Aunque las decepciones siempre son mayores cuando se tienen grandes expectativas sobre un evento -como era mi caso el pasado 29 de enero-, la propuesta de la Deutsche Oper es difícilmente salvable, incluso para los menos entusiastas. Ya algo pintaba mal. La Salomé habitual, Catherine Naglestad, que estaba resfriada, fue sustituida en una esquina con un atril por Allison Oakes en la voz y en la actuación por la coreógrafa de la producción Sommer Ulrickson. Bueno, son cosas que pasan, murmuraban los asistentes a mi alrededor.
Lo que no son cosas que pasan es una mala escenografía y una mala puesta en escena. ¿Qué te ha pasado, Claus Guth? Él, que es uno de los escenógrafos más aclamados y que ha hecho numerosos montajes muy alabados por la crítica, consideró que la interpretación más apropiada de Salomé de Strauss, esta obra que cambió el siglo XX, era destacar un lado naïv del todo inexistente en la partitura y en la historia. Salomé cuenta con un libreto basado en la obra homónima de Oscar Wilde tras la traducción de Hedwig Lachmann. Que Strauss prefiriera la versión de Wilde y no la tradicional bíblica, ya indica muchas cosas. En el texto original, Juan el bautista rechaza el matrimonio entre Herodes y Herodías, ya que ella es una mujer divorciada. Salomé consigue la muerte de Juan después de danzar para su padre, que le concede por tan bello baile lo que quiera: ella le pide la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Wilde aprovecha el momento de dudosa moralidad en el que Salomé baila para su padre para dar un giro al su personaje. En su historia, Salomé no quiere la cabeza de Juan para restaurar, por así decir, la honra de su madre; sino porque quiere poseer a Juan, porque lo desea de manera obsesiva (yo rechazo las interpretaciones que hablan de Salomé como una mujer enamorada. Desde mi lectura, Wilde quería jugar con los extremos de las pasiones sexuales). Pues bien, una vez sabiendo esto, podemos esperar que la escenografía evidencie este giro, que juegue con la sexualidad en los límites de los tabúes sociales que escribió Wilde. Esto no sólo no pasó, sino que fue mucho peor. La escenografía estaba basada en una tienda de trajes de caballero, para poder jugar con el paralelismo de una evidencia demasiado inmediata entre la cabeza de Juan y la de los maniquíes. Salomé, en lugar de mostrarse como una mujer que es capaz de destruir a un hombre para poseerlo, es decir, una mujer en los extremos de lo permisible y de la cordura, de lo «normal»; era retratada como una suerte de adolescente que era seguida por seis niñas, que trataban de crear la ilusión de una Salomé desplegada en sus edades. De esta forma, la danza de los siete velos, una de las partes más esperadas de la ópera y que es, quizá, como el así llamada ‘aria de la locura’ de Lucia de Lammermoor, uno de los momentos donde la tensión acumulada durante la pieza debe explotar, se convirtió en una especie de festival infantil en la que las seis niñitas danzaban como en la fiesta de final de curso. La única explicación posible es una suerte de lectura de psicoanalista barata, en la que se pretende centrar la historia en la relación niña-padre. Quién sabe. No hubo nada de los simbolismos evidentes en el texto con la luna, por ejemplo, donde se muestran las contradicciones del personaje (según Yvonne Gebauer, en las notas al programa, la luna aparecía como la luz inicial, que era «lunar». Que baje Wilde y lo vea). Según apunta P. Dierkes-Thrun, la luna representa la virginidad, «la que nunca se ha abandona a los hombres, como otras diosas» pero, al mismo tiempo, la personalidad cambiante, en la que se torna Salomé para querer matar a aquél que desea -parafraseando al propio Wilde-. Nada fueron capaces de aportar la conversión de los personajes en maniquíes, que eran movidos en algunas ocasiones por unos técnicos vestidos de negro y otras veces volvían a la vida por arte de magia. ¿Qué aporta a la historia el espacio de los trajes, con los escaparates de las corbatas y las chaquetas colgadas por orden cromático? ¿Porqué uno de los momentos más escabrosos de la obra, donde en el texto se explica cómo Salomé besa la cabeza decapitada de Juan, sucedió de tal manera que Salomé no lo besó?Son tantos y tantos los problemas, y tantas las injusticias cometidas contra Strauss y Wilde que será mejor dejar el asunto de la escenografía aquí.
