por Marina Hervás Muñoz | Abr 26, 2016 | Críticas, Música |
En los círculos de los aficionados a la música clásica (sea lo que sea eso), estos días, aparte de al Quijote y a «Chespir», también se homenajea a Yehudin Menuhin, esa criatura virtuosa del violín que hubiese cumplido 100 años el pasado 22 de abril. También la Konzerthaus de Berlín ha elaborado un programa suculento de conciertos para celebrar tal onomástica. Uno de los highlights era el concierto de Daniel Hope, su alumno, con la orquesta de la Konzerthaus bajo la batuta de Ivan Fischer, que se pudo escuchar por partida doble: el día 22 y el 24 de abril, pase del que es objeto de esta crítica.
El programa, soprendentemente bien compacto y con obras con muchas posibilidades de diálogo entre sí (digo sorprendentemente porque suele pasar que los conciertos se parecen más a un popurrí de hits que una estructura de sentido), comenzó con una rara avis de las salas de conciertos, el Prélude à l’unisson de la Suite Nr. 1 op. 9 (1903) de Enescu. Esta obra trabaja un elemento: el unísono. Eso obliga a que, para que se consiga, se deba ser absolutamente riguroso con la medida y la afinación. Esta pieza pone contra las cuerdas, en un momento muy temprano, dos cosas: por un lado, la imposibilidad del unísono absoluto, algo así como la constatación de la imperfección de toda interpretación y, por otro, el perjuicio que ha hecho el mundo virtuosístico al de la cuerda con grandes vibratos que ponen en entredicho la precisión en la afinación. Pues bien, ante estas dos cuestiones se enfrentaron los músicos de la orquesta de la Konzerthaus con un resultado bastante mejorable. Faltaba trabajo, faltaba autoexigencia, faltaba respeto por el trasfondo de la pieza. Ay ay ay Ivan, no nos des estos disgustos, pensaba yo constantemente.
Los problemas de afinación no se arreglaron con la aparición de Daniel Hope para interpretar el Concierto de violín op. 61 (1910) de Elgar. Aunque ya he visto que la prensa alemana elogia sobremanera al violinista (a ver quién se atreve a no hacerlo, siempre pasa con los consagrados), yo hago justicia a mi pluma siendo consecuente con lo que me dijeron mis oídos. A Hope le faltaban muchas horas de estudio y más respeto por un público al que le gusta oír mucha (y buena) música. Los pasajes rápidos no estaban, la técnica de arco era tirante y ruda, la afinación bailaba escandalosamente (también en los vientos madera, que casi cada vez que paraban corregían la afinación del instrumento) y no había sentido constructivo entre solista y orquesta. Además, aunque esto es discutible, desde mi punto de vista hubo un exceso de de vibrato poco justificado. Cuando no se está cómodo tocando, evidentemente no se puede atender a lo que pasa en la orquesta. Para ser Daniel Hope, o para merecer lo que ha sido, no se pueden vivir de las rentas. O sí se puede, pero sin esperar que se le siga valorando como hasta entonces. Fue una interpretación mediocre, pero disimulada porque el concierto de Elgar es puro fuegos artificiales y eso engaña a oídos ingenuos. Un buen amigo lo describió así: Hope estaba inmerso en su particular carrera de obstáculos y todo lo demás le sobraba. Lo mejor: los vientos metales, algo que debería ser preocupante en un concierto de violín.
