Letras desde Canarias

Letras desde Canarias

Canarias, donde yo nací, es un territorio periférico en todos los sentidos. Pertenece políticamente al territorio español pero geográficamente sufre las inclemencias del africano. Culturalmente ha nacido de la mezcla de invasores, navegantes perdidos, migrantes, colonos, comerciantes y una sinfín variopinto de personajes, y siente un pie al otro lado del charco, en América latina, y otro en esta maltrecha Europa que tantas veces se olvida de sus esquinas. De esa mezcla, surgen otros olvidados, los escritores de las islas. Hoy, que es el día de Canarias, lo trastoco en el día de los que escriben desde Canarias. Aparte de canarios, son buenos escritores. Y no: no hablaré ni de Benito Pérez Galdós ni de Angel Guimerá.  Y sí, sólo he escogido dos, pero porque espero que haya otra ocasión no muy lejana en la que pueda seguir dándole un hueco a escritores por conocer. El día de Canarias yo celebro otra Canarias, la otra que no se conoce, la que va más allá del mojo picón, de la corrupción en sus costas, de la que cierra fronteras al Sáhara, de las prospecciones y la especulación medioambiental.

Uno de mis favoritos es el que las buenas lenguas llaman el Rimbaud canario: Félix Francisco Casanova de Ayala. Desaparecido a los 19 años, dejo a su paso poemas excelentes recogidos en diferentes antologías y colecciones, como Cuarenta contra el agua (Demipage) o La memoria olvidada (Hiperión)  y algunas digresiones de su diario de 1974 (Yo hubiera o hubiese amado).

«Descansa la vieja reina
y su acerva mirada
penetra en la visera
de su efebo colonial.
En la crismera
jugo de uva turulú
el olor a balausta y
el tierno orujo de mandarina
en su boca cuquera.
En su celdilla de panal
con la láurea entre rizos
y su cadera de necrópolis
agoniza ante el áulico séquito,
riente ahora.

(12-4-4, en Yo hubiera o hubiese amado, Madrid, Demipage, 2010, 5).

Otro ejemplo de sus letras lo pueden ver en el siguiente ejemplo, en el que Jabier Muguruza le puso música a su poema «A veces…»:

Su obra más importante, quizá, fue su única novela, escrita a trompicones, cargada de «alegría creativa», en palabras de Fernando Aramburu. Llama a su cita a Boris Vian, Bukowski, a Kafka  y la generación beat: así surge El don de Vorace. Es un texto asombroso para una mano de 17 años, un tratado alucinante y alucinador sobre la inmortalidad que, pese a todas las voces que se cruzan, resulta fresco, novedoso, sin deudas literarias evidentes.  Félix Francisco Casanova tenía una escritura que hablaba desde el desgarro cultural de los 70 y los 80, años que daban por inaugurada la ruptura con las formas preestablecidas de expresión, entre casetes, guitarras y confesiones. En su diario explica sobre El invernadero que «todos dicen cosas raras de él, que si espontaneidad y frescura, al par que profundidad y dominio del estilo. Me gusta, sí pero lo que realmente me convence es lo que hago ahora». Su padre, en un intento de explicación de ese fragmento, dice que «escribía a borbotones, manaba como una fuente, y, de pronto, se cerraba». En enero de 1976 se cerró para siempre. Pero la fuerza de lo que nos dejó habla de la promesa de su pluma. Juzguen ustedes mismos.

Hace pocos años tuve la ocasión de leer a Mercedes Pinto. Ella es un signo de valentía. Una mujer extraordinaria. Mientras que conocemos a otros traseuntes del Ateneo de Madrid y algunos de los miembros de la Residencia de estudiantes, así como a María ZambranoCarmen de Burgos en el círculo intelectual del Madrid de principios de siglo XX, Mercedes Pinto ha pasado desapercibida. Su escritura no asombra tanto por su forma, sino por su contenido y su radical cercanía. Tiene dos libros que van de la mano: Ella  (1934, Escalera, 2011) y Él (1926, Escalera, 2011). El primero es un diario de juventud y de hipocresía, de valores que Pinto trató de confrontar durante toda su vida (algo que la condenó al destierro después de hablar de El divorcio como medida higiénica en 1923):