Entonces quizá alguien me pueda decir que esperan que al menos la música y la actuación haya sido buena. Tampoco. No seré injusta: la orquesta de la Deutsche Oper estuvo a la altura de las circunstancias y los cantantes dieron la talla: fue todo muy correcto y desabrido hasta mitad de la ópera, donde por fin aquello comenzó a coger fuerza musical. Especialmente brillante fue la danza de los siete velos. Esta interpretación puso en evidencia al resto y demostró que podían haber tocado mucho mejor el resto de la pieza. Herdoes, en voz de Burkhard Ulrich tuvo momentos muy buenos y otros sobreactuados, que ponían en evidencia más problemas de coreografía y comprensión de la obra que vocales. Jeanne-Michèle Charbonnet, en el papel de Herodías, tuvo problemas vocales serios en los agudos y en la calidad tímbrica. Sólo mejoró tímidamente al final de la danza de los siete velos, en el momento en el que anima a Salomé en que no ceje en pedir la cabeza del Bautista. Michael Volle, fue un sobrio Juan, lo que apoya la interpretación de la pieza en clave psicoanalítica, donde el peso está en la relación niña-padre y no, como en realidad parece que quería Wilde, entre Salomé y Juan. Allison Oakes salvó una Salomé bastante aceptable, algo admirable dadas las circunstancias. Salvo algunos momentos en los graves que prácticamente se volvían audibles por la dinámica mal escogida de la orquesta, teatralmente estuvo muy convincente en la esquina en la que la habían situado. Lo que es inadmisible es la actuación de Sommer Ulrickson, que además es la coreógrafa (por eso quizá se entienden algunas cosas). Fue una Salomé insípida, en una pose permanente que la mantenía ajena a todo lo que pasaba en el escenario.
Los sonoros abucheos tras el último acorde me dieron la razón de todo lo que he intentado explicar. En cierto modo, los allí presentes vimos una tremenda profanación de una de las piezas claves del siglo XX. Una verdadera lástima.
El pasado domingo 24 en L’Auditori se vivió uno de los conciertos más esperados de la temporada: la visita de Sir John Eliot Gardiner con los dos grupos formados por él, The Monteverdi Choir y The English Baroque Soloists y las soprano Hannah Morrison y Amanda Forsythe. Gardiner, autor de la última gran alegría que nos dio a los melómanos, la publicación de un extenso y necesario estudio sobre Bach, Música en el castillo del cielo (en español en Acantilado); no necesita mucha presentación: su extensa carrera como director -falsamente asumido como exclusivamente experto en barroco- le ha acreditado como uno de los fundamentales en la historia de la dirección que se está escribiendo actualmente. Así que la expectación era máxima.
Inicialmente, la primera parte del concierto tenía programada un greatest hit mozartiano, convertido en tal por las melodías midi de los móviles y los infinitos volúmenes de «Clásicos fundamentales» o algo así: la Sinfonía n. 40 KV. 550. El azar de los dioses y, por visto, por petición expresa del director, se anunció la modificación del programa a favor de la interpretación de la Sinfonía n. 41 KV. 551, la Júpiter, a partir de que el empresario J. P. Salomon considerara llamarla así por su fuerza y luminosidad. No se crean, este es otro greatest hit. Aunque ambas sinfonías son una delicia analítica y auditiva, vuelvo a la pregunta que me hice en mi entrada anterior: queridos programadores del mundo, ¿de verdad que de todas los trabajos de Mozart el público se merece escuchar las mismas siempre? Algunos objetarán, y con razón pero no tanta como para justificar una respuesta suficiente a mi pregunta, que Gardiner sería capaz de hacer algo distinto con unas sinfonías escuchadas hasta la saciedad y que, por eso mismo, maltratan al pobre Mozart más que hacerle justicia. Pero bueno, este es otro tema, como se imaginarán. Ahora bien, ¿qué hizo Gardiner con el reto de volver a entusiasmarnos con esta sinfonía? Su estrategia en el primer movimiento fue optar por una interpretación muy marcada con los tres temas de esta sinfonía, que es altamente operística. Me explicaré. Aparecen tres temas contrastantes: uno marcato, rítmico y con un aire militar; otro lírico, meloso y que epxlota lo melódico; y, por ultimo uno bufo, más juguetón, que combina lo rítmico y lo melódico y se cuela entre el primero y el segundo. Gardiner explotó estos ‘caracteres musicales’ y demostró su fuerza en el plano pianissimo y la preparación de los crescendo. Esto fue evidente en el ‘Andante cantabile’, el segundo movimiento, que fue una delicia; y que hizo todavía mayor el contraste con los dos movimientos restantes. Este segundo movimiento dialoga melódicamente con algunos de otros segundos movimientos de obras como su Concierto de violín n. 3 K. 216. Pero en este caso, un tema relativamente sencillo -que es el de la reverencia- le permite, en la parte media, explorar los colores de la cuerda en contraste con los vientos mediante el uso de pequeños giros cromáticos. El tercero y el cuarto, no terminaron de tener la fuerza de los primeros -salvo la gran coda final, que fue una demostración de claridad y precisión asombrosa- aunque la interpretación técnica fue, como suele ser costumbre por parte del inglés, impecable. Uno de los aspectos más destacables es su búsqueda de la pureza del sonido, prescindiendo prácticamente del vibrato, uno de los recursos más sobreexplotados. Por cierto, si quieren conocer mejor esta sinfonía les remito a mi querido Luis Ángel de Benito y su programa dedicado a la misma en Música y significado de RNE.