Con gran desánimo afronté la segunda parte, el Concierto para orquesta (1943) de Bartok. Es una música deliciosa, llena de cosas que contar. Ivan Fischer la conoce muy bien, y eso se notó. Fue interesante que, a diferencia de como suele ser habitual, no interpretó la obra de manera en que el tercer movimiento, la ‘Elegia’ se sitúe como cúlmen y punto de partida para lo que sigue, es decir, ocupando un lugar central desde el que derivan el resto de movimientos; sino que explotó su carácter más irónico, el que se refleja en el segundo movimiento «Giucco delle coppie» y explota en el último, «Finale». De esta forma, le dio fuerza al carácter de montaje de esta pieza, que se construye con elementos del jazz de aquellos años, del lenguaje musical del cine y de los contrastes de escuelas compositivas del complejísimo siglo XX, en las que Bartok aparecía siempre como heterodoxo. La distancia cualitativa que representó esta pieza con respecto a las otras dos del programa confirmó lo que he expuesto hasta ahora. Aquí la orquesta tenía un sonido rotundo, lleno de personalidad, capaz de hurgar con mucha eficacia en los rincones de esta obra. También lo demostró en sentido técnico, con un V movimiento, que es frenético, preciso en medida y afinación, un mínimo que había brillado por su ausencia y que es requisito sine qua non para comenzar a construir el edificio de cada pieza. La sección de viento madera (y especialmente el solista de fagot) y las trompas fueron de lo mejor de la noche
En este enlace pueden encontrar el vídeo del mismo concierto, cuya primera pasada fue el 22 de abril, justo el día del cumpleaños de Menuhin. Esta versión presenta problemas parecidos, aunque menos frecuentes que en la interpretación que comento en este texto. Juzguen ustedes mismxs y, si no están de acuerdo, pueden hacer uso de la posibilidad de comentarios de aquí abajo. Y si están de acuerdo, también pueden comentar, ¡cómo no!
por Marina Hervás Muñoz | Abr 19, 2016 | Críticas, Música |
Si alguno de ustedes piensa, como yo -normalmente-, que los conciertos son un acto único en los que, aunque una pieza sea repetida hasta la saciedad, el discurrir de la música en el tiempo hace que siempre sea cualitativamente diferente aquello que sucede sonoramente, lo de ayer en la Konzerthaus de Berlín confirma esta teoría y, además, la potencia por la rareza del repertorio y las formas. Philipe Jaroussky, que es el artista en residencia en la temporada 2015/2016 de la Konzerthaus tiene el don de nunca defraudar y de atreverse con repertorios aún por escuchar o poco explorados. Ayer le tocó el turno a Colpa, Pentimento e Grazia. Oratorio per la Passione di nostro Signore Gesù Cristo (1708), de Alessandro Scarlatti. Es una pieza compuesta para orquesta de cuerda, trompetas, trombones, timbal, clave y tres voces, normalmente interpretadas por dos sopranos y una contralto. Ustedes dirán que lo normal sería que Jaroussky cantase la parte de contralto y esperan que nombre a las otras dos cantantes. Pues aquí se encuentra el primer punto de la unicidad del concierto de ayer: Jaroussky asumió el papel de La Culpa, Valer Sabadus el de La Gracia y Sonia Prina el del arrepentimiento. Les Folies Françoises, dirigidos por el violinista Patrick Cohën-Akenin se ocuparon de la parte instrumental.
¿Qué tiene este oratorio de especial? El primer aspecto, que fue revolucionario en su momento, fue la exploración emocional de los personajes de manera -al menos- paralela al contenido religioso. Si normalmente el oratorio estaba pensado para tratar, en música, temas morales, hacia 1700 Scarlatti y sus contemporáneos quisieron ir un poco más allá y trabajar la caracterización de los personajes. Por eso, en esta obra vemos, por ejemplo, una Culpa llena de matices, que va evoucionando a lo largo de la pieza: con dudas, con preguntas. Saber captar la complejidad de su personaje fue, quizá, lo mejor de la interpretación de Jaroussky, que creció junto a su rol hasta el momento culminante, desde mi perspectiva, de la pieza: la rotundidad de una revisión del dies irae que representa el aria «Trombe, che d’ogni intorno». Que estos personajes no sea ya meras figuras alegóricas (aunque también), supone el segundo punto de novedad. En oratorios anteriores, las figuras alegóricas asumían un papel menor, casi como el angelito y el diablo de algunos dibujos animados que aconsejan al personaje principal qué hacer. Aquí, de lleno en la naciente Ilustración, Scarlatti trabaja lo alegórico como entidades en sí mismas, no meramente simbólicas de una idea, sino que en cierto modo las desmoraliza para humanizarlas, y encontramos en ellas, encarnadas, las