«[…] Además, yo amaba a Pilatos. Pilatos me atraía con su turbación encantadora, cediendo a la inquietud de su mujer, que «sueña con el Nazareno»y le pide su vida… Le encontraba valiente enfrentándose con el pueblo enfurecido y gritando desde el balcón su temor a una equivocación, «matando a un justo»… Y, sobre todo, me agradaba con un gesto que encontraba interesante. Quería limpiarse de aquel posible error… Si él sólo no podía evitarlo, su conciencia al menos quedaría libre.. Mi madre no me pasaba esto […] lloraba mi madre mis ideas liberales y, sentándome a su lado, insistía en que no éramos dueños de pensar lo que queríamos, sino lo que debíamos…Le prometía yo enmendarme, pero seguía pensando en muchas cosas, atormentándome a veces como dos fuerzas contrarias: el temor a condenarme y mi rebeldía triunfadora…» (Ella, Madrid, Escalera, 2011,  pp. 59-60)

Él es un relato real de una desgracia radicalmente actual, la de casarse con el hombre equivocado: el que insulta, el que humilla, el que anula, el que pega. Es un libro en primera persona sobre el dolor, sobre los silencios que aguantan tantas mujeres. Es u nlibro valiente, en la que se pone sobre el papel el miedo, las dudas y la paulatina pérdida de fuerza para resistir.

«De mis tristes ideas me despierta la música de un organillo callejero. Me asomo a los cristales del balcón y miro hacia la calle. un viejo húngaro de blancas barbas hace sonar el organillo, mientras levanta de tiempo en tiempo un platillo dorado pidiendo una limosna… Toca una música antigua como él mismo y como el organillo, y sin embargo mis ojos e llenan de lágrimas y envidio al viejo húngaro que, tal vez, a través de penas y dolores muy hondos, tremola al viento su barba blanca como una bandera de independencia y va por el mundo pobre y errante, pero libre…

Yo en cambio interrumpo  hasta mis pensamiento al contestar: -¡Voy enseguida»- a una  voz que desde el fondo de la casa me llama impetuosa…» (Él, Escalera, 2011,  p. 36).

 

Nuevas voces en el ciclo out.side

Nuevas voces en el ciclo out.side

El Ars Santa Mónica (junto al Centro de arte Tecla Sala y el Centro de arte La Panera) es uno de los lugares de acogida del Ciclo out.side, coordinado por Luis Codera Puzo. El pasado 20 de mayo abrió sus puertas al concierto “Nuevas voces”, es decir, la muestra de tres obras de tres jóvenes compositores que han finalizado recientemente sus estudios de composición en la ESMUC. Las tres fueron interpretadas por otros jóvenes, ya punteros en el ámbito nacional en materia de creación contemporánea: CrossingLines. En esta ocasión, vimos a Tere Gómez al saxo, a Feliu Ribera a la percusión, a Lluïsa Espigolé frente a las teclas (y cuerdas) del piano, Luiz Rocha con los clarinetes, Paula Piñero a la percusión y en producción junto a Pablo Carrascosa Llopis, que también se hacía cargo de la electrónica. Entre las piezas, aparecía El Pricto, uno de los músicos más versados en improvisación en algunos bares de Barcelona, como el Soda de Gràcia y director del valiente proyecto Discordian Records. El Pricto es un músico que demuestra que la fina línea entre música académica y ligera es una invención legitimada por teóricos y musicólogos y que, más que nunca, la nueva creación la pone contra las cuerdas.

El concierto se abrió con Blue para saxo, piano y batería de Pablo Carrascosa. Se trataba, aparentemente de una obra que intenta descomponer, en su mínima expresión, los elementos constitutivos de un blues. Pese a la intención de deconstrucción, la obra estaba íntegramente construida: sus seis minutos se dividían en particiones casi iguales que intercalaban sonido y silencio. Cuando sonaba, la música nos permitía intuir algunos lugares comunes del blues: aquellos acordes del piano, la caja en la batería, aquel gesto del saxo. Cuando callaba, parecía buscar una atmósfera inexistente aunque en cierto modo siempre perseguida en el mundo del blues: la calma para la tristeza. Quizá esta división rígida del tiempo fue lo que no le permitió funcionar del todo. Su hieratismo le hacía violencia, no sólo al blues, sino también a la propia música. Cuando un arte que se alimenta del tiempo es detenido de forma tan brusca no permite aparecer lo sonoro, sino sólo la fuerza del oficio del compositor. Let it sound, Carrascosa.