Y llegó, tras la pausa, el momento más esperado por todos: la interpretación de la -incompleta, porque la muerte siempre llega en mala hora- Gran misa en do menor KV 427. Si la sinfonía es puro teatro, melodías que parecen frívolas y esconden mucha profundidad y conversan con toda la tradición anterior a Mozart, en esta Misa el compositor austriaco se asoma al futuro, y recupera algunas formas perdidas del renacimiento musical. Este doble juego con la historia es una de las capacidades más admiradas de Mozart. En la Misa apareció, sobre todo, en el Kyrie, en una interpretación excelente -como nunca la había escuchado antes- del solo por parte de Amanda Forsythe. Fue tan delicado, tan adecuado a lo que parece que a partitura exige que a pocos minutos de comenzar, desde mi punto de vista, Gardiner ya había alcanzado la cota más alta con una interpretación inolvidable. Así que era difícil mantenerse a la altura. Pero como ahí se muestra la capacidad de los exigentes, Gardiner supo ofrecer más momentos como aquel con el dúo Domine Deus, un fabuloso Gloria, la fuerza expresiva de Et incarnatus est y un final que impidió a la gente contener el aplauso que llevaban tiempo aguantando tras el Sanctus. A mí me pasa al revés de la gente normal, y tras un concierto así no puedo escuchar más música, porque necesito pensar en todo lo que acaba de pasar sobre ese escenario, sobre toda la complejidad y todas las preguntas que Mozart sigue abriendo, pero el público entusiasmado invitó a los músicos a dar un poco más, con otro greatest hit de Mozart, el Ave Verum Corpus K. 618, una de las partituras más bellas de la historia de la música, en la que parece que Mozart se despedía del mundo. Si Gardiner se despedía así de Barcelona, esperamos que no sea un adiós, sino un hasta muy pronto.
Lo de ayer fue una de esas raras combinaciones que hacen los programadores y que, aunque todo apunta que podría salir mal, algo inesperado sucede y se convierte en una gran noche. Quizá el criterio de meter a Granados, a Liszt y a Mahler juntos tiene que ver con que son tres compositores que cambiaron muchas cosas en el complejo siglo XX, pero los diálogos entre ellos, así, estaban forzados. No obstante, entendiendo el concierto como compartimentos estancos, es decir, pasando por alto el sentido del programa, fue un éxito in crescendo.
De Granados (del que, por cierto, se celebra este año el centenario de su trágica muerte), tocaron el «Intermezzo» de sus Goyescas (1915-16). Fue una interpretación correcta, sin grandes sorpresas, quizá más lenta de lo que pide la partitura; y algún disgusto, sobre todo en los pizzicati iniciales, descoordinados y una afinación que sólo llegó a ajustarse a la mitad de la pieza. El giro se lo dieron el excelente solo de Disa English, al oboe. ¿Veremos más obras de Granados en esta ocasión de su homenaje que no sea este fantástico «Intermezzo»? Ojalá. ¿Un merecido reconocimiento a otras obras, en especial a la de cámara, llegará? El «Intermezzo» tiene todo lo que se busca en la programación: es corta, por lo que cabe en cualquier lado; está muy bien compuesta, así que pasa los mínimos de calidad; es bonita, por lo que gusta a casi cualquier oído. Pero su interpretación hasta el hastío puede volverla un greatest hit y hacerle perder su fuerza, como ya lo están haciendo otras piezas de la historia de la música.