mismas preguntas y el mismo sufrimiento que inspiran el texto, las Lamentaciones de Jeremías. Por no captar todo esto, la actuación de Sonia Prina no estuvo a la altura. Ella, que se encargaba de humanizar el Arrepentimiento (esa experiencia tan dolorosa de la propia condena y de la espera del herido por el perdón), convirtió el patetismo de su melodía en tosco y vulgar. Una insuficiente concepción de la composición le hizo estar siempre distanciada de sus dos compañeros. Aparte de algunos problemas técnicos que, especialmente en la segunda parte, se hicieron notar más de lo admisible, su trabajo vocal era bastante adecuado al estilo, con un vibrato muy moderado y un correcto cierre de frases, quizá su punto más fuerte. Pero la corrección vocal, por sí misma, no vale. No consiguió llevarnos con ella a ningún lado, su personaje se mantuvo estático de principio a fin. Una lástima. Pero sigamos. Otro de los aspectos significativos de Scarlatti es su tratamiento del texto. Si la música barroca, aprovechando la riquísima retórica musical desarrollada en esos años, podía explotar algunos recursos de forma más o menos estandarizada y aceptada por el público, vemos en Scarlatti un uso moderado de la retórica, es decir, los primeros pasos de la emancipación de la música con respecto a la poesía, que había marcado los pasos de aquélla desde hacía siglos. Aunque respeta la extensión y sentido poético del texto, la música nunca tiene un carácter de mero acompañamiento: esto es evidente cuando en los recitativos la música no sólo está en los bajos, el clave y la tiorba, sino que también aparece en las cuerdas. Esto acerca el oratorio a la ópera clásica. Asimsimo, Scarlatti comienza a explorar el mundo de la fantasía melódica, lo que a veces le hace estirar el texto de una manera antinatural a nivel poético pero más potente a nivel musical. Aquí, al contrario de lo que decía antes, es un elemento crítico con el modelo ilustrado, ya que se trata de potenciar lo sensual frente a lo ideal, es decir, al emoción por encima de la razón. Vemos una riquísima composición musical, en la que pese a la abundancia de da capo no nos hace, realmente, percibir la repetición como si se repitiera sin más: al volver a empezar todo ha cambiado y, en esto, fueron especialmente sensibles Jaroussky y Sabadus que, junto a la orquesta, supieron aprovechar la riqueza d ela oportunidad de la repetición. Muchos de los grandes momentos de la noche fueron en la ocasión de la repetición, algo no habitual.
El concierto comenzó con la fanfarria de las trompetas naturales exageradamente desafinadas. La orquesta supo reponerse a ese comienzo tan poco a la altura de las circunstancias. En la primera parte faltó compensación del volumen: en muchos momentos la tiorba era inaudible. Esto se corrigió en la segunda parte y la orquesta brilló mucho más y demostró su buen hacer como conjunto instrumental casi de cámara. La complicidad entre sus miembros era un elemento clave. En la primera parte vimos a un Jaroussky un tanto sobrepasado, cantando en tensión, aunque la calidad de su timbre y concepción melódica no se vio afectada. En la segunda parte algo de esa tensión se había esfumado y le permitió brillar de la forma a la que nos tiene acostumbrados (espero que no se me note mucho todo lo que me gusta el buenhacer del francés). Sabadus fue uno de los grandes descubrimientos de la noche, estuvo impecable técnicamente en un rol complejísimo para un contratenor, especialmente en el final de la primera parte, «Gerusalem, ingrata», donde concentró toda la energía que había acumulado la primera parte para conseguir una tensión emocionante y deliciosa. Teatralmente, además, se mantuvo entre la ironía y la ingenuidad, una lectura contemporánea muy interesante del sentido de la Gracia. Junto a Jaroussky, fueron miembros más del conjunto de cámara que formaba la orquesta. Quizá algunas horas de estudio más juntos hubiesen terminado por redondear algunas aristas que, en conjunto, tampoco fueron demasiado sobresalientes. Como ya dije arriba, y siento la crudeza, Sonia Prina hizo que encontrásemos sus intervenciones prescindibles, ya que desequilibraban la concepción total que se habían propuesto alcanzar el resto de los músicos. Salvo por ella, la noche fue un regalo auditivo, una propuesta para escépticos de todo lo que aún tiene que contarnos el barroco si lo exploramos más allá de los hits de las colecciones tipo «essencial barroque», una lección para aquellos del star system que, a diferencia de Jaroussky, no se atreven a ponerse a estudiar nuevo repetorio porque creen que su público se conforma con siempre lo mismo.