El Pricto era el encargado de la siguiente sección, de improvisación conducida. Mediante gestos que habían pactado anteriormente, El Pricto dirigía mientras componía. Sus formas parecen una traducción de la action painting abanderada por Pollock al ámbito musical. Sus gestos eran intuitivos y trabajaba por bloques (necesarios para elaborar las pautas). La figura central de esta primera improvisación fue la irrupción en el continuum temporal, realizada por el bombo y luego protagonizada por el resto de instrumentos.

La improvisación dio paso a, quizá, la obra más ambiciosa de la noche: Rooms para saxo, piano, percusión y electrónica de Laura Casponsa. Casaponsa es ua artista disciplinar, que compagina la composición musical con lo visual y, en especial, la fotografía y el cine. En esta ocasión, su obra se dividía entres movimientos (sic) o tres habitaciones, cuyo único hilo conductor era tener la misma idea de fondo: crear el mundo sonoro de ciertas habitaciones proyectadas en la pantalla. La propuesta invierte las líneas principales de investigación en sound studies: en lugar de pensar sobre la sonoridad real (su ser-sónico) de un lugar, Casaponsa pone primero el lugar y luego crea un mundo sonoro entre tantos posibles. Todas las fotografías mostraban habitaciones llenas de historia, en cierto modo abandonadas, dejadas ya a su suerte. Así se abre otra pregunta: aquella que cuestiona cómo suenan los espacios donde ya no se habita. Lo ambicioso de la propuesta, sin embargo, no terminó de tener la fuerza compositiva que prometía. Toda la composición fue un exceso, especialmente en efectos. Tocó prácticamente todos los palos de la composición vanguardista y contemporánea, incluyendo el ASMR (en un estilo similar a la propuesta de Neele Hülcker), la grabación de campo o el piano preparado. Quizá en querer abarcar demasiado estuvo su condena: apretó poco. Especialmente llamativo fue el caso de la última de ellas. Se trataba de un cuarto con papel color crema con flores en las paredes digno de las mejores habitaciones burguesas de la primera mitad de siglo XX. No había ningún mueble y la vista se dirigía a un mirador que había perdido sus formas por la potente luz que dejaba entrar por las ventanas. Sus costados, algo desvencijados, mostraban la verdad de la historia de aquella habitación presumiblemente testigo de tantos acontecimientos. La música, en lugar de explorar nuevos rincones de aquel espacio, optó por ponerse nostálgica. La melodía del piano, ensuciada a propósito con ruido electrónico, recordaba a la de las cajas de música en las que una pequeña bailarina da vueltas irremediablemente. El contraste con las dos primeras piezas fue extremo y hacía que las tres partes de Rooms quedase encajadas a la fuerza. Pese a que las tres habitaciones partían de la misma propuesta, no consiguieron dialogar entre sí.

Nuevamente, y por última vez en esta ocasión, le tocaba el turno a El Pricto. Al igual que en la improvisación anterior, tenía un hilo conductor: el grito, que fue protagonizado por Tere Gómez. Tal grito se desplazó, de forma modificada, al resto de instrumentos. Esto se intercaló con una suerte de conversación pseudomusical: mientras clarinete y saxofón hablaban con las boquillas aún entre los labios, en la percusión y en el piano se imitaron formas del habla.

Cerró el concierto Ex essentia machinae para saxo, piano, batería y electrónica, de Nuño Fernández Ezquerra. Se trata de una obra extraordinariamente bien compuesta, especialmente en el manejo de sus tensiones. Se encarga de no permitir un respiro a los espectadores. Mantiene una dinámica forte constante y, sin embargo, no pierde fuerza, sino que consigue crecer y crecer por su dominio del color instrumental. A diferencia de lo que promete el título y lo explicado por Luis Codera antes de que comenzara, la obra no es mecánica ni recuerda, en ningún momento, a lo automático. Más bien lo contrario: su fuerza está en lo humana que es.