El concierto de Liszt n. 2 en La Mayor (1839) es una rara avis de finales del siglo XIX. Es un concierto de un sólo movimiento, aunque se divide internamente en seis partes, que son seis grandes variaciones de un tema que comparten inicialmente el primer clarinete y va pasando al resto del viento madera, que se presenta en los tres primeros compases del «Adagio sostenuto assai». Cuando toca el piano el tema, es de una forma tosca, ruda, desnuda, y ya casi ha pasado medio movimiento. Esto es interesante porque el piano empieza, de esta manera, casi como un acompañante más. Es un tema que se va estirando y va explotando los colores del conjunto de la orquesta. Liszt entendía este concierto como un «concierto sinfónico», aunque tampoco sea sinfónico en un sentido ortodoxo. Se trata de una gran fantasía melódica, más parecida al concepto de «concertante» original, en la que un instrumento (o conjunto de ellos) se enfrenta a un conjunto orquestal. Es decir, no se trata de un diálogo, sino de una lucha, un conflicto. En este caso, el conflicto es tímbrico y de expansión temática. El piano es menos virtuoso -pero no menos brillante- que en el primer concierto del húngaro. En manos de Nicholas Angelich, ayer, fue delicioso. Lástima que faltaran algunos planos intermedios. Steinberg mostró su capacidad de explotar los crescendi, los forte y los pianissimo, pero faltaron planos medios que no hicieran la interpretación un fantástico tiovivo, pero tiovivo al fin y al cabo. Su potencia en los forte hizo definitiva su interpretación del «Marziale un poco meno allegro» pero dejó un poco huérfano,por ejemplo, el «Allegro moderato», que salvó el exquisito gusto del diálogo entre Angelich y José Mor.
Y llegó Mahler. Siempre me emociona hablar o escribir de Mahler, porque ha marcado en muchos aspectos mi vida. Y también porque su música siempre parece hablar desde muy lejos sobre algo tan cercano que, por eso mismo, no llegamos a atisbar. La música de Mahler mezcla dos aspectos contradictorios de la existencia, que tocan casi todas nuestras experiencias: la de la unión entre lo grotesco, lo terrible, y lo inocente, lo infantil y lo alegre sin doblez. La Quinta sinfonía es todo un tratado sobre eso, en un camino de lo atroz a la luz de la redención, aunque a sabiendas de que la luz está siempre llena de oscuridad en su reverso (por eso no puede parecerme más acertado el rayo de la portada de la edición de las nueve sinfonías en manos de Gergiev y la London Symphony Orchestra de 2012). Mahler pone ese reverso a la vista, pero sólo dando algunas pistas, sólo indicando el camino por si alguien osa adentrarse. Si quieren entender algo más de todo esto, les recomiendo que escuchen el programa de Luis Ángel de Benito, «Música y significado», que aborda esta obra. Así entiendo yo el primer movimiento, por ejemplo, en que se conjuga una fanfarria con una melodía derrotada, que a duras penas trata de imponerse sobre aquélla. Como dice Adorno, «la energía que lo empuja hacia adelante es represada y, por así decir, refluye». De la música se podrían decir tantas cosas, tantas, y ninguna portaría tanta verdad como su música. Ante estas composiciones, entonces, sólo puede haber dos formas de interpretarlas: la mala, que hace que todo el mundo que Mahler abre se desmorone en las primeras notas y su música no sea más que un torbellino; o la que interpela al oyente, y le pone a sí mismo contra las cuerdas. Steinberg consiguió ayer hacer a hablar a Mahler desde la segunda postura, precisamente, gracias a la radicalidad de sus dinámicas. Fue un Mahler muy exagerado, dentro de la idea de que su música es puro exceso. Salvo algunos errores de afinación que hacían regresar a lo mundano y sentirse despojado de algo muy valioso por unos segundos y los ya conocidos problemas de acústica que impiden que los bajos resuenen como corresponde, pese a tener ocho contrabajos entre las filas, fue una interpretación que dio cuenta del derrumbe y ascensión que supone esta obra. Si no supiéramos lo que viene luego, el último movimiento de esta sinfonía sería una victoria sobre las tinieblas, como dice De Benito. Pero la luz en Mahler siempre se mete por grietas de las fisuras del mundo, el jolgorio final es como el canto de los soldados antes de lanzarse a la muerte, o de los que ríen por no llorar. Una buena interpretación, a mi juicio, sólo es tal si deja entrever todas estas cosas. Como la de anoche.