por Marina Hervás Muñoz | Abr 8, 2016 | Críticas, Música |
Sigo siendo entusiasta con la propuesta de «2x hören» de la Konzerthaus de Berlín, como indiqué en un artículo anterior. Pero lo que vimos el pasado 4 de abril fue poco menos que una desfachatez. En este caso, le tocaba el turno a la obra de 1976 Trois Strophes sur le nom de Sacher de Henri Dutilleux.
La obra fue compuesta a petición del chelista Mstislaw Rostropovitch, que quería regalarle un conjunto de piezas de compositores de la época al director y mecenas Paul Sacher. Por eso, algunas de las obras tienen como material, en algunos momentos, la transcripción musical del apellido del director, eS-A-C-H-E-Re (D), es decir, mi bemol, la, do, si, mi y re. Segun explicó Christian Jost, estas seis notas se tomaban como material de la misma forma en que Schönberg tomó los doce tonos para componer sin la sujeción jerárquica a un tono fundamental, que es la base de la técnica dodecafónica. Esta explicación, no obstante, es por un lado errónea y, por otro, oportunista. Es errónea porque lo que Schönberg hacía con las serie de doce tonos construida para cada caso no tiene nada que ver con lo que hizo Dutilleux. La utilización de esas seis notas no tiene sentido como ‘serie’ ni es el único material que aparece en la pieza (ni en el primer movimiento, donde en realidad se usan iniclamente esa secuencia de notas), algo que contradiría en esencia lo que schönberg proponía. Su referencia es, claramente, la ‘firma musical’ que ya desde Bach, al menos, aparece en las composiciones. De hecho, en el caso del compositor alemán, se estudia como ‘motivo BACH’. Por otro lado, fue oportunista porque quería convencer al oyente no especialista mediante un criterio de autoridad, en este caso, la de Schönberg. Todo esto tuvo su guinda con la interpretación un tanto gratuita, antes de escuchar por segunda vez las Tres estrofas, las Variaciones sobre Sacher de Lutoslawski. Rostopovitch le pidió a doce compositores que escribieran algo para Sacher. Por tanto, hubiese tenido sentido tocar toda esa música o ninguna más. La explicación fue que Lutoslawski también recurrió a la fórmula de la fimra musical Sacher. Las diferencias cualitativas entre una obra y otra no fueron menciodas y, dada la diferencia en la concepción de ambas, era imposible encontrar entre ellas algún diálogo, aunque fuese de forma subterránea.
Algo pasaba con estas Tres estrofas. Si en la última ocasión las explicaciones fueron de gran interés y realmente giraron el punto de vista de la pieza de cara a la segunda audición, en la última velada brillaron por su ausencia la precisión y la claridad. Tanto como Jost como el solista, Johannes Moser, se dedicaron a divagar y a dar información absolutamente innecesaria y vacua sobre los chismorreos en torno al círculo de Paul Sacher. Mi interpretación es que, por algun motivo desconocido, se programó una obra que resultaba demasiado corta y, para justificar el precio de la entrada de los asistentes, había que llenar el tiempo , que pareciera que se decía algo interesante y profundo. Si me quejo de desfachatez es porque en ningún momento se atendió a elementos verdaderamente constituyentes de la obra que permitieran aprender a escuchar de una forma diferente la pieza, porque el diálogo rezumaba egocentrismo de los interlocutores -algo que, al menos a mí, me resulta por completo aburrido y, si me apuran, maleducado- y porque, de fondo, existía la creencia de que el público no sabía nada y que cualquier cosa nos convencería. Fue evidente la falta de preparación de la sesión por parte de Jost.