Este texto fue publicado en su versión catalana en http://www.nuvol.com/critica/noves-veus-esmuc/

La ¿desafortunada? viñeta de El Roto

La ¿desafortunada? viñeta de El Roto

roto

El pasado 9 de mayo, el siempre agudo El Roto publicó la viñeta que ven más arriba en El País. Sencilla y clara, dirán algunos (e incluso añadirán: ¡y muy cierta!). Otros, los musicólogos sobre todo, se lanzaron a las redes sociales a dedicar grandes párrafos incendiarios contra su autor y el contenido. A mí, como me parece que algo que agita discusiones ya merece tener en cuenta (siempre que no sean las aventuras de la vida privada de nadie) y, porqué no decirlo, en esta revista nos va la polémica, me he decidido a lanzarme con este texto.

Bien. Comencemos por la sencilla frase. Tiene dos lecturas evidentes. Por un lado, la que se comprende inmediatamente, en la que podríamos seguir aquel diagnóstico de Th. W. Adorno que señalaba que, en los últimos tiempos, la sociedad sufría de una “regresión de la escucha”. Ésta implica un retroceso de la capacidad de escuchar y reconocer estructuras complejas en relación al desarrollo de las posibilidades musicales. El pobre Schönberg pensaba que su música se tararearía, según dicen las malas lenguas, cien años después de su composición. Algunas ya los han pasado y todavía mucha gente ni siquiera sabe quién fue ese tipo. Y tampoco les cambia demasiado su vida saberlo. Muchos, incluso músicos profesionales, siguen considerando a este hombre como creador de basuras musicales y otras lindezas que he escuchado entre los pasillos de conservatorios. En cualquier caso, sí que parece que hay un elemento regresivo en la escucha, no tanto por capacidad sino por lo permitido u ofrecido por las instituciones. La música que más triunfa en España sigue siendo el reggaetón (que, más allá de que musicalmente es nefasta, su contenido político es todo lo contrario a lo que desearíamos como sociedad no barbárica) y la música es cada vez más retirada a un elemento de entretenimiento o de bien cultural, como una especie de bien museístico más. Cuando algunos colegas de profesión quieren defender la música, sus argumentos suelen dirigirse a señalar que es buena para el cerebro, que los niños que estudian música son más inteligentes y organizados, etc. Pocos defienden la música en sí misma, mucho menos -doy fe que somos realmente pocos- como una forma de conocimiento alternativa, como un conocimiento no proposicional. Pero esto es harina de otro costal y no puedo alargarme demasiado por motivos de formato y por la paciencia que atribuyo a mis lectores.

Por otro lado, y aquí es donde los colegas musicólogos se encendieron, parece que El Roto desprecia, de alguna forma, la aparente simplicidad del tambor. Eso le pone contra las cuerdas. Fue considerado como elitista, anticuado, conservador, etc. En la misma línea que parecía estar El Roto estaba la interpretación, por ejemplo, de Ernst Bloch, que consideraba que la música comienza a emanciparse de su función ritual cuando aparece la flauta. Para él, el tambor no ofrecía música en sí, sino para sí. El tambor, según esta segunda línea, sería lo más básico y arcaico para la escucha. Los percusionistas, claro, se sintieron atacados, y denunciaron -con razón si seguimos este argumento- todas las posibilidades de los tambores, que exigen de una altísima (por seguir en los términos del dibujante) sensibilidad musical. Por no decir, aunque quizá sea una exageración un poco oportunista por mi parte, que el piano es, en esencia, también una especie de tambor: al menos hereda de él la lógica de su mecanismo.