Llego tarde a celebrar las letras de Isabel Mellado. Pero llegué -que parece que es lo que importa-, gracias a mi gran amigo Luis, que a su vez llegó a Isabel Mellado por consejo de Margarita, que tiene un proyecto que vale la pena conocer. El perro que comía silencio es el libro debut de Isabel Mellado, editado por Páginas de Espuma en 2011.
Escribir sobre este libro, que es tan delicado y delicioso, me parece casi sacrílego. No tanto porque sea un objeto sagrado, sino porque todo está tan bien puesto, tan bien escrito, que faltar al don de la escritura sería algo así como mancharlo. Cuando empezamos a leer los cuentos (y microcuentos) de El perro que comía silencio, ya sabemos que nos estamos adentrando en las cosas más serias de la vida, pero contadas con ese sentido del humor cargado de tristeza, es decir, de verdad; como ya supo hacer el viejo Charlot. Algunos dicen que es surrealista. Ella dice que no, que es hiperrealista. Sus cuentos tienen la fuerza de toda buena literatura: absorben, transfiguran, rompen y recomponen; y una es diferente cuando acaba de leer. Yo suelo decir que sé cuando estoy delante de un texto bueno cuando me obliga a cerrarlo por la fuerza de sus letras. E Isabel Mellado me obliga a cada rato, y a intentarlo de nuevo, a releerla y a paladearla, para no perderme nada. Aunque ella siempre gana, y yo siempre me he perdido algo, porque sus cuentos son poliédricos pero al mismo tiempo de una sencillez radical, la de la palabra justa. Va a las entrañas de lo que más duele: «De nuevo dormí como una piedra: rígida, machacada, sola». También dijo, con tan pocas palabras, tantas cosas: «Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha»
«Mi primer recuerdo es mi madre y su voz de galleta remojada en leche. Nunca vi su rostro, nací ciego», empieza «Perspectiva», y de pronto Mellado te obliga a pensar en la voz de una madre, que es de los sonidos que nunca se olvidan si se han escuchado alguna vez, y si es posible que el de la propia no sea más bien fresas con zumo de naranja o a manzanilla en los campos del pueblo. También, Mellado nos habla del olvido, y dice «Llevo días tratando de olvidarte. Ya al menos te borré la nariz». Esa experiencia, que todos pasamos, de no conseguir borrar lo que hay que borrar, y que cuanto más se intenta más fuerte aparece. Lo cifra así también «Lucía se fue hace dos años. Desde entonces era yo un lamentable estribillo de mí mismo», en donde un pintor se queda sin colores por la pena. Es la impotencia, el agotamiento, ¡como si fuera tan fácil!. Porque no es fácil, precisamente, aparece en los cuentos (o microcuentos -o incluso aforismos) de Mellado. se pone también en la piel de algunos que no suelen tener voz, y habla desde el cuerpo de un perro, y del de un chelo, y la del número cinco, y un largo etcétera de ser enmudecidos. Recuerdo que a Mozart le criticaban que era capaz de ponerle música a todo, incluso a las «cosas normales» de la vida, aquellas que no tienen, de por sí, potencial… lírico. En su Le nozze di Figaro, comienza poniéndole música al proceso de medir una habitación para poner un cama, y es una música fantástica. Algo parecido le pasa a Mellado. Ella saca fuerza literaria (que me gusta más que eso de lírico) de las albóndigas, de los estornudos, de las rebajas. Mellado desbarata el mundo, desordena el pelo y se marcha; y deja a sus lectores con otros ojos y otros oídos para enfrentarse a una realidad donde la tarde puede oler a moras y el día puede tener la piel suave. Sí, también se oye diferente, porque estos cuentos están escritos por una violinista, y divididos en tres partes, como un concierto clásico, y suenan y resuenan. Si se atreven al viaje, es un libro que se volverá imprescindible aunque, como muchas veces, no figure en los círculos habituales donde se supone que habita la cultura.