La obra de Dutilleux es una obra irregular, con momentos muy brillantes, como algunas elaboraciones melódicas, pero que enseguida se desinflan. Es el caso, por ejemplo, de la segunda mitad del tercer movimiento, en la combinación entre momentos percutidos y una melodía trepidante; o de la melodía del segundo movimiento, que pierde interés apenas unos segundo después de su presentación motívica. Moser destaca por ser un músico con un sonoro rotundo y su precisión. Aunque en general su interpretation fue brillante, hubo momentos en los que tuvo que salvar problemas de afinación con un vibrato poco justificado o con la resignación, como en una cita de Bartok en el primer movimiento, que contiene una octava y que no cuadró ni una sola vez. Otro aspecto del que él mismo se vanagloria es del exceso de teatro de su interpretación musical. Especialmente en el Lutowkslaski el gesto de su cara y su lenguaje corporal trataban de imponer una especie de historia con sentido a lo que estaba tocando. De este modo participa en la creencia -cargada de ideología- que intenta justificar la música contemporánea diciendo que aunque suene ‘rara’ o ‘mal’, en realidad puede ser inmediatamente comprendida si se percibe esa historieta interior, como si fuese eso lo que comparte con la tradición, como si la extracción de esa supuesta historia interior fuese lo que en la música tradicional, pongamos por caso Mozart, es valioso.
por Marina Hervás Muñoz | Abr 6, 2016 | Críticas, Música |
El debate sangrante que se produce en los ámbitos musicológicos y algunos de la crítica musical es cómo poder acercar la música clásica (sea lo que sea eso) a la gente normal. Yo, hace ya algún tiempo, hablé de más (pero sobre todo, mejor) pedagogía musical. Hay otros que optan (además) por pensar qué es lo que lleva gustando a la gente unos cuantos años sin caer en la mediocridad. Desde esta postura se ha concebido el montaje de la obra eterna La flauta mágica de Mozart de la Komische Oper de Berlín, que está en cartel con un «Ausverkauft» (todo vendido) desde el 25 de noviembre de 2012, que comenzó a estar en cartelera. Yo no había sido de esas afortunadas que la pudo disfrutar ni en la capital alemana ni en la española, donde estuvo en el pasado mes de enero, hasta el día 2 de abril, en que celebrara su segunda reposición del año presente. Este montaje, idea original de los miembros del colectivo 1927 Paul Barritt y Suzanne Andrade en colaboración con Barrie Kosky, puede ser o más o menos criticado (aunque toda la crítica lo elogia sobremanera) pero da una lección importante: que con imaginación (y mucho trabajo, eso sí) se pueden seguir siendo original en la ópera. Lo más gracioso es que, en este caso, en realidad no se ha sido original en absoluto, sino que el lenguaje teatral de la ópera se ha adaptado al del cine, que es una industria que de manera reiterada confirma su éxito entre el público. Es irónico: el cine en el que se han fijado es el mudo, algo paradójico, al menos, si de lo que se trata es de música.
Pero esto tiene varias caras: por un lado, que se puede tratar la música de Mozart como la del organista que hacía efectos y ponía música de fondo. Por lo tanto, el público poco habituado a la ópera se convencerá de que «no es tan aburrida» (porque, al fin y al cabo, la música está en un segundo plano, es casi decorativa). Esto fue una auténtica lástima, porque la partitura no tiene desperdicio. Admirada por compositores posteriores, como Beethoven, en ésta se adelantan muchas cosas que aparecerán en el siglo XX (como el famoso quinteto «Hm, hm, hm», que avanza el trabajo vocal no significativo) y también es una muestra evidente de la genialidad del músico austriaco, que combina en este singspiel, escrito unos meses antes de morir, lo mejor de su técnica. Si bien no comparto algunas de las decisiones de Alexander Joel, el director al frente de la orquesta titular de la Komische Oper), que fue demasiado brusco en los forte y estiraba demasiado los silencios dramáticos, la orquesta reclamaba con su calidad sonora un espacio más importante que el mero acompañamiento. Y esto, me temo, en este montaje es inconcebible.