¿Qué significa esta viñeta en abstracto? Encontramos otras dos posibilidades. Por una parte, la constatación de que no saber de música y demostrarlo no se condena ni social ni culturalmente. De hecho, eso es lo normal. Dudo que El Roto se hubiese atrevido a poner eso en términos, por ejemplo, de pintura o literatura, donde se espera que la persona media (sea lo que sea), tenga otros conocimientos. Es decir, El Roto ha caído en su propia trampa. Él mismo ha caído en su propia asensibilidad musical y se ha puesto, a sí mismo, entre la espada y la pared. Con esta frase, hace un flaco favor a los que intentamos desestabilizar el statu quo, también existente en la música (con la fijación del repertorio, la repetición hasta la saciedad de los mismos hits musicales, el desarrollo de una industria cultural cada vez más alejada de la creación contemporánea de ámbitos menos comerciales…). Y, por otra -y por último-, El Roto  abre una pregunta que me parece esencial para comprender el mundo que nos toca vivir. ¿Qué significa sensibilidad? No es momento aquí de ponernos con reflexiones sobre el asunto. Simplemente, dejo apuntada la cuestión bajo la luz de que parece que, desde hace unos cuantos años, sensibilidad se ha opuesto a razón y ésta se ha asociado tanto a elementos objetivos (como capacidad de percibir, aisthesis) como a subjetivos (como el gusto o como cualidad: “esta persona es muy sensible, se emociona siempre que ve perritos” -o lo que sea-). También, como defiende el filósofo francés J. Rancière, a estructuras políticas que posibilitan percibir, o no, la realidad, algo que él llama “la división de lo sensible”. J. Attali, por ejemplo, decía que la música era una organización política del ruido, esto es, algo que en determinado momento, bajo determinadas circunstancias, se ha denominado como música y que la oponía -como algo rechazable- al ruido. En los últimos años, nos encontramos con que se ha despertado la conciencia de que somos seres ruidosos, y así se ha puesto en marcha el mecanismo que comienza a interpretar las estructuras que condicionan nuestra escucha en términos biopolíticos. Piénsenlo: en nuestra cultura, la de esta esquina del mundo, no se debe eructar en público, ni sorber la sopa, ni cantar por la calle. Hay un control de nosotros como seres ruidosos. En todo esto participa cierto concepto de la sensibilidad. Me parece a mí que El Roto  no sabía lo que se escondía detrás de su tan aparente sencilla viñeta…

Morgon og kveld, de Georg F. Haas en la Deutsche Oper de Berlín

Morgon og kveld, de Georg F. Haas en la Deutsche Oper de Berlín

Morgen und Abend © 2015, Clive Barda

El pasado noviembre de 2015 se estrenó en la Royal opera House Covent Garden de Londres Morgon og kveld de Georg Freidrich Haas (1953-) inspirada en el texto homónimo (arreglado como libretto por el mismo escritor) de Jon Fosse. Ahora se encuentra en la Deutsche Oper, que coparticipó en el montaje de la obra, donde vimos el pase del pasado 3 de mayo. Se trata de una obra corta (90 minutos), poco ambiciosa. Es una pieza dividida en dos partes, aunque no hay ningún corte entre ellas. Cuentan el nacimiento y la muerte de Johannes (Christoph Pohl), el protagonista de la pieza. La música comienza con tres solistas de percusión y la orquesta respondiendo a las llamadas de tambor con melodías típicamente espectralistas. El primer acto, por llamarlo así, correspondiente a la mañana («Morgon»), o al inicio de la vida, una metáfora típicamente romántica, recuerda a Beckett y a Grisey. La música de la orquesta trata de captar la atmósfera de Olai (Klaus Maria Brandauer), que espera la noticia del nacimiento de su hiijo. sin embargo, su espera es similar a la de Godot del clásico de Beckett: una espera de la espera. Habla y describe, de forma lacónica, sus inquietudes. Cuando el niño llega al mundo, anunciado por una exageradísima matrona (Sarah Wegener), Olai no se atreve a ir a verlo. El segundo acto, «Kveld» o noche (en sentido de evening inglés, para la que no tenemos traducción) Johannes ya es adulto, yse desierta con una sensación de ingravidez. Le visita su esposa fallecida, Erna (Helena Rasker) y su mejor amigo, también muerto, Peter (Will Hartmann), al estilo del señor Scrooge de Un cuento de navidad de Charles Dickens. Pero, en lugar de mostrarle a Johannes sus errores del pasado, le invitan a acompañarles. Es decir, le anuncian su muerte. Signe (Sarah Wegener), la hija de Johannes y Erna, esta vez moderada y delicada, una de las grandes sorpresas de la noche, aparece varias veces en escena y no es capaz de ver a su padre, ya muerto, que intenta hablar con ella, decirle que todo está bien aunque él se vaya. Haas une el principio y el final de la vida con el grito del recién nacido y el grito del que se queda en la tierra viendo cómo sus seres queridos se van.