Imagen tomada de la web de Neu Records. Imagen de Ana Madrid. Diseño de Estudio Gerundio.
[A María Jesús]
Eclesiastés
[…]
Pero sabed que fui,
que viví y he existido.
Mi nombre no os importe:
podéis pisar el césped,
recostaros.
José Jimenez Lozano
Bernat Vivancos nos trae una nueva alegría. Como casi todos los compositores atrevidos, y conscientes de sus capacidades, él también se ha atrevido a componer un Requiem, un tipo de pieza visitado por muchos y aún por explorar. Algunos ejemplos los conocemos en los architocados Requiem de W. A. Mozart o el Requiem alemán de Brahms. También tenemos de Verdi, Dvórak y el preciosísimo de Fauré. También encontramos ejemplos en la música contemporánea, donde quizá el más brillante sea el de Ligeti, compuesto en 1965, aunque también es interesante visitar el Requiem polaco (1984) de Penderecki, el Requiem de(l aún injustamente desconocido) Bargielski (1992), el recién estrenado (marzo de 2014) Requiem de Enrique Muñoz o propuestas basadas en el requiem como las que presentaban Jesús Rueda, Vasco Ispirián y Blowing.
Pero vayamos al que nos ocupa. A finales de noviembre de este año, la discográfica Neu Records sacaba el doble CD con el Requiem de Bernat Vivancos, que repite su colaboración con el Latvian Radio Choir, dirigidos por Sigvards Klava. Ellos también repiten en calidad, precisión y buen gusto. En la web de Neu Records, además, se pueden escuchar extractos, leer notas de Vivancos y músicos como Jordi Savall y, una de las grandes aportaciones, descargar la partitura. Desde aquí, quiero felicitar a Neu Records por esta valentía, por esta gestión.
En el Reuqiem, Vivancos une, en realidad, piezas más antiguas que han encontrado su unidad bajo la forma de un requiem poco usual y que prescinde de la división habitual (Kyrie, Gloria, Sanctus, Credo, Agnus Dei, etc.) Según indica el propio Vivancos, lo que pretende con esta pieza es que
sea una meditación luminosa trascendente, en la cual una selección de textos y reflexiones abiertos y plurales responda a una visión no confesional del fin de la existencia humana.
La obra, según explica, está dividida en tres partes más una introducción:
1- Aeternam, en la que se muestra la desnudez de la confrontación con dios y que se basa en la Missa defunctoris.
2. Sigue una subdivisión tripartita, en la que Vivancos tematiza lo que, a su juicio, son los tres aspectos fundamentales de la vida en la tierra: la bondad, el amor y el rezo. La bondad se refleja enLes Béatitudes, a la que sigue L’amor/le temps. Cierra esta parte O Virgo splenders. Les Beatitudes (2012) es una música basada en el texto de las bienaventurazas que se recogen en Mateo 5, del 3 al 12. Para aquellos que, como yo, sólo van a la iglesia para contemplarlas como patrimonio artístico, les recordaré que se refiere al texto que recoge las siguientes frases:
«Dichosos los pobres en espíritu, porque el reino de los cielos les pertenece. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los humildes, porque recibirán la tierra como herencia. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los compasivos, porque serán tratados con compasión. Dichosos los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque el reino de los cielos les pertenece»
La pieza, además, es precedida por la lectura de la versión en inglés de el Evangelii Gaudium, n. 189-190, que anunció el Papa Francisco el 24 de noviembre de 2013
“La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde
A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos». Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad.
Una versión del texto del evangelio de Mateo en francés es el que canta el coro, en una música que empieza en la oscuridad y va conquistando la luz, aunque esta nunca alcanza ser una luz suficiente, siempre aparece algún elemento que la turbia. Es una música diáfana, compacta. Las frases se estructuran de tal manera quecomienzan de manera estática, cuando se habla de «dichosos los…», asciende con la bienaventuranza y cierra de forma similar al comienzo con la conclusión. Es como si tuviese forma de rombo acostado que, a su vez, cada vez se hace más grande, con más fuerza sonora.