Por otro, porque aparecen los personajes que pertenecen al mundo pop vienen garantizando ventas de camisetas, tazas, y otros artículos de merchandising. Vemos un Papageno (Tom Erik Lie) que habla de Buster Keaton más joven, tan tierno como Chaplin. Monóstatos (Peter Renz) es una versión poco estilizada de Nosferatu. Pamina (Sidney Mancasola) se parece a las bailarinas de variedades cuyo interés fue renovado recientemente en The artist. Tamino (Adrian Strooper) era una mezcla de varios galanes de Hollywood. Y Sarastro (Stefan Cerny) en una versión seria de Max Linder. Todos ellos representaban sus papeles en La Flauta mágica como si hubiesen sido sacados de un plató directamente: Tamino elegante -a veces tanto que resultaba sosísimo-, Pamina representando la delicadeza y la calidez, algo que hacía perder fuerza al personaje, Papageno, torpe y valiente y, contradiciendo la presentación que él hace de él mismo, en la que dice que siempre está alegre, encarnaba esa sonrisa tristísima del mejor Chaplin, que en cierto modo se reía por no llorar. Los más fans de La Flauta mágica -o quizá de su archiconocida Der hölle Rache- se preguntarán porqué no he nombrado aún a La Reina de la Noche (Beate Ritter). Ella no era ningún personaje de ficción cinematográfica, sino una araña gigante. Pese a las pocas posibilidades de movilidad -y por tanto, de actuación- que tenía, fue sin duda uno de las mejores de la noche y sus dos arias principales fueron sobresalientes.
La siguiente cara de este montaje tiene que ver con otro debate sangrante de la musicología, el que se pregunta por el hasta donde se respetan las obras de arte. La producción de la Komische Oper, desde luego, se ha ganado un puesto de honor en el certamen de hacer lo que les da la gana con las obras, algunas veces con gran éxito y otras con grandes fracasos, como en el caso de Puccini/Bartok del que les hablé una vez. La transgresión de esta vez consiste en la adaptación de las partes habladas de la ópera a cartelas como en el cine mudo con un fondo de música de Mozart ajena a la de La Flauta mágica, ya que pertenece a la Fantasía en do menor K. 475.
Llegamos a la última cara. El mundo de la proyección sugería uno distinto al simbolismo masónico que parece que se trasluce en el libreto original. Aparecen personajes que podrían hacer sido sacados de Disney, los sacerdotes son autómatas de los que vemos su forma animal y la maquinaria, la flauta mágica y las campanillas no son tales, sino mujeres (algo que explota la búsqueda del amor que guía a los dos protagonistas masculinos), etc. Es decir, la proyección -que hacía las veces de escenografía- consiguió algo que a mí me parece esencial siempre que esté bien hecho, como en este caso (no como en la versión en la misma casa en 2007): contar historias paralelas que se trasluzcan del texto original. Esta es la única forma, por ejemplo, de no escandalizarse con lo que en el mundo de hoy nos parece un texto profundamente machista y maniqueo como el de La Flauta mágica.