Quizá uno de los puntos fuertes de esta obra sea precisamente su capacidad de tratar temas peliagudos y normalmente apaciguados por las herramientas del arte, como la muerte y el dolor. Aunque Haas no es crudo, sí que es diáfano, algo que hace destacar la radicalidad de la experiencia de un nacimiento y una muerte. Olai espera al nacimiento como el que sabe que esa buena noticia sifgnifica que uno ha crecido, que uno ya es suficientemente mayor como para ser capaz de ser reproductor, para ser padre, es decir, para no ser ya sólo hijo. La muerte, por su parte, puede entenderse a là Heidegger, como la dirección de nuestras vidas, no tanto porque es evidente que nos vamos a morir algún día, sino porque todo lo que consideramos único o irrepetible lo es proque nuestra experiencia del tiemppo es finita, y porque cuando algo único nos pasa no es por el evento en sí, sino porque nuestra capacidad del aquí y el ahora se limita con nuestra muerte. Aunque intuyo que Haas no quería llegar tan lejos, sí que hay algo relevante: y es tratar de captar musicalmente o, al menos, desde la música, el momento del nacimiento del otro (quizá me parecería más coherente la pieza con el nacimiento de uno mismo) y la muerte propia. Si bien sus figuras de los seres queridos que ya nos han dejado nos recogen y nos arropan en la muerte es bastante manida y se desteñían algunos toques pseudocristianos, como la luz, la vida eterna y una serie de figuras por el estilo, me parece interesante como ejercicio, como camino a explorar. Si normalmente la ópera ha contado historias que pasan entre el nacimiento y la muerte de sus personajes, aquí la obra se centra en los dos extremos, en los límites de los propios protagonistas. Este es sólo el principio, por eso decía que no parece una pieza muy ambiciosa.

Carente de ambición lo fue también musicalmente que, en lugar de utilizar leitmotive al uso, Haas tató de trazar atmósferas que terminábamos vinculando a cada personaje o a cada estado de ánimo vinculado a su rol. Así, la espera era siempre caracterizada por melodías espectrales. La hija de Johannes, Signe, y en ocasiones su madre, Erna, tenían asociadas melodías construidas por glissandi muy acusados. Los monólogos de Johannes (cantados) y de su padre, Olai (hablados) se construían mediante efectos en la orquesta de todo tipo. El problema de este recurso es que el efecto sólo actúa como tal si se puede relacionar con algo previo con lo que contraste. Cuando todo es efecto, resulta pobre e insuficiente, algo torpe. En general, la ópera, musicalmente, se quedaba pronto con poco que decir y sólo brilló el final de la ópera gracias a la excelente interpretación de la despedida de Johannes  y Signe. La escenografía, por su parte, consistía en un par de muebles (una cama, una silla, una puerta) y un barco, punto de unión en el dúo entre Peter Johannes, ambos compañeros pescadores (y una excelente excusa para recurrir a otra metáfora romántica del mar como la muerte, presente en Baudelaire, Rimbaud, Poe y otros tantos). Una luz cenital que cada vez era más intensa y un fondo de tela gris completaban el escenario, parco pero muy expresivo en su sencillez. Según acontecía, por decirlo de alguna forma, ya que en realidad no pasaba nada, la pieza, los elementos del escenario quedaban en primer plano, pues eran movidos por una plataforma rotatoria. La escenografía, en su sencillez,  fue capaz de dignificar una obra que no termina de brillar por sí misma. Me faltó más trabajo orquestal (de la misma calaña que la fuerza de lo escrito para la sección de percusión), más trabajo compositivo, más trabajo letra-música. Faltaron mejores y más ideas, menos esbozo y más carácter definitivo. La ópera tiene el sabor de lo a medias. Quiere ser moderna, pero no le sale del todo bien. Al mismo tiempo, por texto y por el uso de leitmotive ambientales, por llamarlos de alguna manera, es bastante antigua, repetitiva en muchos aspectos, pero tampoco convence en su retorno a lo pasado. Creo que ahí está su problema: que no se atrevió a salir del punto intermedio, que trató de agradar un poco a todos. Y eso taicionó todo su potencial.