L’amor/Le temps (2001-2013) está basado en un proverbio italiano, que dice una verdad sencilla de una forma sencilla: «El amor hace pasar el tiempo y el tiempo hace pasar el amor». Es una obra pequeña. Antes del inicio, se debe leer la versión en inglés del texto de El Profeta, de Kahil Gibrán, que reza:
Amaos el uno al otro, pero no hagáis del amor una atadura. Que sea, más bien, un mar movible entre las costas de vuestras almas. Llenaos uno al otro vuestras copas, pero no bebáis de una sola copa. Daos el uno al otro de vuestro pan, pero no comáis del mismo trozo. Cantad y bailad juntos y estad alegres, pero que cada uno de vosotros sea independiente. Las cuerdas de un laúd están solas, aunque tiemblen con la misma música.
Imagen bajo Cpyright: Bernat Vivancos 2001-2013
Es una pieza pequeña, como decía, pero que juega con la lógica dilatada del tiempo del que habla. Se estira y se estira, pero sin deformarse. Esto contradice lo que sugiere el dibujo del propio Vivancos en la imagen de arriba, que parece una propuesta de comprensión de la obra como si se cerrase hacia dentro, como si confluyese en sí misma. Para mis oídos, esta obra simplemente empieza y acaba, pero podría seguir siempre: es como si lo que oímos fuese un recorte de una melodía eterna. Es casi un himno a esta doble relación entre amor y tiempo, o a esa experiencia que solemos experimentar en la que no sabemos muy bien cómo ni cuándo empieza ni cómo acaba.
La tercera pieza es O Virgo Splendens (2014).El texto inicial es del Evangelio según San Juan (19, 25-27). Recordemos…
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.»
El texto musicado es el
Oh Virgen que deslumbras sobre este excelso monte serrado,
dónde brillan por doquier tus milagros,
en la que todos los fieles se congregan:
mira con tus ojos llenos de piedad
a tus fieles afligidos por el peso de sus pecados,
para que no sean condenados a las penas del infierno
sino que, por tu intersección, sean elegidos entre los bienaventurados.
Esta es una de las obras que, pese a su inicio demasiado entroncado en la tradición litúrgico-musical con el sonido de las campanas, es una excelente versión de la antífona «Dulcis armonia dulcissime virginis Marie de Monteserrato», incluida en el Libro Vermell de Monserrat, del s. XVI, tal y como indica el propio compositor:
Antífona «Dulcis armonia dulcissime virginis Marie de Monteserrato», incluida en el Libro Vermell de Monserrat, del s. XVI
El solo de soprano que se escucha a partir del minuto 5:02 y hasta el 5:56 , de una sencillez extrema, es marca de la forma de trabajar de Vivancos: desde el respeto extremo por el material, por la afrenta con su desnudez. La senicllez no choca con la complejidad, como él demuestra y su trabajo desde lo mínimo lo evidencia.
3. El momento cumbre de la obra es el Lasciatemi morire, la pieza que considero más lograda e interesante del conjunto. Es evidente el contraste que quiere conseguir con respecto a todo lo que se escucha anteriormente: si la disonancia tiene fuerza es cuando se confronta con su opuesto, la consonancia. El mundo diáfano que ha construido Vivancos se niega por las primeras notas del cello. El texto en el que se basa es el que sigue:
¡Dejadme morir!
«¿y quién queréis que me consuele
en tan cruel suerte
en tan duro sufrir?
¡Dejadme morir!»
Es una pieza con muchísima fuerza, hipnótica, que habla de muchas cosas. La fundamental, la pregunta por cómo hablar musicalmente del desgarrador «¡dejadme morir!», esa cuestión que parece que los sobrevivientes se hacen cuando se va un ser querido. ¿Cómo se deja morir a alguien? ¿Cómo no se muere un poco cuando alguien se va y deja este mundo un poco más feo, un poco más triste, un poco más solo? ¿Y cómo no asumir que es ley de vida, que esa es nuestra suerte?
4. La tercera y última parte se divide en tres de nuevo. La primera es Souffle ta bougie(2015), basada en un delicioso texto de Denis Diderot, en el que se recorta el final, que indicaré entre corchetes:
Extraviado en un inmenso bosque durante la noche, sólo tenía una lamparita para guiarme. Aparece un desconocido que me dice: Amigo mío, apaga la vela para encontrar mejor el camino. [Ese desconocido es un teólogo.]
