, que sólo recibe elogios de la crítica, con el que se aseguraban un concierto de buena calidad.
El programa comenzó con el Cuarteto en Sol Mayor Op 33 n. 5 Hob III 41 de Franz Joseph Haydn. Tocar música del periodo clásico siempre es arriesgado, porque sólo se toca bien si se hace de forma limpia y haciendo presente la relación con otras músicas del periodo, especialmente de la ópera. Las voces toman el cuerpo de personajes de las óperas y, especialmente en Haydn, los temas se suceden con microvariaciones y juegos muy sutiles que sólo una buena interpretación puede mostrar. Todas las pruebas de conservatorio y de orquestas piden una obra clásica para ver la calidad del intérprete: es como cuando los cocineros de élite exigen a sus pinches que hagan un huevo frito o una tortilla francesa. Sólo en lo sencillo se encuentra lo complejo. Así que ya ven con qué arrojo comenzó el concierto de los rusos: ahí se estaban jugando todo. Y, dado que su técnica es impecable, fueron correctísimos en los fraseos y en la dirección, agradecí profundamente que no abusaran del vibrato -una práctica que debería ser erradicada-, y también supieron explicitar tales momentos quasiinfantiles de Haydn. Pero a veces la técnica impecable deja de lado lo expresivo. Ahí está otro truco de lo clásico: tocar sólo bien no basta, sino que también hay que entender y hacer entender lo que está entre las notas. Por eso, el cuarteto tuvo dos niveles: uno correcto, convincente, sin fisuras, que es el del plano técnico; y uno mejorable, en el que se haga aparecer porqué Haydn destaca sobre otros compositores de la historia de la música y porqué, gracias a sus cuartetos, hasta la fecha sigue siendo el formato de composición donde un compositor muestra todo lo que tiene que decir.
Algo similar sucedió con el Children’s Album Op 39 de Piotr Ilich Tchaikovski (con arreglo de Rotislav Dubinsky). Impecable a nivel técnico y con algunas piezas deliciosas. Especialmente al final del conjunto, vimos la capacidad de brillar hasta el momento dormida del cuarteto. En las piezas de carácter solemne o lentos destacaron más que en las más exigentes técnicamente, en las que dieron una lección, nuevamente, de una alta capacidad de resolver con solvencia cualquier exigencia mecánica. Destacaría At church, especialmente, la construcción armónica tremolando y Mamma y en The doll’s funeral, de una delicadeza suprema. También atisbamos su potencial juguetón con la Canción napolitana, la Canción rusa y la Canción alemana, donde por cierto ofrecieron el primer forte de la noche.
El plato fuerte vino en la segunda parte con el cuarteto más famoso del autor que da nombre al cuarteto, Alexander Borodin: el número dos. Su comienzo siempre me ha parecido in media res, como el único movimiento de cámara de Mahler. Tenía ciertas dudas con la interpretación después de quedarme un tanto fría con la primera parte por los motivos expuestos. Sin embargo, dieron lo mejor de sí mismos acudiendo a un repertorio en el que evidentemente se sienten más cómodos y conocen perfectamente. Supieron equilibrar a la perfección el fraseo, que en este cuarteto muy fácilmente puede edulcorarse en exceso. Las dos voces conductoras, el primer violín y el chelo, estuvieron excelentes (especialmente el chelo, que consiguió muchas veces algo muy difícil: robarle el protagonismo el violín, tanto con el arco como en pizzicato, que era redondo, con volumen, pero al mismo tiempo delicado y justo en sonoridad), pero me sorprendió la buena base que crearon el segundo violín y la viola, que hicieron crecer la tensión magistralmente: algo desde luego nada fácil de resolver.
Aunque normalmente parecería que no debería ser objeto de una crítica de música clásica la presencia escénica de los músicos si han sido correctos, creo que la actitud de los miembros del Cuarteto, Ruben Aharonian (violín primero), Sergey Lomovski (violín segundo), Igor Naidin (viola) y Vladimir Balshin (violonchelo) explica porqué sigue existiendo una brecha entre el público y los músicos de clásica. Ni un buenas noches, ni un gracias, ni siquiera una sonrisa les llevaron a tocar el bis, la sencilla Serenata alla espagnola de Borodin, donde Igor Naidin nos regaló una excelente interpretación, sacando de la viola un sonido que demuestra que no es un instrumento meramente armónico o complementario a las piruetas del violín o a la serenidad del chelo -algo que ya saben compositores como Max Reger-. Tal y como habían entrado a tocar el bis se fueron: serios, con una postura apática, como si aquello no fuese más que una obligación que desgraciadamente tienen que asumir. Ellos seguirán así y yo lo seguiré denunciando. Quizá algún día no haga falta porque la calidad musical ha llegado a converger con el antielitismo del que se sube al escenario.