El Caso Makropulos: el tiempo y la música, en la Deutsche Oper de Berlín

El Caso Makropulos: el tiempo y la música, en la Deutsche Oper de Berlín

El pasado febrero la Deutsche Oper de Berlín estrenó su montaje de El caso Makropulos (Vec Makropulos) de Leoš Janáček, un compositor aún por descubrir seriamente en España. Esta obra, de 1926, dialoga con las mujeres protagonistas de la ópera de Puccini, pero también -y no sólo por el rol femenino, también musicalmente- con Lulú, de Alban Berg. Janáček prescinde de Leitmotive evidentes, y trabaja con la creación de estados emocionales. Es decir, sus Leitmotive, si es que los podemos seguir llamando así, hacen referencia más a situaciones, no a personajes. Expande el uso de lo tonal sin participar en ninguna de las escuelas predominantes por aquellos años y alcanza su fuerza expresiva con una orquesta llena de timbres, sobre todo  en los contrastes entre los agudos y los graves y cromatismos muy acusados. En Cultural Resuena  tuvimos la oportunidad de conocer el montaje el pasado 27 de abril. Se trata de una escenografía bastante sencilla, sin ambiciones, que no trata encontrar una complejidad interpretativa que haga que la obra y tal interpretación diverjan. Más bien había una intención clara de potenciar lo que ya estaba en la música y en el libreto sin grandes florituras. Esto es de agradecer cuando se sabe de la fina línea entre hacerlo bien, sin excedentes, y pasarse de listo.  Pero empecemos por el principio.

La historia conjuga líos amorosos y problemas de herencia de varios personajes que confluyen en una mujer con muchos nombres, todos ellos con iniciales E. M. Estos diferentes nombres se los ha ido poniendo Elina Makropulos, hija del alquimista Hieronymus Makropulos, que probó con ella una pócima que permitía vivir al que la bebía 300 años. Elina, en el momento de la ópera, tiene 337 años. En el último acto, cuando es descubierto su secreto, aparece la reflexión fundamental de esta ópera, basada en un texto de Karel Čapek: ¿cómo se vive en un mundo donde la gente muere y el tiempo pasa cuando se sabe que no se envejece? Esto, a nivel vital de la protagonista, es importante, por supuesto, pero lo es más a la luz de las reflexiones teóricas que había dejado Nietzsche sobre el tiempo. Su Zaratustra, que no de forma casual es también en cierto modo un alquimista, un mago, como Makropulos, hace una pregunta que es su imperativo ético: ¿Seríamos capaces de repetir una y otra vez lo vivido, seríamos responsables de nuestro pasado como para hacerlo siempre presente? Ese es uno de los núcleos del eterno retorno. La responsabilidad, en alguien que sabe que no va a morir en el mismo margen del resto de los mortales, se cifra de manera diferente. Por eso E. M., que al final de la ópera ha dejado de saber quién es y se enfrenta a todos sus yoes, prefiere morir y no repetir su juego con la eternidad. Se da cuenta de que lo que en sentido abstracto sería abrazado por muchos humanos, la posibilidad de no envejecer, se vuelve problemático cuando se ven todas sus aristas. Querríamos vivir para siempre, sí, pero no ver morir a los nuestros. 

También Bergson andaba por estos años pensando el tiempo. Las experiencias de la primera guerra mundial y los efectos de la creciente industrialización iniciada en siglo XIX hicieron que el tiempo se tomase muy en serio, ya no como un asunto matemático (es decir, en sentido formal) sino desde una perspectiva vital. Por eso Bergson se dedicó a pensar el temps dureé, el «tiempo duración» durante muchos años. El aspecto que más nos interesa aquí es su definición en la que señala que «la duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir». El «progreso continuo» del pasado rompe con la idea, quizá intuitiva, de que el pasado «pasa», de que se da de una vez para siempre, que queda ahí y configura el presente de manera irrevocable. Junto a Bergson, estaba Benjamin, que en numerosas ocasiones pensó cómo elaborar el pasado -es decir, asumía que el pasado es plástico y aún por trabajar- para hacer del presente. Así rezo su VI Tesis sobre el concepto de historia:

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro. […] El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no sólo viene como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

Musicalmente, Janáček habla de todo esto, se inserta plenamente en una generación preocupada por el tiempo en un sentido enfático, vital, y no meramente como un elemento formal que se rellena. E. M. sufre porque todo en ella es un pasado sin futuro, y tiene que desprenderse de lo que parece que nos hace únicos: nuestra identidad. Que se cambie de nombre no es baladí. Según las reflexiones de Benjamin, en el nombre se recoge la fuerza del lenguaje. En la historia se ha ido perdiendo el nombrar originario, según él, el divino, en el que la cosa correspondía a su nombre, en la medida en que en el lenguaje cotidiano la cosa mantiene una relación arbitraria con su nombre. El momento en que se nombra a un bebé, comienza su camino como ser humano nombrado y nombrador. E. M. prescinde de eso, es decir, renuncia a una parte de sa, lo que lo vconvierte, en el fondo, en una nadie. 

La escenografía, inicialmente, dividía en dos el escenario, de tal modo que en una parte acontecía el presente y en la otra se sucedían escenas del pasado. Sin ser una idea brillante ni muy elaborada, era lo suficientemente efectiva como para que se comprendiera el entretejido temporal de la obra Lo mejor, aunque suene muy crudo: no molestaba. Pero el peso caía sobre los personajes, un riesgo que sólo se debía asumir si se estaba muy seguro del éxito de su capacidad teatral. Vimos a un parco Seth Carico como Dr. Kolenaty, en contraste con una estupenda Jana Kurukova como Krista, un frío pero convincente  Ladislav Elgr como Albert Gregor, una actuación fría y calculada como su personaje, es decir, muy adecuada de  Derek Welton como Jaroslav Prus, una mejorable intervención de Gideon Poppe como Janek, al que le faltaba fuerza y creerse su personaje, que no terminó de intergrarse en el elenco y a un Vivek, interpretado por Paul Kaufmann ausente, en cierto modo prescindible. Robert Gamill como Hauk-Sendorf hizo de sus intervenciones de lo mejor de la noche, a un altísimo nivel interpretativo y vocal. Siendo el personaje más devastador de todos, porque situa en un presente imaginario el pasado ya casi olvidado de E.M. y supone un giro musical radical con la integración de las castañuelas pero sin sonido español como sugiere el texto (algo realmente interesante, pues rompe con una tradición en la que se imaginaban «colores exóticos» para lugares considerados periféricos de la Europa avanzada y respetada, a saber Francia, Italia, Austria y Alemania), dio a la escenografía y al montaje un giro cualitativo.  Evelyn Herlitzius, en el papel protagonista, aumentó en calidad según avanzaba la obra, demostrando en el tercer acto porqué se había guardado todo su potencial hasta entonces. Allí sacó todas sus cualidades vocales y teatrales, que sólo había apuntado anteriormente. Su presencia era toda elegancia y buen criterio, incluso cuando E. M. se da cuenta de su destrucción cuando se averigua el secreto de su edad. Para exponer su relación con el pasado, David Hermann, el encargado de la escenografía, puso a varias mujeres parecidas vestidas con trajes de otras épocas, para hacer entender al público las diferentes identidades de E.M. Muy simple y probablemente insuficiente para esta complejidad, sobre todo por una coreografía plana y sin demasiada gracia. Sin unos protagonistas con tanta fuerza, y sin esa música que corta el aliento en muchas ocasiones, deliciosamente bien interpretada por la Orquesta titular de la Deutsche Oper  bajo la batuta y el buen gusto de Donald  Runnicles, esta crítica no sería tan generosa con la escenografía, que no explotaba prácticamente la riqueza del texto, sino se limitaba a explicitar sus lugares comunes. Como ya señalé, esto no es problemático mientras no moleste. Imperdonable fue, sin embargo, la simpleza de la conclusión final, en la que E.M. se invierte para convertirse en «me» (yo en inglés, en este contexto) rompe precisamente con la complejidad de la multiplicidad de identidades, que cuestiona la unicidad del yo. Ahí se sobrepasó esa fina línea que hablábamos al principio: la que separa lo sencillo del pasarse de listo.