Después de la fuerza religiosa del conjunto de la primera parte y, a la luz de la sentencia inicial de Vivancos en la que anuncia que quiere que sea un obra «no confesional», sería lógico que muchos se preguntasen dónde se encuentra lo «no confesional». Recurrir a Diderot, que fue un gran crítico de la religión y, además, eliminar esa última frase da algunas pistas. En cualquier caso, parece que lo que busca Vivancos es, à la Arvo Pärt, ‘lumificar’ la música, es decir, hacer de ella esa luz que parece que puede guiar, pero que sólo guía cuando se apaga. ¿Es la propia música luminosa o lo es su silencio, o un silencio perdido, del que parece que es cifra la melodía del acordeón en pianissimo? Vivancos señala que esta pieza, en realidad, busca homenajear en cierto modo al amigo fiel, que siempre está ahí y da consejos para seguir el buen camino. Creo que el texto seleccionado habla de muchas otras cosas y que, en plena época del ‘iluminismo’, hablar de la posibilidad de conocer a través de las tinieblas tiene mucha más enjundia interpretativa.
La penúltima pieza es O Lux Beata, basada en el texto utilizado en el segundo himno del tiempo ordinario en canto gregoriano, que en español se ha traducido de una forma bastante libre pero que más o menos conserva el mensaje como sigue:
Oh Luz, Trinidad santa
y unidad de origen,
ahora que el sol se retira,
enciende Tú nuestros corazones.
Que tanto al alba como al ocaso,
Te imploremos entre himnos y aclamaciones,
procurando que esta súplica sea
una incesante alabanza de tu gloria.
Se lo pedimos al Padre, al Hijo,
y al Espíritu que de ambos procede,
que la Trinidad omnipotente
custodie a cuantos la invocan.
Esta pieza es muy interesante por cómo conjuga el juego entre acordes tutti muy disonantes y una armonía complejísima, que juega con pequeños cambios de notas para ir pasando de la consonancia a la disonancia. Es una obra oscura, inquietante, justo lo contrario de lo que sugiere el texto y el propio Vivancos, ya que, para él, esa obra enciende la luz de la oscuridad en la que se sumió con la pieza basada en el texto de Diderot. Es un caso, como tantos, de lo que la música contradice a las palabras. En ningún caso es una luz diáfana, como la luz del mediodía (dicho con Nietzsche), sino una llena de preguntas y envuelta por la aparición de tinieblas.
Por último, el Requiem concluye Lux Aeterna, que en la partitura exige de una explicación del compositor. En ella, señala que esta pieza se encuentra en relación con la primera, introductoria, Aeternam. La diferencia está en la concepción compositiva: Lux Aeterna es ad libitum y consiste en una masa sonora más grande. Según señala Vivancos, Aeternam, por su parte, es una suerte de esqueleto, es una pieza desnuda. Sin embargo, Lux Aeterna pretende ser, desde el mismo material, un giro a la obra. Ya sólo la disposición es clara: ahora parece que el coro se dispone para contemplar la luz del centro, donde se sitúa el director. Quizá habría que explorar la relación de la música de Vivancos con la circularidad en algún otro texto.
Disposición de Aeternam
Disposición de Lux Aeterna
Según él, la intención es que la armonía, por decirlo de alguna manera, ‘deforme’ la nitidez de las voces, que son limpias y bajo un estricto ‘non-vibrato’. Según él, la intención es conjugar la incertidumbre de la muerte con esa luz eterna que se promete al morir. Sin embargo, yo vero algo más. Parece que su lectura de la luz se encuentra hermanada con la que ofrece la física, es decir, la que la suma de todos los colores luz, en la ‘síntesis aditiva de color’ se da el blanco, que siempre ha representado lo luminoso puro. En lugar de asumir la luz como líneas sencillas y totalmente consonantes, como en la tradición, Vivancos ofrece una luz que habla de otras luces posibles. Quizá es mi deformación literaria, pero no puedo dejar de pensar en el poema homónimo de José Jiménez Lozano, que dice:
Lux Aeterna
Siempre fue un desgarro
la muerte, mas, ahora,
los hombres huecos y redondos
mueren contentos de no ser para siempre.
Se aplaude en los entierros,
¡Por fin la nada! ¿Qué alegría!
¡Cuánto ahorro
de luz eterna innecesaria!
¿Es el Requiem de Vivancos una obra no-confesional? No lo creo y quizá aún necesitemos un requiem así. Pero lo que sí es es una obra delicadísima, deliciosa, que hace tantas preguntas como las que deja abiertas la propia muerte.