Creo que no me equivoco si me arriesgo a vaticinar que este montaje no será pasado por alto. Pone entre las cuerdas los montajes más tradicionales y habla de la necesaria actualización a los medios actuales de la ópera. Como todo lo arriesgado tiene errores, incluso imperdonables, como la adaptación libre de los textos de Mozart y la inclusión de otra música que rompe con la lógica de la principal. Pero precisamente aquello que ha sido más cuestionado en este montaje, la primacía de la escenografía sobre todo lo demás, me parece que tiene un momento de verdad: que la ópera, que se ha convertido de un tiempo a esta parte, gracias a muchos montajes, en una mera sucesión de momentos virtuosísticos de stars, debe recordar con qué otra arte se emparenta: el teatro y nos las galas de lieder de los salones de la burguesía. Considero que algo vale la pena si motiva el pensamiento y cuestiona su tradición: es el caos de esta versión de La Fñauta mágica que, desde luego, no dejará a nadie indiferente.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 28, 2016 | Críticas, Música |
Yo-Yo Ma, © Fotografía: Todd Rosenberg
Soy poco dada a plegarme ante grandes nombres, pues ya se reseñan suficientemente en medios más grandes. Si ustedes son lectores habituales de Cultural Resuena, habrán visto que centramos la atención en artistas o artes más minoritarios. Pero decidí hacer una excepción el pasado 24 de marzo con el segundo concierto de la temporada de conciertos estelares, los Festtage de la Philharmonie de Berlín, que se abría unos días antes con Jonas Kaufmann cantando Lieder enines fahrenden Gesellen de Mahler. En esta ocasión, le tocaba el turno a Yo-yo Ma y el archiinterpretado Concierto de cello Op. 104 de Dvorak. La segunda parte, siguiendo con la sesión protagonizada por Kaufmann, consistía en la Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar (en aquel concierto habían tocado la primera).
Contra todo pronóstico, Yo-yo Ma comenzó con un sonido sucio y demasiado duro. Cuando le tocó a él trabajar sobre el tema ya presentado por la orquesta, su interpretación se situó en las antípodas de lo que la orquesta ya había contado con él. Esto puede obedecer a dos motivos: o falta de estudio conjunta o la repetición acrítica del concierto (de hecho, su forma de tocarlo se asemeja bastante a esta versión). Quizá, incluso, se dieron ambos motivos. Es una lastima que presentase un comienzo así: la orquesta, por su parte, mostró un sonido rotundo y delicadísimo, especialmente en la preparación del solo de trompa que es respondido por el clarinete. Afortunadamente, el diálogo entre orquesta y solista fue convergiendo según avanzó el concierto. De este modo, Yo-yo Ma pudo demostrar las dotes por las que es tan aclamado: es una sabia conjugación entre buena técnica y mejor gusto. No obstante, hubo algunos pasajes rápidos en los que no estuvo a la altura de lo que se espera de un virtuoso. No fue limpio y eso fue en retrimento de lo que la música puede decir. Compensó estos problemas, desde luego, en los pasajes más lentos. El dúo con el violín del tercer movimiento fue, simplemente delicioso.
La Segunda sinfonía Op. 63 de Elgar muestra, como en casi todas sus obras, la complejidad armónica y, al mismo tiempo, la belleza constructiva característica de sus obras. Baremboim, posiblemente consciente de estos aspectos, fue extremadamente delicado en la preparación de los momentos de derrumbe, que marcan esta sinfonía. Pese al carácter triunfante de sus fanfarrias, los decrescendi que los prosiguen hablan de la falsedad de esas fanfarrias, de la flaca fuerza de los fortissimos precedentes. Esta obra, de 1910, está compuesta un año antes de la muerte de Mahler y comparte con él muchos elementos: el fundamental, la expresión musical de un mundo que se derrumba, de una música que sigue a ese derrumbe. Esto lo evidencia su comienzo ‘in media res’, al igual que la única pieza que tiene Mahler para cámara o un rondó que ya no es rondó (me refiero al tercer movimiento) y a una especie de danza que abre el cuarto movimiento, aunque pronto su entusiasmo es ensombrecido, al igual que sucede en la mayoría de los ‘temas alegres’ que Mahler presenta duras penas. De todos estos elementos habló la interpretación de Barenboim y, en especial, el buen hacer de la sección de vientos de la Staatskapelle. Si, normalmente, el plato estrella lo da el solista, y la segunda parte de los conciertos suele operar como complemento al programa para seguir con la lógica de que los conciertos sinfónicos deben ofrecer un tiempo suficiente de música para que los abonados y los abonadores de granddes cantidades de dinero se vayan satisfechos hasta la próxima semana, en este caos la música de Elgar se hizo cargo de ese lugar de complemento, sino que brilló con luz propia.